Clemente de Alejandría, en su obra «¿Quién es el rico que se salva?» añadió una narración valiosísima para los que gustan de escuchar cosas bellas y provechosas:
«Escucha una leyenda que no es mera leyenda, sino una tradición acerca del apóstol Juan, transmitida y guardada en la memoria. Efectivamente, después que murió el tirano [Domiciano], Juan se trasladó de la isla de Patmos a Éfeso. De aquí solía partir, cuando lo llamaban, hacia las vecinas regiones paganas, con el fin de, en unos sitios, establecer obispos; en otros, erigir iglesias enteras, y en otros, ordenar a alguno de los que había designado el Espíritu.
«Vino, pues, a una ciudad no muy apartada y cuyo nombre algunos mencionan. Después de consolar a los hermanos en todo lo demás, habiendo visto a un joven de bastante estatura, de aspecto elegante y de alma encendida, fijó su mirada en el rostro del obispo instituido sobre la comunidad y dijo: 'Yo te confío éste con todo interés, en presencia de la iglesia y con Cristo como testigo'. El obispo aceptó al joven, prometiéndolo todo, pero Juan seguía insistiendo en lo mismo y apelando a los mismos testigos.
«Luego regresó a Efeso, y el obispo se llevó a casa al joven que se le había confiado y allí lo mantuvo, le rodeó de afecto y, por último, lo iluminó [en el lenguaje de algunos grupos cristianos: lo bautizó]. Después de esto aflojó un poco en su mucha solicitud y vigilancia, pensando que le había impuesto la salvaguardia perfecta: el sello del Señor.
«Pero ciertos mozalbetes de su edad, vagos, disolutos y avezados al mal, lo pervirtieron. Su libertad era prematura. Primeramente se lo atrajeron por medio de suntuosos banquetes; después se lo llevaban consigo, incluso de noche, cuando salían al robo, y al fin le exigían obrar con ellos fechorías mayores. El joven se fue acostumbrando a ello insensiblemente y, desviándose del recto camino, como caballo de boca dura, brioso y que tasca el freno, por su vigor natural se fue precipitando con más fuerza en el abismo.
«Terminó por desesperar de la salvación divina. Desde entonces no planeaba ya en pequeño, sino que, habiendo perpetrado grandes crímenes, puesto que estaba perdido una vez por todas, consideraba justo correr la misma suerte que los demás. Así fue que, tomando consigo a estos mismos y formando una banda de salteadores, él era su cabecilla decidido, el más violento, el más homicida, el más temible de todos.
«Al cabo de un tiempo, surgió cierta necesidad y volvieron a llamar a Juan. Este, después de haber arreglado los asuntos por los que había venido, dijo: 'Bueno, obispo, devuélveme el depósito que yo y Cristo te hemos confiado en presencia de la iglesia que presides y que es testigo'. El obispo, a las primeras, quedó estupefacto, creyendo ser víctima de calumnia sobre algún dinero que él no había recibido: ni podía creer en lo que no tenía ni podía dejar de creer a Juan. Cuando éste le dijo: 'El joven es lo que pido y el alma del hermano', el anciano prorrumpió en profundos sollozos y, anegado en lágrimas, dijo: 'ése está muerto'. '¿Cómo? ¿Muerto de qué?' 'Está muerto para Dios -dijo-, pues se alejó hecho un malvado, un perdido y, para colmo, un salteador, y ahora tiene ocupado el monte que está frente a la iglesia, con una cuadrilla de su misma calaña'. Rasgó el apóstol su vestido y, golpeándose la cabeza, con gran lamentación exclamó: '¡Buen guardián dejé del alma del hermano! Mas venga ya un caballo y alguien que me guíe en el camino'. Y desde allí, tal como estaba, salió de la iglesia y se marchó.
«Llegó al lugar. Los centinelas de los bandidos le echaron mano, pero él ni huía ni suplicaba, sino que a gritos decía: 'Para esto he venido: llevadme a vuestro jefe'. Éste, entretanto, aguardaba armado como estaba, mas, al reconocer a Juan en el que se acercaba, se dio a la fuga, lleno de vergüenza. Juan lo perseguía con todas sus fuerzas, olvidado de su edad y gritando: '¿Por qué me rehúyes, hijo, a mí, tu padre, desarmado y viejo? Ten piedad de mí, hijo, no temas. Todavía tienes esperanzas de vida. Yo rendiré cuentas por ti a Cristo, y, si fuere necesario, con gusto sufriré por ti la muerte, como el Señor la sufrió por nosotros. Por tu vida yo daré a cambio la mía propia. ¡Detente! ¡Ten fe! ¡Es Cristo quien me envió!'
«El joven, al oírlo, primero se detuvo, con la vista baja; luego arrojó las armas y, temblando, prorrumpió en amargo llanto. Cuando el anciano se le acercó, se abrazó a él. Sus lamentos eran ya, en lo posible, un discurso de defensa, y sus lágrimas le servían de segundo bautismo. Sólo ocultaba su mano derecha. Pero Juan le salió fiador jurando que había alcanzado perdón para él de parte del Salvador, cayó de rodillas, suplicante, y besó su misma mano derecha considerándola ya purificada por el arrepentimiento. Lo recondujo a la iglesia, oró con abundantes súplicas, lo acompañó en su lucha con ayunos prolongados y fue cautivando su espíritu con los variados atractivos de su palabra y, según dicen, ya no partió de allí hasta haberlo asentado en la iglesia, después de que dio gran ejemplo de verdadero arrepentimiento y grandes señales de regeneración, como trofeo de una resurrección visible».
(tomado de Eusebio de Cesarea: Historia Eclesiástica, III,23)
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«Si Dios no glorifica al hombre, la gloria de los hombres no tiene ninguna consistencia» (Abba Sisoes)
¡Qué hermosa leyenda cristiana!
Y que diferentes actitudes tenemos los que nos llamamos "cristianos" ante las personas que viven en el pecado, como si nosotros estuviéramos ya fuera de ello...
¿A quién iremos, Señor? Solo tú tienes palabras de vida eterna
Epa es una leyenda pero acoso ¿no debería ser así como deberíamos actuar? si nos gusta la leyenda, ¿por qué no ser nosotros protagonistas? y no huidizos seguidores o peor adeptos, o simplemente espectadores... caramba ¡qué difícil es ser cristiano!