Pocos se han detenido en la reacción de Betsabé al mensaje del Rey. Willem Drost, sin embargo -discípulo de Rembrandt y notablemente influído por él en este cuadro- ha congelado ese instante en el que Betsabé está sola con lo que su belleza ha desencadenado: ya ha leído la carta, que descansa desplegada en su mano derecha (a la izquierda del espectador). Es ahora Betsabé la que tiene la última palabra: puede ir, siguiendo el camino trazado por la pasión; puede quedarse, no hacer caso del movimiento que ella misma -nunca sabremos si voluntariamente o no- ha puesto en juego. Tremendo dilema, que se aumenta al infinito si fuera cierta nuestra exégesis inicial de que la propia Betsabé sabe lo que busca provocar.
El rostro pintado por Drost aún no ha llegado a resolver lo que hará: a medias sueña con lo que ese encuentro puede depararle, pero hay también un dejo de tristeza y melancolía; se trata, en definitiva, de una mujer que tiene en sus manos la decisión de traicionar o no a su marido.
Cuadro:
Willem Drost (1630-1680)
Betsabé (1654)
Óleo sobre panel
Musée du Louvre, Paris
y detalles del rostro y la carta