«Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó,
lo que Dios' preparó 'para los que le aman.'» (1Cor 2,9)
¡Quién no percibe la armonía de estas palabras de san Pablo, el poder embriagador y dionisíaco que en ellas reside! Es muy instructivo para el caso que en estas palabras, por las cuales el sentimiento quisiera expresar su máxima tensión, «el alma desiste de toda imagen» y solamente se expresa en lo negativo. Y es notable que al escucharlas o leerlas no percibimos en absoluto su carácter negativo. Por el contrario, podemos embelesarnos y hasta emborracharnos con series enteras de tales negaciones. En efecto, existen himnos capaces de producir la impresión más profunda, en los cuales casi no hay ningún contenido positivo:
¡Oh Dios! Abismo de sin igual hondura,
¿cómo podré conocerte bastante?
Suma eminencia, ¿cómo podrá mi boca
designarte por tus atributos?
Tú eres un inabarcable mar,
y yo me sumo en tu compasión.
Mi corazón está vacío de verdadero saber,
acógele entre tus brazos.
Es verdad que yo quisiera representarte para mí
y para otros,
pero me doy cuenta de mi debilidad.
Porque todo cuanto eres
no tiene principio ni fin;
y en ello pierdo todos los sentidos.
(Ernst Lange (1727), Hymnus aut Gottes Majestat (Himnos a la Majestad Divina), A. Bartels, p. 273.)
Es instructivo el hecho para mostrar la independencia absoluta con que corren el contenido positivo y la expresión mediante conceptos, y con qué fuerza puede ser captado aquél y con qué profundidad «entendido» y estimado tan sólo en y por el sentimiento. El simple «amor», la mera «confianza», por mucha felicidad que engendren, no explican este poder de rapto y enajenación que obra en nuestros cánticos de gracia, sobre todo en nuestros cánticos de anhelo por la última salvación:
Jerusalén, la eminente ciudad...
o bien esta otra:
De lejos he vislumbrado, ¡oh, Señor!, tu trono;
o en los versos, casi danzarines, de Bernardo de Cluny (ver himno y traducción aquí: http://.www.eltestigofiel.org/dialogo/foros.php?idm=57552 ).
o en estos versos:
Esencia de ventura, infinita delicia,
sima del placer perfectísimo,
eterna magnificencia, espléndido sol
que no sufre cambio ni mudanza.
o bien:
Aquel que se anegase
en el mar profundo de la divinidad,
se libraría por entero
de toda aflicción, angustia y dolor.
En todos estos ejemplos palpita ese algo más que hemos llamado lo fascinante. Y asimismo palpita en los panegíricos exaltados de la gracia, tan frecuentes en todas las religiones que implican la salvación del hombre. En todos estos panegíricos, el entusiasmo está en singular contraste con la aparente pobreza y frecuente puerilidad de lo que efectivamente se nos ofrece en los conceptos e imágenes sensibles. Es lo que advierte quien viaja en compañía del Dante por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, siempre con la anhelante expectación de que, al fin, se descorra la cortina. Y, en efecto, la cortina se descorre y entonces casi aterra lo poco que hay tras ella:
Nella profonda e chiara sussistenza
dell'alto lume parvermi tre giri
di tre colori e d'una continenza.
El hombre «natural» piensa que es demasiado viaje para no ver más que tres círculos de color. Y, sin embargo, la lengua del contemplador tartamudea de emoción al pensar en la visión contemplada:
Oh, quanto e corto il diré e como fioco
al mió concetto! E questo, a quel ch'io vidi,
'e tanto che non basta a dicer poco.
En dondequiera, la «salvación» es algo que apenas le entra, o que en absoluto le entra en la cabeza al hombre «natural»; algo que, aun entendiéndolo, le suele parecer tedioso, sin interés, y a veces, en absoluto, contra gusto y natura, como la visio beatifica de la intuición divina, en nuestra propia teoría de la salvación, o la henosis (reunión esencial con Dios) de la doctrina mística. «Aun entendiéndolo», decíamos. Pero lo que en realidad sucede es que no lo entiende en absoluto. Porque al confundir con conceptos naturales, al interpretar como «naturales» esas simples analogías o ideogramas del sentimiento que le son ofrecidas como expresión de aquella emoción sagrada, el hombre, sin la ayuda de una voz interior, yerra en esto cada vez más y se aparta más del blanco.
De Rudolf Otto, Lo Santo, pág. 53-56
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«Mi corazón está vacío de verdadero saber, acógele entre tus brazos.»
Bello...gracias por este post, Abel. Me dejò tecleando...
Quisiera bordar sólo dos o tres puntadas sobre lo que ya dice tan bien Otto.
A los efectos de lo que él quiere transmitir está bien dividir entre "el hombre 'natural'" y el hombre que de alguna manera está "'en la gracia'"; también en otras partes del libro distingue entre "el hombre natural", "el hombre sólo moral" (que confunde religión con moral) y el hombre "que está en la gracia".
Pero esa distinción es artificial y sólo a efectos del análisis, y desde luego que nada tiene que ver con la capacidad intelectual y la sensibilidad estética de comprender al Dante. Eso se cultiva y ya está. Una persona que haya sido educada en leer poesía, leerá poesía como otra come galletas, y es posible que la poesía que lee sea sublime, pero a lo mejor no entra nunca en la dimensión de la gracia. Ese "hombre estético" se suma a los anteriores. Los que estamos acostumbrados a leer poesía podemos engañarnos todavía más que el "hombre natural".
Cuando Otto habla de "ideogramas del sentimiento", creo que da en el clavo. Por un lado el sentimiento religioso es un lenguaje, es además un lenguaje en clave, pero es una clave que no está afuera, sino que nos ha sido dada en la creación. Se requiere dejarla aparecer, dejarla qe brote desde adentro, desde un lugar sin-nombre, pero que no queda en ninguna clase de manual, ni de catecismo, ni de estudio, ni de poesía, ni de libro, ni de tradición, ni de encíclica... como la fuente que regaba el jardín del Edén que brotaba desde abajo y desde adentro, y desde allí se repartía en cuatro brazos: ella crea los libros y la tradición y la poesía y el catecismo, no al revés.
A la vez, esa fuente es ideogramática, busca ser expresada y dicha en clave, en guiños, en la certeza de que otros pueden entender esos guiños, y habla en poesía, o en música, o en liturgia, etc. Y cuando dice, dice a la vez muchas cosas, pero la única importante es la que no dice: la que queda en ese fondo fontal sin-nombre.
La tarea del creyente, en particular del cristiano, pienso yo (y en esto sé que muchos piensan distinto, sólo digo mi opinión), no tiene nada que ver con decir "la verdad sobre Dios", o "llevar el juicio de Dios al mundo", etc... todas tareas que asumió Jesús, pero por ser quien era, y que no podemos asumir nosotros ni nos compete. Nuestra tarea, creo yo, es la del testigo; lo que se le pide a un testigo en un juicio, no que sea juez sino que sólo diga su experiencia: sí, yo he visto, he oído, esos ideogramas que parecen carentes de sentido están cargados de sentimiento divino, de eso soy testigo. Y de nada más. Cuánto tarde el mundo en llegar a escuchar ese sentimiento, ya es algo que va de la mano de la gracia, que es cosa del propio Dios.
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«Mi corazón está vacío de verdadero saber, acógele entre tus brazos.»
Pues que no tarde mucho. jajaja
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El mundo escucha de buen grado a los maestros, cuando son también testigos.
Benedicto XVI.
EL FIRMAMENTO
Estoy sentado en medio de la noche
que sube desde el campo hasta el espacio
diáfano del universo.
Y como una asamblea de diamantes
en mí convergen las constelaciones,
como un palacio de mármol
donde se guardan el destino y el tiempo.
Por ellas elegido
debo en la noche abandonar mis miembros
y contestar, oh contestar, sin nada
más que el dolor; y nada más entiendo!
***
Es significativo que este poema (del poeta ítalo-argentino Juan R. Wilcock) se llame "El firmamento"; quien habla aquí es el propio firmamento, no el poeta, el poeta sólo le presta su voz, pero las palabras las dice el firmamento. El firmamento que es lo firme y afirmado, algo inconmovible, todo movimiento ocurre dentro de él, pero no es él quien se mueve. El firmamento es el nombre que tiene, a los ojos de este pobre ser humano que somos, humo de hierba, el nombre que tiene la inmensidad e inconmensurabilidad del universo, la grandeza terrorífica de algo que es firme por encima de nosotros, que no lo somos, firme por encima de todo lo firme que podamos conocer o imaginar.
Ese firmamento habla en la boca, o más todavía, en los miembros del poeta, que le pone cuerpo, y cuando habla, lo que dice es que no entiende más que del dolor. Por eso es sorprendente. Lo único que nos hace un poco más aceptable el dolor es que sea una anomalía, algo que no debería estar, que no forme parte d elo firme del firmamento. En la vida cotidiana nos la pasamos "buscando culpables", de lo que nos pasa, de lo que pasa en al vida en general... luego ascendemos a la metafísica, y también allí aceptamos hablar del dolor sólo a condición de que sea una anomalía en la creación, un "punto oscuro", una "vieja llaga de la herida en el ser" -son palabras de otros poetas-; la religión tematiza el dolor a través de sus teorías del pecado original, o -fuera de nuestra ortodoxia- a través de una caída antrópica o cósmica originaria (gnosticismo). Y no está mal que intentemos comprenderlo así.
Aunque puede ocurrir que eso nos haga olvidar el centro del asunto, que el poeta desvela con esa sencillez y grandeza de los poetas: el dolor está allí, sea cual sea su "explicación". Está y no se va a ir, forma parte de lo firme del firmamento, es su lenguaje más íntimo.
Posiblemente el dolor sea el ideograma de Dios, en el sentido que le daba a la palabra en los post de más arriba. Por eso para entrar en el contacto más íntimo con nosotros, elige el dolor, debe morir. A mí el "debe morir" de Jesús me resulta del todo misterioso; no un poco sino del todo. No se trata de que no lo comprenda o de que sí lo comprenda, no es un problema, por tanto no es algo que puede resolverse, hallar la solución y ya está. "El Hijo del hombre debe ser entregado en manos de pecadores", me parece que concentra el mysterium mysteriorum, el sacramentum por excelencia: el sacerdote levanta la patena, con un trozo de pan donde nos invita a ver un cuerpo sacrificado, una copa con vino donde nos invita a ver el fruto sangriento de ese sacrificio y nos dice "este es el sacramento de nuestra fe". No cualquier cosa es el sacramento de nuestra fe, sino los despojos del dolor, que consumiremos ávidamente, ¿para qué?
No ciertamente para que el dolor duela menos, sino quizás para entrar en la firmeza del firmamento, en la clave de ese ideograma del universo, ideograma del ideograma de Dios.
(El poema de Wilcock pertenece a su anteúltimo libro en castellano, «Los hermosos días» que puede bajarse de la biblioteca)
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«Mi corazón está vacío de verdadero saber, acógele entre tus brazos.»
-Metafísico estáis
-Es que no como...
(diálogo de Babieca y Rocinante)
quizás no venga mucho a cuento...
http://.www.ted.com/talks/lang/spa/brene_brown_on_vulnerability.html?ga_source=embed
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Benedicto XVI.