«¿Cuántos cadáveres necesita la ONU para actuar por Myanmar?». A Celso Ba Shwe, obispo de Loikaw, no le es fácil lanzar esta pregunta a Alfa y Omega tres años después del golpe de Estado que desató una guerra civil. Lleva dos meses y medio refugiado en la parroquia del remoto pueblo de Soudu con ocho sacerdotes —«duermen todos en una sala»—, ocho trabajadores laicos, seis religiosas y dos ancianos. El único nexo con el exterior es un dispositivo Starlink, lo que supone encender el generador y gastar algo de carísimo combustible.
El complejo de su catedral, formado por varios edificios, está ocupado desde el 26 de noviembre, día de Cristo Rey —su patrono— por el Ejército de Myanmar. Lo ha tomado como base en su lucha contra la Alianza de las Tres Hermandades, que aúna a los tres importantes grupos armados que el 27 de octubre lanzaron la Operación 1027. A Loikaw llegaron el 11 de noviembre. La Junta Militar contraatacó con bombardeos y fuego indiscriminado que «mataron a docenas de civiles». La sede de la diócesis llegó a dar refugio a 1.300 personas. Ante el aumento de la violencia, a los pocos días enviaron a la mayor parte a lugares más seguros. El 26 de noviembre, 70 soldados irrumpieron en el recinto y se desató «un feroz combate alrededor». Siete proyectiles dañaron los edificios. «Al día siguiente, con tristeza, decidimos irnos». Cuando volvieron brevemente días después «encontramos todo devastado». El campanario de la catedral era un puesto de francotiradores y «no nos dejaron entrar dentro».
Soudu, donde han encontrado refugio, es la zona con más densidad de desplazados internos del estado de Kayah. «El principal problema es el agua». Normalmente, lo que se recoge en los depósitos durante el monzón cubre las necesidades. Pero con 6.938 nuevos vecinos repartidos en 36 campamentos, «tenemos que traerla de un arroyo a cinco kilómetros».
Ganando terreno
Lo que está pasando desde octubre es, posiblemente, el momento más significativo de la guerra. Además de la creación de la Alianza de las Tres Hermandades, todos los grupos armados que combatían en distintas regiones desde hace décadas y las jóvenes Fuerzas de Defensa del Pueblo «han adquirido experiencia, están más unidos y van ganando terreno», asegura el fotoperiodista autónomo Siegfried Modola. Sus cuatro visitas clandestinas al país para convivir con los combatientes de la Fuerza de Defensa de las Nacionalidades de Karenni (KNDF, por sus siglas en inglés), también en el estado de Kayah, le han valido el Premio de Fotografía Humanitaria Luis Valtueña.
Hay noticias de cientos de soldados que desertan o se rinden sin luchar. El pasado domingo, el régimen decretó el servicio militar obligatorio. «La Junta Militar sigue siendo más fuerte, tiene artillería, aviones y helicópteros». Pero «se percibe falta de ánimo entre sus tropas». De hecho, los combates se van desplazando de las zonas rurales a las ciudades. ¿Será un vuelco definitivo? «Es difícil de predecir», responde Modola. «En las regiones que controlan grupos étnicos esta guerra se ha prolongado de forma intermitente desde hace 70 años y hemos visto ventanas de esperanza fracasar muy rápido».
Con experiencia en conflictos de África, Gaza y el norte de Irak, lo que más le impacta de Myanmar a este fotoperiodista son las «acciones brutales que la Junta Militar está cometiendo contra su propia población. Hay muchos casos documentados de ataques a zonas habitadas por civiles», que han dejado «aldeas reducidas a cenizas». Esto, unido a la prohibición de que las ONG internacionales trabajen fuera de las zonas controladas por el Gobierno, ha generado «una gran crisis humanitaria» que es muy difícil paliar, con dos millones de desplazados internos. En Soudu, algunos de ellos han tenido que huir «más de diez veces» en tres años, lamenta el obispo Shwe. «Lo que más desean es volver a casa».