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Biblia: Los Salmos
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en la liturgia: Salmo 125
se utiliza en:
- miércoles de la tercera semana: Vísperas
Dios, alegría y esperanza nuestra

1Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
2la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían:
"El Señor ha estado grande con ellos".
3El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.

4Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
5Los que sembraban con lágrimas,
cosechan entre cantares.

6Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas.

Para el rezo cristiano

Introducción general

Generalmente se dice que este salmo es un cántico jubiloso de quienes retornan del destierro. Una nueva desgracia habría motivado la súplica del v 4. Tal vez está aludida en Is 59,9-11. Han regresado los grupos de desterrados, no todos, ni de un modo tan maravilloso como el previsto por el Déutero-Isaías, ni la totalidad del orbe se ha encaminado hacia Jerusalén. Para colmo, han comenzado las dificultades externas e internas en el grupo de los repatriados. Prevalece, no obstante, la alegría y la acción de gracias. Pudiera ser también que el salmo no se hubiera formado con motivo de la restauración, sino de un cambio de "fortuna" de Jerusalén antes del destierro. Esta hipótesis justifica mejor ciertas expresiones arcaicas del salmo.

El salmo es básicamente una acción de gracias comunitaria. El v. 4 intercala una súplica: que el retorno sea tan intenso como los torrentes de la estepa meridional hinchados repentinamente por una lluvia fuerte. Continúa la acción de gracias expresada con imágenes agrícolas. Se puede salmodiar del siguiente modo:

Asamblea, Recuerdo de la liberación: "Cuando el Señor cambió... y estamos alegres" (vv. 1-3).

Presidente, Súplica: "Que el Señor cambie... torrentes del Negueb" (v. 4).

Asamblea, La siembra y la cosecha: "Los que sembraban... trayendo sus gavillas" (vv. 5-6).

Volverán de la tierra hostil

Jeremías, el profeta de la desolación, no clausura su profecía sin abrir sus ojos a la esperanza: "Hay esperanza para tu futuro, volverán tus hijos a su territorio" (Jr 31,17). La vuelta es un retorno a casa, porque es una conversión al Señor. ¡Qué alegría en el Hijo que retorna al Padre de donde salió! (Jn 16,28). Antes tuvo que pasar por una tierra hostil. Ya ha vuelto. Ha iniciado la vuelta a casa. Le acompañan una multitud de hermanos, con la boca llena de risas y la lengua de cantares. El rezagado, atraído por los encantos del país lejano, puede vivir la dicha del retorno el día en que se decida a levantarse e ir a su padre. El Padre le besará efusivamente y celebrará una gran fiesta porque este hijo querido ha sido hallado (Lc 15,18ss). Volvamos de la tierra hostil, que el Señor ha estado grande con nosotros.

Mi sueño era sabroso

Que los expatriados piensen en la repatriación es un bonito sueño cargado de nostálgica impaciencia. Pero este sueño se realizará porque el juramento del Omnipotente Creador garantiza la permanencia de Israel. Dios ha realizado la sorprendente proeza de volver a su Hijo a la tierra de los vivos. Era el cambio inesperado de su suerte. A los discípulos les pareció un sueño. Necesitaron que las palabras del Resucitado hicieran arder su corazón para que comprendieran la necesidad de que Cristo padeciese para entrar así en su gloria. Reconocido el Resucitado, el sueño no es tal: es realidad; la alegría de los discípulos es incontenible: comunican a los demás lo que han visto y oído para que su gozo sea completo. Volver cantando, cuando partimos llorando, podrá parecernos un sueño: un sueño sabroso para nosotros.

La alegría de la cosecha

Enterrar el grano en el surco trae consigo la preocupación de una posible esterilidad o el dolor de la muerte. Dios se ha velado por la sementera que ha hecho de Israel. Ahora ha acrecentado el gozo, ha agrandado la alegría. Se alegran como se alegran en la siega. El grano de trigo ha muerto en el surco. Es la culminación de un proceso de donación de sí mismo. Es la consecuencia de un amor a los suyos hasta el extremo (Jn 13,1). La cosecha será ubérrima porque el amor ha sido grande: no sólo los judíos heterodoxos, sino también los gentiles son gavillas de esta excelente cosecha. Ni una sola se perderá cuando el Señor cambie nuestra suerte, porque las obras acompañarán a quienes vuelven a casa. Ya en casa, Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros.

Resonancias en la vida religiosa

Nuestra vida, alegría inesperada: Parece a veces que la vida religiosa está formada de renuncias, esclavitudes, soledades. En ocasiones cunde la impresión de que se hace mucho por nada. Como si no hubiera merecido la pena tanto esfuerzo.

Sin embargo, hay un momento de gracia en el que todo puede ser contemplado desde otra perspectiva, como si fuera un sueño: la presencia del Señor Resucitado, que se aparece de los modos más sutiles entre nosotros. Aunque no parezca, no son ilusiones esas fuerzas que nos obligan a esperar contra toda esperanza, esa alegría innata e irresistible que brota sin interrupción de nuestros corazones agraciados.

También nuestra experiencia se ve adecuadamente reflejada en la expresión de este salmo 125: "El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres".

Nuestro futuro no es la esterilidad, el llanto, la desilusionante esclavitud. Nuestro futuro, construido por el Señor, es una mies abundante, un retorno gozoso a la casa del Padre, una alegría imponente y entusiasmadora. Nadie se lo esperaba, pero ¡el Señor ha cambiado nuestra suerte!".

Oraciones sálmicas

Oración I: Padre, creador de nuestro futuro, conviértenos a ti; que la tierra hostil por la que hemos de cruzar sea para nosotros camino de retorno a tu casa, guiados por tu Hijo Jesús, nuestro camino, y alentados por la alegría incesante del Espíritu. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: La resurrección de tu Hijo nos ha llenado, Padre, de una alegría incontenible; pon palabras y gestos de testimonio en nuestra vida para que comuniquemos a los demás lo que ya hemos visto y oído. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Padre de la fecundidad, que haces que al tiempo doloroso de la siembra siga el tiempo gozoso de la siega; que nuestra existencia no sea estéril; que nuestro servicio humilde no deteriore los frutos ubérrimos de tu gracia. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

Comentario exegético

[Al comienzo del salmo se dice que es un "cántico gradual" o "canción de las subidas" en peregrinación a Jerusalén y a su Templo. Sión, aquí, es sinónimo de Israel. El Negueb es la estepa que se extiende al sur de Judea, cuyos ríos están habitualmente secos; sin embargo, en tiempo de lluvias la tierra reverdece pronto y los torrentes fertilizan las áridas llanuras.- La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de Canto del regreso, y traduce así su primer versículo: "Cuando Yahvé repatrió a los cautivos de Sión, nos parecía estar soñando". Para los repatriados que luchaban con las dificultades de la restauración (ver Ne 5, etc.), el regreso del destierro de Babilonia prefigura el advenimiento de la era mesiánica.- Para Nácar-Colunga el título de este salmo es Petición de la plena restauración. Con gran admiración de Israel, su restauración está comenzada tras el exilio en Babilonia; el salmista pide la consumación de la misma. En el salmo se refleja la situación de los repatriados de la cautividad, los cuales, de un lado, están gozosos al ver cumplidos los oráculos de Yahvé sobre el final del exilio, pero al mismo tiempo sufren grandes penalidades y ansían la recuperación de la nación como en los tiempos mejores de la dinastía davídica. "Himno gozoso de acción de gracias a la vuelta del destierro. Hay que sembrar para recoger el fruto. Hay que sufrir y morir con Cristo para participar en su resurrección (2 Cor 1,7). El granito de trigo debe morir en el surco para producir la espiga (Jn 12,24)" (J. Esquerda Bifet).]

Canto de retorno y ansias de restauración

Este bello poema refleja la situación moral de los repatriados de la cautividad babilónica, los cuales, de un lado, están gozosos al ver que se han cumplido los oráculos de Yahvé sobre el final del exilio, pero al mismo tiempo sufren grandes penalidades y ansían que la nación recupere su plenitud política y económica, como en los tiempos antiguos. Los oráculos proféticos hablaban de una reconstrucción gloriosa, pero la realidad es mucho más modesta; y, por ello, las almas justas que vivían de las promesas mesiánicas esperaban el cumplimiento de los deslumbradores vaticinios de los profetas.

En el salmo se percibe un ritmo elegíaco y por su contenido se asemeja al salmo 84. La composición es extremadamente bella y emotiva.

El retorno de la cautividad resultó tan insólito, que los que asistían al espectáculo no creían lo que veían, como si fuera un sueño. El júbilo popular fue grande al ver llegar las caravanas después del decreto de retorno firmado por Ciro, conquistador de Babilonia (538 a.C.). Los mismos paganos estaban admirados del cumplimiento de los antiguos oráculos sobre el retorno de los exilados. Yahvé había cumplido sus promesas. El salmista se suma a esta admiración por las magnificencias de su Dios (v. 3); pero desea que se cumplan las antiguas promesas de restauración plena. Con bellas metáforas anuncia la futura transformación de la nación israelita: como los torrentes o wadys del Negueb están secos en verano y se llenan de agua en el otoño con las primeras lluvias impetuosas, así la nación israelita recuperará su plena vitalidad nacional; y como los que siembran lo hacen con no pocas penalidades, pero sus trabajos son compensados con la recolección de las ricas gavillas, así los israelitas ahora trabajan penosamente en la reconstrucción de la nación, pero al fin verán alegres coronada su obra y sentirán la íntima satisfacción del agricultor que recoge su mies, que le compensa de los trabajos de siembra. La frase tiene un aire de proverbio, que refleja bien la situación psicológico-moral de los repatriados en los tiempos de Zacarías y aun después, en la época de Esdras y de Nehemías. La hostilidad de los pueblos vecinos agravaba su penuria material; y sólo la esperanza de un futuro mejor podía reanimar a aquellas gentes depauperadas y desilusionadas.

[Maximiliano García Cordero, en la Biblia comentada de la BAC]

De los Santos Padres

Catequesis de Juan Pablo II

Dios, alegría y esperanza nuestra

1. Al escuchar las palabras del salmo 125 se tiene la impresión de contemplar con los propios ojos el acontecimiento cantado en la segunda parte del libro de Isaías: el "nuevo éxodo". Es el regreso de Israel del exilio babilónico a la tierra de los padres, tras el edicto del rey persa Ciro en el año 558 a.C. Entonces se repitió la experiencia gozosa del primer éxodo, cuando el pueblo hebreo fue liberado de la esclavitud egipcia.

Este salmo cobraba un significado particular cuando se cantaba en los días en que Israel se sentía amenazado y atemorizado, porque debía afrontar de nuevo una prueba. En efecto, el Salmo comprende una oración por el regreso de los prisioneros del momento (cf. v. 4). Así, se transforma en una oración del pueblo de Dios en su itinerario histórico, lleno de peligros y pruebas, pero siempre abierto a la confianza en Dios salvador y liberador, defensor de los débiles y los oprimidos.

2. El Salmo introduce en un clima de júbilo: se sonríe, se festeja la libertad obtenida, afloran a los labios cantos de alegría (cf. vv. 1-2).

La reacción ante la libertad recuperada es doble. Por un lado, las naciones paganas reconocen la grandeza del Dios de Israel: "El Señor ha estado grande con ellos" (v. 2). La salvación del pueblo elegido se convierte en una prueba nítida de la existencia eficaz y poderosa de Dios, presente y activo en la historia. Por otro lado, es el pueblo de Dios el que profesa su fe en el Señor que salva: "El Señor ha estado grande con nosotros" (v. 3).

3. El pensamiento va después al pasado, revivido con un estremecimiento de miedo y amargura. Centremos nuestra atención en la imagen agrícola que usa el salmista: "Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares" (v. 5). Bajo el peso del trabajo, a veces el rostro se cubre de lágrimas: se está realizando una siembra fatigosa, que tal vez resulte inútil e infructuosa. Pero, cuando llega la cosecha abundante y gozosa, se descubre que el dolor ha sido fecundo.

En este versículo del Salmo se condensa la gran lección sobre el misterio de fecundidad y de vida que puede encerrar el sufrimiento. Precisamente como dijo Jesús en vísperas de su pasión y muerte: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24).

4. El horizonte del Salmo se abre así a la cosecha festiva, símbolo de la alegría engendrada por la libertad, la paz y la prosperidad, que son fruto de la bendición divina. Así pues, esta oración es un canto de esperanza, al que se puede recurrir cuando se está inmerso en el tiempo de la prueba, del miedo, de la amenaza externa y de la opresión interior.

Pero puede convertirse también en una exhortación más general a vivir la vida y hacer las opciones en un clima de fidelidad. La perseverancia en el bien, aunque encuentre incomprensiones y obstáculos, al final llega siempre a una meta de luz, de fecundidad y de paz.

Es lo que san Pablo recordaba a los Gálatas: "El que siembra en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos" (Ga 6,8-9).

5. Concluyamos con una reflexión de san Beda el Venerable (672-735) sobre el salmo 125 comentando las palabras con que Jesús anunció a sus discípulos la tristeza que les esperaba y, al mismo tiempo, la alegría que brotaría de su aflicción (cf. Jn 16,20).

Beda recuerda que "lloraban y se lamentaban los que amaban a Cristo cuando vieron que los enemigos lo prendieron, lo ataron, lo llevaron a juicio, lo condenaron, lo flagelaron, se burlaron de él y, por último, lo crucificaron, lo hirieron con la lanza y lo sepultaron. Al contrario, los que amaban el mundo se alegraban (...) cuando condenaron a una muerte infamante a aquel que les molestaba sólo al verlo. Los discípulos se entristecieron por la muerte del Señor, pero, conocida su resurrección, su tristeza se convirtió en alegría; visto después el prodigio de la Ascensión, con mayor alegría todavía alababan y bendecían al Señor, como testimonia el evangelista san Lucas (cf. Lc 24,53). Pero estas palabras del Señor se pueden aplicar a todos los fieles que, a través de las lágrimas y las aflicciones del mundo, tratan de llegar a las alegrías eternas, y que con razón ahora lloran y están tristes, porque no pueden ver aún a aquel que aman, y porque, mientras estén en el cuerpo, saben que están lejos de la patria y del reino, aunque estén seguros de llegar al premio a través de las fatigas y las luchas. Su tristeza se convertirá en alegría cuando, terminada la lucha de esta vida, reciban la recompensa de la vida eterna, según lo que dice el Salmo: "Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares"" (Omelie sul Vangelo, 2,13: Collana di Testi Patristici, XC, Roma 1990, pp. 379-380).

[Texto de la Audiencia general del Miércoles 17 de agosto de 2005]

Catequesis de Benedicto XVI

Recuerda por favor al leer la catequesis que el Papa acostumbra nombrar a los salmos con la numeración hebrea, la más usada en la actualidad, mientras que en este listado (y en la sección) están con la numeración litúrgica

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis anteriores hemos meditado sobre algunos Salmos de lamentación y de confianza. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo con tonalidad festiva, una oración que, en la alegría, canta las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 —según la numeración greco-latina, 125—, que celebra las maravillas que el Señor ha obrado con su pueblo y que continuamente obra con cada creyente.

El salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exaltadora de la salvación:

«Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (vv. 1-2a).

El Salmo habla de una «situación restablecida», es decir restituida al estado originario, en toda su positividad precedente. O sea, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la cual Dios responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la condición de antes, más aún, enriquecida y mejorada. Es lo que sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, duplicándolo y dispensando una bendición aún mayor (cf. Jb 42, 10-13), y es cuanto experimenta el pueblo de Israel al regresar a su patria tras el exilio en Babilonia. Este Salmo se ha de interpretar precisamente en relación a la deportación en tierra extranjera: la tradición lee y comprende la expresión «restablecer la situación de Sión» como «hacer volver a los cautivos de Sión». En efecto, el regreso del exilio es paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también y sobre todo en el ámbito religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la destrucción del Templo aparecen como una negación de las promesas divinas, y el pueblo de la Alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlo abandonado. Por ello, el fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un «restablecimiento de la situación anterior» que implica también conversión del corazón, perdón, amistad con Dios recuperada, conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo (cf. Jr 29, 12-14; 30, 18-20; 33, 6-11; Ez 39, 25-29). Se trata de una experiencia de alegría desbordante, de sonrisas y gritos de júbilo, tan hermosa que «parecía soñar». Las intervenciones divinas con frecuencia tienen formas inesperadas, que van más allá de cuanto el hombre pueda imaginar. He aquí entonces la maravilla y la alegría que se expresa en la alabanza: «El Señor ha hecho maravillas». Es lo que dicen las naciones, y es lo que proclama Israel:

«Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (vv. 2b-3).

Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Actuando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el grito de los pobres (cf. Sal 9, 10.13), que ama la justicia y el derecho, y de cuyo amor está llena la tierra (cf. Sal 33, 5). Por ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las naciones reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza por su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. E Israel hace eco a la proclamación de las naciones, y la retoma repitiéndola, pero como protagonista, como destinatario directo de la acción divina: «El Señor ha estado grande con nosotros»; «para nosotros», o más precisamente, «con nosotros», en hebreo ‘immanû, afirmando de este modo la relación privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que en el nombre Emmanuel, «Dios con nosotros», con el que se llama a Jesús, encontrará su culmen y su manifestación plena (cf. Mt 1, 23).

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y alabarlo por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Siempre estamos atentos a los problemas, a las dificultades, y casi no queremos percibir que hay cosas hermosas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda incluso en las horas oscuras. Dios realiza cosas grandes, y quien tiene experiencia de ello —atento a la bondad del Señor con la atención del corazón— rebosa de alegría. Con esta tonalidad festiva concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y regresar a la patria desde el exilio es como haber vuelto a la vida: la liberación abre a la sonrisa, pero también a la espera de una realización plena que se ha de desear y pedir. Esta es la segunda parte de nuestro Salmo, que dice así:

«Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (vv. 4-6).

Si al comienzo de su oración el salmista celebraba la alegría de una situación ya restablecida por el Señor, ahora en cambio la pide como algo que todavía debe realizarse. Si se aplica este Salmo al regreso del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de un difícil regreso a la patria, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.

Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. De todos modos, la experiencia consoladora de la liberación de Babilonia todavía está incompleta, «ya» se ha realizado, pero «aún no» está marcada por la plenitud definitiva. De este modo, mientras celebra en la alegría la salvación recibida, la oración se abre a la espera de la realización plena. Por ello el Salmo utiliza imágenes especiales, que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la cual se entrelazan el don recibido y que aún se debe esperar, vida y muerte, alegría soñada y lágrimas de pena. La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del desierto del Negueb, que con las lluvias se llenan de agua impetuosa que vuelve a dar vida al terreno árido y lo hace reflorecer. La petición del salmista es, por lo tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y el regreso del exilio sean como aquella agua, arrolladora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa superficie de hierba verde y de flores.

La segunda imagen se traslada desde las colinas áridas y rocosas del Negueb hasta los campos que los agricultores cultivan para obtener de él el alimento. Para hablar de la salvación, se evoca aquí la experiencia que cada año se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra y luego la alegría desbordante de la cosecha. Una siembra que va acompañada de lágrimas, porque se tira aquello que todavía podría convertirse en pan, exponiéndose a una espera llena de incertidumbres: el campesino trabaja, prepara el terreno, arroja la semilla, pero, como ilustra bien la parábola del sembrador, no sabe dónde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si arraigará, si echará raíces, si llegará a ser espiga (cf. Mt 13, 3-9; Mc 4, 2-9; Lc 8, 4-8). Arrojar la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesaria la laboriosidad del hombre, pero luego se debe entrar en una espera impotente, sabiendo bien que muchos factores determinarán el éxito de la cosecha y que siempre se corre el riesgo de un fracaso. No obstante eso, año tras año, el campesino repite su gesto y arroja su semilla. Y cuando esta semilla se convierte en espiga, y los campos abundan en la cosecha, llega la alegría de quien se encuentra ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella a los suyos: «Decía: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”» (Mc 4, 26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las extraordinarias «maravillas» de la salvación que el Señor obra en la historia de los hombres y de las que los hombres ignoran el secreto. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión desbordante, como los torrentes del Negueb y como el trigo en los campos, este último evocador también de una desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre la fatiga de la siembra y la inmensa alegría de la cosecha, entre el ansia de la espera y la tranquilizadora visión de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas arrojadas en la tierra y los grandes cúmulos de gavillas doradas por el sol. En el momento de la cosecha, todo se ha transformado, el llanto ha cesado, ha dado paso a los gritos de júbilo.

A todo esto hace referencia el salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la situación anterior, del regreso del exilio. La deportación a Babilonia, como toda otra situación de sufrimientos y de crisis, con su oscuridad dolorosa compuesta de dudas y de una aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje resulta todavía más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que muere tras caer en la tierra, pero para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24); o bien, retomando otra imagen utilizada por Jesús, es como la mujer que sufre por los dolores del parto para poder llegar a la alegría de haber dado a luz una nueva vida (cf. Jn 16, 21).

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque con frecuencia está marcada por el dolor, por las incertidumbres, a veces por las crisis, es una historia de salvación y de «restablecimiento de la situación anterior». En Jesús acaban todos nuestros exilios, y toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se parte en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del «sí» de Dios, del restablecimiento de nuestra situación. Pero como aquellos que, al regresar de Babilonia llenos de alegría, encontraron una tierra empobrecida, devastada, con la dificultad de la siembra, y sufrieron llorando sin saber si realmente al final tendría lugar la cosecha, así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro camino, verdad y vida—, al entrar en el terreno de la fe, en la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente, la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las noches oscuras; no olvidar que la luz existe, que Dios ya está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda porque Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da confianza; es la luz, porque precisamente los dolores de la siembra son el comienzo de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.

[Texto de la Audiencia general del miércoles 12 de octubre de 2011]

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