El primer capítulo con que Celso quiere calumniar al cristianismo es que los cristianos forman entre sí asociaciones secretas, contra la ley; pues "de las asociaciones, dice, unas son públicas y se forman conforme a la ley; otras, secretas, que van contra lo legislado". Y quiere calumniar el amor de unos con otros, como lo llaman los cristianos, que, según él, "provendría del común peligro y es más fuerte que todo juramento" 5. Ya, pues, que canta y discanta sobre la ley común y contra ésta afirma ser las asociaciones de los cristianos, respondamos a este punto. Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y no tuviera posibilidad de escapar, sino que se viera obligado a vivir entre ellos, con razón formaría por amor de la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquéllos tienen por ley; y así, ante el tribunal de la verdad, las leyes de los gentiles acerca de las estatuas y del impío politeísmo son leyes de escitas y, si cabe, más impías que de escitas. No es, consiguientemente, contra razón formar asociaciones que van contra la ley, pero son en favor de la verdad. Si unos cuantos se conjuraran secretamente para matar al tirano que se apoderó de la ciudad, obrarían lícitamente; así, ni más ni menos, los cristianos, cuando el que llaman ellos el diablo y la mentira lo tiranizan todo, forman asociaciones contra el diablo, contraviniendo la ley del diablo, y las forman para salud de otros a quienes puedan persuadir que se aparten de la ley como de escitas y tiránica (cf. V 37; VIII 65).
Luego dice que nuestra doctrina es, desde sus orígenes, "bárbara", aludiendo evidentemente al judaismo, del que depende el cristianismo. Y denota inteligencia al no recriminar a nuestra doctrina sus orígenes bárbaros, antes alaba a los bárbaros como capaces de inventar teorías ; siquiera añada a renglón seguido que "valen más los griegos en orden a juzgar, confirmar y aplicar a la práctica de la virtud lo que inventan los bárbaros". Ahora bien, de esto que dice Celso resulta para nosotros una defensa de la verdad de lo que se afirma en el cristianismo, y es que, si uno se pasa de las doctrinas y prácticas helénicas al Evangelio, no sólo lo puede juzgar como verdadero , sino, al ponerlo en práctica, lo demostraría, supliendo lo que pudiera faltar a la demostración helénica. Lo cual sería una buena demostración del cristianismo. Pero hemos de decir además que hay otra demostración propia de nuestra doctrina, más divina que la que se toma de la dialéctica griega. Esta demostración más divina la llama el Apóstol la demostración de espíritu y de fuerza (1Co 2,4); de espíritu primeramente, por razón de las profecías capaces de persuadir a quienes las leen, señaladamente en lo que atañen a Cristo; de fuerza, en segundo lugar, por los milagros y prodigios que puede demostrarse haber sucedido, entre otros muchos argumentos, por el hecho de que aún se conservan rastros de ellos entre quienes viven conforme a la voluntad del Logos (cf. I 46; II 8; VII 8).
Luego habla de que "los cristianos practican sus ritos y enseñan sus doctrinas a sombra de tejado" y dice que "no sin razón lo hacen así, pues tratan de eludir la pena de muerte que les amenaza", y compara ese peligro "con los que hubieron de afrontar los filósofos, por ejemplo, Sócrates". Y pudiera haber añadido Pitágoras y otros filósofos. A esto hay que decir que, respecto de Sócrates, los atenienses se arrepintieron inmediatamente de su crimen (Dioc. LAERT., II 43) y no le guardaron en adelante ningún resentimiento; y lo mismo respecto de Pitágoras. Por lo menos, los pitagóricos siguieron manteniendo sus escuelas en Italia, en la llamada Magna Grecia. Los cristianos, en cambio, han sido combatidos por el senado romano, por los emperadores que se han ido sucediendo, por el ejército y el pueblo y hasta por los parientes de los fieles, y se hubiera suprimido su doctrina, vencida por tamaña conjura de asechanzas, de no haberla sostenido y levantado una virtud divina, hasta el punto de vencer al mundo entero conjurado contra ella.
Veamos también cómo se trata de desacreditar nuestra doctrina moral por el hecho de ser "común" y que, "en parangón con los otros filósofos, nada tiene de enseñanza venerable y nueva" (II 5). A esto hay que decir que, para quienes admiten el justo juicio de Dios, quedaría cerrada la puerta para el castigo de los pecados, caso de que, en virtud de las nociones comunes, no tuvieran todos sano conocimiento previo de los principios morales. De ahí que no sea de maravillar que el mismo Dios haya sembrado en las almas de todos los hombres lo mismo que enseñó por los profetas y el Salvador. De este modo, nadie tiene excusa en el juicio divino, pues tiene escrito en su propio corazón el sentido de la ley (Rm 2,15). Es lo mismo que la palabra divina dio misteriosamente a entender en el relato que los griegos tienen por mítico, al hacer a Dios escribir con su propio dedo los mandamientos y dárselos a Moisés. Luego los hizo pedazos la maldad de los que fabricaron el becerro de oro , que es como si dijera que los borró la inundación del pecado. Por segunda vez, en piedras que labrara Moisés, los escribió Dios y se los dio de nuevo, como si la palabra profética hubiera dispuesto al alma, después del primer pecado, para recibir el segundo escrito de Dios.
En cuanto a la doctrina sobre la idolatría, la presenta como propia de los que siguen al Logos, y hasta la confirma diciendo: "No creen sean dioses lo que es obra de manos, pues no es razonable sea Dios lo que fabrican artífices misérrimos y de malas costumbres, hombres a menudo también inicuos" (cf. III 76). Pero, seguidamente, queriéndola reducir a lugar común y no hallada primeramente por el Logos, aduce el siguiente dicho de Heráclito: "Los que se acercan a cosas sin alma como si fueran dioses, obran como quien se pusiera a charlar con las paredes de su casa" (DIELS, frag.5; cf. in-fra VII 62-65). Ahora bien, también acerca de este punto hay que decir que, por modo semejante al resto de los principios morales, hay ingénitas en los hombres nociones, por las que Heráclito u otro cualquiera de entre griegos o bárbaros supo demostrar esa verdad. Porque todavía trae a cuento a los persas, que piensan lo mismo, alegando a Heredólo que lo narra (1,131). A todo lo cual añadiremos nosotros lo que dice Zenón de Citio en su República: "No hay necesidad alguna de construir templos, pues nada ha de tenerse por sagrado, ni por muy estimable y santo, como sea obra de al-bañiles y artesanos" (Stoic. Vet. frag.1,265). Sigúese, pues, evidentemente que, también acerca de esta doctrina, está escrito en los corazones de los hombres con letras de Dios lo que deben hacer.
Luego, movido por no sé qué motivo, afirma Celso que la fuerza que parecen tener los cristianos la deben a ciertos nombres de démones y fórmulas de encantamiento (cf. VI 40; VIII 37). Con ello alude, según pienso, a los que conjuran -y expulsan a los démones. Ahora bien, parece calumniar evidentemente nuestra doctrina, pues "la fuerza que parecen tener los cristianos" no la deben a encantamientos, sino al nombre de Jesús y a la recitación de las historias que de El hablan. Y es así que pronunciar ese nombre y recitar esas historias ha hecho con frecuencia alejarse a los démones de los hombres, señaladamente cuando los que las dicen lo hacen con espíritu sano y fe sincera. Y es tanto el poder del nombre de Jesús contra los démones, que, a veces, logra su efecto aun pronunciado por hombres malos. Que es justamente lo que enseña Jesús mismo cuando dice: Muchos me dirán aquel día: En tu nombre arrojarnos a los demonios e hicimos milagros (Mt 7,22). No sé si Celso omitió esto adrede y por malignidad, o porque lo ignoraba. Lo cierto es que, en lo que sigue, ataca también al Salvador, atribuyendo "a magia el poder con que parecía hacer sus milagros. Y como previo que otros habrían de conocer sus mismos trucos y hacer lo que El hacía, y que blasonarían de obrar por poder de Dios, Jesús los expulsa de su propia república". Y ahora lo acusa por este razonamiento: "Si los expulsa con justicia, siendo El mismo reo de lo mismo, es un malvado; mas si El no es un malvado al hacer eso, tampoco lo son los que hacen lo mismo que El". Sin embargo, aun cuando pareciera imposible demostrar cómo hizo Jesús sus milagros, lo evidente es que los cristianos no se valen de fórmulas mágicas de ninguna especie, sino del nombre de Jesús y de otros relatos en que se tiene fe en conformidad con la Escritura divina.
Luego, como Celso califica tan a menudo de "oculta" nuestra doctrina, también en este punto hay que refutarlo, como que casi el mundo entero conoce la predicación de los cristianos mejor que las sentencias de los filósofos. Pues ¿quién ignora que Jesús nació de una virgen, y fue crucificado, y resucitó-verdad en que creen muchos-y proclamó el juicio, en que se castigará a los pecadores según lo que merecen y se galardonará debidamente a los justos? Y el misterio mismo de su resurrección, por no ser entendido, es traído y llevado y objeto de mofa entre los incrédulos. Siendo esto así, llamar "oculta" nuestra doctrina es de todo punto absurdo. Por lo demás, que haya puntos más allá de lo exotérico, que no llegan a los oídos del vulgo, no es cosa exclusiva del cristianismo, sino corriente también entre filósofos, que tenían sus doctrinas exotéricas, pero otras esotéricas. Así, unos sólo oían sobre Pitágoras: "El lo dijo"; otros eran secretamente iniciados en doctrinas que no merecían llegar a oídos profanos y no aún purificados ". Y en cuanto a los misterios, que se practican por toda Grecia y tierras bárbaras, con ser ocultos, no los ataca Celso; por eso en vano trata de desacreditar lo que hay de oculto en el cristianismo y que él no entiende puntualmente.
Mas parece ser que Celso defiende con elocuencia, hasta cierto punto, a los que dan testimonio del cristianismo hasta morir por él, diciendo: "Y no es que yo diga que quien ha abrazado una doctrina buena, aunque por ella venga a correr peligros entre los hombres, haya de apostatar de ella, o fingir que ha apostatado, o negarla". Realmente, al decir que "quien profesa una doctrina no debe fingir que ha apostatado de ella ni negarla", condena a quienes abrazan la religión cristiana, pero fingen no profesarla o efectivamente lo niegan. Pero hay que demostrar que Celso se está contradiciendo a sí mismo. Efectivamente, por otros escritos suyos se halla haber sido epicúreo; aquí, empero, por parecerle sería más consecuente acusar nuestra doctrina no confesando la filosofía de Epicuro, finge creer que "hay en el hombre algo superior a lo terreno emparentado con Dios", y dice: "Quienes esta parte (es decir, el alma) conservan sana, tienden en todo a lo que les es congénito (es decir, a Dios) y siempre desean " oír algo y acordarse de Dios" (cf. VIII 63). Ahora bien, es de ver lo espurio de su alma, pues habiendo dicho que "quien ha abrazado una doctrina buena, aunque por ella corra peligro entre los hombres, no debe apostatar de ella ni fingir que apostata ni negarla", él cae en todo lo contrario. Sabía, en efecto, que, de confesarse epicúreo, no tendría crédito alguno su acusación contra quienes, de un modo u otro, introducen una providencia y atribuyen a Dios el gobierno de las cosas. Ahora bien, por tradición sabemos haber habido dos Celsos epicúreos: el primero, bajo Nerón, y éste, que vivió bajo Adriano y más adelante12.
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Seguidamente nos exhorta a que sigamos, para aceptar doctrinas, "a la razón y a un guía racional", pues "quien de otro modo se adhiera al primero que topa, ha de caer de todo punto en el engaño". Y compara a los que irracionalmente creen "con los mendigantes de Cibele y agoreros, con los sacerdotes de Mitra y Sabacio y con cualquiera con quien uno se topa, que se dan por apariciones de Hécate o de otro demon o démones. Porque, "a la manera", dice, "que, entre gentes de esa laya, hombres malvados abusan de la idiotez de los crédulos y les traen y llevan donde quieren, así acontece también entre los cristianos". Y añade que algunos, que no quieren dar ni recibir razón de lo que creen, echan mano de su principio: "No inquieras, sino cree", y del otro: "Tu fe te salvará" (VI 11-12). Y afirma que dicen: "Mala cosa es la sabiduría del mundo; buena, la locura o necedad".
He aquí la respuesta a todo esto: Si fuera posible que todos abandonaran los negocios de la vida para vacar tranquilamente a la filosofía, no habría que seguir otro camino que ése, pues en el cristianismo no se hallará menor tarea -para no decir algo fuerte-que en otra parte alguna: el examen de las verdades de la fe, la interpretación de los enigmas de los profetas, de las parábolas evangélicas y de infinitas cosas más acontecidas o legisladas simbólicamente. Pero eso es imposible, ora por razón de las necesidades de la vida, ora también por la flaca inteligencia de los hombres, pocos de los cuales se entregan con ahínco a la reflexión. Y en este caso, ¿qué mejor camino pudiera hallarse para bien de las gentes que el enseñado por Jesús a las naciones? No hay sino preguntar sobre la muchedumbre de los creyentes, limpios ahora del aluvión de maldad en que antes se revolvían: ¿Qué es mejor para ellos: haber creído sin buscar la razón de su fe, haber ordenado comoquiera sus costumbres movidos de su creencia sobre el castigo de los pecados y el premio de las buenas obras, o dilatar su conversión por desnuda fe hasta entregarse al examen de las razones de la fe? Es evidente que, en tal caso, fuera de unos poquísimos, la mayoría no habrían recibido lo que han recibido por haber creído sencillamente y habrían permanecido en su pésima vida. Así, pues, si hay pJgo que prueba que la humanidad del LOPOS no vino sin disposición divina a habitar entre los hombres, a esa prueba hay que juntar estotra. Un hombre piadoso no creerá que, sin disposición divina, venga a una ciudad o nación un médico que devuelve la salud a muchos enfermos (I 26), pues ningún bien acaece entre los hombres sin disposición divina. Pues, si el que cura o mejora corporalmente a muchos no lo hace sin disposición divina, ¿cuánto más el que ha curado, convertido o mejorado las almas de muchos, y las ha unido con el Dios sumo y ense- ñádoles a dirigir toda acción al agrado del mismo y evitar cuanto le desagrade hasta en la más mínima palabra, acto y pensamiento?
Mas ya que tanto se canta y discanta acerca de la fe, digamos que nosotros, porque la tenemos ciertamente por provechosa para las gentes, enseñamos a creer, aun sin inquirir la razón de la fe, a quienes no puedan abandonarlo todo y entregarse a la inquisición de tales razones; ellos, empero, aunque no lo confiesan, hacen lo mismo que nosotros. Efectivamente, el que se convierte a la filosofía y se mete, como por suerte, en una secta filosófica, o porque topó con un maestro de la misma, ¿por qué otra razón da ese paso sino porque cree que esa escuela es la mejor? El que se decida a ser estoico, platónico, peripatético o epicúreo, o de cualquier otra escuela filosófica, no espera a oír las doctrinas de todos los filósofos o de las distintas escuelas filosóficas, ni cómo se refutan unas y se demuestran otras; no, un impulso irracional-aunque no lo quieran confesar-los lleva a practicar, digamos, la doctrina estoica, dando de mano a Jas demás ; o la platónica, desdeñando, por inferiores, las otras "; o la peripatética, como mus humana y que en grado mayor que las otras escuelas valora inteligentemente los bienes humanos. Y hay quienes, turbados a su primer encuentro con el tema de la providencia, fundados en lo que sucede sobre la tierra a buenos y malos, se abalanzaron precipitadamente a decir que no hay en absoluto providencia y abrazaron la doctrina de Epicuro y Celso.
Ahora bien, si, como ha demostrado mi razonamiento, hay que creer a uno solo de los que, entre griegos o bárbaros, han fundado escuelas filosóficas, ¿cuánto más será razón crea mos al Dios sumo y al que nos enseñó que a El solo se debe adorar, y despreciar todo lo demás, como si no fuera, y, caso que sea, tenerlo desde luego por digno de estima, pero no de adoración y culto? El que no solamente crea todas estas cosas, sino que tenga también talento para contemplarlas teórica y racionalmente, nos dirá las demostraciones que de suyo se le ocurran y las que encuentre en su tenaz inquisición. Todo lo humano pende de la fe; ¿no será, pues, más razonable creer a Dios que a los fundadores de escuelas filosóficas? Porque ¿quién navega, o se casa, o engendra hijos, o arroja las semillas a la tierra, sino porque cree que las cosas saldrán bien, cuando es posible que salgan mal y de hecho han salido a veces mal? Sin embargo, la fe en que las cosas saldrán bien y a pedir de boca hace que los hombres se aventuren, y se abalancen a lo incierto que puede acaecer como no se espera. Pues si en toda acción de resultado incierto, la esperanza y la fe en un porvenir mejor sostienen la vida, ¿cuánto más razonable no será abrace esa fe-más que quien navega por la mar, o siembra la tierra, toma mujer, o emprende otro negocio humano-el que cree en Dios que todo eso ha creado, y en Aquel que, con tan superior alteza de espíritu y con divina magnanimidad, osó asentar esta doctrina por todo lo descubierto de la tierra, aun a costa de grandes peligros, y de una muerte tenida por ignominiosa, que El sufrió por amor de los hombres? El, que enseñó también a los que al comienzo se decidieron a ponerse al servicio de su enseñanza a que, despreciando todos los peligros y cualquier género de muerte que en todo momento les amenazaba, marcharan audazmente por todo lo descubierto de la tierra para la salud de los hombres.
Seguidamente, dice literalmente Celso: "Si quieren, por fin, responderme, no como a quien busca información, pues lo sé todo, sino como a quien se interesa por igual por uno y otro bando, la cosa iría de perlas; mas, si no quieren, sino que me vienen, como de costumbre, con su estribillo: "No inquieras", etc., "no tendrán otro remedio-dice-, sino explicarnos 14 qué es lo que dicen y de qué fuente manara", etc. A ese "lo sé todo" hay que decir ser una enorme fanfarro nada que se ha permitido Celso. Si hubiera leído señaladamente los profetas, que todo el mundo confiesa estar llenos de enigmas y de discursos oscuros para el vulgo; si hubiera pasado los ojos por las parábolas del Evangelio y por el resto de la Escritura, en que se contiene la ley y se narra la historia de los judíos, y hubiera prestado oído a las voces de los apóstoles; si, leyendo inteligentemente, hubiera querido penetrar en el sentido de las palabras, no se hubiera propasado de ese modo a decir: "Lo sé todo". Nosotros mismos, que nos hemos pasado la vida en estos estudios, no no atreveríamos a decir que lo sabemos todo, pues amamos la verdad (cf. III 15). Ninguno de nosotros dirá: "Sé todo lo que enseña Epicuro", ni osará afirmar que conoce enteramente la filosofía de Platón, cuando tamañas discrepancias existen entre quienes la interpretan. ¿Quién será tan petulante que diga: "Sé todo lo que enseñan los estoicos, o todo lo que dicen los peripatéticos"? A no ser que Celso oyera, por lo visto, ese "lo sé todo" de algunos de esos estúpidos que no se dan cuenta de su propia ignorancia, y creyera que, con tales maestros, se lo sabía todo. Paréceme haber hecho Celso como quien se va a Egipto, donde los sabios del país filosofan, según escritos tradicionales, largo y tendido sobre las cosas que entre ellos se tienen por divinas; el vulgo, empero, sólo oye unos cuantos mitos, cuyo sentido no entiende, lo que no impide blasonar de ellos. Celso, digo, hizo como quien creyera conocer todo lo referente a los egipcios por haberse hecho discípulo de esas gentes vulgares, sin haber tratado con sacerdote alguno ni aprendido de ninguno de ellos los misterios de los egipcios. Y lo que digo de sabios y vulgo entre los egipcios, cabe igualmente decirlo acerca de los persas, entre los cuales hay iniciaciones que sus eruditos interpretan racionalmente, pero que sólo como signos externos reciben los que entre ellos son vulgo y gentes superficiales. Y dígase lo mismo de los sirios e indios y de cuantos pueblos poseen mitos y, a par, escritos que los interpretan.
Celso sentó como cosa dicha por muchos cristianos: "Mala es la sabiduría de la vida; buena, la necedad (o locura)". A esto hay que decir que falsea la palabra divina al no citar el texto tal como se encuentra en Pablo, que dice: Si alguno se imagina entre vosotros ser sabio en este mundo, hágase necio para venir a ser sabio; porque la sabiduría de este mundo es necedad para Dios (1Co 3,18-19). Por donde se ve que el Apóstol no dice lisamente que "la sabiduría sea necedad delante de Dios", sino "la sabiduría de este mundo"; ni tampoco: "Si alguno se imagina entre vosotros ser sabio, hágase, sin más, necio, sino hágase necio en este mundo para venir a ser sabio". Ahora bien, llamamos sabiduría de este mundo, que, según las Escrituras, es destruida por Dios (1Co 2,6), a toda falsa filosofía; y decimos buena la necedad, no así absolutamente, sino cuando uno se hace necio para este siglo. Es como si dijéramos que un platónico, que cree en la inmortalidad del alma y en lo que se dice de su reencarnación, acepta una necesidad respecto de los estoicos, que se mofan de semejantes creencias; o de los peripatéticos, que no se cansan de hablar de los gorjeos de Platón (ARIST., An. post. 1,22; 83 a 33; II 12); o de los epicúreos, que tachan de supersticiosos a los que introducen una providencia o atribuyen a Dios el gobierno del universo. Pero hay que añadir a todo esto que, según el beneplácito del Logos mismo, va mucha diferencia entre aceptar nuestros dogmas por razón y sabiduría o por desnuda fe; esto sólo por accidente lo quiso el Logos, a fin de no dejar de todo punto desamparados a los hombres, como lo pone de manifiesto Pablo, discípulo genuino de Jesús, diciendo: Ya que el mundo no conoció, por la sabiduría, a Dios en la sabiduría de Dios, plúgole a Dios salvar a los creyentes por la necedad de la predicación (1Co 1,21). Por aquí se pone evidentemente de manifiesto que debiera haberse conocido a Dios por la sabiduría de Dios; mas, como no sucedió así, plúgole a Dios, como segundo remedio, salvar a los creyentes, no simplemente por medio de la necedad, sino por la necedad en cuanto tiene por objeto la predicación. Se ve, efectivamente, al punto que predicar a Jesús como Mesías crucificado es la necedad de la predicación, como se dio bien de ello cuenta Pablo cuando dijo: Nosotros, empero, predicamos a Jesús, Mesías crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos; mas para los llamados mismos, judíos y griegos, el Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1,23-24).
Opina Celso que hay un parentesco entre muchos pueblos que profesan la misma doctrina; mas, al enumerar a todas las naciones que desde sus orígenes mantuvieron esa común doctrina, no sé por qué, sólo calumnia a los judíos, no poniendo su nación en el catálogo de las restantes en el sentido de que hubiera colaborado y sentido como ellas o hubiera profesado en muchos casos dogmas parecidos. Vale, pues, la pena preguntarle por qué razón del mundo da fe a las historias de bárbaros y griegos acerca de las antigüedades de los pueblos que nombra, y sólo tacha de falsas las historias del pueblo judío. Si todos narraron sus cosas con amor a la verdad, ¿por qué sólo a los profetas de los judíos hemos de negarles fe? Y si Moisés y los profetas escribieron mucho acerca de lo que entre ellos acaeciera con intento de favorecer su propia doctrina, ¿por qué no decir cosa semejante de los escritores de las otras naciones? Cuando los egipcios, en sus propias historias, maldicen de los judíos, son fidedignos en lo que de ellos cuentan; ¿mentirán los judíos cuando dicen lo mismo de los egipcios y narran lo mucho que hubieron de sufrir injustamente de parte de ellos y cómo por eso fueron castigados por Dios? Y no digamos esto solamente respecto de los egipcios, pues también entre asirios y judíos hallaremos colisiones que se narran en las antigüedades de aquéllos; y, por modo semejante, los escritores de los judíos (escritores, digo, no parezca voy prevenido llamándolos profetas) narraron haber sido los asirios enemigos de su pueblo. He ahí, pues, la parcialidad de quien presta fe a unas naciones, que se imagina sabias, y condena a otras como de todo punto insensatas. Oigamos, en efecto, las propias palabras de Celso: "Hay una antigua tradición, desde los orígenes, en que han convenido siempre las naciones más sabias, las ciudades y los hombres sabios"; pero no quiso llamar a los judíos nación sapientísima, siquiera a semejanza de los "egipcios, asirios, indios, persas, odrisas, samotracios y eleusinios".
¡Cuánto más equitativo con los judíos es el pitagórico Numenio, que, por sus escritos, se ve haber sido doctísimo, y, habiendo examinado muchos sistemas, de ellos reunió lo que le pareció ser verdadero! Numenio, pues, en el libro primero Sobre el bien, hablando de las naciones que concibieron a Dios como incorpóreo, entre ellas contó a los judíos, y no vacila en alegar en su escrito palabras de los profetas, que él interpreta figuradamente ". Dícese también que Hermi-po, en el libro primero Sobre los legisladores, cuenta cómo Pitágoras llevó a los griegos su filosofía tomada de los judíos ". Y del historiador Mecateo corre un libro Sobre los judíos, en que los exalta hasta punto tal como nación sabia, que Herennio Filón, en su escrito sobre los judíos, duda primero que la obrasea del historiador, y dice luego que, si es del mismo, es probable que se dejara arrastrar de la elocuencia propia de los judíos, y se adhirió a su doctrina ".
Yo me admiro de cómo Celso puso entre "las naciones sapientísimas y antiquísimas a odrisas y samotracios, eleusi-nios e hiperbóreos", y no se dignó contar a los judíos ni entre los pueblos simplemente sabios y antiguos. Y eso que, entre egipcios, fenicios y griegos, corren escritos que atestiguan su antigüedad. Por mi parte, tengo por superfluo citarlos, pues todo el que quiera puede leer lo que escribe Flavio Josefo en sus dos libros Sobre la antigüedad de los judíos, donde se alega gran copia de escritores que atestiguan esa antigüedad 18. Y de Taciano ", que vivió posteriormente, corre el Discurso contra los griegos, en que, con gran alarde de erudición, se cita a los historiadores que han hablado de la antigüedad de los judíos y de Moisés. Parece, pues, que, al hablar así, no se mueve Celso por amor de la verdad, sino por odio, apuntando a desacreditar los orígenes del cristianismo, que se enlazan con los judíos. Es más, "los mismos galactófagos de Hornero (Iliada 13,6), los druidas de los gálatas y los getas dice ser naciones sapientísimas antiguas que admiten doctrinas emparentadas con las de los judíos" (de las que yo no sé se conserven escritos); sólo los hebreos, en cuanto de él depende, quedan excluidos de la antigüedad y sabiduría. Y luego, una vez más, trazando el catálogo de hombres antiguos y sabios que fueron en vida útiles a sus contemporáneos y, por sus escritos, a la posteridad, de la lista de sabios excluyó a Moisés. A la cabeza de sus hombres antiguos y sabios puso Celso a Lino, de quien no se conservan leyes ni discursos que hayan convertido y curado a pueblo alguno; las leyes, empero, de Moisés las observa un pueblo entero esparcido por toda la tierra habitada. He ahí, pues, cómo fue malignidad pura haber excluido a Moisés del catálogo de los sabios y decir que Lino, y Museo, y Ferecides, y el persa Zoroastro y Pitágoras disertaron acerca de estas cosas y consignaron sus doctrinas en libros que se conservan hasta el día de hoy.
Y de industria pasó por alto el mito, compuesto principalmente por Orfeo, acerca de los supuestos dioses, a los que atribuye pasiones humanas 20; mas seguidamente, tratando de desacreditar los libros de Moisés, acusa a los que los interpretan figurada y alegóricamente. Sería caso de preguntar a este excelentísimo señor, que rotuló su propio libro: Doctrina verdadera: ¿Cómo es, amigo, que tus dioses, que cayeron en las calamidades que describen tus sabios poetas y filósofos, practicaron uniones nefandas, hicieron la guerra a sus propios padres y les cortaron sus miembros viriles; cómo es, digo, que tienes por sagrados esos mitos que se escriben sobre audacias, acciones y sufrimientos de tus dioses, y pienses que Moisés extravía y engaña a los que se someten a su ley, siendo así que nada semejante cuenta él, no ya de Dios, pero ni de los santos ángeles, y cosas mucho menores de los hombres (nadie, en efecto, se atrevió, según él, a hacer lo que Crono contra Urano, ni lo que Zeus contra su padre, ni cohabitó nadie con su propia hija, como "el padre de los hombres y los dioses"? (Riada I 544 et passim). Paréceme hacer Celso algo parecido a lo del Trasímaco, de Platón, que no le permite a Sócrates definir, como quería, la justicia, sino que le dice: "Cuidado con decir que lo justo es lo útil o lo necesario o cosa por el estilo" (PLAT., Pol. 336CD). Así Celso, después de acusar, según él se imagina, las historias de Moisés y de censurar a los que las interpretan alegóricamente, siquiera lo haga tras tributarles alguna alabanza en el sentido de que son "los más moderados" (cf. IV 38), parece querer impedir", censurándolos a su talante, a los que son capaces de defenderlas, explicando las cosas como son.
Bien pudiéramos provocar a Celso a que compare libros con libros, y decirle: Ea, amigo, trae aquí los poemas de Lino, Museo y Orfeo, y el escrito de Ferecides 23, y confróntalos con las leyes de Moisés, contraponiendo historias a historias, y preceptos morales a leyes y mandatos: ¿Cuáles tienen más fuerza para convertir, aun instantáneamente, a los oyentes, cuáles los corromperían? Y considera que tu escuadrón de escritores se preocupó muy poco de los lectores sencillos y, por lo visto, sólo compusieron esa que tú llamas su filosofía para quienes fueran capaces de entenderla figurada y alegóricamente. Moisés, empero, hizo en sus cinco libros a la manera de un excelente orador, que estudia cuidadosamente la forma y presenta dondequiera el doble sentido de la dicción; así, a la muchedumbre de los judíos que se puso bajo su ley, no les dio ocasión alguna de daño en materia moral, ni, por otra parte, dejó de ofrecer a los pocos que pueden leer con mayor inteligencia una escritura que se presta sobradamente a la especulación para quienes sean capaces de inquirir su sentido. Además, de esos tus sabios poetas no parece se hayan conservado siquiera los libros, que, a buen seguro, se conservaran de haber hallado en ellos provecho sus lectores; los escritos, empero, de Moisés han movido a muchos, aun ajenos a la educación judaica, a creer que, según consta en ellos mismos, fue Dios, creador del mundo, quien dio esas leyes y se las confió a Moisés. Y, a la verdad, cosa conveniente era que el creador del universo, que impuso leyes a todo el mundo, diera a sus preceptos fuerza capaz de dominar dondequiera. Y esto digo, sin entrar por ahora en la cuestión de Jesús; solamente hablo de Moisés, que está muy por bajo del Señor, pero que, como mi discurso demostrará, descuella mucho por encima de tus sabios poetas y filósofos.
Luego, queriendo disimuladamente atacar la cosmogonía de Moisés, según la cual el mundo no tendría aún diez mil años, sino muchos menos, se adhiere, aunque disimulando su propio sentir, a los que afirman ser el mundo increado. Efectivamente, afirmar que, "desde la eternidad, hubo muchas conflagraciones y diluvios y que el último de éstos fue el acaecido bajo Deucalión poco menos que en nuestros días", claramente da a entender para quienes sepan entenderlo que, según Celso, el mundo es increado (cf. IV 79). Pues díganos ahora el que recrimina la fe de los cristianos qué argumentos apodícticos le forzaron a él a admitir haberse dado muchas conflagraciones y muchos diluvios, el último de los cuales habría acontecido bajo Deucalión y la última conflagración bajo Faetonte. Y si nos alega los diálogos de Platón que tratan de esto (PLATÓN Tim. 22CD), le responderemos que también a nosotros nos es lícito creer que en el alma pura y piadosa de Moisés, que se levantó por encima de todo lo creado y se unió con el creador del universo, moró un espíritu divino, más lúcido que Platón y todos los sabios griegos y bárbaros, para darle a conocer las cosas de Dios. Y si Celso nos pide razones de esa fe, délas él primero acerca de lo que ha afirmado gratuitamente, y luego demostraremos nosotros ser así lo que decimos.
Por lo demás, aun contra su voluntad, vino Celso a atestiguar que el mundo es más reciente y no tiene aún diez mil años, pues dice que, "si los griegos tienen eso por antiguo, es porque, a causa precisamente de las conflagraciones y cataclismos, no pudieron ser testigos de cosas anteriores ni las recuerdan" (PLAT., Tim. 23C). Pero sean enhorabuena maestros de Celso en ese mito de las conflagraciones e inunda-ciones los, según él, sapientísimos egipcios, que nos han dejado rastro de su sabiduría en el culto que dan a animales irracionales y en los discursos que tratan de presentar como razonable, recóndito y misterioso parejo culto de Dios. Y es el caso que, cuando los egipcios, muy orgullosos de sus animales, dan una razón de su teología, son unos sabios; mas, cuando un judío que sigue su ley y su legislador, lo refiere todo al Dios único, creador del universo, ese tal, para Celso y sus congéneres, es reputado muy por bajo de quien degrada la divinidad, no sólo a animales racionales y mortales, sino a los mismos irracionales; absurdo mayor que la fabulosa reencarnación del alma, que caería de las bóvedas del cielo y vendría a parar no sólo a animales mansos, sino también a los más salvajes (PLAT., Phaidros 246BD). Y es igualmente el caso que, cuando los egipcios narran o comentan sus mitos, se los cree estar filosofando por enigmas y misterios; mas cuando Moisés escribe historias y deja sus leyes a todo un pueblo, se trata de "mitos vacuos, de discursos que no admiten ni la interpretación alegórica". Porque así le parece a Celso y a los epicúreos.
"Ahora bien-dice Celso-, habiendo Moisés oído esta doctrina, que era corriente entre las naciones sabias y los hombres ilustres, adquirió un nombre divino" M. Digamos a esto que sí; concedido que Moisés oyó doctrina más antigua y se la transmitió a los hebreos. Si oyó doctrina falsa, y no sabia y venerable, la aceptó y enseñó a los suyos, fuera de culpar; mas si, como tú mismo dices, se adhirió a dogmas sabios y verdaderos y por ellos educó a los suyos, ¿qué hizo en eso, por tu vida, de que se le pueda acusar? ¡Ojalá hubieran oído esa doctrina un Epicuro y hasta un Aristóteles Z4, que es poco menos impío que Epicuro contra la Providencia, y los estoicos que dicen ser Dios un cuerpo! No estaría el mundo lleno de una doctrina que destruye la providencia o la limita, ni de esotra que introduce un principio corporal corruptible, según el cual Dios mismo es para los estoicos un cuerpo. Estos no se empachan en decir que Dios es variable, que puede de todo punto cambiar y transformarse (cf. III 75) y ser sencillamente destruido si hubiera quien lo destruyera. Suerte tiene de no ser destruido, pues no hay nada que lo destruya. La doctrina, empero, de judíos y cristianos, que mantiene la invariabilidad e inmutabilidad de Dios, ¿s reputada impía, por no entrar en el coro impío de los que1 impíamente sienten de Dios. Según ella, le decimos a Dios en nuestras oraciones: Mas tú eres siempre el mismo (Ps 101,28), y creemos haber dicho de sí: Yo no me mudo
Después de esto, si bien Celso no censura la circuncisión practicada entre los judíos, dice, sin embargo, que "les vino de los egipcios" ". Así da más crédito a los egipcios que a Moisés, que afirma haber sido Abrahán el primer hombre que se circuncidó (Gn 17,28). En cuanto al nombre de Abrahán, no es sólo Moisés quien lo escribe, haciéndolo amigo de Dios, sino que muchos conjuradores de démones emplean en sus fórmulas la frase: "El Dios de Abrahán", para lograr algún efecto mágico por el nombre y la familiaridad de Dios con aquel justo. Echan mano, digo, de la frase: "El Dios de Abrahán", sin saber quién sea Abrahán. Lo mismo se diga de los nombres de Isaac, Jacob e Israel, que, no obstante ser notoriamente hebreos, se insertan frecuentemente en conjuros egipcios para fines mágicos ". No es éste el momento de interpretar la razón de la circuncisión, que comenzó en Abrahán y fue prohibida por Jesús, pues no quiso que sus discípulos hicieran lo mismo. No tratamos ahora de eso, sino de impugnar y echar por tierra las acusaciones de Celso contra la doctrina de los judíos. Celso pensaba, efectivamente, que el camino más corto para demostrar la falsedad del cristianismo era atacar sus orígenes, que, por enlazarse con la doctrina judaica, quedaban, por el mismo caso, convictos de falsedad.
Seguidamente dice Celso: "Un atajo de cabreros y pastores que siguieron a Moisés como a su caudillo, engañados por rústicos embustes, se imaginaron que Dios es uno" (cf. V 41). Pues si "unos cabreros y pastores se apartaron, sin razón-como él piensa-, del culto de muchos dioses", háganos ver Celso cómo es capaz de demostrar que lo son la muchedumbre de los que griegos y bárbaros tienen por tales. Háganos ver la existencia y realidad de Atoémosme, de la que Zeus engendró las musas; o de Temis, de la que nacieron las horas; o demuéstrenos que las Carites (o gracias), siempre desnudas, pudieran tener alguna realidad. Mas, fundándose en la realidad, no será capaz de demostrar que son dioses las fantasías de los griegos, que parecen encarnar abstracciones. Porque
¿qué razón hay en el mundo para que los mitos de los griegos acerca de los dioses sean más verdaderos que, por ejemplo, los de los egipcios, que no conocen en su lengua a Mnemosine, madre de las nueve musas; ni a Temis, que lo es de las horas; ni a Eurínome, una de las gracias; ni los otros nombres de éstas? ¡Cuánto más luminoso, cuánto mejor también que todas esas fantasías es convencerse, por el espectáculo de las cosas visibles, del orden del mundo y dar culto al artífice de él, que es uno, como su obra es una! Todo en él conspira al todo, y por eso no pudo hacerse por muchos artífices, como tampoco puede el cielo entero conservarse por muchas almas que lo movieran. Una sola basta para mover, de oriente a occidente, la esfera fija, y comprender dentro de sí todo lo que el mundo necesita y no es en sí perfecto. Todo, en efecto, son partes del mundo, pero ninguna parte del todo es Dios, pues Dios no debe ser incompleto, como toda parte es incompleta. Y acaso un razonamiento más a fondo demostrará que Dios, propiamente, como no es parte, tampoco puede ser todo, pues el todo se compone de partes; y ninguna razón nos convencerá de que el Dios sumo se componga de partes, cada una de las cuales no puede lo que pueden las otras.
Después de esto dice: "Los cabreros y pastores creyeron en un solo Dios, ora le den nombre de Altísimo, de Adonai, de Celeste y Sabaoth; ora llamen como mejor gusten a este mundo "; y nada más lograron entender". Y seguidamente añade: "¿Qué más da llamar al Dios supremo por el nombre de Zeus, corriente entre los griegos, o por el que le dan, por ejemplo, los indios o egipcios?" Sobre esto hay que decir que 27 el tema de la naturaleza de los nombres es profundo y misterioso.
¿Se deben los nombres, como piensa Aristóteles (De interpr. 2,16-27), a la convención ", o, como opinen los estoicos, a la naturaleza? Según los estoicos, las voces primigenias imitarían las cosas a que se refieren los nombres, y esto explica que introduzcan ciertos principios de etimología. ¿O se deben, como enseña Epicuro (si bien en sentido distinto que los estoicos), a la naturaleza, porque los primeros hombres habrían emitido determinados sonidos según las cosas? (Ep. fragm.334 Usener). Ahora bien, si pudiéramos exponer en un estudio especial la naturaleza de los nombres eficaces de que se valen los sabios de entre los egipcios, o los eruditos de entre los magos persas, o los bracmanes o samaneos, filósofos de la India, y así sucesivamente de las demás naciones; si lográramos demostrar que la llamada magia no es cosa de todo punto inconsistente, como opinan los secuaces de Epicuro y Aristóteles, sino, como demuestran los entendidos, algo muy coherente, pero cuyas razones alcanzan muy pocos; en ese caso habríamos de decir que los nombres de Sabaoth, de Adonai y otros que con gran reverencia se han transmitido " entre los hebreos, no se ponen a cualesquiera cosas creadas, sino a cierta teología misteriosa que se refiere al creador del universo. De ahí que estos nombres, dichos en cierto contexto que les es natural, pueden emplearse para determinados efectos; otros, pronunciados según la fonética egipcia, sobre ciertos démones que sólo pueden eso; otros, según la lengua de los persas, sobre otras potencias, y así sucesivamente conforme a cada una de las naciones. Y así se hallará que los nombres de los démones que moran en la tierra y a quienes han cabido en suerte distintos lugares se emplean en conformidad con las lenguas peculiares de lugares y naciones. En conclusión, quien haya adquirido en esta materia una inteligencia más excelente, siquiera sea en menor cuantía, se guardará bien de aplicar los nombres de unas cosas a otras, no le pase como a quienes dan erróneamente nombre de Dios a la materia inanimada, o trasladan la denominación de "bueno", de la causa primera o de la virtud y de lo bello, a la "ciega riqueza" (PLAT., Leges 631C), a la buena proporción de carnes, sangre y huesos que se da en la salud y bienestar, o a la supuesta nobleza de nacimiento.
Y acaso no sea menor el peligro de aplicar el nombre de Dios o del bien a lo que no se debe, que el invertir los nombres que tienen una razón secreta, y aplicar los nombres de lo inferior a lo superior, y los de lo superior a lo inferior. Y nada digo ahora de que, al oír el nombre de Zeus, se nos sugiere inmediatamente que es el hijo de Crono y Rea, marido de Hera, hermano de Poseidón, padre de Atenea y Artemis, y que tuvo comercio carnal con su hija Perséfone (o Proserpina). Y al oír el nombre de Apolo se nos sugiere que fue hijo de Leto y Zeus (litada I 9), hermano de Artemis y, por parte de padre, también de Kermes (cf. IV 48); y todo lo demás que traen los sabios padres de los dogmas de Celso y los antiguos teólogos de los griegos. Porque ¿qué distinción puede hacerse para que se diga propiamente el nombre de Zeus y no se piense que su padre fue Crono y su madre Rea? Y lo mismo ha de hacerse el nombrar a los otros dioses. Mas pareja culpa no toca para nada a quienes, por una razón misteriosa, aplican a Dios el nombre de Sabaoth, el de Adonai o cualquiera de los otros. Y quienquiera esté versado en la arcana filosofía de los nombres, hallará también seguramente mucho que especular sobre la denominación de los ángeles de Dios, de los que uno se llama Miguel (Michael), otro Gabriel y otro Rafael, nombres que convienen a los ministerios que, por voluntad del Dios de todas las cosas, desempeñan en el universo30. Y la misma filosofía de los nombres hay que aplicar a nuestro Jesús, cuyo nombre se ha visto claramente que ha expulsado de almas y cuerpos a démones innumerables, obrando sobre aquellos de quienes fueron expulsados.
Y todavía hay que decir sobre este tema de los nombres lo que cuentan los entendidos en el uso de las fórmulas má gicas; a saber: que el mismo conjuro dicho en la lengua propia puede producir el efecto que promete; mas si se traslada a otra lengua cualquiera, es de ver cómo pierde todo su vigor y fuerza (cf. V 45; VIII 37). Así, no es el sentido de las cosas, sino las cualidades y propiedades de las voces las que encierran en sí poder mágico para este o el otro efecto. Y por aquí podemos defender a los cristianos, que luchan hasta la muerte antes que dar a Zeus el nombre de Dios o nombrarlo en cualquier otra lengua. Y es así que o confiesan de modo indeterminado el nombre común de Dios o le añaden los títulos de artífice del universo, creador del cielo y de la tierra, que envió al género humano estos o los otros sabios. Y es de ver cómo, al juntar el nombre de Dios al de estos sabios, opera entre los hombres cierta virtud prodigiosa (cf. IV 33-34). Mucho más pudiera decirse sobre el tema de los nombres contra quienes piensan ser indiferente el uso que de ellos se haga. Y si se admira a Platón porque dijo (Filebo 12C): "Mi reverencia, ¡oh Protarco!, para con los nombres de los dioses no es pequeña" (Conf. IV 48), ya que Filebo, interlocutor de Sócrates, había llamado dios al placer, ¿cuánto más de loar no será la cautela de los cristianos en no tomar ninguno de los nombres que aparecen en la mitología para aplicárselo a Dios, creador del universo? Pero basta ya, por ahora, sobre este punto ".
Pues veamos ahora cómo este Celso, que alardea de saberlo todo, calumnia a los judíos diciendo que "dan culto a los ángeles y practican la magia en que los iniciara Moisés". Díganos el que blasona de saber todo lo que a cristianos y judíos atañe en qué pasaje de los escritos de Moisés enseñe el legislador el culto de los ángeles Y en cuanto a la magia, ¿cómo darse entre los que siguen la ley de Moisés, cuando en ella leen este mandato: No acudáis a encantadores para no mancillaros con ellos? (Lv 19,31). Luego promete hacer ver "cómo erraron los judíos engañados por su ignorancia". A la verdad, si hubiera descubierto la ignorancia de los judíos acerca de Jesús, el Mesías, por no haber entendido las pro fecías que hablaban de El, hubiera hecho verdaderamente ver cómo erraron los judíos; pero en esto no quiere ni pensar, e imagina errores de los judíos que no son tales errores.
Pero, dejando para más adelante el tema de los judíos, se pone Celso a hablar primeramente de nuestro Salvador como fundador que fue de la sociedad por la que nosotros somos cristianos. Dice, pues, Celso que Jesús "introdujo esta doctrina hace muy pocos años (cf. 11 4; VI 10; VIII 12), y es tenido por los cristianos como hijo de Dios". Sobre eso de que Jesús viviera hace pocos años quiero decir lo siguiente: En esos años quiso Jesús sembrar su doctrina y enseñanza, y ha mostrado tal poder, que, por muchas partes de la tierra que habitamos, a su religión se han convertido no pocos griegos y bárbaros, sabios e ignorantes, dispuestos a luchar por el cristianismo hasta la muerte antes que renegar de él, cosa que no se cuenta haya hecho nadie por otra doctrina alguna". Ahora bien,
¿ha podido suceder eso sin disposición divina? Yo no trato de lisonjear mi propia religión, sino que intento examinar por pura razón las cosas, y digo que ni los mismos que curan los cuerpos enfermos logran, sin disposición divina, devolverles la salud (cf. I 9). Pues si alguien fuera capaz de sacar también a las almas de la ciénaga de la maldad, de sus disoluciones, iniquidades e indiferencia para lo divino y nos diera por prueba de tamaña hazaña haber mejorado a cien almas (baste como ejemplo este número), nadie afirmaría tampoco razonablemente que pudo ése, sin disposición divina, infundir en aquellas cien almas una doctrina que libera de tamaños males. Todo el que inteligentemente considere estas cosas convendrá en que nada superior acontece entre los hombres sin disposición divina. Pues ¿con cuánta mayor seguridad afirmará otro tanto acerca de Jesús quien compare la manera de vivir de muchos que han abrazado su doctrina antes y después que la abrazaran? Considérese en qué intemperancias, en qué iniquidades y avaricias vivía cada uno de ellos "antes de ser engañados", como dice Celso y los que piensan como él, y abrazar "una doctrina" que, según esos mismos, "corrompe la vida de los hombres" Mas desde el momento en que abrazaron la doctrina de Cristo es de ver cómo se hicie ron más moderados y firmes, hasta el punto de que algunos de ellos, por amor de una más alta pureza y para dar más limpiamente culto a la divinidad, se abstienen aun de los placeres de la carne permitidos por la ley ".
Quienquiera examine estos hechos reconocerá que Jesús acometió cosas que están por encima de la naturaleza humana y lo que acometió lo llevó a cabo. Y es así que, desde los orígenes, todo se conjuró para que su doctrina no se diseminara por toda la tierra habitada: los emperadores que se fueron sucediendo, los prefectos y generales a las órdenes de ellos, todos, en una palabra, cuantos gozaban de alguna autoridad, amén de los gobernadores de las ciudades, soldados y plebe. Mas todo lo venció; pues, como palabra de Dios, no era tal que nada ni nadie pudiera impedir su carrera.
Victoriosa, pues, de tan poderosos adversarios, ha dominado a toda Grecia y la mayor parte de las tierras bárbaras, y ha convertido a incontables almas a la religión que ella enseña. Ahora bien, dentro de la muchedumbre de los que han sido dominados por el Logos, como quiera que entre ellos son más los vulgares y rústicos que los instruidos, era forzoso que los primeros predominaran numéricamente sobre los más inteligentes. Pero Celso no quiere reconocer este hecho, y piensa que la humanidad o amor a los hombres del Logos, que alcanza a toda alma de la salida del sol, es cosa vulgar y, por vulgar y que no tiene en modo alguno su fuerza en los razonamientos, sólo ha conquistado a gentes vulgares. Sin embargo, ni el mismo Celso afirma que sólo gentes del vulgo hayan sido ganados por el Logos para la religión enseñada por Jesús, pues confiesa haber entre ellos algunos "moderados, equilibrados e inteligentes, que están dispuestos a explicar sus creencias alegóricamente".
Ahora comete Celso una prosopopeya, imitando en cierto modo a un chiquillo que se ejercita en la clase de un retórico, e introduce a un judío que habla con Jesús verdaderas chiquillerías, indignas de las canas de un filósofo. Vamos, pues, a examinar también según nuestras fuerzas ese punto y arguyamos ante todo a Celso que ni siquiera mantiene siempre constante, en lo que dice, la persona del judío.
Después de esto introduce a un fingido judío ", que habla con Jesús mismo, a quien arguye, según él se imagina, sobre muchas cosas. Y, en primer lugar, "de que se inventara el nacimiento de una virgen". Échale igualmente en cara que "proviniera de una aldea judaica, y de una mujer lugareña y mísera que se ganaba la vida hilando"; y añade que "ésta, convicta de adulterio, fue echada de casa por su marido, carpintero de oficio, anduvo ignominiosamente errante y, a sombra de tejado, dio a luz a Jesús". En cuanto a éste, "apremiado por la necesidad, se fue a trabajar de jornalero a Egipto, y allí se ejercitó en ciertas habilidades de que blasonan los egipcios "; vuelto a su patria, hizo alarde de esas mismas habilidades, y por ellas se proclamó a sí mismo por Dios". Yo no puedo dejar en el aire nada de lo que digan los incrédulos, sino que quiero examinar las cosas de raíz; así, todo eso me parece conspirar a demostrar que Jesús fue digno de la predicción según la cual era hijo de Dios.
Efectivamente, la familia de padres ilustres y eminentes, la riqueza de quienes criaron al hijo y pudieron gastar a manos llenas para su educación, una patria, en fin, grande y gloriosa, cosas son que contribuyen a que uno se haga famoso y conspicuo entre los hombres y a que sea celebrado su nombre. Pues demos que las circunstancias sean totalmente contrarias e imaginemos que uno, superando todos los obstáculos, se hace conocido y conmueve a sus oyentes y es celebrado y conspicuo por toda la tierra, que dice de él cosas sin igual; ¿cómo no admirar por el mero hecho a un carácter así y tenerlo por magnánimo y nacido para cosas grandes y dotado de no vulgar intrepidez? Y si examináramos aún más a fondo la vida de ese hombre, ¿cómo no inquirir de qué modo quien se criara en pobreza y miseria, sin haber recibido formación universitaria alguna, sin haber aprendido elocuencia y filosofía con que pudiera hablar elocuentemente a las muchedumbres y ponerse al frente del pueblo y atraerse a muchos oyentes, se lanza a predicar nuevos dogmas e introduce en el género humano una doctrina que, aun manteniendo la autoridad sagrada de los profetas, destruye las costumbres de los judíos y deroga las leyes de los griegos, señaladamente las que atañen a lo divino? ¿Cómo un hombre así, y así educado; un hombre que, como confiesan los que lo blasfeman, nada que valga la pena aprendió de los hombres, pudiera decir tales cosas acerca del juicio de Dios y de los castigos de lo malo y premios de lo bueno, y decirlas de forma no vulgar, de suerte que su palabra ha ganado no sólo a gentes rústicas e ignorantes, sino también a no pocos de superior inteligencia, capaces de penetrar en lo oculto de cosas que al parecer sólo prometen algo ordinario, pero contienen, en su interior, algo, digámoslo así, más misterioso?.
Aquel seripio de que habla Platón (Pol. 329E) que le echaba en cara a Temístocles, el que se hizo famoso por su mando del ejército, no deber su gloria a sus propias dotes, sino a la fortuna de haber tenido la patria más gloriosa de toda Grecia, oyó de Temístocles, que era inteligente y comprendía que también su patria había contribuido lo suyo a su gloria, esta respuesta: "Ni yo, de haber sido seripio, hubiera venido a ser tan glorioso, ni tú, de haber tenido la fortuna de nacer ateniense, hubieras venido a ser Temístocles" ". Nuestro Jesús, empero, a quien se le echa en cara provenir de una aldea que ni siquiera es helénica, y de una nación que no está en predicamento entre las gentes; nuestro Jesús, a quien se quiere difamar de ser hijo de una mujer pobre, que se ganaba la vida hilando, y de haber tenido que abandonar por pobreza su pa tria y puéstose a trabajar de jornalero en Egipto; 1, que (para seguir con nuestro ejemplo) no sólo fue seripio, oriundo de la isla más minúscula y desconocido, sino, digámoslo así, el más innoble de entre los seripios, ha sido capaz de conmover el orbe entero, no sólo más profundamente que el ateniense Temístocles, sino más también que Pitágoras y Platón y cuantos otros sabios, reyes y generales en el mundo han sido.
Así, pues, quien inquiera, y no de pasada, la naturaleza de las cosas, no podrá menos de admirar profundamente a Jesús que pudo vencer y saltar por encima de todo lo que pudiera convertir una gloria en infamia, y dejó atrás a cuantos gloriosos en el mundo han sido. Y es de notar haber sido raros entre los hombres gloriosos los que fueron capaces de ganar renombre por más de un concepto. Unos han sido admirados y se han hecho gloriosos por su ciencia; otros, por el arte de la guerra; algunos bárbaros, por los prodigios obrados en virtud de sus fórmulas mágicas; otros, en fin, por otros motivos que nunca han sido muchos a la vez; Jesús, empero, es admirado, entre otras cosas, por su sabiduría, por sus prodigios y por su don de mando. Y es así que no persuadió a los suyos, como persuade un tirano, a que, como él, se aparten de las leyes, ni como arma un forajido a sus bandas contra los hombres, ni como un ricachón que provee a cuantos se le acercan, ni como otro alguno de los que, por universal censura, merecen reprobación. No, Jesús habló como maestro de la doctrina acerca del Dios supremo, del culto que se le debe y de toda la materia moral, que puede unir con el Dios de todas las cosas a quienquiera viviera como El enseña. Y añadamos que, en Temístocles y demás hombres gloriosos, nada hubo que se opusiera a su gloria; Jesús, empero, aparte todo lo dicho, que bien pudiera oscurecer en-la ignominia el alma del hombre mejor dotado, sufrió la muerte de cruz, que era tenida por infame y era capaz de desvanecer toda su gloria anterior y hacer que los antes por El engañados (como piensan los que no siguen su enseñanza) se desengañaran de todo en todo y condenaran al que los había engañado.
Habría además que preguntar de dónde les vino a los discípulos de Jesús, que, según los que lo blasfeman, no lo vieron resucitado de entre los muertos ni estaban persuadidos hubiera en El nada de particularmente divino, que no temieran correr la misma suerte que su Maestro, sino que se lanzaran intrépidamente al peligro y abandonaran sus patrias para enseñar, conforme al mandato de Jesús, la doctrina que El les confiara. En mi opinión, nadie que examine inteligentemente las cosas podrá decir que los apóstoles se entregaron a vida tan azarosa por razón de la doctrina de Jesús sin una profunda convicción que El les infundió, enseñándoles no sólo a conformarse ellos íntimamente con sus enseñanzas, sino a trabajar por que también se conformaran los otros; y se conformaran a sabiendas de que, por lo que a la vida humana atañe, todo el que dondequiera y entre quienesquiera se atreve a innovar, tiene la perdición al ojo y no puede contar con la amistad de quienes mantienen las viejas creencias y costumbres. ¿Acaso no vieron " eso los discípulos de Jesús cuando se atrevieron, no sólo a demostrar a los judíos por las profecías que El era el profetizado, sino también a proclamar entre las otras naciones que el que hacía, como quien dice, unos días había sido crucificado, aceptó voluntariamente ese género de muerte por la salvación del género humano, a la manera de quienes murieron por sus patrias para librarlas de una peste asoladora, de una mala cosecha o de una tormenta? Porque verosímil es haya en la naturaleza de las cosas, según razones secretas y difíciles de captar por el vulgo, no sabemos qué causas por las que un solo justo, muriendo voluntariamente por el común, aleja a los malos espíritus, que son los que producen las pestes y malas cosechas, tormentas y calamidades semejantes (cf. VIII 31). Dígannos, pues, los que se niegan a creer que Jesús muriera en la cruz por los hombres, si tampoco aceptarán las muchas historias que corren entre griegos y bárbaros sobre haber muerto algunos por el común a fin de librar a ciudades y pueblos de los males que les sobrevinieran. ¿O habrá que creer que sucedió eso, pero que no hay nada que persuada haber muerto el que era tenido por un hombre, para acabar con un gran demón y príncipe de los démones, que había subyugado todas las almas de los hombres venidas a este mundo?.
Viendo, pues, los discípulos de Jesús estas cosas, y muchas más que es probable oyeran secretamente de Jesús; llenos además de fuerza singular (pues no fue una fingida virgen la que les infundió ánimo y ardimiento, sino la verdadera inteligencia y sabiduría de Dios), se apresuraron "a descollar entre todos", no sólo entre los argivos, sino entre todos los griegos y bárbaros juntos, "y la más alta gloria conquistarse" (Ilíada 5,1-3).
Mas volvamos a la prosopopeya del judío, en que éste cuenta cómo la madre de Jesús, encinta, fue echada de casa por el carpintero que la había desposado, convicta de adulterio, y cómo dio a luz un hijo habido de cierto soldado por nombre Pantira" ". Pues veamos si los que inventaron el cuento del adulterio de la Virgen con el Pantira, y del carpintero que la echa de casa, no se imaginaron todo eso a ciegas para destruir la concepción milagrosa por obra del Espíritu Santo. Pudieron, en efecto, haber forjado su mentira de otro modo, dado que la historia resulta demasiado prodigiosa y no, corno sin querer, venir a confesar que Jesús no nació de casamiento corriente entre los hombres.
Era, desde luego, lógico que quienes no aceptan el nacimiento milagroso de Jesús, se inventaran una mentira; pero no supieron mentir con habilidad. Por el hecho de mantener el punto de que la Virgen no concibió de José a Jesús, quedaba patente la mentira para quienes saben entender y argüir fantasías. ¿Era, en efecto, razonable que quien llevó a cabo tamaña hazaña en favor del género humano, como hacer, en cuanto de El dependía, que todos los griegos y bárbaros, ante la expectación del juicio divino, se apartaran del mal y lo ordenaran todo al agrado del creador del universo, no tuviera un nacimiento milagroso, sino el más ilegítimo y vergonzoso que cabe imaginar? Voy a hablar como quien habla a griegos y señaladamente a Celso, que, siéntalas o no, cita sentencias o ideas de Platón. El que de lo alto envía las almas a los cuerpos de los hombres,
¿había de dar el origen más feo de todos al que tan altas cosas llevó a cabo, a tantos hombres enseñó y a tantos sacó de la ciénaga de la maldad? ¿No había siquiera de introducirlo en la vida humana por el legítimo matrimonio? ¿No es más razonable que cada alma, según ciertas secretas razones (y hablo ahora de acuerdo con Pitágoras, Platón y Empédocles, a quienes cita Celso con frecuencia), al ser infundida en el cuerpo, lo sea según su dignidad y anteriores costumbres? Luego verosímil es también que esta alma que, al venir al género humano, le fue más provechosa que otros muchos (y no digo "todos" para no parecer prevenido), necesitó de un cuerpo no sólo distinguido entre los cuerpos humanos, sino el mejor de todos los cuerpos (cf. VI 74).
Puede darse el caso de que un alma no sea de todo punto merecedora de morar en el cuerpo de un irracional, pero tampoco puramente en el de un racional, y así entra en un cuerpo monstruoso, de suerte que quien así nace no puede realizar cumplidamente la función racional, por tener la cabeza desproporcionada con el resto del cuerpo y ser demasiado corta; otra asume un cuerpo que le permite ser un poco más racional que el otro; y otra todavía más, según la naturaleza del cuerpo corresponde más o menos a la función de la razón. Siendo esto así, ¿por qué no habrá un alma que tome un cuerpo de todo en todo prodigioso, que tenga desde luego algo de común con los hombres a fin de poder convivir con ellos, pero algo, a par, de excelente y señero, a fin de que el alma pueda permanecer sin mácula de maldad? Si son además exactas las teorías de los fisionomistas, trátese de un Zópiro", de Loxo o Polemón o de otro cualquiera que haya escrito sobre este tema y proclame saber cosas maravillosas, todos los cuerpos son acomodados a las costumbres de las almas. Ahora bien, a un alma que había de venir prodigiosamente al género humano y realizar tan altas cosas,
¿era bien se le diera un cuerpo nacido, como se imagina Celso, de un adúltero Pan-tira y de una virgen seducida? De parejas impúdicas uniones lo natural es que naciera algún insensato, pernicioso para los hombres y maestro de intemperancia, de injusticia y demás vicios; no un maestro de templanza, justicia y demás virtudes ". No, según lo predijeron los profetas, Jesús tenía que nacer de una virgen, la cual, según la promesa del signo, daría a luz al que llevaba nombre conforme a la realidad y significaba que, a su nacimiento, Dios estaría con los hombres (cf. infra).
A lo que dice el fingido judío paréceme oportuno oponer la profecía de Isaías, según la cual Emmanuel había de nacer de una virgen. Celso no la alegó, ora porque la ignorara-él que pretende saberlo todo-, ora porque, leída, la calló adrede, para no dar la impresión de que, aun sin querer, confirma lo que va contra su propósito. Como quiera que sea, he aquí el texto: Y continuó el Señor hablando con Acaz y le dijo: Pide para ti un signo de parte del Señor, Dios tuyo, en lo profundo o en lo alto. Y respondió Acaz: No lo pediré, pues no quiero tentar al Señor. Y dijo: Escuchad ahora, casa de David: ¿Os parece poco contender con los hombres, que contendéis también con mi Dios? Por eso, el Señor mismo os dará un signo. Sabed que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Emmanuel, que se interpreta "Dios con nosotros" (Is 7,10). Ahora bien, que Celso no citara esta profecía por malignidad, me parece evidente por el hecho de que alega muchas cosas del evangelio de Mateo, como la estrella que saliera al nacer Jesús y otros milagros; de la profecía, empero, de Isaías no se acordó para nada. Mas si el judío nos viene con triquiñuelas sobre que el texto no dice: "Sabed que una virgen", sino: "Sabed que una muchacha joven", le responderemos que la palabra aalma, que los Setenta trasladaron por parthénos (virgen) y otros por neanis (muchacha joven), se halla, según dicen, también por "virgen", en el Deuteronomio, en este texto: Si una joven virgen está desposada con un hombre, y, hallándola otro en la ciudad, yace con ella, los sacaréis a los dos a la puerta de la ciudad y los apedrearéis hasta matarlos: a la joven, porque no gritó estando en la ciudad; al hombre, porque deshonró la mujer de su prójimo. Y prosigue: Mas sí el hombre halla a la joven desposada en el campo, y la fuerza y yace con ella, sólo mataréis al hombre que yació con la joven; a ésta, empero, no le haréis nada; no hay en ella crimen de muerte (Dt 22,23-26)".
Mas no quisiéramos dar la impresión de que, por una expresión hebraica, queremos sugerir a los que no comprenden si deben o no aceptarla, dijera el profeta que nacería de una virgen Aquel a cuyo nacimiento se diría: "Dios con nosotros". Vamos, pues, a demostrar lo que decimos sobre el texto mismo. Dice la Escritura haber dicho el Señor a Acaz: Pide para ti un signo de parte del Señor Dios tuyo en lo profundo o en lo alto. Y seguidamente el signo dado: Sabed que la virgen concebirá y dará a luz un hijo. Ahora bien, ¿qué signo fuera que una muchacha no virgen dé a luz? " ¿Y a quién conviene más concebir al Emmanuel, es decir, al Dios con nosotros: a la mujer que ha tenido comercio carnal y ha concebido por pasión femenina, o a la que es aún virgen, pura y casta? A ésta, sin género de duda, le conviene engendrar un hijo, a cuyo nacimiento se dice: Dios con nosotros.
Mas si el judío puntilleara aún diciendo habérsele dicho a Acaz: "Pide para ti un signo de parte del Señor Dios tuyo", nosotros preguntaremos: ¿Quién nació en tiempo de Acaz, a cuyo nacimiento se dijera: Emmanuel, es decir, Dios con nosotros? No se hallará a nadie; lo cual demuestra que lo dicho a Acaz fue dicho a la casa de David, como quiera que, como está escrito, de la descendencia de David nació el Salvador según la carne (Rm 1,3). Además, este signo se dice ser "en lo profundo o en lo alto", pues el que bajó es el mismo que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo (Ep 4,10). Estoy hablando como cumple hablar con un judío que cree en las profecías. En cuanto a Celso o cualquiera de sus congéneres, díganos con qué espíritu dice el profeta acerca de lo porvenir estas y otras cosas que están escritas en las profecías. ¿Las dice con espíritu présago de lo futuro, o no? Si con espíritu présago de lo futuro, luego los profetas tenían espíritu divino. Si con espíritu no présago de lo futuro, explíquenos Celso el espíritu de quien así se atreve a hablar de lo por venir y tanta admiración se granjea entre los judíos por su profecía.
Mas ya que hemos venido a hablar de los profetas, lo que vamos a añadir no sólo será de provecho para los judíos que creen haber aquéllos hablado por espíritu divino, sino también para los griegos que juzguen discretamente. A éstos les diremos que, si los judíos habían de mantenerse en las leyes que se les habían dado, creer en el Creador, tal como se les enseñara y (en cuanto de la ley dependía) no habían de tener pretexto para pasarse al politeísmo de los gentiles, es menester admitir que también ellos tuvieron profetas. Tratemos de probar esta necesidad. Las naciones, como se escribe en la ley misma de los judíos, consultan a hechiceros y adivinos (Dt 18,14); pero a aquel pueblo se le dice: Mas a ti nada de eso te permite el Señor Dios tuyo (ibid.). Y luego se añade: El Señor Dios tuyo te suscitará un profeta de entre tus hermanos (18,15). El hecho es, pues, que los gentiles practicaban la adivinación ora por oráculos, augurios y auspicios, ora por medio de ventrílocuos, ora acudiendo a los que profesan la ciencia de los sacrificios, o a los caldeos que dan sus horóscopos; y todo eso les estaba vedado a los judíos. Ahora bien, si por ningún cabo les quedara el consuelo que trae el conocimiento de lo por venir, acuciados por el mismo apetito humano de saber lo futuro, hubieran despreciado a sus propios hombres, imaginando no haber en ellos nada de divino, y, después de Moisés, no hubieran prestado atención a ningún profeta ni hubieran consignado por escrito sus oráculos. Como tránsfugas de su religión, se hubieran pasado a los oráculos y templos de los gentiles, o hubieran intentado establecer algo parecido entre ellos mismos. De ahí que nada tenga de extraño que, para consuelo de quienes lo deseaban, profetizaran sus profetas acerca de cosas corrientes, como Samuel acerca de las pollinas perdidas (1S 9,20), o el otro de quien se escribe en el libro tercero de los Reyes (1R 14,1-18) sobre la enfermedad de un niño regio. ¿Cómo, en otro caso, pudieran reprender los representantes de la ley a quien quisiera acudir a la adivinación de los ídolos, como se ve haber reprendido Elias a Ocozías cuando le dijo:
¿Es que no hay Dios en Israel, para que vayáis a consultar a Baal, (señor de) las moscas, dios de Acarón? (2R 1,3).
Paréceme, pues, queda suficientemente demostrado no sólo que nuestro Salvador nacería de una virgen, sino también que hubo profetas entre los judíos, los cuales predijeron, no sólo cosas generales, por ejemplo, lo referente a Cristo mismo, a los imperios del mundo, a los acontecimientos de Israel y a las naciones que creerían en nuestro Salvador y otras muchas cosas acerca del mismo, sino también sucesos particulares, por ejemplo, cómo se encontrarían las pollinas perdidas de Gis o la enfermedad que aquejó al hijo del rey de Israel o algún otro caso semejante que esté escrito.
En cuanto a los griegos que no creen naciera Jesús de una virgen, hay que decirles, además, que en la generación de varios animales demostró el Creador que, si quería, le era posible hacer en los mismos hombres lo que hace en uno que otro animal. Se hallan, en efecto, algunas hembras de animales que no se cubren con los machos, como de los buitres " escriben los zoólogos; y, sin embargo, este animal, sin necesidad de unión sexual, conserva la sucesión de su especie. ¿Qué tiene, pues, de extraño que, queriendo Dios enviar al género humano un maestro divino, le hiciera nacer de modo distinto que el ordinario de transmitirse la razón seminal por la unión del varón con la mujer? Y aun según los mismos griegos, no todos los hombres han nacido de varón y mujer. En efecto, si el mundo es creado, como place incluso a muchos griegos, es forzoso que los primeros hombres no nacieran de comercio sexual, sino de la tierra, es decir, de ciertas razones seminales que existen en la tierra. Cosa por cierto que tengo yo por más prodigiosa que haber nacido Jesús sólo a medias como los demás hombres. Y, pues hablamos a griegos, no estaría fuera de lugar nos aprovechemos de historias griegas, porque no parezca ser nosotros los únicos que admitimos esta prodigiosa historia. Ha habido, en efecto, algunos-y aquí no se trata de cosas antiguas y del tiempo de los héroes, sino de acontecimientos, como quien dice, de ayer o anteayer-que creyeron poder consignar como posible que Platón nació, desde luego, de Anfictione, pero a Aristón se le prohibió acercarse a ella hasta que diera a luz al que fuera engendrado por Apolo (cf. VI 8). Mas éstos son verdaderamente cuentos que se forjaron sobre un hombre a quien, por su sabiduría y poder, se tenía por superior al común de los hombres y se supuso, consiguientemente, había de recibir el principio de la constitución de su cuerpo de gérmenes superiores y más divinos, como decía con sus dotes más que humanas.
Por lo demás, introducir Celso al judío que habla con Jesús y se burla de su pretensión (como él se imagina) de ha ber nacido de una virgen, para lo que trae a cuento las fábulas sobre Dánae, Melanipa, Auge y Antíope, cosas son que dicen bien con un farsante, pero no con quien toma en serio el tema de que trata.
Además, aunque toma del evangelio de Mateo la historia que allí está escrita (l,13ss) sobre la marcha de Jesús a Egipto, no cree en los milagros que en este caso se dieron, ni que se debió al oráculo de un ángel, ni le pasa por las mientes qué misterio pudiera significar el hecho de que Jesús abandonara la Judea y se fuera a vivir a Egipto. Celso prefiere inventarse otro cuento, en que reconoce hasta cierto punto los milagros que Jesús obró y por los que persuadió a muchos a que lo siguieran como a Mesías, pero trata de desacreditarlos como hechos por arte de magia y no por virtud divina. Dice, en efecto, que, "criado a escondidas, se puso de jornalero en Egipto, y, después de ejercitarse en ciertas artes mágicas, volvió de allí, a su patria, y por ellas se proclamó a sí mismo Dios" (ut supra I 28). La verdad es que yo no comprendo cómo un mago pudiera tener empeño en predicar una doctrina que enseña a hacerlo todo pensando que Dios ha de juzgar a cada uno de cuanto hiciere, e inspirar " ese mismo espíritu a los discípulos de que había de valerse como ministros de su predicación. Porque, pregunto: ¿Aprendieron los discípulos de Jesús a hacer milagros como su maestro y convencían así a sus oyentes, o no hicieron tampoco ellos milagros?
Decir que no hicieron milagro de ningún linaje, sino que, creyendo a ciegas, sin persuasión alguna de razonamiento a la manera de la ciencia dialéctica de los griegos, se entregaron a enseñar, por dondequiera viajaban, una doctrina nueva, es cosa de todo en todo absurda. Porque ¿qué les daba ánimo para enseñar una doctrina que era toda una novedad? Pero, si también ellos hicieron milagros, ¿en qué cabeza cabe que unos magos se abalanzaran a tantos peligros a trueque de implantar una doctrina que prohibe la magia?
No me parece valga la pena rebatir lo que seguidamente dice Celso, no ciertamente en serio, sino en son de fisga: "¿Es que era bella la madre de Jesús y, por bella, se unió Dios carnalmente con ella, Dios que, por su naturaleza, no puede enamorarse de un cuerpo corruptible? ¿No es más bien inverosímil se enamorara Dios de ella, pues no era rica ni de regia estirpe, ni la conocía nadie ni aun entre sus vecinos?" Y sigue bromeando cuando dice que, "aborrecida y echada de casa por el carpintero, no la salvó una potencia divina ni discurso elocuente. Nada de esto, por tanto, dice, tiene que ver con el reino de Dios" (cf. III 59; VI 17; VIH 11). ¿Qué diferencia va de este lenguaje al de quienes se insultan por las esquinas de las calles y no dicen cosa que merezca tomarse en serio?
Luego toma del evangelio de Mateo (3,16 par.) y acaso también de los otros evangelios lo que se cuenta de la paloma que voló sobre nuestro Salvador al ser bautizado por Juan, y trata de desacreditarlo como una invención. Pero, después de burlarse, según él se imagina, del nacimiento virginal de nuestro Salvador, no expone lo que a éste se sigue por su orden, pues la ira y el odio no saben lo que es orden. Los que se airan y odian lanzan contra los que odian todo lo que les viene a la boca, pues la pasión no les permite decir sus recriminaciones serenamente y en debido orden. De haber guardado Celso el orden, debiera haber tomado el evangelio, que se proponía impugnar, y, atacada la primera historia que cuenta, pasar por sus pasos contados a la segunda, y así sucesivamente a las otras. Pero este Celso, que blasona de saber todo lo nuestro, tras impugnar el nacimiento virginal, se mete con el Espíritu Santo, aparecido en figura de paloma en el bautismo de Jesús; luego niega que fuera profetizado el advenimiento de nuestro Salvador; y ahora se vuelve atrás, a lo que se escribe haber seguido al nacimiento de Jesús: la aparición de la estrella y la venida de los magos de Oriente a adorar al niño. Tú mismo, a poco que lo observes, puedes hallar muchas cosas dichas confusamente por Celso a lo largo de su libro; lo cual, para quienes saben guardar y buscar el orden, es un argumento más de haber sido harto audaz y arrogante al dar a su libro el título de Doctrina verdadera. Ninguno de los ilustres filósofos hizo nada semejante. Así Platón dice (Phaidon, 114D) no ser de hombre inteligente afirmar nada acerca de estas cosas y otras más oscuras; y Crisipo, que expone siempre las razones que a él lo mueven, nos remite a quienes halláremos que hablan mejor que él. Este, empero, que es más sabio que Platón y Crisipo y que el resto de los griegos, era lógico que, pues lo sabía todo, rotulara su libro: Doctrina verdadera.
Mas no queremos dar la impresión de que, por no tener a mano respuesta, nos saltamos de buena gana los puntos que opone Celso. Por eso hemos decidido resolver, según nuestras fuerzas, cada una de sus objeciones, sin preocuparnos del contexto y consecuencia natural de las cosas, sino tomándolas por el orden en que están escritas en su libro. Veamos, pues, lo que dice para desacreditar que el Salvador viera, como corpo-ralmente, al Espíritu Santo en figura de paloma. Y sigue siendo el judío quien le dice a Jesús, a quien nosotros confesamos por Señor: "Cuando te bañabas-dice-junto a Juan, afirmas haber volado hacia ti, del aire, un fantasma de pájaro". Luego el fingido judío pregunta: "¿Qué testigo digno de crédito vio esa aparición, o quién oyó la voz del cielo que te adoptaba por hijo de Dios, si no es que tú lo dices y alegas a uno solo, de los que fueron, lo mismo que tú, castigados de muerte?"
Digamos, antes de comenzar nuestra defensa, que el intentar demostrar como realmente sucedidas casi todas las historias, por más que sean verdaderas, de manera que se logre sobre ellas una certeza completa (VIII 43), es de las cosas más difíciles y, en algunos casos, imposible. Supongamos que alguien da en la flor de decir no haber existido la guerra de Troya, fundándose sobre todo en que con ella se entreteje la leyenda imposible de cierto Aquiles, que sería hijo de la diosa marina, Tetis, y del hombre Peleo, o Sarpedón de Zeus, Ascá-lafo y Jálmeno de Ares, y Eneas de Afrodita. ¿Cómo demostraríamos el hecho, apurados sobre todo por esa mezcla inextricable de fantasía con la opinión dominante entre todos de que hubo realmente, en Ilio, una guerra entre griegos y tro-yanos? Supongamos, por el mismo caso, que alguien no crea en la leyenda de Edipo y Yocasta y los dos hijos que nacieron de ellos, Eteocles y Polinices, pues también con ella se entreteje cierta esfinge semivirgen. ¿Cómo demostrar la historicidad de tal leyenda? Dígase lo mismo de los Epígonos, aunque nada semejante se entreteja en su leyenda, o de la vuelta de los Heraclidas y de infinitas cosas más. Mas el lector inteligente de esas historias, que no quiere dejarse engañar por ellas, sabrá discernir qué cosas podrá aceptar simplemente, qué otras explicar figuradamente, indagando la intención de quienes inventaron tales leyendas; sabrá, en fin, a qué cosas negará todo crédito, como escritas para agradar a determinadas gentes.
Todo este prólogo a la historia entera de Jesús, que se cuenta en los evangelios, hemos antepuesto aquí, no para invitar a hombres de mayor pericia a una fe desnuda y sin razón, sino para advertir a los futuros lectores que habrán menester de mucha inteligencia e indagación, y adentrarse, como quien dice, en la mente de los escritores, a fin de hallar en qué sentido secreto fue escrita cada cosa.
He aquí, pues, lo primero que decimos: Si el que niega crédito a la aparición del Espíritu Santo en figura de paloma se escribiera ser un epicúreo, democríteo o peripatético, tendría alguna congruencia lo que se dice con la persona en cuya boca se pone. Mas tampoco aquí vio el sapientísimo Celso que atribuye parejo razonamiento a un judío que, por las escrituras de sus profetas, cree cosas mucho más prodigiosas que lo de la figura de paloma. Al judío que no cree en la aparición y se imagina poderla desacreditar como pura invención, cabe preguntarle: Y tú, buen hombre, ¿serías capaz de demostrar que dijo el Señor Dios a Adán y Eva, a Caín y Noé, a Abrahán, Isaac y Jacob lo que está escrito haberles dicho? Y comparando una historia con otra, yo le diría a ese judío: También tu Ezequiel escribió estas palabras: Se abrieron los cielos y vi una visión de Dios (1,1.28). Y, después de narrarla, añade: Esta es la visión de la semejanza de la gloria de Dios y me dijo (ut supra). Ahora bien, si lo que se escribe de Jesús es mentira, porque no podemos, como tú supones, demostrar con toda evidencia su verdad, dado que sólo por El fue visto y oído y, según tú crees haber observado, por uno que fue también ajusticiado, ¿no diremos con más razón que Ezequiel cuenta historias monstruosas cuando dice: "Se abrieron los cielos", etc.? E Isaías a su vez dice: " Vi al Señor Sabaoth, sentado sobre un trono excelso y elevado, y los serafines estaban en tomo suyo; seis alas tenía el uno y seis alas el otro", etc. (Is 6,1). ¿Y cómo demostrar que lo vio efectivamente? Y es así que tú, judío, crees que todo eso es verdad y que no sólo lo vio el profeta por obra de espíritu divino, sino que, por inspiración del mismo, lo dijo y consignó por escrito.
Ahora bien, ¿quién merece más fe: Ezequiel e Isaías, que dijeron respectivamente habérseles abierto los cielos y oído una voz, y haber visto al Señor Sabaoth, sentado sobre un trono excelso y elevado, o Jesús? No se sabe de esos dos profetas obra alguna que pueda parangonarse con la de Jesús; mas la gran hazaña de Jesús no se limitó al tiempo en que vivió sobre la tierra. No, el poder de Jesús sigue obrando hasta ahora la conversión y mejora de los que por El creen en Dios. Y la prueba evidente de que esto se hace por poder suyo es que, a pesar de no haber, como El mismo dice (Mt 9,37), obreros que cultiven el campo de las almas, es tanta la cosecha de las que se recogen y congregan en las eras de Dios, por doquiera esparcidas, que son las iglesias.
Mas al hablar así al judío, no es porque yo, que soy cristiano, niegue fe a Ezequiel e Isaías; lo que intento es persuadirle, por lo que en común creemos, que merece Jesús más crédito que ellos cuando dice haber visto esas cosas y, como es verosímil, cuando contara a sus discípulos la visión que vio y la voz que oyó. Otro tal vez diga que no todos los que pusieron por escrito lo de la paloma y la voz del cielo se lo oyeron contar a Jesús mismo; en todo caso, el Espíritu que dictó a Moisés una historia más antigua que el historiador, empezando por la creación del mundo hasta Abrahán, padre suyo, ese mismo enseñó a los que escribieron el Evangelio el milagro acontecido al tiempo del bautismo de Jesús.
Por lo demás, el que esté adornado del carisma que se llama palabra de sabiduría (1Co 12,8), podrá explicar por qué se abrieron los cielos y por qué el Espíritu Santo se apareció a Jesús en figura de paloma, y no de otro animal. El tema presente no pide expliquemos ese punto, pues sólo nos hemos propuesto demostrar la incongruencia de Celso al atribuir al judío, con tales razones, falta de fe en una cosa más verosímil que las que él mismo cree.
Acuerdóme que, una vez, en cierta disputa con judíos (cf. 55; II 31) que se dicen sabios, ante un auditorio que había de juzgar de nuestras razones, me valí de este argumento: "Decidme, señores: Dos personajes han venido al género humano, de los que se escriben cosas prodigiosas y que están por encima de la naturaleza humana: Moisés, vuestro legislador, que escribió sobre sí mismo, y Jesús, nuestro maestro, que nada dejó escrito sobre sí mismo ", pero es atestiguado por sus discípulos en los evangelios. ¿Qué distinción es esa que se crea a Moisés como veraz, a pesar de que los egipcios lo calumnian de mago y afirman que por arte de magia obró sus aparentes milagros, y no dar crédito a Jesús, porque vosotros lo acusáis? A los dos los atestiguan naciones: A Moisés los judíos; en cuanto a los cristianos, sin negar la profecía de Moisés, antes demostrando por ella a Jesús mismo, aceptan como verdaderos los milagros que de El escriben sus discípulos. Y si nos pedís razón sobre Jesús, dádnosla vosotros sobre Moisés, que fue antes que El, y luego os la daremos nosotros sobre Jesús. Mas si os zafáis y rehusáis demostrar la misión divina de Moisés, lo mismo haremos de momento nosotros y no os daremos demostración. Confesad, sin embargo, que no tenéis prueba sobre Moisés y escuchad las pruebas sobre Jesús que ofrecen la ley y los profetas. Y lo paradójico es que las pruebas que la ley y los profetas ofrecen sobre Jesús demuestran que Moisés y los profetas eran profetas de Dios.
Ahora bien, la ley y los profetas están llenos de milagros semejantes al que se escribe de Jesús, al bautizarse, sobre la paloma y la voz del cielo. Yo tengo por prueba de que el Espíritu Santo fue entonces visto en figura de paloma, los milagros obrados por Jesús, por más que Celso, para desacreditarlos, diga que aprendió a hacerlos entre los egipcios. Y no alegaré sólo ésos, sino también, como es natural, los que obraron los discípulos de Jesús. Y es así que, sin obrar milagros y portentos, no hubieran movido a sus oyentes a abandonar, por nuevas doctrinas y dogmas nuevos, su religión tradicional y abrazar las enseñanzas de ellos aun con peligro de la vida. Y todavía se conservan entre los cristianos huellas de aquel Espíritu Santo que fue visto en figura de paloma.
Ellos expulsan démones, realizan muchas curaciones y, según la voluntad del Logos, tienen algunas visiones sobre lo futuro. Y, siquiera se burle Celso, o el judío que introduce, sobre lo que voy a decir, no dejaré de decirlo, y es que muchos han venido al cristianismo como contra su voluntad, pues cierto espíritu, apareciéndoseles en sueños o despiertos, mudó súbitamente su mente y, de odiar al Lagos, pasaron a morir por El. De muchos de estos casos hemos sido testigos; sin embargo, de ponerlos por escrito, daríamos que reír a carcajadas a los incrédulos, los cuales, como suponen que otros se inventan todo eso, así creerían que nos lo inventamos también nosotros. Pero testigo es Dios de nuestra conciencia que no quiere recomendar la enseñanza divina de Jesús por mentirosas narraciones, sino por múltiple evidencia.
Mas ya que es un judío quien pone dificultades sobre-lo que se escribe del Espíritu Santo que descendiera sobre Jesús en figura de paloma, sería del caso preguntarle: Dime, amigo, ¿quién es el que dice en Isaías: Y ahora me ha enviado el Señor, y su Espíritu? (48,16). En el texto queda ambiguo si fue el Padre y el Espíritu Santo los que enviaron a Jesús, o fue sólo el Padre quien envió a Cristo y al Espíritu Santo. La verdad es esto último. Ahora bien, como fue enviado primero Jesús y luego el Espíritu Santo para que se cumpliera la profecía; como, por otra parte, ese cumplimiento debía ser conocido de la posteridad, de ahí que los discípulos de Jesús pusieron por escrito lo sucedido.
Mas ya que Celso introduce ese judío, favorable hasta cierto punto a Juan Bautista, que bautizó a Jesús, quisiera decirle cómo un escritor no muy posterior al mismo Juan y a Jesús dejó consignado haber existido un Juan Bautista, que bautizaba para la remisión de los pecados. Efectivamente, en el libro dieciocho de las Antigüedades judaicas (5,2 (116-119)) Josefo da testimonio de Juan como de un bautista que prometía la purificación a los bautizados. Josefo no cree que Jesús sea el Mesías; y así, indagando la causa de la caída de Jerusalén y de la destrucción del templo, cuando debía haber dicho que la causa fue la conjura contra Jesús y la muerte que dieron al Mesías profetizado, no lo dice; si bien, acercándose un poco, como sin querer, a la verdad, afirma que aquellas calamidades les acaecieron a los judíos para vengar a Santiago, el Justo, hermano que era de Jesús, el llamado Mesías; pues siendo hombre justísimo, le dieron la muerte". A este San tiago, dice Pablo, el genuino discípulo de Jesús, haber visto , y lo llama "hermano del Señor", no tanto por el parentesco de la sangre o la común crianza cuanto por las costumbres y el espíritu. Ahora bien, si dice Josefo que la desolación de Jerusalén les advino a los judíos pos causa de Santiago, ¿no fuera más razonable afirmar que fue por causa de Jesús, que es el Mesías? Testigos de su divinidad son tantas iglesias, que se componen de hombres que, salidos de la ciénaga de los vicios, viven unidos a su Creador y todo lo enderezan al agrado del mismo.
Ahora, pues, aunque el judío no defenderá a Ezequiel e Isaías, al identificar nosotros lo que se cuenta de que a Jesús se le abrió el cielo y oyó la voz consabida con cosas semejantes que hallamos escritas en Ezequiel, en Isaías o en cualquier otro profeta, vamos por lo menos nosotros a fundar, en lo posible, nuestra razón diciendo lo siguiente: Para todos los que admiten una Providencia es cosa axiomática que muchos tienen sus visiones, entre sueños, que les anuncian cosas divinas, o acontecimientos por venir de la vida diaria, ora con claridad, ora por enigmas. ¿Qué tendrá, entonces, de extraño que la fuerza que impresiona la mente entre sueños pueda también impresionarla durante la vigilia, para bien y provecho de quien recibe la impresión o de quienes se lo oyeren referir? Y como nos figuramos entre sueños que estamos oyendo y que se impresiona nuestro oído sensible y que vemos por nuestros ojos, siendo así que ni los ojos corporales ni el oído sensible se impresiona, sino que todo eso sucede pasivamente en el alma; así, nada tendría de extraño que lo mismo aconteciera en los profetas cuando se escribe que vieron cosas prodigiosas, que oyeron palabras del Señor y que contemplaron los cielos abiertos. Personalmente, no me imagino que para escribir Ezequiel lo que escribe fuera menester que el cielo sensible se abriera y se dividiera su masa, al abrirse, en dos partes. ¿Por qué, pues, no ha de suponer algo semejante respecto del Salvador quien prudentemente lea el Evangelio? A riesgo, eso sí. de escandalizar a los demasiado simples, que, justamente por su demasiada simpleza, ponen al cosmos en movimiento, partiendo por gala en dos, por muy compacto que esté, tamaño cuerpo como el cielo entero.
Pero el que examine más a fondo este punto dirá que hay, cómo dice la Escritura, un sentido general divino que sólo el bienaventurado encuentra ya en esta vida, según se dice en Salomón: Hallarán un sentido divino (Pr 2,5). De este sentido existen varias especias: de visión, que naturalmente ve cosas superiores a los cuerpos, entre las que hay, evidentemente, que contar a querubines y serafines; de oído, que percibe voces que no tienen su consistencia en el aire; de gusto, que saborea el pan vivo que bajó del cielo y da la vida al mundo (lo 6,33); de olfato, igualmente, que huele cosas por las que Pablo dice ser buen olor de Cristo para Dios (2Co 2,15); de tacto, según el cual dice Juan haber palpado con las manos al Verbo de la vida (1 lo 1,1). Ahora, pues, los bienaventurados profetas, que hallaron ese sentido divino, ven divinamente, oyen divinamente, gustan de igual modo; huelen, por así decir, con sentido no sensible, y tocan por la fe al Logos, de quien les viene una emanación que los cura, y así veían lo que escriben haber visto, y oían lo que dicen haber oído, les pasaban cosas parecidas a las que escriben, como el comerse el volumen de un libro que se les daba (Ez 3,2). Por modo semejante olió también Isaac los vestidos espirituales de su hijo, y con bendición espiritual dijo: He aquí el olor de mi hijo, como de campo lleno, al que bendijo el Señor (Gn 27,27). De modo semejante a éstos, más bien espiritual que sensiblemente, tocó también Jesús al leproso (Mt 8,3), a fin de limpiarlo, a mi ver, doblemente, librándolo no sólo, como entiende la gente, de la lepra sensible por el toque sensible, sino también de la otra por toque suyo verdaderamente divino. Así, en fin, dio Juan testimonio, diciendo: He visto al Espíritu bajar del cielo, como una paloma, y posarse sobre El. Yo no lo conocía; mas el que me envió a bautizar en agua me dijo: Sobre el que vieres descender el Espíritu y posarse sobre El, ése es el que bautiza en Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios .
También a Jesús se le abrieron los cielos, y, si bien es cierto que no se escribe hubiera entonces quien, fuera de Juan, viera los cielos abiertos, sin embargo, el Salvador mismo predice a sus discípulos que verían un día los cielos abiertos, diciéndoles: En verdad, en verdad os digo, veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios que suben y bajan sobre el Hijo del hombre (Jn 1,51). Y de este modo Pablo, por ser discípulo de Jesús, fue arrebatado al tercer cielo, que antes viera abierto.
Ahora, explicar por qué diga Pablo: Si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, tampoco lo sé, Dios lo sabe (2Co 12,1), no es cosa de este lugar y momento.
Todavía voy a añadir a mi razonamiento lo que piensa Celso sobre haber sido Jesús mismo quien contara lo de la apertura del cielo y la bajada sobre El del Espíritu Santo en figura de paloma junto al Jordán. Mas por la Escritura no consta haber dicho El mismo que tuvo esa visión. No se percató el excelentísimo sefior no armonizarse con quien dijo a sus discípulos con ocasión de la aparición del monte: A nadie contéis la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos ( Mt 17,9), contar a sus discípulos lo que junto al Jordán fue visto y oído por Juan. Ello es de ver también por el carácter mismo de Jesús, que evita dondequiera hablar de sí mismo, y por eso dice: Si yo hablo de mí mismo, mi testimonio no es verdadero (Jn 5,31). Y como evitaba hablar de sí mismo y quería demostrar, más por obras que por palabras, ser el Mesías, le dicen en una ocasión los judíos: Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente (Jn 10,24).
Mas ya que es un judío a quien Celso pone en la boca, contra la aparición del Espíritu Santo en figura de paloma, aquello de: "Si no es porque tú lo dices o aduces a uno solo de los que fueron castigados de muerte contigo", hay que advertirle que tampoco acertó en atribuir esas palabras a su fingido judío, pues los judíos no juntan a Juan con Jesús ni relacionan el suplicio de Juan con el de Jesús. Un punto más en que se demuestra que este fanfarrón, que alardea de saberlo todo, no supo qué palabras contra Jesús había de poner en boca de su ficticio judío.
Luego, no sé por qué, se pasa Celso, adrede, por alto el argumento capital en favor de la autoridad de Jesús, que es haber sido anunciado por los profetas judíos, por Moisés y los que le siguieron y hasta por los anteriores a Moisés; y se lo pasa, a lo que yo opino, por alto porque no puede rebatir la razón de que ni los judíos ni cuantas sectas heréticas existen niegan que el Mesías fue profetizado. Tal vez ni conocía las profecías sobre Jesús. En otro caso, de haber comprendido lo que dicen los cristianos sobre que fueron muchos los profetas que predijeron el advenimiento del Salvador, no hubiera puesto en boca del supuesto judío lo que pegaría mejor con un sama-ritano o un saduceo; ni el judío de su prosopeya hubiera dicho: "Mas antaño dijo un profeta en Jerusalén que vendría un hijo de Dios para juzgar a los santos y castigar a los inicuos". Porque no fue un solo profeta (cf. II 4,79) el que predijo acerca del Mesías. Y aun cuando samaritanos y saduceos, que no reciben más que los libros de Moisés, digan que en ellos está profetizado el Mesías, no dirán que la profecía se dijo en Jerusalén, cuyo nombre no se conocía aún en tiempos de Moisés. ¡Ojalá todos los que acusan nuestra doctrina ignoraran hasta ese punto no ya sólo las cosas de la Escritura, sino el simple tenor de su texto! En tal caso, sus discursos no tendrán la más mínima fuerza para apartar, no diré de la fe, sino de la poca fe, a los poco firmes y que creen de momento (Le 8,13). Un judío de verdad jamás confesaría que algún profeta haya predicho la venida de un hijo de Dios. Lo que los judíos dicen es que vendrá el Mesías o Ungido de Dios. Y es frecuente que los judíos nos vengan de pronto con preguntas acerca del Hijo de Dios, que ellos no creen exista ni que fuera profetizado. Y no es que nosotros afirmemos no haber sido profetizado un hijo de Dios; lo que decimos es que no se concierta poner en boca de un judío, que no confiesa nada de hijos de Dios, aquello de: "Dijo antaño un mi profeta en Jerusalén que vendría un hijo de Dios".
Luego, como si sólo se hubiera profetizado de Cristo que "juzgaría a los santos y castigaría a los inicuos", y nada se hubiera predicho sobre el lugar de su nacimiento, ni de la pasión que sufriría por obra de los judíos, ni de su resurrección, ni de los milagros maravillosos que obraría, pregunta Celso: "¿Por qué has de ser tú, con preferencia a infinitos otros que han venido después de la profecía, el sujeto de quien eso fue profetizado?" Y no sé cómo ni por qué, queriendo aplicar a otros la posibilidad de suponer que fueron el objeto de la profecía, dice que "también los que están fuera de sí (extáticos) y los mendicantes dicen ser hijos de Dios s° venidos de lo alto". No sabemos que nada de eso se confíese haber sucedido entre los judíos.
Digamos, pues, primeramente haber sido muchos los profetas que, de mil modos, predijeron las cosas de Cristo, unos por expresiones enigmáticas, otros por alegorías o de otro modo y algunos también con palabras propias. Y, pues más adelante (II 28) dice Celso por boca del fingido judío a los que han creído de su propio pueblo que "las profecías referidas a Cristo pueden aplicarse también a otras cosas", lo cual sólo astuta y malignamente puede decir, vamos nosotros a exponer, de entre muchas, unas pocas, para cuya refutación diga, el que quiera, algo realmente convincente y capaz de apartar de la fe aun a los que inteligentemente creen".
Pues ya, acerca del lugar de su nacimiento, se dice que de Belén saldría el caudillo, con estas palabras: Y tú, Belén, casa de Efrata, no eres la más pequeña para estar entre los miles de Judá, pues de ti me saldrá el que será principe en Israel; y las salidas de él desde el principio, desde los días eternos . Ahora bien, esta profecía no puede acomodarse a ninguno de los que dice el judío de Celso, a extáticos y mendicantes que dicen haber venido del cielo, a no ser que se demuestre con toda evidencia que nacieron en Belén o, como diría otro, haber salido de Belén para ser caudillos del pueblo. Mas si, aparte la profecía de Miqueas y la historia escrita por los discípulos de Jesús en los evangelios, se quiere otra prueba de haber nacido Jesús en Belén, basta considerar que, en armonía con lo que en los evangelios se cuenta, en Belén se muestra la cueva en que nació y, dentro de la cueva, el pesebre en que fue reclinado envuelto en pañales ". Y lo que "n aquellos lugares se muestra es famoso aun entre gentes ajenas a la fe; en esta cueva, se dice, nació aquel Jesús a quien admiran y adoran los cristianos.
Yo pienso que, aun antes del nacimiento de Cristo, los príncipes de los sacerdotes y escribas del pueblo enseñaban ya, dada la claridad y evidencia de la profecía, que el Mesías nacería en Belén. Y esta tradición se extendió incluso entre el vulgo de los judíos, y así se explica lo que se escribe de Herodes, que preguntó a los príncipes de los sacerdotes y escribas del pueblo, y cómo éstos le contestaron que el Mesías nacería en Belén de Judea, de donde era David (Mt 2,5). Además, en el evangelio de Juan se dice haber dicho los judíos que el Mesías nacería en Belén, de donde era David (Jn 7,42). Mas después del advenimiento de Cristo hubo quienes tuvieron empeño en destruir la idea que se hubiera de antiguo profetizado su nacimiento y desterraron tal doctrina de entre el pueblo. En lo cual hicieron algo parecido a los que sobornaron a los soldados de la guardia del sepulcro que lo vieron resucitar de entre los muertos y propalaban la noticia, dándoles dinero y diciendo a los que lo vieron: Decid que durante la noche, mientras nosotros dormíamos, lo robaron sus discípulos; y si la cosa llega a oídos del gobernador, nosotros lo persuadiremos y os libraremos de todo cuidado (Mt 28,13-14).
Dura cosa es la porfía y prevención que hace cerrar los ojos a la evidencia, a fin de no abandonar doctrinas con que uno se ha habituado y dan como tinte y calidad al alma. Y es de notar que con más facilidad dejará el hombre otros hábitos, por muy pegado que esté a ellos, que no los referentes a la religión. Si bien tampoco se desprenden fácilmente de lo otro quienes están hechos a ello. Así vemos que quienes antes se han aficionado a ellas, no quieren abandonar de buena gana sus casas, ciudades y aldeas y gentes conocidas. Ahora bien, ésta fue la causa de que muchos judíos cerraran entonces los ojos a la evidencia de las profecías, de los milagros que hizo y de lo que se escribe haber sufrido Jesús. Y que algo así sea accidente propio de la naturaleza humana, lo verá claro quien considere cómo los que, una vez se han formado en las tradiciones de sus padres y conciudadanos, por vergonzosas y absurdas que sean, no se pasan fácilmente a otras. Por lo menos, nadie persuadirá fácilmente a un egipcio que desprecie lo que ha aprendido de sus padres hasta el punto de no tener por dios a ese bruto animal y no se abstenga, aun bajo pena de muerte, de comer las carnes del mismo (cf. III 36).
Ahora, pues, si nos hemos detenido un tanto en el examen de este punto y explicado largamente lo de Belén y la profecía que a esta ciudad se refiere, creemos haber hecho cosa necesaria para defendernos de los que pudieran decirnos: Si tan claras eran las profecías sobre Jesús entre los judíos, ¿cómo es que, una vez venido, no aceptaron su enseñanza, ni se pasaron al superior género de vida que El les mostraba? Reproche semejante no podrá hacer nadie a los que creemos en El, pues ve no ser despreciables las razones que abonan la fe en Jesús y que nos presentan los que saben predicarla.
¿Será menester aducir otra profecía que nos parece referirse claramente a Jesús? Pues expongamos la que fue consignada por Moisés muchos, muchísimos años antes del advenimiento de Jesús. Dice, en efecto, Moisés que Jacob, estando a punto de salir de esta vida, profetizó a cada uno de sus hijos, y a Judá, entre otras cosas, le dijo: No faltará príncipe de Judá, ni caudillo salido de su muslo hasta que vengan las cosas que le están reservadas (Gn 49,10). Quien leyere esta profecía que, en realidad de verdad, es más antigua que Moisés, pero que algún incrédulo supondría dicha por Moisés mismo, no podrá menos de admirarse de cómo pudo predecir Moisés que, siendo doce las tribus de Israel, de la tribu de Judá precisamente nacerían los reyes de los judíos y que ellos mandarían al pueblo (de ahí que el pueblo entero se llamen judíos, del nombre de la tribu reinante). Y no dejará tampoco de admirar en segundo lugar el que atentamente leyere la profecía, cómo, ya que dijo que de la tribu de Judá saldrían los príncipes y caudillos del pueblo, fijó también el término de su mando diciendo: No faltará príncipe de Judá ni caudillo salido de su muslo hasta que vengan las cosas que le están reservadas, y El será la expectación de las naciones (ut supra). Vino, en efecto, Aquel para quien estaban reservadas las cosas, el Ungido de Dios, el príncipe a quien se refieren las promesas de Dios ". Y, evidentemente, sólo El, de entre todos los que le precedieron y, sin miedo puedo decir, de entre todos los que le siguieron, fue la expectación de las naciones. Y es así que de todas las naciones han creído por El en Dios y, como dice Isaías, en su nombre han esperado los pueblos: En su nombre, dice, esperarán los pueblos (Is 42,4). El fue también el que dijo a los que estaban entre cadenas pues cierto es que cada uno está atado por las cuerdas de sus pecados (Pr 5,22)-: "Salid afuera", y a los que estaban en la ignorancia: "Venid a la luz"; pues también esto fue profetizado con estas palabras: Te he puesto por alianza de las naciones para que restaures la tierra y heredes la he renda del desierto y digas a los que están entre cadenas: Salid afuera, y a los que están entre- tinieblas: Salid a la luz (Is 49,8-9). Y es de ver cómo, al advenimiento de Jesús, se cumplió en quienes, por todo el orbe, creen con fe sencilla la otra parte de la profecía: Y se apacentarán por todos los caminos y en todas las sendas habrá pastos (Is 49,9).
Mas ya que Celso, que blasona saber todo lo que a la palabra divina se refiere, le echa en cara al Salvador "no haber sido ayudado por su Padre en la pasión ni haberse podido El ayudar a sí mismo", a eso hay que responder que su pasión fue de antemano profetizada, juntamente con la causa de ella, el bien que los hombres reportarían de su muerte y de las heridas a que fue condenado. Predicho fue igualmente que lo conocerían los gentiles, entre los que no vivieron los profetas, y que aparecería entre los hombres con figura sin gloria. He aquí el texto: Mirad que mi siervo entenderá y será exaltado y glorificado y levantado sobremanera. Al modo que muchos quedarán atónitos sobre ti, así tu figura será sin gloria entre los hombres, y de entre ellos desaparecerá tu gloria. Así gentes muchas se maravillarán sobre ¡El, y los reyes cerrarán su boca, pues lo verán aquellos a quienes o fue anunciado, y entenderán los que no oyeron. Señor, ¿quién creyó a lo que de nosotros oyera? Y el brazo del Señor, ¿a quién fue revelado? Lo hemos anunciado como un niño pequeño delante de ti, como raíz en tierra sedienta. No tiene forma ni gloria; lo vimos y no tenía forma ni hermosura. Su forma era deshonrosa y la más mísera entre los hombres. Hombre que sufre azote y sabe lo que es sufrir enfermedad, cuyo rostro está torcido; fue deshonrado y no considerado. El carga con nuestros pecados y por nosotros soporta dolores. Y nosotros consideramos que estaba en trabajo, en azote y maltratamiento; pero fue llagado por causa de nuestros pecados, y maltratado por nuestras iniquidades. La disciplina de nuestra paz pesa sobre El, y por su llaga hemos sanado nosotros. Todos nos descarriamos como ovejas, cada uno se descarrió por su camino, y el Señor lo entregó por nuestros pecados, y El, al ser maltratado, no abrió su boca. Como oveja fue llevado al matadero, y, como un cordero está mudo ante el que lo trasquila, asi tampoco El abrió su boca. En su humillación fue alzado su juicio: ¿Quién contará su generación?
Porque su vida es arrebatada de la tierra, por las iniquidades de mi pueblo fue conducido a la muerte (Is 52,13-53,1).
Acuerdóme que, una vez, en una disquisición con los que entre los judíos se llaman sabios, me valí de estas profecías. Según el judío, esto fue profetizado sobre el pueblo entero, como si fuera un solo individuo ". El pueblo habría sido disperso y azotado, a fin de que, con ocasión de la dispersión de los judíos entre muchas naciones, muchos se hicieran prosélitos, y en este sentido explicaba el paso: Tu forma será sin gloria entre los hombres; y lo otro: Lo verán aquellos a quienes no fue anunciado, y lo de: Hombre que sufre azote. Muchas cosas dije yo entonces, en la discusión, para demostrar que no tenían razón de referir al pueblo entero lo que fue profetizado sobre un solo individuo. Así les preguntaba qué persona decía: Este carga sobre sí nuestros pecados y sufre dolores por nuestras iniquidades. Y lo otro: El fue llagado por nuestros pecados y maltratado por nuestras iniquidades.
¿Y qué persona dice: Por su llaga hemos sanado nosotros? Eso lo dicen, evidentemente, por boca del profeta, que lo vio de antemano y, por inspiración del Espíritu Santo, cometen esa prosopopeya, los que, enfermos antes por sus pecados, fueron sanados por la pasión del Salvador, ora procedieran de aquel mismo pueblo, ora de la gentilidad. Pero lo que, a mi parecer, los puso en mayor aprieto fue el texto que dice: Por las iniquidades de mi pueblo fue conducido a la muerte. Porque si, como ellos dicen, el pueblo es el objeto de la profecía, ¿cómo puede decirse haber sido conducido este hombre a la muerte por las iniquidades del pueblo de Dios, de no ser distinto del pueblo de Dios?
¿Y quién es este hombre sino Jesucristo, por cuyas llagas hemos sanado los que creemos en El? El, que despojó a los principados y potestades que nos dominaban y las expuso a la ignominia sobre el madero (Col 2,15).
Ahora, declarar punto por punto la profecía y no dejar nada sin averiguar, no es tema de este momento. Ya lo dicho se ha dilatado un tanto, forzosamente, a lo que creo, por razón del texto alegado del judío de Celso.
Mas a Celso y al judío que por él habla se le pasó por alto, como se les pasa a cuantos no creen en Jesús, que las profecías hablan de doble advenimiento de Cristo: el primero, sujeto a los padecimientos humanos y humilde; en éste, conviviendo Cristo con los hombres, tenía que enseñarles el camino que lleva a Dios y no dejar a nadie de este mundo posible excusa en el sentido de ignorar el venidero juicio de Dios. El segundo será glorioso y sólo divino, sin que a la divinidad afecte sufrimiento alguno humano. Ahora bien, citar todas las profecías sería cosa demasiado larga. Baste de momento alegar el salmo 44, que se titula ser, entre otras cosas: "Cántico sobre el amado", y en que claramente se lo proclama Dios con estas palabras:
Tus labios de la gracia están bañados, así Dios te bendijo para siempre.
Pues ciñe ya tu espada, ¡oh Poderoso!, tu prez y tu hermosura.
Con próspera ventura monta el carro, por la fe y la justicia,
y tu diestra te enseñe claros hechos. Tus flechas son agudas, ¡oh Potente!, los pueblos se te rinden y, de miedo,
¡desfallecen del rey los enemigos! (v.3-6).
Atiende cuidadosamente a lo que sigue, en que se le llama Dios: Y durará tu trono, ¡oh Dios!, por mil edades,
cetro justo es el cetro de tu reino. Amas lo justo y bueno,
y aborreces lo inicuo.
Por eso te ungió Dios, el que es Dios tuyo, con óleo de alegría, con ventaja
sobre tus pares (v.7-8).
Y considera que hablando el profeta con Dios, cuyo trono es por los siglos del siglo y tiene por cetro de su reino la vara o cetro de justicia, este Dios dice haber sido ungido por el Dios que era Dios suyo; y fue ungido porque, con ventaja sobre sus compañeros, amó la justicia y aborreció la iniquidad. Yo recuerdo haber puesto completamente en aprieto al judío reputado por sabio con este texto; no sabiendo cómo desentenderse de él, dijo por fin lo que se ajustaba a su judaismo, a saber, que las palabras: Y durará tu trono, ¡oh Dios!, por mil edades, cetro justo es el cetro de su reino, se dijeron por el Dios del universo; por Cristo, empero, estotras: Amas lo justo y bueno y aborreces lo inicuo; por eso te ungió Dios, el que es Dios tuyo, etc.
El judío por cuya boca habla Celso, le dice además al Salvador: "Si dices que todo hombre que nace por disposición de la providencia divina, es hijo de Dios, ¿en qué te diferencias tú de cualquier otro?" A esto le diremos que, ciertamente, todo el que, en expresión de Pablo, no se guía ya por el temor, sino que abraza el bien por el bien mismo, es un hijo de Dios; mas Jesús se diferencia mucho y muchísimo de quienquiera recibe, por razón de su virtud, nombre de hijo de Dios, pues El es como la fuente y principio (PLAT., Phaidros 245c; cf. IV 44,53; VIII 17) de los que son tales. He aquí el texto de Pablo: Porque no habéis recibido otra vez espíritu de servidumbre para temer, sino espíritu de filiación, por el que gritamos: Abba!, Padre (Rm 8,15). "Mas habrá miles", como dice el judío de Celso, "que argüirán a Jesús afirmando haberse dicho de ellos lo que de El fue profetizado". Realmente no sabemos si Celso conoció algunos que, mientras vivieron, quisieron hacer algo semejante a Jesús, proclamándose a sí mismos hijos de Dios o poder de Dios (Ac 8,10). Mas, como quiera que estamos examinando por amor a la verdad cada punto, diremos que, antes del nacimiento de Jesús, apareció entre los judíos un tal Teudas que afirmaba de sí ser hombre grande (Ac 5,36); pero, apenas murió, se dispersaron los que habían sido por él engañados. Después de éste, en los días del empadronamiento, cuando parece haber nacido Jesús, un tal Judas de Galilea arrastró tras sí a muchos del pueblo judío, dándoselas de hombre sabio y en parte revolucionario.
Mas, cuando también éste sufrió el rigor de la justicia, se deshizo su enseñanza, que sólo se mantuvo en muy pocos y hasta poquísimos (Ac 5,36-37). Después de los días de Jesús, el samaritano Dositeo quiso persuadir a sus paisanos ser él el Mesías profetizado por Moisés, y parece haber atraído a algunos a su predicación. Mas no será fuera de razón alegar aquí el dicho de aquel Gamaliel de quien se escribe en los Hechos de los Apóstoles, para mostrar que todos ésos fueron ajenos a la promesa y no son ni hijos de Dios ni poderes del mismo; Jesucristo, empero, fue verdaderamente Hijo de Dios. Dijo, pues, allí Gamaliel: St este consejo o esta doctrina es de los hombres, él mismo se deshará, como se deshicieron los planes de todos aquéllos una vez que murieron; mas si es de Dios, no podréis acabar la doctrina de éste, y debéis temer no parezca hacéis la guerra a Dios (Ac 5,38-39). También el samaritano Simón Mago quiso engatusar a algunos con su magia, y entonces, efectivamente, los engañó; pero ahora no creo se pueda hallar en todo el orbe una treintena de simonianos, y acaso me exceda en el número. En Palestina son escasísimos, y en el resto de la tierra, por donde Simón quiso esparcir su gloria, no se le conoce ni de nombre. Entre quienes aún lo pronuncian, lo toman de los Hechos de los Apóstoles, y son cristianos quienes hablan de él. En fin, la evidencia misma ha demostrado que nada divino había en Simón.
Luego, el judío de Celso, en lugar de los magos de que habla el Evangelio , dice que unos caldeos, "según relato de Jesús mismo, se habrían puesto en movimiento, cuando él naciera, y vinieron a adorarlo, siendo aún infante, como a Dios, y se lo comunicaron al tetrarca Herodes ". Este habría mandado gentes que mataran a cuantos habían nacido por el mismo tiempo, pensando envolver a éste en la general matanza; no fuera que, a su debido tiempo, se alzara por rey".
Es de ver en todo esto el disparate de no distinguir entre magos y caldeos y no haber visto la diferencia de sus profesiones, falseando así la escritura evangélica. Tampoco se me alcanza la razón por que se calló Celso el hecho que movió a los magos a ponerse en movimiento, y no dijo haber sido la estrella que vieron en Oriente, según está escrito (Mt 2,2)5". Veamos, pues, qué haya de responderse a todo esto.
Yo creo que la estrella vista en Oriente fue nueva", y no se parecía a ninguna de las ordinarias, ni a las esferas fijas ni a las de las esferas inferiores. Por su especie, hubo de ser semejante a los cometas que aparecen de cuando en cuando, o a los meteoros, o a las estrellas con barba o en forma de tonel, o como gusten los griegos de llamar a sus diferentes especies. Y voy a demostrar mi opinión de la siguiente manera.
Se ha observado que, en los grandes acontecimientos, en los trastornos mayores de la tierra, nacen estrellas semejantes que anuncian cambios de dinastías, guerras o cuanto puede acaecer entre los hombres, capaz de sacudir las cosas de la tierra. Sin embargo, en el libro del estoico Queremón Sobre los cometas hemos leído haberse dado, de algún modo, casos en que los cometas aparecieron también como buen augurio de lo futuro, y él cuenta algunos de esos casos 5!. Ahora bien, si al advenir nuevas dinastías o en otras grandes calamidades aparece un llamado cometa u otra estrella semejante, ¿qué tendrá de sorprendente que apareciera una estrella al nacer Aquel que tamaña novedad venía a traer al género humano e introducir su doctrina no sólo entre los judíos, sino también entre los griegos y muchos pueblos bárbaros? Yo diría que de ningún cometa existe profecía sobre que hubiera de aparecer al advenir este o el otro reino o por este o el otro tiempo; mas del que se levantó al nacer Jesús, profetizó antaño Balaán, según escribió Moisés: De Jacob nacerá una estrella, y un hombre se levantará de Israel (Nb 24,17).
Mas si fuera menester examinar despacio lo que se escribe sobre los magos y la estrella que vieron al nacer Jesús, diríamos lo que sigue, parte a los griegos; parte, distinta, a los judíos.
Digo, pues, a los griegos que los magos son gentes que tienen trato con los démones y los invocan para lo que ellos saben y quieren. Y logran sus efectos mientras no aparece o se pronuncia algo más divino y fuerte que los démones y el encanto que los evoca; pero, si se produce una aparición más divina, caen por tierra las energías demónicas, que no pueden resistir a la luz de la divinidad. Ahora bien, es verosímil que también al nacer Jesús, cuando la muchedumbre del ejército celeste (según escribió Lucas y yo lo creo) alabó a Dios diciendo: (Moría a Dios en lo más alto y en la tierra paz, complacencia entre los hombres (Lv 2,13-14), los démones, descubierto su embuste y destruida su energía, perdieran por ello todo su vigor y quedaran debilitados. Y fueron derribados no sólo por los ángeles que acudieron a la región de la tierra por razón del nacimiento de Jesús, sino también por la fuerza " de Jesús mismo y la divinidad que moraba en El. Los magos, pues, al querer continuar sus prácticas habituales que antes ejecutaban por medio de encantamientos y hechizos, como no lo lograran, se dieron a inquirir la causa, que conjeturaban había de ser grande; y, como vieran un signo divino en el cielo, quisieron saber su sentido. Ahora bien, a mi parecer, los magos hubieron de poseer la profecía de Ba-laán, que consignara Moisés, maestro, al cabo, aquél en materia mágica, y en ellas encontraron lo de la estrella y lo otro: Lo veré, pero no ahora; lo tengo por feliz, pero no se acercará (Nb 24,17)". De ahí conjeturaron haber venido ya al mundo el hombre profetizado por la estrella, y, juzgando de antemano que era superior a todos los démones que a ellos se les solían aparecer y obrar entre ellos, se decidieron a irlo a adorar. Vinieron, pues, a Judea, persuadidos que estaban de que había nacido un rey y sabiendo " el lugar donde había nacido, pero ignorando el reino sobre que reinaría. Y trajeron sus dones, que convenían, si cabe decirlo así, a alguien compuesto, a par, de Dios y de hombre mortal, y, una vez conocido el lugar de su nacimiento, se los ofrecieron como símbolos: el oro como a rey, la mirra como a quien había de morir y el incienso como a Dios. Mas como el Salvador del género humano, que es superior a los ángeles, ayudadores de los hombres, era Dios verdadero, un ángel premió la piedad de los magos en" adorar a Jesús, avisándoles por un oráculo que no volvieran a Herodes, sino que marcharan a su patria por otro caminó (Mt 2,12).
Ahora bien, que Herodes atentara a la vida del recién nacido, aunque el judío de Celso no crea haber sucedido tal cosa, nada tiene de sorprendente. Porque la maldad es cosa ciega, e, imaginándose ser más fuerte que el destino, trata de vencerlo. Que es puntualmente lo que le pasó a Herodes: creyó que había nacido un rey de los judíos y tomó una resolución en desarmonía con esa creencia. Y es que no vio este dilema: o el recién nacido era un rey en absoluto y, por tanto, reinaría, o no había de reinar, y entonces era vano matarlo (cf. II 11). Determinó, pues, quitarle la vida, llevado de ideas en pugna que le inspiraba su maldad y movido por el diablo, ciego y maligno, que, desde el principio, acechaba al Salvador por imaginar que era y sería hombre grande. Ahora bien, aunque Celso niegue fe al hecho, el hecho fue que un ángel, que observaba el curso de los acontecimientos, avisó a José que huyera con el niño y su madre a Egipto, y Herodes mandó luego matar a todos los niños pequeños de Belén y sus contornos, con la idea de envolver en la matanza al recién nacido rey de los judíos. Es que no veía aquella fuerza, siempre vigilante, que custodia a los que merecen ser custodiados y guardados para, la salud de los hombres (cf. VIII 27-34). Y el primero de todos, superior en todo honor y excelencia, era Jesús, futuro rey ciertamente, aunque no a la manera que se imaginaba Herodes, sino como "convenía diera Dios un reino, para bien de sus vasallos, a un rey que no les haría, como si dijéramos, beneficios corrientes e indiferentes, sino que los educaría y conduciría con leyes verdaderamente de Dios. Eso lo sabía Jesús puntualmente, y, así, negando ser rey a la manera que la gente se imagina, mas enseñando, a par, la excelencia de su propio reino, dice: Sz mi reino fuera de este mundo, mis servidores hubieran luchado para que no fuera entregado a los judíos; pero la verdad es que mi reino no es de este mundo (Jn 18,36). Si algo de esto hubiera comprendido Celso, no hubiera dicho: "Si esto hizo Herodes por miedo a que, crecido, reinaras en su lugar, ¿por qué, una vez que creciste, no fuiste rey, sino que, todo un hijo de Dios, anduviste mendigando ignominiosamente, escondiéndote de miedo y consumiéndote de acá para allá?" Pero no es ignominioso sortear prudentemente los peligros y no arrojarse ciegamente a ellos (cf. VII 44); no por miedo de la muerte, sino para ser útiles a los demás el que, para bien de todos, había venido al mundo. Ya llegaría el momento oportuno en que" quien asumiera la naturaleza de hombre sufriera muerte de hombre para bien de los hombres. Cosa de todo punto patente para quien considere que Jesús murió por los hombres. Sobre ello, según nuestras fuerzas, hemos hablado anteriormente (cf. I 54.55).
Después de esto, ignorando hasta el número de los apóstoles, dice que, "juntando Jesús en torno suyo a diez u once hombres de mala fama, alcabaleros y marinos (cf. II 46) de vida rotísima, anduvo con ellos errante de acá para allá, mendigando mísera e importunamente para comer".
Vamos a discutir, en lo posible, también estos puntos. Es notorio para quienquiera lea los evangelios-que Celso no parece haber siquiera abierto-que Jesús se escogió doce apóstoles, de entre los cuales Mateo fue alcabalero. Los que él, confusamente, llama marinos, acaso sean Santiago y Juan, que, dejando la barca y a su padre Zebedeo, siguieron a Jesús (Mt 4,22); pues a Pedro y a su hermano Andrés, que se ganaban con la red el necesario sustento, hay que contarlos, conforme al texto mismo de la Escritura (Mt 4,18), no entre los marinos, sino entre los pescadores. Demos que también Leví, alcabalero, siguiera a Jesús; pero no era del número de sus apóstoles si no es según una copia del evangelio de Marcos. De los demás, no sabemos con qué trabajo o profesión se ganaban la vida antes de entrar en la escuela de Jesús.
Respondo, pues, a todo que a quienquiera examine discreta e inteligentemente la historia de los apóstoles de Jesús, ha de resultarle patente que predicaron el cristianismo con virtud divina y por ella lograron atraer a los hombres a la palabra de Dios. Y es así que lo que en ellos subyugaba a los oyentes no era la elocuencia del decir ni el orden de la composición, de acuerdo con las artes de la dialéctica y retórica de los griegos. Y, a mi parecer, si Jesús se hubiera escogido a hombres sabios, según los supone el vulgo, diestros en pensar y hablar al sabor de las muchedumbres, y de ellos se hubiera valido como ministros de su predicación, se hubiera con toda razón sospechado de El que empleaba el mismo método que los filósofos, cabezas de cualquier secta o escuela (cf. III 39). En tal caso, ya no aparecería patente la afirmación de que su palabra es divina, pues palabra y predicación consistirían en la persuasión que pueda producir la sabiduría en el hablar y elegancia de estilo. La fe en El, a la manera de la fe de los filósofos de este mundo en sus dogmas, se hubiera apoyado en sabiduría de hombres, y no en poder de Dios (1Co 2,5). Ahora, empero, quien contemple a unos pescadores y alcabaleros, que no habían aprendido ni las primeras letras, tal como nos los describe el Evangelio-y Celso cree de buena gana que dicen la verdad al presentárnoslos como gentes ignorantes-, no sólo hablando animosamente con los judíos sobre la fe en Jesús, sino predicándolo también-y con éxito-entre los otros pueblos, ¿cómo no inquirir de dónde les viniera la fuerza persuasiva? Porque no era ciertamente la que cree el vulgo. ¿Cómo no decir que, por cierta virtud divina, hizo Jesús realidad en sus apóstoles lo que un día les dijera: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres? (Mt 4,19). Esta virtud encarece Pablo (como arriba dijimos) diciendo: v mi palabra y mi predicación no consiste en discursos elocuentes de sabiduría humana, sino en demostración de espíritu y fuerza, a fin de que vuestra fe no estribe en sabiduría de hombres, sino en poder de Dios (1Co 2,4). Y es así que, según lo dicho en los profetas que de antemano anunciaron la predicación del Evangelio, el Señor dio palabra a los que dan la buena nueva con gran fuerza, el rey de las potencias del amado (Ps 67,12), para que se cumpliera la otra profecía que dice: Con celeridad correrá su palabra (Ps 147,15). Y vemos, de hecho, cómo el sonido de los apóstoles de Jesús ha llegado a toda la tierra y hasta el cabo del orbe sus palabras (Ps 18,5 Rm 10,18). De ahí es que quienes oyen una doctrina predicada con fuerza, Heríanse a su vez de fuerza, que ellos demuestran luego con su espíritu y su vida, y por su ánimo para luchar por la verdad hasta la muerte; si bien hay algunos que, por más que profesen creer en Dios por medio de Jesús, están de todo en todo vacíos. Son los que no poseen la virtud divina, pues sólo aparentemente han abrazado la palabra de Dios. Arriba (I 43) he recordado un dicho que consta en el Evangelio, de nuestro Salvador; mas no por eso dejaré de alegarlo también aquí oportunamente para demostrar no sólo la presciencia, puesta de manifiesto de la manera más divina, de nuestro Salvador respecto de la predicación del Evangelio, sino también la fuerza de su palabra, que, sin maestros, por una persuasión de poder divino, se apodera de los creyentes. Dice, pues, Jesús: La mies es mucha, pero los obreros pocos; pedid, pues, al amo de la mies que mande obreros a su mies (Mt 9,37).
Dijo Celso haber sido los apóstoles de Jesús "hombres infames", a los que llama "alcabaleros y marinos, padrones de ignominia". Digamos a esto primeramente que, a lo que parece, para acusar nuestra doctrina, Celso cree lo que bien le viene de lo que está escrito; pero niega crédito a los evangelios para no tener que aceptar la divinidad que tan claramente afirmada aparece en los mismos libros. Lo natural fuera reconocer el amor a la verdad de los escritores por el hecho mismo de consignar lo desfavorable, y creerlos cuando hablan de cosas más divinas.
Es cierto, pues, que, en la carta general de Bernabé (5,9)", de donde acaso tomó Celso la noticia de que los apóstoles fueron unos infames y padrones de maldad, se dice que Jesús se escogió a sus apóstoles, que eran inicuos sobre toda iniquidad. Y en el evangelio de Lucas (5,8) le dice Pedro a Jesús: Apártate de mí, porque soy un pecador, Señor. Y el mismo Pablo, que posteriormente vino a ser apóstol de Jesús, dice en la carta a Timoteo (1,5): Palabra digna de crédito, que Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores, de los que yo soy el primero.
Yo no sé por qué se olvidó Celso de decir algo de Pablo que, después de Jesús, fundó las iglesias cristianas. Acaso no le pasó por las mientes. Lo probable es viera que, de mentar a Pablo, tendría que explicar cómo, después de perseguir a la Iglesia de Dios y combatir acerbamente a los creyentes hasta el punto de querer entregar a la muerte a los discípulos de Jesús, sufrió cambio tan radical que, de Jerusa-lén al Ilírico, lo llenó todo del Evangelio de Jesús, teniendo a punto de honor no llevar la buena nueva donde se hubiera puesto ajeno fundamento, sino donde no se hubiera en absoluto predicado el Evangelio de Dios en Cristo (Rm 15,19-20).
En conclusión, ¿qué tiene de extraño que quisiera mostrar Jesús al género humano cuan grande sea su virtud para curar las almas y se escogiera a "esos infames y padrones de maldad", levantándolos luego a tal virtud que fueran modelo de la conducta más pura para quienes abrazaban, por su predicación, el Evangelio de Cristo?
Mas si hemos de vituperar por su vida pasada a los que se han convertido a vida mejor, hora será de que acusemos a Fedón aun después de consagrarse a la filosofía, pues, según cuenta la historia (Dioc. LAERT., II 105), Sócrates lo sacó de una casa de mala fama a la profesión filosófica. Y achacaremos también a la filosofía la disolución de Polemón (DiOG. LAERT., IV 16), que fue sucesor de Jenócrates. Ld natural fuera alabar también aquí la fuerza de ella, pues pudo su doctrina arrancar a los que la creyeron de tamaños males como antes los dominaran. Ahora bien, entre los griegos, sólo hubo un Fedón (por lo menos yo no sé si se dio otro) y sólo un Polemón que, abandonando una vida de disolución y maldad extrema, se consagraron a la filosofía; pero, respecto de Jesús, no fueron sólo aquellos doce, sino muchos más-y siempre más-los que, formando un coro de hombres moderados, dicen acerca de su vida pasada: Porque también nosotros fuimos un día insensatos, desobedientes, extraviados, esclavos de concupiscencias y placeres varios, que pasábamos la vida en envidia y maldad, hombres aborrecibles, que nos odiábamos unos a otros.
Mas cuando apareció la bondad.y humanidad de Dios, salvador nuestro, por el lavatorio de la regeneración y de la renovación, obra del Espíritu que derramó copiosamente sobre nosotros , vinimos a ser lo que somos. Porque envió Dios su Verbo y los sanó y los libró de todas sus corrupciones (Ps 107,20), como enseñó el profeta de los salmos.
Y aún pudiera añadir a lo dicho que Crisipo, en su libro Sobre la cura de las pasiones, en punto a reprimir las pasiones que aquejan a las almas de los hombres, sin tener en cuenta cuál sea la doctrina de la verdad, trata de curar a los que están dominados por ellas de acuerdo con las diferentes escuelas: "Si el placer es el bien sumo, así han de curarse las pasiones. Mas si hay tres géneros de bienes, no menos han de librarse de sus pasiones, de acuerdo con esta doctrina, los que están dominados por ellas" (cf. VIII 51). Mas los acusadores del cristianismo no paran mientes en la muchedumbre de pasiones, en el torrente de maldad de que libra y en cuántos suaviza, por su doctrina, las costumbres salvajes. Los que tanto alardean de su sentido social debieran darle gracias de que, por un método nuevo, saca a los hombres de muchos males, y atestiguar que, caso que no traiga la verdad al género humano, le trae ciertamente utilidad.
Enseñó Jesús a sus discípulos que no fueran temerarios, diciéndoles: Si os persiguen en una ciudad, huid a otra; y si también en ésta os persiguen, a otra (Mi 10,23). Y, a par que lo enseñaba, El mismo se les ofreció como ejemplo de vida serena, no abalanzándose a los peligros a ciegas, intempestiva e irrazonablemente. Pero Celso, malignamente, le echa también esto en cara, y por boca de su judío le dice a Jesús: "Ibas escapándote de acá para allá con tus discípulos". Sin embargo, algo semejante a lo que aquí se reprocha a Jesús y a sus discípulos es lo que se cuenta de Aristóteles. Y fue así que éste, viendo que iba a juntarse un tribunal para condenarlo por impío a causa de ciertos puntos de su filosofía que los atenienses tenían por impíos, se retiró de Atenas y abrió escuela en Calcis, dando esta razón a sus discípulos: "Marchémonos de Atenas, para no dar a los atenienses ocasión de cometer un segundo crimen como el que cometieron con Sócrates, y pequen segunda vez contra la filosofía" (AELIAN., Var. hist. 3,36; DIOG. LAERT., 5,5-6 alü).
Dice además que "Jesús anduvo errante con sus discípulos, mendigando vergonzosamente e importunamente su comida". Díganos de dónde toma esa noticia de pareja mendiguez vergonzosa e importuna; pues, según los evangelios, eran mujeres curadas por El de sus enfermedades, entre las que estaba Susana (Le 8,3), las que proveían de sus bienes a los apóstoles. Pero, hablando en general, ¿qué filósofo, consagrado al provecho de sus discípulos, no recibió de ellos lo necesario para la vida? A no ser que digamos que los filósofos hicieron eso decente y hermosamente; mas, cuando lo hacen los discípulos de Jesús, ahí está Celso para acusarlos de que mendigan vergonzosa e importunamente la comida.
Seguidamente le dice el judío de Celso a Jesús: "¿Qué necesidad había de que, infante aún, te llevaran a Egipto para que no fueras degollado? ¡Un dios no era razón temiera a la muerte! Y hubo de venir un ángel del cielo para mandarte a ti y a los tuyos huir, no fuera que, prendidos, perecierais.
¿Es que no podía guardarte allí mismo aquel gran Dios que por causa tuya había enviado ya dos ángeles a ti, digo, su propio hijo?"
En todo esto da a entender Celso que nada divino había en el cuerpo humano ni en el alma de Jesús, sino que también su cuerpo habría sido algo así como lo que inventan los mitos de Hornero. Por lo menos, burlándose de la sangre de Jesús derramada en la cruz, dice que no fue el ¡cor, "sola sangre que a los dioses felices correr suele" (Ilíada 5,340; cf. infra II 36). Mas nosotros creemos a Jesús cuando, hablando de su divinidad, dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), y afirmaciones suyas semejantes. Y también cuando dice que tenía cuerpo humano: Mas ahora buscáis cómo matarme, cuando yo os he dicho la verdad (Jn 8,40). De donde concluimos que fue una cosa compuesta. Y era menester que quien quería vivir como hombre entre los hombres no se precipitara intempestivamente al peligro de muerte. Y así convenía que fuera llevado por los que lo criaban, dirigidos a su. vez por un ángel de Dios, que dio primeramente este oráculo: José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, pues lo que ha nacido en ella procede del Espíritu Santo (Mt 1,20); y luego este otro: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y permanece allí hasta que yo te diga, pues Herodes va a buscar al niño para acabar con él (Mt 2,13).
Pero en todo esto no me parece a mí se escriba nada particularmente extraño. Efectivamente, en uno y otro pasaje de la Escritura se dice haber dicho eso el ángel a José en sueños; y que a alguien se le manifieste en sueños que haga esto o lo otro, cosa es que acontece a muchos, ora sea un ángel, ora otro ser cualquiera el que se aparece al alma. ¿Qué tiene, pues, de absurdo que, una vez que se encarnara, se portara a lo humano en orden a evitar los peligros? No porque no fuera posible hacerse de otro modo, sino porque era menester que, para salvar a Jesús, se ensayara toda vía y orden que cupiera. Y, a la verdad, mejor fue que Jesús niño eludiera la conjura de Herodes y huyera a Egipto con quienes lo criaban, hasta la muerte de su perseguidor, que no que la Providencia, que velaba por El, le quitara a Herodes la libertad y deseo de matar al niño, o ponerle a Jesús el que los poetas llaman "yelmo de Hades" (Ilíada 5,845) o cosa por el estilo, o herir de ceguera, al modo de los habitantes de Sodoma (Gn 19,11), a los que vinieran a quitarle la vida. Una protección de todo punto milagrosa y demasiado ostentosa no convenía a quien quería enseñar como hombre abonado por Dios que había en El algo más divino que lo que aparecía en su cuerpo humano. Es decir, ser propiamente hijo de Dios, Logos Dios, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, el llamado Cristo o Mesías.
Por lo demás, no es éste el momento de explicar lo que atañe al compuesto, ni de qué elementos se compusiera Jesús hecho hombre, pues éste es tema familiar, como si dijéramos, de los que creen en El.
Luego, el judío de Celso, como si fuera un griego erudito, muy al cabo de la mitología, dice así: "Los antiguos mitos atribuyeron origen divino a Perseo y Afión, a Eaco y a Minos, y no los creemos; sin embargo, mostraron obras grandes y maravillosas y, a la verdad, más que de hombres, para que no parecieran indignos de fe. Mas tú, ¿qué has hecho de bello y admirable por obra o por palabra? Nada nos mostraste a nosotros, a pesar de que en el templo te provocamos a que nos presentaras una prueba patente de que eras el hijo de Dios" . A esto hay que decir lo que sigue: Muéstrennos los griegos algo provechoso para la vida que llevara a cabo alguno de la lista de Celso; alguna obra, digo, brillante y que pasara a las generaciones posteriores, con que pudieran abonar el mito que les atribuye alcurnia divina. Pero no nos ofrecerán nada de esos hombres enumerados por Celso que pueda, remotamente, parangonarse con lo que hizo Jesús; a no ser que, por lo visto, nos remitan los griegos a los mitos y cuentos que corren entre ellos y quieran que los creamos sin razón alguna, y a las obras de Jesús, después de tanta evidencia, les neguemos toda fe. Ahora bien, nosotros afirmamos que toda la tierra habitada de hombres conoce la obra de Jesús, dondequiera viven como forasteras las iglesias de Dios, obra de Jesús, compuestas de hombres que, saliendo de males sin cuento, se pasaron a ellas. Y aun ahora, el nombra de Jesús libra a los hombres de las perturbaciones del espíritu, expulsa a los démones y cura las enfermedades; y en quienes han aceptado sinceramente la doctrina acerca de Dios y de Cristo y del juicio venidero, no ficticiamente movidos por necesidades de la vida u otras miras humanas", infunde una maravillosa mansedumbre y equilibrio de carácter, humanidad, bondad y dulzura.
Seguidamente, barruntando Celso que se le alegarían las grandes cosas hechas por Jesús, de las que, siendo muchas, sólo de unas pocas hemos hablado, aparenta conceder sea verdad lo que se cuenta, "de curaciones, de alguna resurrección, o de unos pocos panes con que se alimentó toda una muchedumbre y aún sobró mucho, o cuanto, según él piensa, escriben de prodigios fantásticos sus discípulos"; pero añade a todo esto: "demos de barato que tú hicieras todo eso". E inmediatamente identifica las obras de Jesús con las de los hechiceros que, según él, "prometen cosas aún más maravillosas, y con las que realizan lo que han aprendido en Egipto; gentes que, en las públicas plazas, venden " por unos óbolos tan venerables enseñanzas, arrojan de los hombres a los dé-mones, exuflan enfermedades y evocan las almas de los héroes, ponen ante los ojos banquetes espléndidos, mesas, pasteles y platos que no existen, mueven como si fueran animales cosas que no lo son, sino que aparecen tales en la fantasía". Y concluye: "¿Acaso porque esas gentes hacen todo eso habremos de pensar nosotros que son hijos de Dios? ¿O habrá que decir más bien ser todo eso ocupaciones de hombres malvados y miserables?"
Por estas palabras se ve que Celso admite la posibilidad de la magia, y no sé si es él mismo el que escribió muchos libros contra ella". Sin embargo, como vio que era útil para su propósito, compara lo que se cuenta de Jesús con lo que procede de la magia. Y fueran cosas comparables si se demostrara que Jesús llegó a cosas semejantes a las de quienes practican la magia; pero la verdad es que ningún hechicero invita, por lo que hace, a sus espectadores a que mejoren su vida, ni educa en el temor de Dios a los que contemplan embaucados sus trampantojos, ni trata de persuadirlos que vivan con la idea de que han de ser juzgados por Dios. Y nada de esto hacen los encantadores, puesto que ni pueden ni quieren, pues no van a tener ganas de romperse la cabeza porque los hombres se mejoren, cuando ellos mismos están llenos de los pecados más vergonzosos e infames. Mas Jesús llevaba, por los milagros que hacía, a los que contemplaban aquel hermoso espectáculo a que mejorasen sus costumbres. ¿Cómo no pensar entonces que se ofrecía a sí mismo como ejemplo de la vida más santa, no sólo ante sus auténticos discípulos, sino también ante todos los otros? Ante sus discípulos para moverlos a enseñar a los hombres conforme a la voluntad de Dios; ante los otros, para que, enseñados, a par ", por la doctrina, vida y milagros cómo habían de vivir, todo lo hicieran con intención de agradar al Dios sumo. Ahora bien, si tal fue la vida de Jesús, ¿con qué razón puede compararlo nadie con la profesión de un hechicero? ¿No es más razonable tenerlo por Dios 68 que, según la promesa de Dios, apareció en cuerpo humano para beneficio de nuestro linaje?
Luego, revolviéndolo todo y achacando como culpa común a todos los que profesan la palabra divina lo que dice alguna secta particular, dice Celso: "Un cuerpo de Dios no hubiera sido como el tuyo". Contra esto decimos nosotros que Jesús asumió, al venir al mundo, un cuerpo humano y sujeto a la muerte humana, como era natural lo recibiera de una mujer. Por eso, entre otras cosas, afirmamos haber sido un gran atleta, por razón de su cuerpo humano, probado que fue en todo a semejanza de los otros hombres; pero no, a la manera de los otros cuerpos, con pecado, sino de todo en todo sin pecado (He 4,15). Y es así que para nosotros es evidente que Jesús no cometió pecado, ni se halló dolo en su boca (1P 2,22 Is 53,9); mas al que no conoció pecado (2Co 5,21), Dios lo entregó como víctima pura por todos los que habían pecado.
Luego dice Celso: "Un cuerpo de Dios no hubiera sido engendrado, como tú, Jesús, fuiste engendrado". Con lo que daba a entender que, de haber sido concebido como cuenta la Escritura, pudiera en cierto modo su cuerpo ser más. divino que el de los demás 6° y, en cierto sentido, cuerpo de Dios. Pero Celso niega crédito a lo que está escrito acerca de la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo, y cree haber sido engendrado por un tal Pantira que corrompió a la Virgen. De ahí su dicho: "El cuerpo de Dios no podía ser engendrado como lo fue el tuyo". Mas sobre este punto hemos dicho bastante anteriormente (I 32).
Prosigue diciendo Celso: "Tampoco come cosas semejantes un cuerpo de Dios" (cf. VII 13). ¡Como si pudiera demostrar por los escritos evangélicos que comió y qué cosas comió! Pero, en fin, sea así. Diga que comió la pascua con sus discípulos y que no sólo dijo: Con deseo he deseado comer esta pascua con vosotros (Le 22,15), sino que, efectivamente, la comió. Diga también que, sediento, bebió junto al pozo de Jacob (Jn 4,6). ¿Qué tendrá que ver todo esto con lo que nosotros decimos sobre el cuerpo de Jesús? Claro aparece también haber comido de un pez después de la resurrección (Jn 21,13). Y es así que, según nosotros, asumió un cuerpo, como nacido que fue de mujer .
"Mas tampoco, dice, emplea un cuerpo de Dios voz como la tuya, ni parejo modo de persuadir". Pero también esto es objeción vil y de todo punto despreciable, pues se le dirá que también Apolo Pitio, que es creído Dios entre los griegos, emplea voz semejante cuando da sus oráculos por boca de la Pitia, o el Didimeo, por la profetisa de Mileto; y no por eso acusan los griegos a Apolo Pitio o al Didimeo de no ser dios, como no acusan a ningún otro dios griego por el estilo asentado en un lugar fijo. Y mucho mejor fue que Dios se valiera de una voz que, por pronunciarse con poder, producía en los oyentes una persuasión inefable.
Luego, este hombre, que, por su impiedad y perversas doctrinas, es, como si dijéramos, aborrecido de Dios, insulta a Jesús diciendo que "todo es cosa de algún hechicero aborrecido de Dios y malvado". A la verdad, si se examinan con rigor las palabras y las cosas, se verá ser imposible darse un hombre aborrecido de Dios, pues Dios ama todo lo que es y no abomina de nada de cuanto hizo, pues nada creó por odio (Sg 11,24). Y si hay expresiones proféticas que dicen algo parecido, han de interpretarse por el principio general de que la Escritura habla de Dios como si estuviera sujeto a pasiones humanas. Mas ¿a qué andar defendiéndonos de quien piensa deber echar mano, en discursos que pretende sean convincentes, de blasfemias e insultos, hablando de Jesús como si fuera un hechicero malvado? No es este proceder de quien quiere demostrar, sino de quien se deja llevar de una pasión vulgar e indigna de un filósofo. Su deber fuera más bien proponer su tema, examinarlo inteligentemente y, según sus fuerzas, decir lo que se le ocurriera sobre el mismo.
Mas, como quiera que el judío de Celso termina aquí su arenga a Jesús, también nosotros pondremos aquí punto final al primer libro que contra él escribimos. Y si Dios nos hiciere merced de aquella verdad que destruye los discursos embusteros, según la oración que dice; Por tu verdad destruyelos (Ps 53,7), atacaremos seguidamente la segunda proso-peya, en que introduce al judío hablando contra los que han creído en Jesús. Es como sigue.