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Buscador simple (o avanzado)
El buscador «simple» permite buscar con rapidez una expresión entre los campos predefinidos de la base de datos. Por ejemplo, en la biblioteca será en título, autor e info, en el santoral en el nombre de santo, en el devocionario, en el título y el texto de la oración, etc. En cada caso, para saber en qué campos busca el buscador simple, basta con desplegar el buscador avanzado, y se mostrarán los campos predefinidos. Pero si quiere hacer una búsqueda simple debe cerrar ese panel que se despliega, porque al abrirlo pasa automáticamente al modo avanzado.

Además de elegir en qué campos buscar, hay una diferencia fundamental entre la búsqueda simple y la avanzada, que puede dar resultados completamente distintos: la búsqueda simple busca la expresión literal que se haya puesto en el cuadro, mientras que la búsqueda avanzada descompone la expresión y busca cada una de las palabras (de más de tres letras) que contenga. Por supuesto, esto retorna muchos más resultados que en la primera forma. Por ejemplo, si se busca en la misma base de datos la expresión "Iglesia católica" con el buscador simple, encontrará muchos menos resultados que si se lo busca en el avanzado, porque este último dirá todos los registros donde está la palabra Iglesia, más todos los registros donde está la palabra católica, juntos o separados.

Una forma de limitar los resultados es agregarle un signo + adelante de la palabra, por ejemplo "Iglesia +católica", eso significa que buscará los registros donde estén las dos palabras, aunque pueden estar en cualquier orden.
La búsqueda admite el uso de comillas normales para buscar palabras y expresiones literales.
La búsqueda no distingue mayúsculas y minúsculas, y no es sensible a los acentos (en el ejemplo: católica y Catolica dará los mismos resultados).

Entre el polvo tóxico del mundo, las cenizas nos recuerdan quiénes somos

5 de marzo de 2025
En la misa celebrada en la Basílica de Santa Sabina con motivo del inicio del camino penitencial, el Cardenal Penitenciario Angelo De Donatis leyó la homilía de Francisco: este período que nos redimensiona es una invitación a reavivar la esperanza. La celebración estuvo precedida por la procesión penitencial desde la iglesia de Sant'Anselmo all'Aventino.

Las sagradas cenizas, esta tarde, serán esparcidas sobre nuestra cabeza. Estas reavivan en nosotros la memoria de lo que somos, pero también la esperanza de lo que seremos. Nos recuerdan que somos polvo, pero nos encaminan hacia la esperanza a la que estamos llamados, porque Jesús ha descendido al polvo de la tierra y, con su Resurrección, nos lleva consigo al corazón del Padre.

De ese modo se recorre el itinerario de la Cuaresma hacia la Pascua, entre la memoria de nuestra fragilidad y la esperanza de que, al final del camino, quien nos espera es el Resucitado.

En primer lugar, hagamos memoria. Recibimos las cenizas inclinando la cabeza hacia abajo, como para mirarnos a nosotros mismos, para mirarnos dentro. Las cenizas, en efecto, nos ayudan a hacer memoria de la fragilidad y de la pequeñez de nuestra vida. Somos polvo, del polvo hemos sido creados y al polvo volveremos. Y son tantos los momentos en los que, mirando nuestra vida personal o la realidad que nos rodea, nos damos cuenta de que la existencia del hombre «es tan sólo un soplo, […] se inquieta por cosas fugaces y atesora sin saber para quién» (Sal 39,6-7).

Nos lo enseña sobre todo la experiencia de la fragilidad, que experimentamos en nuestros cansancios, en las debilidades que debemos afrontar, en los miedos que nos habitan, en los fracasos que nos queman por dentro, en la caducidad de nuestros sueños, en el constatar qué efímeras son las cosas que poseemos. Hechos de cenizas y de tierra, palpamos la fragilidad en la experiencia de la enfermedad, en la pobreza, en el sufrimiento que a veces irrumpe de manera repentina sobre nosotros y sobre nuestras familias. Y también nos damos cuenta de que somos frágiles cuando nos descubrimos expuestos, en la vida política y social de nuestro tiempo, a “polvos en suspensión” que contaminan el mundo: la contraposición ideológica, la lógica de la prevaricación, el regreso de viejas ideologías identitarias que teorizan la exclusión del otro, la explotación de los recursos de la tierra, la violencia en todas sus formas y la guerra entre los pueblos. Todo ello es como “polvo tóxico” que enturbia el aire de nuestro planeta, impidiendo la coexistencia pacífica, mientras crecen en nosotros cada día la incertidumbre y el miedo al futuro.

Por último, esta condición de fragilidad nos recuerda el drama de la muerte, que en nuestras sociedades de apariencia intentamos exorcizar de muchas maneras e incluso excluir de nuestros lenguajes, pero que se impone como una realidad con la que debemos lidiar, signo de la precariedad y transitoriedad de nuestras vidas.

Así, a pesar de las máscaras que nos ponemos y de los artificios a menudo ingeniosamente creados para distraernos, las cenizas nos recuerdan quiénes somos. Esto nos ayuda. Nos remodela, atenúa la dureza de nuestros narcisismos, nos devuelve a la realidad, nos hace más humildes y disponibles los unos para los otros: ninguno de nosotros es Dios, todos estamos en camino.

Pero la Cuaresma es también una invitación a reavivar en nosotros la esperanza. Si recibimos la ceniza con la cabeza inclinada para volver a la memoria de lo que somos, el tiempo cuaresmal no quiere dejarnos con la cabeza gacha, sino que, al contrario, nos exhorta a levantar la cabeza hacia Aquel que resucita de las profundidades de la muerte, arrastrándonos también a nosotros de las cenizas del pecado y de la muerte a la gloria de la vida eterna.

Las cenizas nos recuerdan, pues, la esperanza a la que estamos llamados porque Jesús, el Hijo de Dios, se mezcló con el polvo de la tierra, elevándolo hasta el cielo. Y Él descendió a las profundidades del polvo, muriendo por nosotros y reconciliándonos con el Padre, como oímos decir al apóstol Pablo: «A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21).

Esta esperanza, hermanos y hermanas, es la que reaviva las cenizas que somos. Sin esta esperanza, estamos condenados a soportar pasivamente la fragilidad de nuestra condición humana y, sobre todo ante la experiencia de la muerte, nos hundimos en la tristeza y la desolación, acabando por razonar como insensatos: «Breve y triste es nuestra vida, no hay remedio cuando el hombre llega a su fin […] el cuerpo se reducirá a ceniza y el aliento se dispersará como una ráfaga de viento» (Sb 2,1-3). La esperanza de la Pascua hacia la que nos encaminamos, en cambio, nos sostiene en nuestras fragilidades, nos asegura el perdón de Dios y, aun envueltos en las cenizas del pecado, nos abre a la confesión gozosa de la vida: «Yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre el polvo» (Jb 19,25). Recordemos que «el hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad» (Benedicto XVI, Audiencia General, 17 febrero 2010).

Hermanos y hermanas, con la ceniza en la cabeza caminemos hacia la esperanza de la Pascua. Convirtámonos a Dios, volvamos a Él de todo corazón (cf. Jl 2,12), volvamos a ponerlo en el centro de nuestra vida, para que el recuerdo de lo que somos —frágiles y mortales como cenizas esparcidas por el viento— sea iluminado finalmente por la esperanza del Resucitado. Y orientemos nuestra vida hacia Él, convirtiéndonos en signo de esperanza para el mundo: aprendamos de la limosna a salir de nosotros mismos para compartir las necesidades de los demás y alimentar la esperanza por un mundo más justo; aprendamos de la oración a descubrirnos necesitados de Dios o, como decía Jacques Maritain “mendigos del cielo”, para nutrir la esperanza de que, en nuestras fragilidades y al final de nuestra peregrinación terrena, nos espera un Padre con los brazos abiertos; aprendamos del ayuno que no vivimos solamente para satisfacer nuestras necesidades, sino que tenemos hambre de amor y de verdad, y sólo el amor de Dios y entre nosotros puede saciarnos de verdad y darnos la esperanza de un futuro mejor.

Que nos acompañe siempre la certeza de que, desde que el Señor vino a las cenizas del mundo, «la historia de la Tierra es la historia del Cielo. Dios y el hombre están ligados en un único destino» (C. Carretto, El desierto en la ciudad, Buenos Aires 1986, 59), y Él barrerá para siempre las cenizas de la muerte para hacernos resplandecer con una vida nueva.

Con esta esperanza en el corazón, pongámonos en camino. Y dejémonos reconciliar con Dios.

fuente: Vaticano
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