Han cambiado los números, pero no la respuesta cristiana. La misión de los frailes carmelitas descalzos en Bangui, en la capital de la República Centroafricana, acoge en la actualidad a 3000 prófugos, frente a los 10 mil que albergó durante 2014 cuando el refectorio era una sala de partos y los niños dormían en la iglesia. «Muchos prófugos —cuenta el padre Federico Trinchero— lograron volver a sus casas o comprar o reconstruir en otras partes. De los barrios de Bangui hay alrededor de 7000 personas que han pasado en el Carmelo alguna semana, algunos meses o incluso uno, dos o tres años».
El campo para los prófugos normalmente está lleno de niños, muchos nacieron, comenzaron a hablar y a caminar allí.
«Para ellos —continuó— el mundo coincide con el Carmelo: una aldea de tiendas de plástico y de madera, de palmas y tierra roja, alrededor de un convento de ladrillos en el que viven hombres que no tienen ni esposas ni hijos, pero a los que uno se puede dirigir cuando tiene un problema».
Desde septiembre, la comunidad religiosa ha crecido: cuatro padres, once hermanos estudiantes, un postulante y cinco pre-novicios. El Carmelo centroafricano vive un «particular momento de bendición del Señor. Estar aquí es un gran privilegio, pero también, y sobre todo, una gran responsabilidad. La formación de estos jóvenes es y sigue siendo nuestra misión principal en el joven corazón de África y de la Iglesia». Continúa el proyecto de las becas de estudio, porque, en un momento de relativa paz, es importante «insistir en la importancia y en la urgencia de invertir en la educación: desde la escuela materna hasta la universidad».Desde hace algunos meses, muchos pueden hacer una cosa completamente normal: ir a la escuela. «Pero, según un informe de la ONU, alrededor de 10.000 niños, en la zona del interior, no pueden ir a clases porque sus aulas están ocupadas por los rebeldes».
La situación todavía es precaria. La tregua que comenzó después de la visita de Francisco se ha visto amenazada, ha habido demasiados muertos. Por fortuna, en la capital, durante los últimos dos meses, no ha habido enfrentamientos graves. Al concluir la operación Sangaris, guiada por los franceses, que tuvo el mérito de haber evitado una masacre y de haber llevado al país a las elecciones, ahora se encargan de la situación los 12 mil soldados de la ONU. «Desgraciadamente —como explicó el padre Trinchero— los Cascos Azules han sido acusados de tener complicidades con rebeldes del norte. No han faltado manifestaciones para protestar y pedir la creación de un ejército centroafricano (que prácticamente no existe desde hace tres años)». Sin la ONU, «la situación sería mucho peor», incluso porque «un ejército nacional eficiente y confiable no se crea en tiempos breves. Se requiere tiempo para que la República Centroafricana se estabilice: basta poco para comenzar una guerra, pero para la paz se necesita tiempo, se necesita paciencia y se necesita valentía».
El barrio Km 5 de Bangui sigue siendo un enclave del que salen raramente los musulmanes. Fuera de él es tierra de nadie y se pueden ver todavía los signos de la guerra. «Aquí, hace poco más de tres años, cristianos y musulmanes vivían en paz. Ahora los unos son rehenes de los otros. Solo hay casas deshechas o quemadas, pasto crecido y coches abandonados. En el Km5 cualquier centroafricano se sentía en su casa; ahora primero pide permiso para entrar».
Perdonar es difícil, y lo es más en un contexto parecido. Ketenguere («pequeño precio»), un cruce de caminos en Bangui, se ha convertido en una frontera difícil de atravesar: por una parte está la guerra; por la otra, el miedo. Allí se encuentra, abandonado, un autobús de color verde con una frase escrita: «Savoir pardonner» (saber perdonar). El motor se apagó cuando comenzó la guerra. «Ya no tiene llantas y está en pésimo estado —subrayó el padre Federico—, pero to tengo un sueño: me gustaría arreglar y volver a poner en movimiento este vehículo que, metáfora del país, se quedó sin llantas y, sobre todo, sin quien lo maneje ni pasajeros. Al volante pondría a nuestro valiente arzobispo, el cardenal Dieudonnè Nzapalainga, que nunca se ha cansado de pedir que los centroafricanos “sepan perdonar”, suplicándoles que salgan del espiral de la venganza. Irían como pasajeros muchos niños. Y detrás, como no tiene batería, he soñado que se pongan a empujarlo, con todas sus fuerzas y energías, los jóvenes de Bangui. Debemos ser audaces para subirnos y pedir que nos lleve a ese lugar en el que sabemos que alguien está esperando nuestro perdón. Hay bastante combustible como para llegar hasta donde no hemos tenido las fuerzas ni la valentía para llegar». Por lo demás, «alguien, a pesar de saber que hemos sido irremediablemente perdonados, no temió vestirse con nuestra carne ni subirse antes que nadie a este autobús del perdón y de la paz».