ARAZONA, (ESPAÑA), jueves, 7 abril 2005 (ZENIT.org).- El secreto de Juan Pablo II ha sido la persona de Cristo, asegura monseñor Demetrio Fernández, obispo de Tarazona, quien constata que le puso «continuamente en el centro de todo su Magisterio».
Monseñor Fernández es uno de los últimos obispos nombrados por Juan Pablo II. Estudió en los Seminarios de Toledo y Palencia y se doctoró en Roma en la Universidad Pontificia Salesiana, bajo la dirección del profesor Angelo Amato, sdb y ahora secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En esta entrevista concedida a Zenit explica algunos de los argumentos que ha afrontado en «Cristocentrismo de Juan Pablo II», título de su libro publicado por el Instituto Teológico de San Ildefonso de Toledo (España) cuyo correo electrónico es publicaciones@itsanildefonso.com.
--Juan Pablo es cristocéntrico. ¿Qué quiere decir y qué lugar ocupan entonces el Padre y el Espíritu en su espiritualidad?
--Monseñor Fernández: El Papa pone continuamente en el centro de todo su Magisterio la persona de Cristo, el Verbo hecho carne. Le gusta citar con frecuencia este precioso texto conciliar: «El misterio del hombre sólo se ilumina a la luz del misterio del Verbo encarnado. Porque, por su encarnación, el Hijo de Dios se ha unido de alguna manera con cada hombre [?] y ha desvelado el misterio del hombre al propio hombre» (GS 22). Esta cita aparece miles de veces, directa o indirectamente, en el Magisterio de Juan Pablo II. Puede decirse que es como el «tema musical» de toda su doctrina, de donde parte y a donde vuelve continuamente.
La persona del Padre eterno aparece como el origen de todo bien, es el Dios que nos revela Jesucristo como Padre, para hacernos a nosotros hijos suyos. Es el Dios rico en misericordia, cuyo corazón ha quedado abierto de par en par en el Corazón traspasado de Cristo en la Cruz, donde Dios manifiesta un amor más grande que el pecado y que la muerte, un amor a la medida de Dios, un amor de misericordia. Jesucristo es la imagen perfecta de ese Dios invisible, que ha venido a buscar a los pecadores, como el buen pastor busca su oveja perdida, dando la vida por ella.
El Espíritu Santo es el Don de amor, que el Padre y el Hijo se intercambian en el seno de la Trinidad, y que ha sido derramado en nuestros corazones, para que podamos clamar: Abba, Padre. Ese Espíritu ha brotado a borbotones del costado de Cristo en la Cruz, y brota continuamente de Cristo resucitado para su Iglesia. El Espíritu santo es el que convence al mundo de quién es Jesucristo, el Hijo de Dios, y de hasta dónde llega el amor misericordioso de Dios para el hombre.
Este es el Papa que nos ha hablado de Cristo con el ardor del apóstol Pablo. Ha recorrido todos los caminos del mundo para llevar la buena noticia de Cristo, redentor del hombre. Ha sembrado la esperanza en el corazón de muchos, disipando todo temor: «No tengáis miedo. Abrid de par en par las puertas a Cristo».
--Usted ha contado que usted se encontró en 1979 con el Papa y le recomendó que fuera fiel a los Concilios de Nicea y Calcedonia. ¿Ha influido en su vida esta sugerencia de Juan Pablo II?
--Monseñor Fernández: Sí, mucho. En aquel momento en que Juan Pablo II comenzaba su ministerio como Papa, le vi preocupado por la transmisión de la fe cristiana en su integridad, y más concretamente por la transmisión del misterio de Cristo, sin los reduccionismos de moda.
La fidelidad a Nicea (a. 325) supone el anuncio de que Jesucristo es Dios, sin atenuantes. Sólo porque es Dios puede divinizarnos en su obra redentora. Cualquier reducción en este sentido, reduciría gravemente el don de Dios a los hombres en Jesucristo.
Y la fidelidad a Calcedonia (a. 453) supone afirmar plenamente la humanidad íntegra de Cristo, la que ha tomado de María Virgen, la Madre de Dios, haciéndose semejante en todo a nosotros, sin pecado.
--En su libro, usted argumenta que el pensamiento teológico del Papa es fruto del Concilio Vaticano II. En cambio, en ocasiones se ha criticado a este pontificado por no haber actualizado el Concilio. ¿Cómo se articulan las dos cosas?
--Monseñor Fernández: Monseñor Wojtyla fue uno de los artífices de «Gaudium et spes», la constitución pastoral que marca la relación de la Iglesia con el mundo. Y todo el pontificado de Juan Pablo II está marcado por esta orientación: su antropología cristocéntrica, la colocación del hombre en el centro de la cuestión social, sus gestos de acercamiento a todo hombre, sea de la religión y de la ideología que sea, el trabajo en favor de la paz, su doctrina sobre el matrimonio y la familia, la defensa de la vida en todas sus etapas, el diálogo con la cultura contemporánea, etc.
La invitación continua a la santidad de todo hombre, proponiéndonos ejemplos contemporáneos, e invitándonos a mirar a Cristo, para partir de Cristo en todo camino que recorra la Iglesia. Éstas, entre otras, son orientaciones del Vaticano II, que Juan Pablo II ha desarrollado en su ministerio de Sucesor de Pedro.
--Hablemos de usted: nació en la localidad de nombre Puente del Arzobispo. ¿Intuyó alguna vez de pequeño que acabaría siendo obispo?
--Monseñor Fernández: No, en absoluto. Mi pueblo fue fundado en 1383 por el arzobispo de Toledo don Pedro Tenorio, que construyó un puente para los peregrinos a Guadalupe-Cáceres, en la archidiócesis de Toledo, y ha tenido siempre en el arzobispo de Toledo el referente de su fundador. Desde niño pensé y me atrajo la idea de ser sacerdote, ser cura como el cura de mi pueblo. Nunca pensé que llegara a ser obispo.
--Ha sido nombrado obispo hace poco: ¿cuál cree que es el denominador común de los obispos que ha nombrado Juan Pablo II, si es que es posibles indicar una característica?
--Monseñor Fernández: No sé cuáles han sido los criterios para la elección de obispos durante este pontificado. Me supongo que habrán buscado candidatos que hayan tenido una rica experiencia ministerial como sacerdotes, que vivan con gozo su ministerio, que sean fieles al Magisterio en el campo doctrinal, que vivan en sus vidas el amor a la Iglesia y promuevan la comunión eclesial donde se encuentren, y que sientan la pasión de evangelizar, al estilo de san Pablo, hasta desgastar su vida por el Evangelio. Testigos de Jesucristo, por una experiencia profunda de trato con él, intentando vivir como vivió él. Todo ello podría resumirse en una frase de Juan Pablo II, que sean «sacerdotes de cuerpo entero».