IUDAD DEL VATICANO, martes, 12 abril 2005 (ZENIT.org).- Tras el funeral de Juan Pablo II, el cardenal George Pell, arzobispo de Sydney (Australia), resume el impacto que ha tenido este Papa reconociendo que dio a muchos católicos la seguridad de que la Iglesia está en buenas manos.
Esta es la entrevista concedida a Zenit antes de que los cardenales decidieran dejar de ofrecer declaraciones a la prensa.
--¿Cuál fue su primera reacción al conocer la muerte de Juan Pablo II?
--Cardenal Pell: Mi reacción estaba constituida por una mezcla de sentimientos. Yo estuve con el grupo de líderes neocatecumenales, rectores de Seminario en Tierra Santa, en la hermosa Domus Galilee, sobre el monte de las Bienaventuranzas que domina el Mar de Galilea.
Estábamos entristecidos por la perdida de este líder extraordinario, pero al mismo tiempo nos sentíamos aliviados porque había terminado su sufrimiento y conscientes de que somos pueblo cristiano que cree en la vida después de la muerte. Pero había ciertamente tristeza y conciencia de una gran pérdida.
--En Australia, que culturalmente se encuentra «entre Estados Unidos y el Reino Unido» cuando se habla de religiosidad y práctica creyente, ¿que ha significado Juan Pablo II para la gente y los católicos de este país?
--Cardenal Pell: Justo cuando yo estaba volvía a mi alojamiento en el Trastevere (en Roma), en una de las calles principales, se pueden ver grandes posters con la foto del Papa ya anciano y con una sencilla frase: «Un hombre grande». Pienso que la mayoría de los australianos habrían dicho un hombre bueno y un gran católico.
Quienes han seguido las noticias deberían ser conscientes de sus puntos de vista en muchas materias y conscientes de su papel crucial en la caída del comunismo.
Ahora, pienso en los católicos practicantes. Peggy Noonan, que escribe una columna en el «Wall Street Journal» y fue redactora de discursos para el presidente Reagan, resumió esto muy bien en un artículo hace unos dos o tres años. Decía que el Papa Juan Pablo II hizo que ella y que muchos católicos se sintieran seguros de que la Iglesia estaba en buenas manos, de que estaban a salvo. No de las amenazas externas, peligros, escándalos o crisis, sino de la capacidad de su pastor para manejar estas cosas.
Así es exactamente cómo me sentí desde la primera vez en que lo escuché en su homilía inaugural.
--Volviendo al último momento del Santo Padre, usted dice que se sintió triste por su muerte, pero aliviado porque había acabado su sufrimiento. Sus últimos años y meses estuvieron especialmente marcados por el sufrimiento. Hubo muchos jóvenes velando en la plaza de San Pedro antes y en la noche en que murió que aseguraron que el Papa les enseñó a morir. ¿Qué significado tiene el sufrimiento en el pensamiento de Juan Pablo II?
--Cardenal Pell: Alguien me ha dicho recientemente que sus años de sufrimiento fueron probablemente su mejor homilía. Una de las diferencias radicales entre los cristianos y la actitud secularista hacia el sufrimiento es que quienes no creen en Dios tienden a huir del sufrimiento e intentan que no exista.
Nosotros, como católicos afrontamos el sufrimiento y tratamos de ayudar a quienes sufren, pero también creemos que a través del sufrimiento y la muerte, en primer lugar de Cristo, somos redimidos y salvados. En otras palabras, el bien puede venir del sufrimiento.
Pienso que una de las más importantes encíclicas del fallecido Santo Padre fue la «Redemptor Hominis», sobre el misterio del sufrimiento y el papel de Cristo como nuestro Redentor.
No todo es fácil en el mundo. Tenemos que reconocer el sufrimiento cuando tenemos que afrontarlo. Y la hermosa enseñanza de Jesús --que cualquier cosa que hacemos por el más pequeño de nuestros hermanos y hermanas, para ayudarles en su sufrimiento, lo hacemos al mismo Cristo-- es espectacular.
--Usted ha mencionado en el pasado el papel del Papa Juan Pablo II en la caída del comunismo y en cierto modo la caída del Muro de Berlín en la primera mitad de su pontificado. ¿Cuales han sido los mayores temas que afrontó en la segunda mitad de su pontificado, que quizás le empujaron a dedicarles muchísima atención?
--Cardenal Pell: Pienso en las grandes encíclicas morales como «El Evangelio de la Vida» y «El esplendor de la Verdad»... Si no hubiera escrito nada más que esto durante su pontificado, habría sido visto como un extraordinario maestro porque subrayó que no se trataba de doctrinas concretas sino que lo que peligraba en nuestra sociedad eran las mismas bases de la moralidad.
En un mundo postmoderno, la afirmación básica es que no hay bases morales y que lo más que podemos lograr es un consenso temporal.
El Papa ha sido durante mucho tiempo un crítico de la injusticia social, pero hay un par de cosas, especialmente desde el punto de vista occidental, que tenemos que comprender.
En primer lugar, pienso que fue el primer Papa en tratar adecuadamente las ventajas que nos ha traído el capitalismo. El capitalismo dificulta la vida familiar, el matrimonio, pero ha traído una ola de prosperidad y no sólo en Occidente sino también en muchas partes de China por ejemplo, que no tiene absolutamente precedentes. Y el Papa, en sus últimas encíclicas, lo reconoce.
En segundo lugar, reconoció explícitamente la importancia de la democracia. Advirtió que las mayorías democráticas pueden ser totalitarias si no reconocen los derechos humanos. Pero respaldó la democracia como una altamente deseable forma de gobierno más explícitamente que ningún otro Papa en el pasado. Creo que hizo bien en explicitarlo.
--Una última pregunta respecto al funeral del viernes y la lista de dignatarios asistentes. Gran parte de estos países no siguen las enseñanzas de este Papa; muchos de ellos adolecen de cosas que el Papa enseñó, como aborto, derechos humanos, etc. ¿Por qué piensa que este funeral ha suscitado este tipo de respuesta internacional?
--Cardenal Pell: Para empezar, porque pienso que ha sido uno de los más Papas más extraordinarios, o el más extraordinario, en los dos mil años de historia cristiana. Ahora esto es tan evidente que no hay necesidad de subrayarlo. Gracias a los modernos medios de comunicación y de viaje se ha movido a un nivel que es absolutamente gigantesco.
Hablamos de León Magno y de Gregorio Magno pero el abanico en el que se movieron --la península itálica, a través de los Alpes, el norte de África y Grecia--, era un mundo mucho más reducido respecto al de hoy.
Y, por supuesto, los líderes políticos, como señalan algunos comentaristas laicos, se han dado cuenta de que su papel en la caída del comunismo, ofreciendo libertad a los pueblos de la Europa del Este y Rusia, ha sido absolutamente crucial. Su visita a Polonia en 1979 fue la que realmente despertó al pueblo polaco y cuando Polonia empezó a moverse, toda la baraja de cartas empezó a caer.
Algunos de los líderes comunistas se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo y, especialmente cuando se realizó la visita, trataron de impedir a la gente que asistiera a las Misas.
Un obispo dijo que en esa ocasión estaba en un hotel de un pueblo, a unos 20 kilómetros de Cracovia, y se despertó a primeras horas de la mañana a causa del ruido: habían detenido los autobuses a muchos kilómetros de distancia y decenas de cientos de polacos caminaban durante la noche.
El Papa les dijo que estaban viviendo en una mentira. Y por una inusual conjunción de fuerzas, quien regía los destinos de Estados Unidos era Reagan. Hubo algo de ayuda, también, de Thatcher en el Reino Unido.
Tener a un Papa y a un presidente estadounidense preparados para noquear al comunismo fue una cosa fantásticamente inusual.
Luego tuvimos, providencialmente, un hombre como Mijaíl Gorbachov, que rehusó recurrir a la violencia para conservar el poder.
La disolución del imperio soviético sin violencia fue un milagro y creo que fue el presidente de Polonia el que dijo recientemente: «No seríamos libres todavía sin este Papa».
Por eso pienso que no es sorprendente que se hable de en torno a un millón y medio de polacos asistentes al funeral.
Por todas estas razones, han venido tantos jefes de Estado. Ha sido uno de los más extraordinarios funerales de la historia.