Desde lejos, desde lo más alto del volcán Hormillo, la ciudad se ve preciosa, y los problemas de los que allí malviven, de puro distantes, es como si ya no existieran; ni se ven, ni se sienten, pues los dolores de los pobres, igual que se degradan los colores de un paisaje lejano, se diluyen también con la distancia. Se está bien en la montaña. Se está mejor en la montaña, pues los rascacielos no llegan tan alto y desde ellos no es fácil fingir ignorancia.
Debajo de las altísimas construcciones, separado de ellas sólo por la amplia avenida de la Ronda Este y el ancho cauce del Río Quejumbroso, está El Barrio, amontonamiento loco de hojalatas y paredes de cartón piedra, en lo que es la parte olvidada de la ciudad, y donde se hacinan unos cincuenta mil pobres.
Hoy día, El Barrio no es lo que fue. Si por el este son las obras del nuevo viaducto las que tapan la salida del Sol, por el oeste son los altísimos rascacielos los que condenan a los barriosos a tener solamente un sol, el de mediodía, el que achicharra los sesos, el que no sólo calienta, sino que abrasa la piel y hace que los tejados de hojalata, en pleno verano, se enciendan inoportunos, abrasando unas estancias que luego, en invierno, apenas alcanzan a proteger de la lluvia. Los habitantes de las chabolas son morenos, y tienen unas casas que, como sus vidas, se zarandean con los vientos, se apagan frías en las largas noches invernales y se tuestan con el sol de un verano que tampoco tiene piedad de ellos.
Eran las seis de la tarde en El Barrio y anochecía. La madre estaba fuera. Había salido un momento buscando qué cenar. El padre, mientras tanto, permanecía apoyado en el marco de la entrada, que daba acceso a la única habitación de la choza. En los últimos tres meses habían perdido a tres de sus hijos, lo que les había sumido en un estado de pesadilla vital. No se sentían apegados a nada, pues todos esos quereres sólo habían servido para destrozarlos por dentro y por fuera. Y ahora, el padre, mientras con un brazo apartaba la ajada tela que hacía las veces de puerta, podía ver cómo Fidel, su último hijo vivo, yacía en su pequeño camastro cuna. El niño se acercaba solo, jadeante y casi en silencio, inexorablemente, a la muerte.
El hombre, muy moreno y de baja estatura, nunca había tenido mucho que dar a su familia, pero nunca les había faltado qué comer. Hasta la llegada de esta plaga, habían sido más o menos felices. Pero ahora, tras tanta calamidad, a duras penas tenían él y su mujer fuerzas para mover a su niño moribundo, para limpiar las llagas que, a estas alturas, acribillaban su cuerpecito. El único ser que conseguía mantenerlos con ánimos de seguir adelante se les iba por momentos. Ya ni siquiera se rebelaba al dolor de sus heridas cuando lo aseaban.
Por la ventana se veían, a lo lejos, recortados contra un cielo rojo, los impresionantes rascacielos de la ciudad. Orgullosos, robaban el sol de la tarde, sumiendo en sombras prematuras todo el poblado de chabolas. Hacía días que el padre ya no iba a la urbe para pedir limosna. El temor al inminente desenlace fatal le hacía permanecer casi continuamente pegado al camastro de su benjamín. Seguramente, el agostado pecho de la madre es el que había logrado retrasar lo inevitable, haciendo que el pequeño sobreviviera unas semanas más. El niño, de dos años recién cumplidos, se negaba a abandonarlos. Tenía una extraña resistencia que alegraba y que, a la vez, destrozaba el corazón de sus padres. Ambos lo querían vivo, pero deseaban, o un milagro, o que abandonara, muriendo de una vez, ese lecho de sufrimiento. Sin embargo, aún en su lamentable estado, el niño era capaz de reír con las mínimas tonterías. A veces, casi ni se notaba que reía, pero se ve que era de natural generoso, como si supiera cuánto necesitaban sus padres de su infantil alegría. Mas esa risa, bella y terrible, alegre y triste, llena de vida y de presagios de muerte a la vez, era como un cuchillo para los padres. Andar sobre tan cortante filo hacía que muchas veces no pudieran reprimir el sollozo. Éste, rasgando el ya habitual y negro silencio de su hogar, se abría paso por la ventana en dirección a la ciudad, donde el bullicio se encargaba de que nadie oyera a nadie. Y el niño se moría.
Fue como un arrebato. El padre, del que ya no importa el nombre, decidió acortarle el suplicio. Con un rápido movimiento, apartó la tela que hacía de puerta y, a la carrera, se abalanzó sobre el camastro. El niño se sobresaltó lo que pudo. El padre, decidido, acercó su cara hasta la de su hijo, de tal modo que su nariz casi tocaba la helada nariz del niño. Se miraron un segundo. Inmediatamente, el padre dio con la mano un sonoro golpe sobre su propia cabeza, abriendo al instante los ojos como platos, como fingiendo sorpresa. El niño, al oír el cachete, pues así sonó el golpe en la calva de su padre, nuevamente se sobresaltó, sin que casi se le notara el sobresalto. Expectante, quieto, como muerto, acalló su jadeo. Al ver la cara de pasmo de su padre y cómo éste se volvía, para chillar a quien había osado darle semejante mamporro, esbozó a su modo, entre dos trabajosas inspiraciones, una especie de sonrisa. Había entendido la broma ¡Y le había hecho gracia!. Acto seguido, y mientras aún no había terminado el padre de protestar, vino un cachete en la sien. Tal cosa hizo que se dirigiera a su hijo, haciéndose el sorprendido por recibir, también por parte de él, castigo tan inmerecido. El niño, al verse injustamente acusado de la agresión, a pesar de su edad y de su agonía, tuvo la lucidez de captar la atolondrada equivocación de su padre. Se rió como pudo, que parecía que se ahogaba con ello. Así, continuaron los pequeños tortazos sorpresa, propinados por una mano siempre más lista que la calva. A veces, los cachetes eran tan sonoros que se debían oír desde las chabolas vecinas. El padre parecía un poseso, repartiéndose tortas mientras trataba de escabullirse de ellas. Tras cada mamporro, protestaba, pero eran ya tantos y tan seguidos los cachetes que, en su sólida representación, ya no sabía de dónde le llovían. El niño, incapaz de una carcajada, olvidándose de la extrema finura del hilo que aún lo anclaba a la vida, parecía, o casi parecía, que muy adentro se reía feliz. Sí, se reía. Y se moría. Atrapado por la función, enamorado de tanta ingenuidad, daba, a modo de aplauso, sus últimos estertores. Era el modo de rendir homenaje al amor de su padre, quien querría morir con él. Así, con el alboroto de un payaso en la cumbre y los ahogados alientos de un público casi muerto de risa y generoso hasta el final, aquella habitación, por fin, entre dos cachetes de broma y una carcajada a las puertas del cielo, perdió su inocencia.