En el primer libro contra el arrogante título de Celso, que tituló Discurso de la verdad el escrito compuesto contra nosotros, refutamos, según nuestras fuerzas, conforme a tu mandato, Ambrosio fidelísimo, el preámbulo del mismo y lo que sigue', examinando punto por punto lo que dice hasta que llegamos al discurso que finge dirigir su judío contra Jesús. En el segundo respondimos, en cuanto fuimos capaces, a todo lo que dice contra los que hemos creído en Dios por medio de Cristo, en el discurso que pone en boca del mismo judío. Ahora acometemos este tercero, en que nos proponemos rebatir lo que dice en propia persona.
Dice, pues, que "no hay nada tan necio como las disputas entre judíos y cristianos", y prosigue que "nuestra mutua contienda sobre Cristo" no se diferencia en nada de la que, según el proverbio, se llama lucha por la sombra de un asno (cf. PLAT., Phaidor. 260c). Según él, nada tiene de sagrado la disputa de judíos y cristianos entre sí, "pues unos y otros están de acuerdo en que fue profetizado por espíritu divino haber de venir cierto salvador a morar entre el género humano; pero disienten sobre si el profetizado ha venido ya, o no". Los cristianos, en efecto, creemos en Jesús, que ha venido según las profecías; la mayoría, empero, de los judíos están tan lejos de creer en El, que los de su tiempo atentaron contra su vida, y los de ahora, aprobando el crimen que entonces se cometió contra El, lo calumnian de haber inventado no se sabe por qué arte de magia ser El el que los profetas anunciaron había de venir, llamado, según tradición de los judíos, Cristo o Mesías.
Pues que nos digan Celso y los que se complacen en sus acusaciones contra nosotros si les parece "sombra de asno" haber predicho los profetas de los judíos el lugar donde nacería el que había de ser caudillo de los que viven rectamente y son llamados porción de Dios ; que una virgen concibiría al Emmanuel (Is 7,14); que el profetizado haría estos y los otros milagros y prodigios (Is 8,18), y que su palabra correría tan de prisa, que a toda la tierra llegaría la voz de sus apóstoles (Ps 147,4 Ps 18,5); qué cosas padecería condenado por los judíos (Is 53,5) y cómo resucitaría (Ps 15,10). ¿Acaso dijeron todo eso al azar los profetas, sin convicción alguna que los moviera no sólo a decirlas, sino a tenerlas por dignas de ser consignadas por escrito? ¿O es que " la nación de los judíos, tan grande que de antiguo ocupó tierra propia que habitar, proclamó sin razón alguna a unos como profetas y rechazó a otros como pseudoprofetas? ¿Es que no hubo nada que los moviera a juntar a los libros de Moisés, que eran creídos como sagrados, los discursos de los que posteriormente fueron tenidos por profetas? Los que a judíos y cristianos nos acusan de simplicidad,
¿serán capaces de demostrarnos que hubiera podido subsistir la nación judía de no haber habido entre ellos alguna promesa de conocimiento de lo por venir? Los pueblos que los rodeaban, cada uno según sus tradiciones, creían recibir oráculos y adivinaciones de los que entre ellos eran tenidos por dioses; ¿y sólo los que habían sido enseñados a despreciar a los dioses todos de las naciones, por tenerlos, no como dioses, sino como demonios (pues de ellos decían sus profetas: Todos los dioses de las naciones son demonios: Ps 95,5), no habían de tener a nadie que profesara la profecía y retuviera a los que, por deseo de conocer lo por venir, se pasarían como tránsfugas a los démones o dioses de los otros? Considérese, pues si no fue necesario que la nación enseñada a despreciar a los dioses de las otras naciones tuviera abundancia de profetas que demostraran por ahí mismo su superioridad y dejaran atrás todos los oráculos de cualquier parte.
Entre los judíos hubieron de darse también milagros
Además, en todas partes o, por lo menos, en muchas, se han dado milagros, como seguidamente (III 22.24.26) presenta el mismo Celso a Asclepio, que hace beneficios y predice lo futuro a ciudades enteras que le están consagradas, como Trica, Epidauro, Cos y Pérgamo; y a Aristeas de Proconneso, a un cierto clazomenio y a Cleomedes de Astifalea; ¿y sólo entre los judíos, que afirman estar consagrados al Dios del universo, no había de darse milagro ni prodigio alguno que confirmara y fortaleciera su fe en Dios y su esperanza de una vida mejor? ¿Cómo pueden pensar cosa semejante? Porque inmediatamente se hubieran pasado a dar culto a los démo-nes que adivinan y curan, abandonando al Dios que, teóricamente, creían los ayudaba, pero que, en realidad, no les mostraba por ningún cabo su presencia. Pero, si no aconteció así, sino que soportaron infinitas calamidades a trueque de no abjurar su judaismo y su ley judaica, unas veces en Asiría, otras en Persia, otras bajo Antíoco, ¿no es ello una demostración verosímil, para los que no creen en historias maravillosas y profecías, no ser ficciones esas cosas, sino que cierto espíritu divino que moraba en las almas puras de los profetas-hombres que por amor de la virtud habían abrazado todo linaje de trabajos-los movió a profetizar algunas cosas para sus contemporáneos, otras para los por venir, y, señaladamente, "sobre cierto salvador que vendría al género humano"?
Siendo esto así, ¿cómo decir que cristianos y judíos disputan entre sí "sobre la sombra de un asno" al inquirir por las profecías, en las que creen sn común, si el que fue profetizado ha venido ya, o no ha aparecido aún en absoluto entre los hombres, sino que se le espera todavía? Y aunque, por hipótesis, concediéramos a Celso no ser Jesús el que de antemano anunciaron los profetas, no por eso sería disputa "sobre la sombra de un asno" inquirir el sentido de las escrituras profé-ticas, a fin de demostrar claramente el que fue de antemano anunciado, qué cualidades habría de tener según las profecías, qué había de hacer y, de ser posible, cuándo vendría entre nosotros. Ahora bien, anteriormente (I 51.53-54), hemos alegado algunas, de entre muchas, profecías y probado ser Jesús el Cristo o Mesías anunciado por los profetas. No yerran, pues, ni judíos ni cristianos al pensar que los profetas hablaron por inspiración divina; pero los que yerran esperando aún al que fue profetizado, piensan torcidamente acerca de quién fuera y de dónde vendría el que fue anunciado según la palabra verdadera de los profetas.
Seguidamente, Celso opina que "los judíos son egipcios de raza y que abandonaron Egipto por rebeldía contra la comunidad egipcia y por desprecio de la religión tradicional en Egipto" *, a lo que añade: "Lo que ellos hicieron a los egipcios, lo han venido a sufrir de parte de los que se han adherido a Jesús y creído en El como Mesías; y en unos y otros, causa de la novedad fue la rebeldía contra lo comúnmente estatuido". Vamos a considerar lo que Celso afirma en este lugar. Los antiguos egipcios maltrataron de muchos modos a la nación hebrea, que, apremiada del hambre que devastaba a la Judea, vino a morar en Egipto; ahora bien, como quienes habían agraviado a huéspedes y suplicantes, sufrieron lo que forzosamente tenía que sufrir, por castigo de la providencia, una nación entera conjurada contra todo un pueblo que entre ellos buscó hospitalidad y en nada los ofendiera. Luego, heridos por el azote de Dios, a duras penas y tras muchas dilaciones, dejaron ir a donde quisieran a los que injustamente habían esclavizado. Ahora, pues, como amadores de sí mismos y prefiriendo a sus congéneres, cualesquiera que fueran, a huéspedes más justos que ellos, no hubo calumnia que no echaran sobre Moisés y los hebreos. Los prodigios obrados por Moisés no los negaron de todo punto; pero afirmaron haberlos hecho no por virtud divina, sino por magia. Pero Moisés no fue un mago o hechicero, sino varón piadoso y consagrado al Dios del universo, que, participando del espíritu divino, dio a los hebreos las leyes que la divinidad le inspirara y consignó por escrito los acontecimientos tal como en verdad sucedieran.
Así, pues, Celso no estimó justamente los hechos que los egipcios narran de un modo y los hebreos de otro, sino que, prevenido por su amor a los egipcios, a éstos, que habían maltratado a sus huéspedes, los tuvo por veraces; de los hebreos, empero, que fueron los agraviados, dijo haber abandonado a Egipto por sedición. Pero no vio que no hay modo alguno de que pareja muchedumbre de egipcios rebeldes, dado caso que tuvieran por origen la sedición, se convirtieran en un pueblo por el hecho mismo de la sedición y cambiaran su lengua, de suerte que quienes hasta entonces habían hablado egipcio, ahora, súbitamente, se inventaron el hebreo. Mas demos por hipótesis que, al abandonar Egipto, aborrecieran también su habla natural: ¿cómo es entonces que después de ello no usaron la lengua de los sirios o de los fenicios, sino que compusieron la hebraica, que difiere de ambas? Pero lo que mi razonamiento quiere demostrar es ser mentira "haberse rebelado contra los egipcios algunos egipcios de raza, haber abandonado Egipto y haber venido a Palestina, a habitar la que hoy se llama Ju-dea". Porque la lengua patria de los hebreos es anterior a su bajada a Egipto, y las letras hebraicas son también distintas de las egipcias. En aquéllas escribió Moisés los cinco libros que los judíos tienen por sagrados.
Pero tan mentira es que, siendo egipcios, los hebreos debieran sus orígenes a una sedición, como que otros, siendo judíos, se rebelaron en tiempo de Jesús contra la comunidad judaica y siguieron a Jesús mismo. Y es así que ni Celso ni los que piensan como él podrán demostrar un solo hecho de rebeldía de los .cristianos. Y, a la verdad, si la causa de la sociedad cristiana, que tuvo su comienzo de los judíos, hubiera sido la sedición, puesto que a los judíos les era lícito tomar las armas para defensa de los suyos y matar a sus enemigos, el legislador de los cristianos no hubiera prohibido de manera tan absoluta matar a un hombre. El enseñó, en efecto, que jamás es lícito a sus discípulos liar la muerte a un hombre por malvado que sea, pues no consideraba compatible con su legislación divina permitir género alguno de muerte de un hombre. Ni tampoco los cristianos, de haber debido sus orígenes a una sedición, hubieran aceptado leyes tan blandas que les obligan a dejarse matar como ovejas (Ps 44,23) y no son jamás capaces de defenderse de sus perseguidores. Pero si se examinan más a fondo las cosas, cabe decir de los que salieron de Egipto que, milagrosamente, como un regalo de Dios, el pueblo entero recibió de Dios la lengua que se llama hebraica, como lo dijo uno de sus profetas: Al salir que salieron ya de Egipto, una len°ua escucharon nunca oída (Ps 80,6).
Y con este argumento hay que demostrar que los salidos con Moisés de Egipto no eran egipcios. De haberlo sido, era forzado que también fueran egipcios sus nombres, pues en cada lengua los nombres propios están emparentados con ella. Ahora bien, si por los nombres, que son hebraicos, resulta claro que no eran egipcios (y es así que la Escritura está llena de nombres hebraicos que ponían a sus hijos los mismos que vivían en Egipto), es evidentemente mentira lo que dicen los egipcios sobre que los hebreos, siendo egipcios, fueron con Moisés expulsados de Egipto. Y es cosa patentemente clara que, descendiendo de antepasados hebreos, como lo atestigua la historia escrita por Moisés, usaron su propia lengua, de la que pusieron también los nombres a sus hijos.
Respecto de los cristianos hay que decir que, enseñados a no vengarse de sus enemigos, observaron su ley blanda y humana, por lo que recibieron de Dios lo que no hubieran conseguido de haber tenido licencia de hacer la guerra y de haber en absoluto podido llevarla a cabo. Dios mismo peleó por ellos en todo momento y, según los tiempos, contuvo a los que se levantaban contra los cristianos y querían quitarles la vida. Sólo como ejemplo, para que, viendo los otros luchar a unos pocos por la religión, se fortalecieran más y despreciaran la muerte, han muerto, a tiempos, unos pocos y muy fácilmente contables por la religión cristiana; pero Dios impide que sea aniquilado todo el pueblo, pues quiere que subsista y que toda la tierra se llene de esta saludable y piadosísima doctrina. Mas, por otra parte, para que los débiles respiraran de su miedo a la muerte, Dios ha tenido providencia de sus creyentes y, por solo su querer, ha desvanecido toda asechanza contra ellos, de suerte que rii emperadores, ni gobernadores locales, ni las muchedumbres pudieran inflamarse más contra ellos.
Vaya todo esto contra la afirmación de Celso de que "el origen del pueblo judío fue, en lo antiguo, la sedición, y que, posteriormente, ese mismo fue el origen de los cristianos".
Mas, como quiera que en lo que sigue miente a cara descubierta, vamos a citar sus palabras, que son éstas: "Si todos los hombres quisieran ser cristianos, no lo querrían éstos". Pero que tales palabras sean una mentira pónese de manifiesto por el hecho de que, en cuanto de ellos depende, los cristianos no dejan piedra por mover para que su doctrina se esparza por todo lo descubierto de la tierra. Y es así que algunos acometen la hazaña de recorrer no sólo ciudades, sino villas y hasta cortijos para hacer también a otros piadosos para con Dios. Y nadie puede decir que hagan eso por amor de la riqueza, siendo así que hay quienes no toman ni lo necesario para su sustento; y cuando, apremiados por la necesidad, toman algo, se contentan con lo necesario, por más que muchos quieran entrar a la parte con ellos y darles más de lo que necesitan. Acaso actualmente, cuando, por la muchedumbre de los que abrazan nuestra doctrina, hay ricos y altas dignidades, y mujeres delicadas y nobles que admiran a los ministros de la palabra, se atreviera alguien a decir haber quienes se dan, por deseo de vanagloria (cf. infra III 30), a la predicación cristiana; mas a los comienzos, cuando los doctores señaladamente corrían gran peligro, no había razonablemente lugar para tal sospecha. Y aún ahora, la ignominia que nos viene de los otros es mayor que la supuesta gloria que nos tributan los de nuestro mismo sentir, y no todos. Salta, pues, a la vista ser mentira que, "si todos los hombres quisieran ser cristianos, éstos ya no lo querrían".
Pues veamos lo que dice ser prueba de su aserto: "A los comienzos, dice, eran pocos y sólo tenían un sentir ; mas cuando se esparcieron en muchedumbre, se cortan y escinden a su vez, y cada uno quiere tener su propio partido, que es lo que desde el principio deseaban". Ahora, pues, que los cristianos, en parangón con la muchedumbre posterior, fueran pocos a los comienzos, es cosa evidente; y, sin embargo, no eran tampoco de todo punto pocos. Pues lo que suscitó la envidia contra Jesús y azuzó a los judíos a conjurarse contra él fue la muchedumbre de los que lo siguieron hasta el desierto, cinco mil y cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños (Mt 14,21 Mt 15,38). Y es así que era tal el hechizo de las palabras de Jesús, que no sólo le querían seguir los hombres hasta el desierto, sino también las mujeres, sin alegar la excusa de su flaqueza5, ni lo que pudiera parecer seguir al maestro hasta el desierto. Y hasta los niños, lo más indiferente que cabe imaginar, lo seguían juntamente con sus padres, ora meramente por acompañarlos, ora tal vez atraídos también por la divinidad de Jesús, a fin de que en ellos se sembrara algo divino. Pero demos que en sus comienzos fueran pocos los cristianos; ¿qué tendrá esto que ver con que los cristianos no quieran persuadir a todos los hombres de su doctrina?
Afirma también que "todos tenían un solo sentir"; pero tampoco aquí vio que desde el principio hubo discrepancias entre los creyentes acerca de la interpretación de las escrituras tenidas por divinas. Por lo menos, cuando aún predicaban los apóstoles y los mismos que habían visto a Jesús enseñaban sus doctrinas, surgió una disputa no menguada por parte de los que habían creído de entre los judíos a propósito de los venidos al Evangelio de entre las naciones: ¿Debían éstos observar las costumbres judaicas o había que quitar del cuello de quienes habían abandonado sus tradiciones y creído en Jesús de entre las naciones la carga, no necesaria, de los alimentos puros o impuros? Y en las mismas cartas de Pablo, que vivió en tiempo de los que habían visto a Jesús, se hallan algunos dichos que dan a entender haber discutido algunos acerca de la resurrección, afirmando haberse dado ya, y acerca del día del Señor, sobre si estaba, o no, próximo (Mt 1). Y por este pasaje: Evita las profanas habladurías y las antítesis de la mal llamada ciencia que profesan algunos, por lo que han venido a naufragar en la fe (Mt 1), se ve claro que ya al principio, cuando, según Celso, no eran aún muchos los creyentes, había entre ellos falsas interpretaciones.
Luego, en tono de acusación contra nuestra doctrina, nos echa en cara las sectas que se dan en el cristianismo, diciendo : "Mas cuando se esparcieron en muchedumbre, de nuevo se escindieron y separaron unos de otros, y cada uno quiere tener su píopio partido". Y prosigue diciendo que, "divergiendo por rafcón de la muchedumbre, unos a otros se impugnan, y ya sólo una cosa les queda de común, si es que les queda: el nombre. Como quiera, este solo se avergüenzan de abandonar; en¡ todo lo demás, unos se organizan de un modo y otros de otro". A esto responderemos que no hay cosa en que hayan surgido sectas diferentes si la cosa no tiene un origen serio y es útil a la vida (cf. II 27; V 61). Así, por ser la medicina útil y necesaria al género humano, y por ser en ella múltiples las cuestiones que se discuten sobre la manera de cuidar el cuerpo, de ahí que hayan surgido, como es notorio, en su campo muchas sectas entre los griegos, y yo me imagino que también entre los bárbaros que profesen la medicina. Otro ejemplo: como la filosofía, que profesa el conocimiento de la verdad y de la realidad de las cosas, nos aconseja cómo debamos vivir y se esfuerza por enseñarnos lo que conviene a nuestra raza, y las cuestiones que trata permiten gran divergencia, de ahí es que en ella se han formado múltiples escuelas, unas muy conocidas, otras menos. Es más, aun en el judaismo, la distinta interpretación de los escritos de Moisés y de los discursos profetices dio ocasión al nacimiento de sectas. Por modo, pues, semejante, al aparecer el cristianismo como algo muy digno de atención a los ojos, no sólo de gentes de condición servil, como se imagina Celso, sino también de muchos eruditos entre los griegos, surgieron forzosamente bandos o partidos no absolutamente por afán de disensión o disputa, sino por el empeño que muchos eruditos han tenido en entender a fondo los misterios del cristianismo. De ahí se siguió que, al interpretarse diversamente las palabras que todos a una tenían por sagradas, surgieron las sectas o escuelas que llevan el nombre de los que admiraban desde luego el origen de la doctrina, pero, como quiera, se movieron por razones probables a discrepar entre sí. Pero ni fuera razonable huir de la medicina por razón de las sectas o escuelas que en ella se dan, ni quien aspire a obrar decentemente odiará la filosofía, alegando como pretexto sus varias escuelas; así tampoco son de condenar los libros sagrados de Moisés y de los profetas por la simple razón de las sectas que existan entre los judíos.
Si este razonamiento es lógico, ¿por qué no defenderemos de modo semejante las sectas que han aparecido en el cristianismo? A mi parecer, de ellas habló maravillosamente Pablo diciendo: Es menester haya también entre vosotros bandos, a fin de que se pongan de manifiesto los que entre vosotros son probados (Mt 1). Efectivamente, el probado en medicina es el que, tras ejercitarse en diversas escuelas y haber examinado inteligentemente muchas de ellas, escoge la más excelente; y el que verdaderamente adelanta en filosofía es el que, por conocer muchos sistemas, se ha ejercitado en ellos y se ha adherido a la mejor doctrina; así diría yo que el más sabio cristiano es el que ha mirado a fondo las varias sectas del judaismo y del cristianismo. Por lo demás, el que censure nuestra doctrina por razón de las sectas o escuelas, acuse también la enseñanza de Sócrates, de la que nacieron muchas escuelas de muy divergente doctrina. Es más, habrá que recriminar la doctrina de Platón por razón de Aristóteles, que se salió de su escuela para sentar nuevas teorías, de lo que ya dijimos anteriormente (II 12). A mi parecer, Celso ha tenido conocimiento de ciertas sectas, con las que no tenemos de común ni el nombre mismo de Jesús. Tal vez haya oído campanadas sobre los ofitas y cainitas y alguna otra secta de las que se han apartado totalmente de Jesús. Pero esto nada tiene que ver con acusación alguna contra el cristianismo.
Después de esto dice: "Su unión es tanto más prodigiosa cuanto que puede demostrarse no tener fundamento alguno sólido. Pero sí tiene un sólido fundamento, que es la sedición y el provecho que de ella se sigue, juntamente con el miedo a los de fuera; esto afianza su fidelidad". A esto diremos que tenemos un fundamento de nuestra unión o, por mejor decir, no fundamento, sino una acción divina, de suerte que el principio de ella es Dios mismo, que, por los profetas, enseñó a los hombres a esperar el advenimiento de Cristo, salvador de los hombres. Cuanto es verdaderamente irrefutable, aunque parezca ser refutada por los incrédulos, tanto se recomienda nuestra doctrina como palabra de Dios, y se demuestra que Jesús es hijo de Dios antes de encarnarse y después de la encarnación. Mas yo, por mi parte, afirmo que, aun después de su encarnación, los que tienen ojos muy perspicaces del alma lo encuentran divinísimo y que verdaderamente descendió de Dios a nosotros. No debe, ciertamente, su origen ni lo que sigue a su origen a sabiduría humana, sino a la manifestación de Dios, que, con multiforme sabiduría y muchos milagros, estableció primeramente el judaismo y luego el cristianismo. Con lo cual queda refutada la idea de que la sedición y el provecho que de ella pudiera venir diera principio a una doctrina que a tantos ha convertido y llevado a mejorar su vida.
Mas que tampoco el miedo a los de fuera fortalece nuestra unión es patente por el hecho de que, por voluntad de Dios, ese miedo ha desaparecido hace mucho tiempo. Sin embargo, es probable que termine esta tranquilidad de que gozan los creyentes por lo que a la presente vida se refiere, pues una vez más los que no pierden ocasión de calumniar nuestra religión piensan que la causa de la actual sedición que tanto se ha propagado está en la muchedumbre de los creyentes, que no son combatidos por los gobernantes como lo fueran en tiempos pasados'. Y es así que nosotros hemos aprendido del Verbo a no adormecernos en la paz ni entregarnos a la molicie, y a no desfallecer cuando somos perseguidos por el mundo, ni apostatar del amor, en Cristo Jesús, al Dios del universo. Por lo demás, claramente exponemos lo que de sagrado tiene nuestra religión y no lo ocultamos, como se imagina Celso. Así, apenas alguien se convierte, le inculcamos el desprecio de todo ídolo e imágenes y, seguidamente, levantando sus pensamientos del servicio de las criaturas en lugar de Dios, los elevamos al Creador de todas las cosas; finalmente, les demostramos con evidencia al que fue profetizado, por las profecías que sobre El versan (y éstas son muchas) y por los evangelios y dichos de los apóstoles, explicados a fondo para los que son capaces de entenderlos con superior inteligencia.
Mas explique el que quiera "qué cosas revueltas presentamos para atraernos a las gentes, o qué espantajos nos inventamos", como escribe Celso sin prueba de ninguna especie; a no ser que entienda Celso por tales "espantajos inventados" la doctrina sobre Dios como juez y sobre la cuenta que los hombres han de dar de cuanto hicieron; doctrina que probamos de múltiples formas, ora por la Escritura, ora por razones probables. Sin embargo (amamos la verdad), hacia el fin afirma Celso: "No permita Dios que ni ellos, ni yo, ni otro hombre alguno rechace el dogma del castigo de los inicuos y galardón de los justos" (cf. VIII 48-49). Ahora bien, si se exceptúa' esa doctrina acerca del castigo, ¿qué espantajos nos inventamos para atraer a los hombres? Pero dice además Celso que "con ellos combinamos cosas mal entendidas de la antigua tradición (cf. PLAT., Leg. 716c y Epist. VII 335a) y con ellas entontecemos de antemano al son de la flauta y música, como los sacerdotes de Cibeles a los que quieren llevar al frenesí". A lo cual le diremos: ¿Qué antigua tradición hemos entendido mal? Ora se refiera a la tradición griega, que enseña haber tribunales bajo tierra; ora a la judaica, que, entre otras cosas, profetiza la vida que ha de seguir a la presente, jamás podrá demostrar que nosotros, por lo menos los que tratamos de creer con razón, estamos en mala inteligencia de la verdad y a tales dogmas ajustamos nuestra vida.
Luego le da por comparar los misterios de nuestra fe con las cosas de los egipcios: "Al que se acerca a ellos se le presentan espléndidos recintos y bosques sagrados, grandes y hermosos pórticos y templos, admirables y soberbios tabernáculos en torno, y cultos llenos de superstición y misterio; pero el que ha entrado y penetrado en lo más secreto, se encuentra con que allí se adora a un gato, a un mono, a un cocodrilo, a un macho cabrío o a un perro". Pero ¿qué tiene que ver nuestro culto con las cosas que tan sagradas se presentan a los que se acercan a los templos egipcios? ¿Qué tendrá que ver con los animales irracionales que son adorados más allá de los solemnes pórticos? ¿O hemos de pensar que las profecías, y el Dios del universo, y el desprecio de los ídolos son las cosas sagradas para Celso, y Jesucristo, crucificado, sería lo comparable con un animal irracional? Mas si esto dice (y no creo que quiera decir otra cosa), le responderemos que ya anteriormente (I 54.61; II 16.23) hemos hablado largamente para demostrar que lo que a Jesús le aconteció, aun lo que al parecer le aconteció a lo humano, fue para provecho del universo y salud de todo el mundo.
Luego, como los egipcios explican misteriosamente el culto de sus animales y dicen ser símbolos de Dios, o como quieran llamarlo los que entre ellos son tenidos por profetas, dice Celso que "quienes se han aprendido esas cosas tienen la impresión de no haberse iniciado en vano"; mas las cosas que se manifiestan en nuestras doctrinas por medio del que Pablo llama carisma, que consiste en la palabra de sabiduría por obra del Espíritu y en la palabra de ciencia según el mismo Espíritu (Mt 1), a los que estudian a fondo el cristianismo, no me parecen pasarle a Celso siquiera por las mientes. Y me parece así, no sólo por lo que ahora dice, sino también por lo que añade más adelante acusando a la religión cristiana, a saber: "que los cristianos rechazan a todo sabio de la doctrina de su fe y sólo llaman a gentes necias y de condición servil". Sobre esto último hablaremos oportunamente, llegado que hayamos al pasaje (III 44.50.55.74).
Dice además que nosotros "nos reímos de los egipcios, siendo así que éstos proponen enigmas no despreciables, pues enseñan que su culto tiene por blanco las ideas eternas, y no, como se imagina el vulgo, animales efímeros". Los necios somos nosotros, que "en nuestras explicaciones sobre Jesús no ofrecemos nada que merezca mayor consideración que los machos cabríos y perros de los egipcios". Respondamos a esto: "Enhorabuena, noble amigo, que pongas por las nubes los muchos enigmas y oscuras explicaciones que los egipcios dan acerca de sus animales; mas no obras como debes al acusarnos a nosotros, como si estuvieras convencido de que nada decimos, sino cosas todas indignas de consideración y míseras. La verdad es que nosotros disertamos sobre la persona de Jesús según la sabiduría de la palabra entre los que son perfectos en el cristianismo. De ellos, como capaces de escuchar la sabiduría que se encierra en el cristianismo, enseña Pablo y dice: Hablamos, empero, sabiduría entre los perfectos; mas no sabiduría de este mundo ni de los que mandan en este mundo y se reducen a nada, sino que hablamos la sabiduría de Dios escondida en el misterio, la que Dios predestinó antes de los siglos para gloria nuestra, y que no conoció ninguno de los que mandan en este mundo" (Mt 1).
Y aquí preguntamos a los que piensan como Celso: ¿Es que Pablo no tenía idea de lo que es sabiduría eminente cuando prometía hablar sabiduría entre los perfectos? Mas si responde según su habitual descaro que eso prometió sin tener sombra de sabiduría, le replicaremos así: Primeramente, acláranos las cartas del que eso dice y, fijando bien los ojos sobre cada una de sus frases (por ejemplo, de las cartas a los efesios, a los colosenses, a los tesalonicenses, a los fílipenses y a los romanos), demuéstranos dos cosas: que has entendido las palabras de Pablo y que puedes presentar algunas como simpies o tontas. Porque yo sé muy bien que, si con atención se entrega uno a su lectura, o admirará la inteligencia de un hombre que en lenguaje corriente expone grandes verdades, o, si no la admira, se pondrá a sí mismo en ridículo, ora comente el pensamiento del Apóstol como si lo hubiera entendido, ora trate de contradecir y refutar lo que se imagine haber aquél pensado.
Y nada digo por ahora del estudio cuidadoso de todo lo que está escrito en el Evangelio. Cada punto contiene muchas razones difíciles de entender, no sólo para el vulgo, sino para algunos inteligentes. Tal, la exposición profunda de las parábolas que Jesús decía a los de fuera , guardando la explicación de ellas para los que habían sobrepasado la audición exotérica y se acercaban privadamente a El en casa. Celso se hubiera admirado si hubiera comprendido qué razón hay para llamar a unos "de fuera" y a otros "de casa". ¿Y quién que sea capaz de contemplar los pasos varios de Jesús no se maravillará de verlo ora subir al monte para decir estos u otros discursos o hacer estas o las otras acciones o para transfigurarse, y curar abajo los enfermos, incapaces de subir adonde lo seguían sus discípulos? Pero no es éste el momento de explicar cuanto de verdaderamente venerable y divino contienen los evangelios o el sentido que Pablo tiene de Cristo (Mt 1), es decir, de la Sabiduría y Verbo de Dios. Baste lo dicho contra esa mofa, indigna de un filósofo, de Celso, que osa comparar los íntimos misterios de la Iglesia de Dios "con los gatos, monos, cocodrilos, cabrones y perros de los egipcios".
Ese bufón de Celso no quiere omitir insulto ni burla alguna en su discurso contra nosotros, y así nos viene con "los Dioscuros, Heracles, Asclepio y Dioniso, que, de hombres, se cree entre los griegos haberse convertido en dioses". Y añade que nosotros "no toleramos que se los tenga por dioses, pues fueron hombres y vulnerables", a pesar de haber llevado a cabo ilustres hazañas en favor de los hombres. A Jesús, empero, afirmamos haberlo visto después de muerto sus propios cofrades" (cf. II 70). Y todavía nos acusa de que digamos "haber sido visto, y visto como una sombra". A esto diremos que Celso, muy astutamente, ni afirmó paladinamente no dar culto a ésos como a dioses, pues temía lo que pensarían sus lectores, que lo tendrían por ateo de haber proclamado " lo que le parecía verdad, ni tampoco pretendió tenerlos él personalmente por dioses. Mas para cualquiera de los casos tenemos a punto la respuesta. Ea, pues, digamos a los que no creen ser dioses lo que sigue: Una de dos, o no existen en absoluto, sino que, como piensan algunos acerca del alma humana que se destruiría inmediatamente después de la muerte, y en tal caso se destruyó también el alma de ellos, o, según opinión de los que dicen permanecer o ser inmortal el alma, permanecen aquéllos o son inmortales; pero no son dioses, sino héroes; o ni siquiera héroes, sino simplemente almas. Ahora bien, si damos por supuesto que no existen, tendremos que probar la doctrina acerca del alma, que es para nosotros de capital importancia; mas si existen, aun así tendremos que demostrar " la inmortalidad, no sólo por lo que hermosamente dijeron los griegos sobre ella, sino también por las sentencias de las divinas enseñanzas. Y haremos ver no ser po- sible que éstos, convertidos en muchos dioses, llegaran después de salir de esta vida a una región y parte mejor. En prueba de ello alegaremos las historias que sobre ellos corren, en que se habla de la mucha intemperancia de Heracles, y de su femenil servidumbre junto a Onfale; y cómo Asclepio fue herido de un rayo por su Zeus. También les alegaremos lo que se dice de los Dioscuros, que,
"alternando los días, ora viven, ora mueren,
mas honor a los dioses semejantes les cupiera". (Odyssea ll,303s.)
¡Ellos que mueren muchas veces! ¿Cómo, pues, tener12, según razonable discurso, por dioses a ninguno de ellos?
Nosotros, empero, demostramos la verdad sobre nuestro Jesús por los escritos proféticos, y, comparando luego su historia con las de aquéllos, afirmamos no haber habido en El sombra de intemperancia. Y es así que los mismos que atentaron contra su vida y buscaban contra El un falso testimonio (Mt 26,59 Mt 60), no hallaron ni apariencia de probabilidad en el falso testimonio para acusarle de intemperancia. En cuanto a su muerte, se debió a la conjura de los hombres y nada tuvo que ver con el rayo que hirió a Asclepio. ¿Y qué tiene de sagrado el furioso Dioniso, vestido de mujer, para que se lo adore como a dios? Mas si los que defienden estos mitos se acogen a las alegorías, hay que averiguar puntualmente si las tales alegorías contienen algo sano; y averiguar puntualmente también si, quienes fueron despedazados por los titanes y derribados del trono celeste, pueden tener existencia real y ser dignos de culto y adoración. Nuestro Jesús, empero, fue visto de verdad por sus propios "cofrades" (para valerme de la propia expresión de Celso), y falsea Celso la palabra divina al decir que "fue visto como una sombra". Y no hay sino comparar lo que de aquéllos se cuenta con la historia de Jesús. ¿O es que quiere Celso que aquello sea verdad, e invención, por lo contrario, lo que escribieron testigos de vista? Testigos, por cierto, que con sus obras pusieron de manifiesto la claridad con que comprendieron lo que vieron, y demostraron el espíritu que los animaba en lo que de buena gana sufrieron por la doctrina de Jesús. ¿Y quién que quiera proceder en todo según buena razón admitirá, venga lo que viniere, lo que de aquéllos se cuenta? Venido, empero, a la historia evangélica, ¿se abalanzará sin examen ninguno a negarle toda fe?
Además, cuando se dice de Asclepio que una gran muchedumbre de griegos y bárbaros confiesa haberlo muchas veces visto, y verlo todavía, no como mero fantasma, sino a él mismo curando, haciendo beneficios y prediciendo lo por venir (cf. VII 35), Celso nos manda que lo creamos; y de creer en esas cosas, nada tendría que reprocharnos a los fieles de Jesús; mas cuando prestamos crédito a los discípulos de Jesús, que vieron sus milagros y muestran patentemente la sinceridad de su conciencia, pues vemos su ingenuidad, en cuanto cabe ver por los escritos una conciencia, Celso nos regala el calificativo de "gentes necias". Pero él no puede presentar "esa muchedumbre, indecible, como él dice, de hombres, griegos y bárbaros, que confiesan a Asclepio"; nosotros, si esto le parece ser cosa impresionante, podemos mostrar patentemente una muchedumbre "indecible" de griegos y bárbaros que confiesan a Jesús. Y algunos, en las curaciones que realizan, demuestran haber recibido por esta fe algún poder maravilloso; y sobre los que necesitan de curación, sólo invocan al Dios supremo y el nombre de Jesús, a par que recitan parte de su historia (I 6). Y es así que nosotros mismos hemos visto a muchos que por estos medios se han librado de graves accidentes, de enajenación y locura, y otros males infinitos, que ni hombres ni démones pudieron curar.
Mas, aun dando de barato que un demon por nombre Asclepio cure los cuerpos, yo diría a los que tales curaciones admiran, o a los que admiran la adivinación de Apolo, que el arte de curar los cuerpos es cosa indiferente y que viene a parar no sólo a gentes dignas, sino también a malvados; e indiferente es también el conocimiento de lo por venir, pues el que lo conoce no muestra por el mero hecho ser hombre digno. Siendo esto así, demostrad que los que curan o conocen lo por venir no son en ningún aspecto malos, sino que en todo y por todo se muestran personas dignas y no muy lejos de ser tenidos por dioses. Pero no serán capaces de demostrar que los que curan o conocen lo por venir son gentes honestas, pues de muchos que no merecían vivir se dice haber sido curados; gentes que, por vivir indecentemente, ningún médico inteligente los hubiera querido curar. Y en cuanto a los oráculos de Apolo Pítico, es fácil hallar ordenadas cosas fuera de toda razón. De ello voy a poner ahora dos ejemplos: a Cleomedes, creo que el púgil, mandó se le rindieran honores divinos (cf. III 33) por no sé qué de sagrado que hubo de ver en su arte del pugilato; y ni a Pitágoras ni a Sócrates los honró con los honores del púgil. Además, llamó "siervo de las musas" a Arquíloco", que ejercitó su arte de poeta en el peor y más disoluto de los argumentos, aparte llevar vida rota e impura; con lo cual, en cuanto era siervo de las musas, que son tenidas por diosas, lo proclamó hombre piadoso. Mas yo no sé si el hombre más vulgar dirá que el piadoso no esté adornado de toda modestia y virtud, ni si un hombre moderado diría las cosas de que están llenos los yambos nada santos de Arquíloco. Ahora bien, si nada divino se manifiesta de suyo por las curaciones de As-clepio ni por la adivinación de Apolo, ¿cómo puede nadie razonablemente darles culto, como a dioses puros, aun dando de barato que las cosas sean como se dice? Más que más, que el espíritu adivinatorio, Apolo, limpio que está de cuerpo terreno, pasa por la natura (cf. VII 3) a la llamada profetisa sentada junto a. la boca de la cueva pítica. Nada semejante pensamos nosotros acerca de Jesús y su poder. Su cuerpo, nacido de la Virgen, estaba compuesto de materia humana, y era susceptible de ser herido y morir como los otros hombres.
Veamos ahora lo que seguidamente dice Celso, que trae a cuento milagros que corren en las historias y tienen en sí mismos todos los visos de incredibilidad, pero que, a juzgar por sus palabras, no deja él de creerlos. Y, primeramente, la historia de Aristeas de Proconneso, del que dice lo siguiente: "Ahí está además Aristeas de Proconneso, que por tan maravillosa manera desapareció de entre los hombres y de nuevo apareció patentemente, viajó luego por muchas partes de la tierra y narraba cosas maravillosas. Y, por más que Apolo mandó a los metapontinos que lo pusieran en o el número de los dioses, nadie tiene hoy por dios a Aristeas". La historia parece haberla tomado de Píndaro (fragm.284, ed. Bowra) y de Heródoto (IV 14.15). Baste citar aquí el texto de He-ródoto del libro cuarto de sus historias, que dice así sobre Aristeas: "Ya he contado de dónde era Aristeas, que esto dijo; pero ahora voy a referir lo que acerca de él oí en Proconneso y Cícico. Dicen, pues, que Aristeas, que en nobleza de linaje no iba a la zaga a ninguno de los ciudadanos, entró en un batán de Proconneso y allí murió. El batanero, cerrado su taller, marchó a anunciarlo a los allegados del difunto. Cuando ya había corrido por la ciudad la noticia de haber muerto Aristeas, vino a contradecir a los que la decían un hombre de Cícico, que venía de la ciudad de Artaca y afirmaba habérselo encontrado camino de Cícico y trabado con él conversación. El hombre se afirmaba ahincadamente en su contradicción, pero los deudos del difunto fueron al batán con todo lo necesario para levantar el cadáver. Pero, abierta la casa, allí no apareció Aristeas ni vivo ni muerto. Al cabo de siete años, se presentó en Proconneso y compuso aquellos versos que llaman ahora los griegos arimaspeos, y, compuestos, desapareció por segunda vez. Esto es lo que dicen las mentadas ciudades; pero a los metapontinos de Italia sé haberles acontecido lo que sigue; trescientos cuarenta años después de la segunda desaparición de Aristeas, según mis cálculos en Proconneso y entre los metapontinos.
Dicen, en efecto, los metapontinos que el mismo Aristeas, apareciéndose en su país, les mandó levantar un altar a Apolo y, a par de él, una estatua con el nombre de Aristeas de Proconneso. Porque, les dijo, sólo a su país, de entre los ita-liotas, había venido Apolo, y él, que era ahora Aristeas, le había seguido; pero entonces, cuando siguió al dios, era un cuervo. Esto dicho, desapareció; pero ellos, los metapontinos, añaden haber mandado a Delfos una comisión que consultara al dios qué significaba aquella aparición, y haberles mandado la Pitia que obedecieran a ella, y que, obedeciéndola, les iría bien. Recibido el oráculo, hicieron lo que se les mandó. Y actualmente se levanta una estatua con el nombre de Aristeas junto a la imagen misma de Apolo. En torno a ella están plantados laureles. Y con esto basta sobre Aristeas".
Pues hablemos ahora de esta historia de Aristeas. Si Celso la hubiera presentado como puro cuento y no hubiera dado a entender que la aceptaba como verdadera, nuestra respuesta a lo que dice hubiera sido distinta. Mas como afirma que desapareció prodigiosamente y volvió a aparecer con toda claridad, viajó por muchas partes de la tierra y contó cuentos maravillosos; como, por añadidura, trae a cuento el oráculo de Apolo mandando a los metapontinos que pusieran a Aristeas en el número de los dioses, y lo trae como cosa que hace suya y acepta, dispondremos así nuestro razonamiento 14 contra él: Tú, que supones ser en absoluto fantasías los milagros que los discípulos de Jesús escribieron haber hecho su Maestro y censuras a los que creen en ellos, ¿cómo no tienes todo eso por milagrería y puro cuento? ¿Cómo tú, que reprochas a los otros que crean sin razón en los milagros de Jesús, te nos presentas creyendo en tamañas patrañas, sin alegar una prueba ni demostración de que efectivamente sucedieron? ¿O es que te imaginas que Heródoto y Píndaro son incapaces de mentir? Aquellos, empero, que han aprendido a morir por las enseñanzas de Jesús y tales escritos han dejado a la posteridad acerca de lo que estaban persuadidos, ¿habían de emprender tamaña lucha por ficciones, como tú piensas, por mitos y milagrerías, que por ello vivieran vida precaria y murieran violentamente? Constituyete, pues, a ti mismo arbitro de lo que se escribe de Aristeas y lo que se narra de Jesús y mira si, por los hechos, por el beneficio de la corrección, de las costumbres y por la piedad para con el Dios supremo, no cabe decir ser un deber creer que la historia de Jesús no aconteció sin disposición divina; pero que nada tiene de divino la de Aristeas de Proconneso.
Porque, qué se propusiera la providencia con los milagros de Aristeas, ni qué beneficio quisiera hacer el género humano al hacer tamaña ostentación (como tú te imaginas), son preguntas a las que nada puedes contestar. Nosotros, empero, cuando contamos la historia de Jesús, no alegamos una razón cualquiera de que así hubiera de suceder, sino la voluntad de Dios de que se estableciera la docrina de Jesús, para la salvación de los hombres, que había de asentarse sobre los apóstoles como fundamentos del edificio del cristianismo , y crecer en los tiempos siguientes, en que se realizan no pocas curaciones en el nombre de Jesús, y otras manifestaciones divinas nada despreciables. ¿Y quién es ese Apolo, que manda a los metapontinos que pongan a Aristeas en el número de los dioses? ¿Con qué intención hace eso? ¿Y qué beneficio se propone hacer a los metapontinos por el honor que tributan como a dios al que poco antes tenían por puro hombre? Apolo es, según nuestra opinión, "un demon al que honores de grasa y libación en suerte caben". (Ilíada IV 49.)
Ahora bien, que Apolo recomiende a Aristeas es cosa que te parece a ti fidedigna; las recomendaciones, empero, del Dios supremo y de sus santos ángeles, proclamadas por medio de los profetas, no sólo después de la venida de Jesús, sino antes también de venir a vivir entre los hombres, ¿no te mueven a admirar ni a los profetas, que recibieron el Espíritu divino, ni al que fue por ellos profetizado? Su venida a este mundo fue proclamada muchos años antes por tantos profetas, que la nación judía entera, colgada de la expectación del que esperaban había de venir, vino a escindirse por la contienda que produjo la venida de Jesús. Porque fue así que una gran muchedumbre de ellos lo confesó por el Mesías y creyó que El era el que había sido profetizado; mas los que no creyeron, haciendo mofa de la mansedumbre de los que, por amor de las enseñanzas de Jesús, no querían la más mínima sedición, 'cometieron contra Jesús tales desafueros cuale's consignaron sus discípulos con amor a la verdad e ingenuidad de ánimo, sin disimular de su prodigiosa historia lo que a los ojos del vulgo parece ignominioso para la religión de los cristianos. Y es así que Jesús mismo y sus discípulos quisieron que los que se acercaban a El no sólo creyeran en su divinidad y milagros, como si no tuviera El parte en la naturaleza humana ni hubiera asumido la carne que en los hombres codicia contra el espíritu , sino que, como fruto de su fe, vieran la fuerza que había descendido a la naturaleza humana y a las miserias humanas, y que asumió alma y cuerpo humanos, juntamente con la divinidad, para la salud de los creyentes. Estos ven cómo desde entonces comenzaron a entretejerse la naturaleza divina y la humana. Así, la iiaturaleza humana, por su comunión con la divinidad, se torna divina no sólo en Jesús, sino también en todos los que, después de creer, abrazan la vida que Jesús enseñó, vida que conduce a la amistad y comunión con Dios a todo el que sigue los consejos de Jesús.
Ahora bien, el Apolo de Celso mandó a los metapontinos que pusieran a Aristeas en el número de los dioses. Mas los metapontinos creyeron que los argumentos que probaban ser Aristeas un hombre, y acaso ni siquiera bueno, eran más fuertes que el oráculo de Apolo de que fuera dios o digno de honores divinos, y no quisieron obedecer a Apolo; con lo que se explica que "nadie tenga a Aristeas por dios". De Jesús, empero, podemos decir que era provechoso al género humano recibirlo como a Hijo de Dios, como a Dios venido en cuerpo y alma; pero esto no parecía convenir a la gula Is de los démones, que aman los cuerpos, ni a los que los tienen por dioses; de ahí que los démones que vagan por la tierra, tenidos por dioses por quienes no están instruidos en materia de démones, y los mismos que les daban culto, se empeñaron en impedir que se propagara la doctrina de Jesús. Y es así que, de imponerse las enseñanzas de Jesús, veían al ojo que desaparecían las libaciones y grasas en que golosamente se deleitaban. Mas el mismo Dios que envió a Jesús, destruyó toda la conspiración de los démones e hizo que por dondequiera de la tierra se impusiera el Evangelio de Jesús para conversión y corrección de los hombres, y que por dondequiera surgieran también iglesias, de constitución muy distinta a las comunidades políticas, compuestas de hombres supersticiosos, disolutos e inicuos. Tales son, en efecto, las costumbres que se estilan en las comunidades de las ciudades. Mas las iglesias de Dios, que siguen las enseñanzas de Cristo, comparadas con las comunidades de los pueblos junto a las que viven como forasteras (Mt 1), son como lumbreras en este mundo . Porque ¿quién no confesará que los peores miembros de la Iglesia y que, en parangón con los mejores, dejan mucho que desear, son mejores que muchos que forman las comunidades propulares? 1S
Así, por ejemplo, la iglesia de Dios de Atenas, por tener decidida voluntad de agradar al Dios sumo, es mansa y tranquila; mas la comunidad popular de los atenienses es levantisca y en modo alguno puede compararse a la iglesia de Dios allí establecida. Y lo mismo hay que decir de la iglesia de Dios de Corinto y la asamblea popular de los corintios; y, para poner otro ejemplo, de la iglesia de Dios de Alejandría y de la comunidad del pueblo de los alejandrinos. Si el que esto oye es inteligente y examina las cosas con amor a la verdad, no podrá menos de admirar al que decidió y logró que se formaran por dondequiera iglesias de Dios que habitaran como forasteras (Mt 1) a par de las comunidades populares de cada ciudad. Y por modo semejante, si se compara el consejo de la Iglesia de Dios con el consejo
de cada ciudad, se hallará que" algunos consejeros de la Iglesia son dignos de gobernar en una ciudad de Dios, si la tal ciudad existiera en el universo; mas los consejeros de cualquier parte no presentan en sus costumbres nada digno de la preeminencia que les viene de su autoridad, por la que parecen descollar sobre los ciudadanos. Así ha de compararse el que manda en la iglesia de cada ciudad con el que manda sobre la ciudad misma, y se comprenderá que, hablando en general, aun los consejeros y gobernantes de la Iglesia de Dios que dejan mucho que desear y son más desidiosos en parangón con los de más fervor ", no por eso dejan de superar, en lo que atañe a progreso en la virtud, las costumbres de los consejeros y gobernantes de las ciudades.
Siendo esto así, ¿no es razonable pensar que hubo en Jesús, capaz que fue de llevar a cabo tamañas cosas, una divinidad no vulgar? No así en Aristeas de Proconneso, por más que Apolo se empeñe en ponerlo en el número de los dioses, ni en ninguno de los que enumera Celso cuando dice: "Nadie tiene por Dios al hiperbóreo Abaris, que tuvo tal virtud que fue llevado por un dardo" (HEROD., IV 36; PORPH., Vita Pythagorae 28-29; IAMBL., Vita Pyth. XIX 91 et alibi). En efecto, ¿qué intentaba la divinidad al hacer al hiperbóreo Abaris la merced de ser llevado por un dardo, o qué provecho se seguiría al género humano de tan alto don? Y Abaris mismo, ¿qué sacaba de ser llevado" por una flecha? Y esto dando de barato no se trate absolutamente de fantasía, sino que sucediera por alguna operación demónica. Mas cuando de mi Jesús se dice que es asumido en gloría (Mt 1), veo la dispensación de Dios, que hizo eso para recomendar a los que contemplaron a su Maestro; así lucharían con todas sus fuerzas, no como si lucharan por enseñanzas humanas, sino por doctrina divina; se consagrarían al Dios supremo y todo lo harían para agradarle, como quienes han de recibir en el tribunal divino, según sus méritos, la paga de lo bueno o malo que hubieren hecho.
Luego viene a hablar Celso del famoso (Hermótimo) de Clazomenias y, al cabo de su historia, añade: "¿Acaso no se dice que el alma de él, abandonando a menudo su cuerpo, andaba vagando incorpórea? Y tampoco a éste tuvieron las gentes por dios" (PLIN., Nat. hist. VII 174; Lúe., Muscae ene. 7; TERT., De anima 44). A esto diremos que acaso algunos démones malvados dispusieron que tales patrañas se pusieran por escrito (porque no creo dispusieran también que sucedieran), a fin de desacreditar como cuentos semejantes a ellas lo que fue profetizado acerca de Jesús o lo que por El fue dicho, o no se admire en absoluto, por no tener más que lo que los otros tienen. Pero mi Jesús dijo acerca de su propia alma (que no se separó de su cuerpo por necesidad humana, sino por la potestad maravillosa que aun en esto le fue dada): Nadie me quita mi alma (= mi vida), sino que yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla, y tengo también poder para volverla a tomar (cf. supra II 16). Y, porque tenía poder de darla, la dio cuando dijo: Padre, ¿por qué me has abandonado? Y dando una gran voz, expiró (Mt 27,46 Mt 50). Así se adelantó a los verdugos de los crucificados, que les quebraban las piernas para que no prolongaran más el suplicio. Y volvió a tomar su alma cuando se manifestó a sus discípulos, después que dijera, en presencia de ellos, a los judíos que no querían creer en El: Destruid este templo y yo lo volveré a levantar en tres días... y hablaba del templo de su cuerpo . Que es lo mismo que los profetas habían predicado de antemano en muchos pasajes; por ejemplo, en éste: Y segura descansa hasta mi carne, porque no dejarás mi alma en los infiernos, y no permitirás que corrupción tu santo vea (Ps 15,9).
Quiso demostrar Celso haber leído muchas historias griegas, y trae también a cuento la de Cleomedes de Astipalea, de quien narra "haberse metido en un arca y, cerrándose dentro de ella, no fue luego encontrado dentro; por no se sabe qué divino destino, cuando con intento de prenderlo, rompieron algunos el arca, se había volado de ella". Mas tampoco esto, aunque no'" fuera cuento, como parece serlo, tiene nada que ver con
los hechos de Jesús. Y es así que en todos estos de que habla Celso no se halla signo alguno de divinidad que apareciera en la vida de los hombres; los signos, empero, de la divinidad de Jesús son las Iglesias compuestas de hombres por El favorecidos, las profecías que sobre El versan, las curaciones hechas en su nombre, el conocimiento que de El se tiene acompañado de sabiduría y la razón que hallan quienes se preocupan de remontarse de la fe sencilla a indagar el sentido de las Escrituras divinas, conforme a los consejos de Jesús mismo, que dijo: Escudriñad las Escrituras . Lo mismo quiere Pablo al enseñarnos que debemos saber responder a cada uno como conviene (Col 4,6), y aun el otro que dijo: Prestos a dar satisfacción a todo el que os pida razón de vuestra fe (Col 1). Mas si Celso no quiere convenir en que se trata de un cuento, díganos qué intentó el supremo poder al hacer que, "por no sabemos qué divino destino, saliera Cleomedes volando de dentro". Si nos presenta algo digno de consideración y un intento digno de Dios para conceder tal merced a Cleomedes, pensaremos qué haya de respondérsele; mas si no tiene nada, siquiera probable, que decir sobre el caso-y no lo tendrá porque no cabe encontrarlo-, nos pondremos del lado21 de los que no aceptan la patraña y la marcaremos con nota de falsa, o diremos que algún espíritu demónico, de modo semejante a los trampantojos de los hechiceros, hizo también lo que se cuenta del astipaleo. De éste, sin embargo, piensa Celso haber dicho un oráculo que "salió volando del arca por no se sabe qué destino divino".
Yo creo que sólo de estos hombres tuvo Celso noticia; sin embargo, para dar la impresión de que omitía adrede ejemplos semejantes, dijo: "Y otros muchos más se podrían alegar por el estilo". Sea así, en efecto, y demos de barato haber habido muchos hombres como esos que ningún bien hicieron al género humano: ¿Qué acción puede hallarse de estos hombres comparable23 con la obra de Jesús y sus milagros, de que largamente hemos hablado?
Luego, por dar culto "a uno que fue condenado a muerte y murió" (como dice Celso), opina Celso que "hacemos cosa parecida a los getas, que dan culto a Zamolxis; los cilicios, a Mopso (Cíe., De nat. deorum II 7; De divin.
I 40); los acarnenses, a Anfíloco; los tebanos, a Anfiarao, y los lebadios, a Trofonio" (cf. VII 35). Pero también en esto le vamos a demostrar que no tiene razón para compararnos con dichos pueblos. Estos, en efecto, levantaron templos y estatuas a los que enumera Celso; nosotros, empero, hemos dejado de dar culto a la divinidad por esos medios, pues los tenemos por más acomodados a los espíritus de-mónicos, que, no sé por qué manera, se asientan en cierto lugar, ora lo ocupen ellos de antemano, ora lo conviertan como en morada suya", atraídos por ciertas iniciaciones o magias, y admiramos profundamente a Jesús, que ha apartado nuestra mente de todo lo sensible, de cuanto no sólo es corruptible, sino que de hecho se corromperá (cf. IV 61), y la levanta al honor del Dios supremo, que le tributamos por vida recta y oraciones. Estas se las dirigimos por medio de Jesús, que está entre medio de la naturaleza del Increado y la de todas las cosas creadas. El nos trae los beneficios del Padre, y El también, a la manera de sumo sacerdote , lleva nuestras preces al Dios supremo.
. 35. Jesús pide culto exclusivo
Realmente no sé a qué propósito diga Celso todo eso; mas ya que lo dice, quisiera charlar con él en el tono que le conviene. Dime, por tu vida, esos cuya lista nos has dado, ¿no son nada, ni tienen fuerza alguna ese Trofonio en Le-badea, ni Anfiarao en su templo de Tebas, ni Anfíloco en Acarnania, ni Mosco en Cilicia, o hay en los tales un de-mon o un héroe y hasta un dios, que obra cosas por encima del poder humano? Ahora bien, si afirma no haber ahí nada particular, ni demónico ni divino, confiese ahora al menos su propio sentir, diga que es epicúreo y no piensa como los griegos, ni conoce a los démones, ni da culto, siquiera como los griegos, a dios alguno.
Con ello queda convicto de que en balde adujo todo lo antedicho como si él lo aceptara por verdad, y en balde será también todo lo que seguidamente adujere. Mas si afirma que esos que ha enumerado son démones, héroes o dioses, tenga cuidado no venga por sus palabras a demostrar lo que no quisiera, a saber: que también Jesús fue algo semejante, y por eso pudo demostrar a no pocos hombres haber venido de Dios al linaje humano. Mas una vez admita esto, considérese si no se verá forzado a afirmar que Jesús es cosa más fuerte que esos en
cuya lista lo puso. La prueba es que ninguno de ésos prohibe que se tributen honores a los otros; Jesús, empero, seguro que está de ser más poderoso que todos ellos, prohibe se los reconozca, por ser démones malvados, que han ocupado ciertos lugares de la tierra, ya que no son capaces de alcanzar las regiones más puras y divinas, adonde no llegan las groserías de la tierra y los males infinitos de la tierra.
Luego viene a hablar de los amores de Adriano" (me refiero al muchacho Antínoo y los honores que se le rinden en la ciudad egipcia de Antinópolis), y opina que en nada se diferencian del culto que nosotros tributamos a Jesús. Pues vamos a demostrar que eso se ha dicho por odio puro. En efecto,
¿qué tiene que ver la vida del querido de Adriano, que no dejó ni al varón inmune de la pasión femenina, con la vida santa de nuestro Jesús, contra quien ni los mismos que lo acusaron de infinitas cosas y acumularon mentiras sobre mentiras fueron capaces de insinuar el mínimo desliz en materia de incontinencia? Pero es que, además, si se examina con amor a la verdad e imparcialmente todo ese asunto de Antínoo, se hallará que la causa de hacer aparentemente algo, aun después de muerto, en Antinópolis son las magias e iniciaciones de los egipcios. Lo mismo cuentan los egipcios y los expertos en estos temas que acontece en otros templos, en determinados lugares en que se asientan démones con poder de adivinar o curar, que a menudo torturan también a los que creen haber transgredido algún precepto sobre alimentos vulgares o sobre tocar algún cadáver humano. De este modo tienen2e cómo espantar al vulgo inmenso e ignaro. Tal es también" el que en Antinópolis de Egipto es tenido por dios, cuyos milagros se inventan los que viven
de la impostura, mientras otros, engañados por el demon que allí reside, y otros, convictos por su flaca conciencia, se imaginan pagar una pena que divinamente les inflige Antínoo. Por el estilo son los misterios que celebran y las aparentes adivinaciones, de todo lo cual dista infinito el culto d3 Jesús. Porque no se juntaron una panda de magos o hechiceros para dar gusto al rey que se lo mandaba o a algún gobernador que lo ordenaba, y dieron la impresión de que lo habían hecho dios (cf. V 38; VIII 61). No, fue Dios mismo, artífice del universo, quien, a consecuencia de la maravillosa fuerza persuasiva de su palabra, recomendó a Jesús como digno de honor, no sólo a los hombres que quieran obrar juiciosamente, sino también a los démones y a otros poderes invisibles. Así lo ponen éstos de manifiesto hasta el presente, ora por temor al nombre de Jesús, que tienen por superior a ellos, ora porque, reverentemente, lo aceptan como su legítimo señor. Y es así que, de no haber sido así atestiguado divinamente, no cederían los démones mismos al solo pronunciarse su nombre, ni se alejarían de los hombres a quienes hacen la guerra.
Ahora bien, los egipcios, a quienes se ha enseñado a dar culto a Antínoo, tolerarán de buen grado que se compare con él a Apolo o Zeus, pues glorifican a Antínoo por el hecho de haberlo puesto en el número de ellos. Y también en esto miente Celso cuando dice: "Si con él"' se compara a Apolo o Zeus, no lo soportarán". Los cristianos, empero, que saben que para ellos la vida eterna estriba en conocer al solo supremo y verdadero Dios y a Jesucristo, a quien El envió ; ellos, que saben adamas que todos los dioses de las naciones son demonios golosos (Ps 95,5), que giran en torno de los sacrificios, de la sangre y porciones que se separan de las víctimas, para engañar a los que no buscan su refugio en el Dios supremo; los que, en fin, no ignoran que los divinos y santos ángeles de Dios son de otra naturaleza y de otros propósitos que los démones todos que moran en la tierra (cf. V 5), a muy pocos conocidos fuera de quienes con inteligencia y aplicación han estudiado esta materia; los cristianos, digo, no tolerarán que se compare
con Jesús a Apolo o Zeus ni a ninguno de los que reciben culto de grasa, sangre y sacrificios. Algunos, desde luego, por su mucha simplicidad, no sabrán dar razón de lo que hacen, pero se atienen con muy buen acuerdo a lo que se les ha enseñado; otros la darán con razonamientos no desdeñables, sino profundos y, como diría un griego, esotéricos y misteriosos. Ellos profesan una profunda doctrina acerca de Dios y acerca de los que Dios ha honrado por medio de su Verbo unigénito, que es Dios, con la participación de la divinidad y, por ende, con el nombre de dioses . Profunda es también la doctrina sobre los ángeles divinos, no menos que sobre los contrarios a la verdad que fueron engañados y que, por efecto del engaño, se proclaman a sí mismos 29 dioses, o ángeles de Dios, o démones buenos, o héroes, que han pasado a serlo de un alma humana buena (cf. III 80; DIOG. LAERT., VII 151). Los cristianos de esta calidad serán capaces de demostrar que, a la manera como muchos que profesan la filosofía creen estar en la verdad, ora por haberse engañado a sí mismos con argumentos probables, ora por haber abrazado temerariamente lo que otros exponen y han encontrado, así hay también algunos, entre las almas desnudas de su cuerpo y entre los ángeles y démones, que por ciertas probabilidades han sido arrastrados a proclamarse a sí mismos como dioses. Y como no es posible que estos razonamientos se hallen puntual y acabadamente entre los hombres, se consideró seguro no entregarse quien es hombre a nadie como a Dios, fuera de uno solo, que es Jesucristo, arbitro que es de todas las cosas, que contempla estas profundidades y se las comunica a unos pocos.
Ahora bien, la fe en Antínoo u otro por el estilo, ora se dé entre los egipcios, ora entre los griegos, es, por decirlo así, fe infortunada; la fe, empero, en Jesús puede ser o aparentemente afortunada o examinada concienzudamente; aparentemente afortunada en los más, examinada concienzudamente en muy pocos. Pero nótese que, si hablo de fe afortunada, como la llamaría el vulgo, la razón de ella la refiero también a Dios que sabe las causas del reparto de dones que se hace a cada hombre que viene a este mundo. Y hasta los griegos confesarán que, aun entre los que son tenidos por sapientísimos, la buena fortuna es a menudo la causa, por ejemplo, de haber
dado con maestros tales y haber logrado los mejores, siendo así que otros enseñan doctrinas contrarias, y de haber logrado una educación en el mejor ambiente. Y es así que muchos han tenido una educación tal que ni les ha pasado por las mientes haya cosa mejor, pues desde su primera edad han tenido que satisfacer la intemperancia de hombres disolutos o de amos suyos, o les ha cabido otra mala suerte que impidió a su alma levantar los ojos a lo alto. Es absolutamente verosímil que las causas de estas diferencias estén en las razones de la providencia"°; pero no es fácil que las comprendan los hombres. Me ha parecido bien decir esto de pasada y a modo de digresión, por razón de la frase de Celso: "Tanta fuerza tiene la fe, cualquiera que ella sea, si de antemano se apodera de la mente". Era, en efecto, menester decir que, por las distintas maneras de educarse, hay entre los hombres distintas fes, pues creen más o menos afortunada o desafortunadamente; y de aquí había que pasar a decir que la llamada buena o mala fortuna contribuye, por lo general, aun en los mejor dotados, a que parezcan más razonables y se adhieran con más razón a sus doctrinas. Mas sobre este punto basta con lo dicho.
Consideremos ahora lo que dice Celso seguidamente, a saber : que "también en nosotros la fe, apoderándose de antemano de nuestra alma, hace que tengamos tal convicción respecto de Jesús". A decir verdad, la fe nos infunde pareja convicción. Pero miremos si la fe, por sí misma, no nos presenta como laudable que nos confiemos al Dios supremo, dando gracias al que nos ha conducido a esa fe y afirmando que, sin disposición divina, no hubiera El osado acometer ni llevado a cabo tamaña obra. Y creemos también en la recta intención de los que escribieron los evangelios, infiriéndolo de su piedad y conciencia, tal como se manifiestan en sus escritos. Nada hay, en efecto, en ellos que tenga sabor de cosa espuria, de embuste, ficción o astucia. Para nosotros, efectivamente, es evidente que hombres que no tenían idea de lo que enseña la astuta sofística de los griegos, que tanta cabida da a la probabilidad y agudeza, al igual que la retórica que se vuelve y revuelve en los tribunales, no fueron capaces de inventarse cosas tales que llevan en sí mismas la fuerza de la fe y obligan a una vida conforme a la misma
fe. Y yo pienso que Jesús echó mano, adrede, de tales maestros de su doctrina, para que no cupiera la menor sospecha de elocuentes argucias (cf. I 62). Así aparecería patente a los que son capaces de entender cómo la sinceridad del propósito de los escritores, que entraña, si cabe así decirlo, mucho de ingenuo, mereció una fuerza divina, que logró más que lo que parece poder lograr todo el rebuscamiento de discursos, la disposición de frases y la ilación de ideas con sus divisiones y técnica griega del decir.
Pues consideremos si las doctrinas de nuestra fe no están en perfecto acuerdo con las nociones universales cuando transforman a los que inteligentemente escuchan lo que se les dice. Cierto que la perversión, ayudada de una constante instrucción, puede implantar en las mentes del vulgo la idea de que las estatuas son dioses y de que merecen adoración objetos hechos de oro, plata, marfil o piedra; pero la razón universal (cf. I 5) pide que no se piense en absoluto ser Dios materia corruptible, ni se le dé culto al ser figurado por hombres en materias inanimadas, ora se labren "según su imagen" , ora según ciertos símbolos del mismo. De ahí que (en la instrucción cristiana) se dice inmediatamente que las imágenes no son dioses y que objetos así fabricados no son comparables con el Creador; a lo que se añade algo sobre el Dios supremo que creó, conserva y gobierna todas las cosas. Y al punto el alma racional, como reconociendo lo que le es congénito, desecha lo que hasta entonces opinó eran dioses, concibe amor natural al Creador y, por este amor, acepta de buena gana al que primeramente mostró estas verdades a todas las naciones por medio de los discípulos que El formó y envió con poder y autoridad divina a pregonar la doctrina acerca de Dios y de su reino.
Celso nos acusa, no sé ya las veces, de que, "no obstante ser de cuerpo mortal, tenemos a Jesús por Dios, y en esto nos imaginamos obrar religiosamente". Superfluo es que una vez más respondamos a eso, pues más que suficientemente se ha dicho antes (I 69). Sepan, sin embargo, nuestros acusadores que Aquel que nosotros pensamos y creemos ser Dios e Hijo de Dios, desde el principio es el Logos en persona, la sabiduría en persona y la verdad en persona ; en cuanto a su cuerpo mortal y al alma humana en su cuerpo, afirmamos que no sólo por la comunión con El, sino también por la unidad y mezcla, alcanzaron lo máximo que cabe alcanzar y, por participar de la divinidad del mismo, fueron transformados en Dios. Ahora bien, si alguno se escandaliza de que digamos esto aun del cuerpo de Jesús, estudie lo que los griegos dicen de la materia propiamente sin cualidades, que se reviste de aquellas que el Creador quiere infundirle; y hasta muchas veces depone las anteriores y toma otras mejores y diferentes. Si esto es doctrina sana, ¿qué maravilla fuera que,, por voluntad de la providencia de Dios, la cualidad mortal del cuerpo de Jesús se cambiara en la cualidad etérea y divina?
Ahora bien, no habló Celso como hombre hábil en la dialéctica o arte de argüir al comparar la carne humana de Jesús con el oro, la plata y la piedra, y afirmando ser aquélla más corruptible que todo esto. Porque, rigurosamente hablando, ni lo incorruptible es más incorruptible que lo incorruptible, ni lo corruptible más corruptible que lo corruptible (cf. II 7). Mas dado caso que haya algo más propenso a la corrupción, a esto diremos que, si es posible que la materia subyacente a todas las cualidades cambie de cualidades, ¿cómo no ser posible que también la carne de Jesús cambiara sus cualidades y se tornara tal como debía ser una carne que habitara el éter y los lugares por encima del éter, sin las debilidades propias de la carne y lo que Celso llamó "impurezas"? Y tampoco aquí habla como filósofo, pues lo propiamente impuro lo es por la maldad. Ahora bien, la naturaleza del cuerpo no es impura, pues en cuanto naturaleza corpórea no tiene en sí el principio generador de la impureza, que es la maldad (cf. IV 66).
Mas seguramente barruntó Celso nuestra respuesta, y así dice acerca del cambio del cuerpo de Jesús: "Pero ¿es que, al dejar la carne, se convirtió en Dios? ¿Por qué entonces no lo serán con más razón Asclepio, Dioniso y Heracles?" Respondemos: ¿Qué hicieron Asclepio, Dioniso y Heracles comparable con la obra de Jesús? ¿Y a quiénes nos presentarán, como prueba de que son dioses, que se corrigieran en sus costumbres y se hicieran mejores por las palabras o por el ejemplo de ellos?
Leamos las múltiples historias que sobre ellos corren y veamos si estuvieron limpios de toda intemperancia, injusticia, insensatez o cobardía. Si nada de eso se encuentra en ellos, el argumento de Celso al comparar con Jesús a los antedichos tendría alguna fuerza; pero si es patente que, al lado de algunas cosas buenas que de ellos se cuentan, son infinitas las que se escribe haber hecho contra la recta razón, ¿en qué cabeza cabe afirmar que, dejado su cuerpo mortal, tienen más derecho que Jesús a convertirse en dioses?
Seguidamente dice de nosotros que "nos reímos de los que adoran a Zeus, siendo así que su sepulcro se muestra en Creta31; pero no adoramos nosotros menos a un hombre sepultado, sin saber cómo y por qué hacen eso los cretenses". Ahora, pues, es de ver cómo Celso defiende por estas palabras a los cretenses, a Zeus y su sepulcro, dando a entender ciertas interpretaciones figuradas, según las cuales se dice haberse inventado el cuento sobre Zeus. Contra nosotros, empero, se ensaña, sin advertir que nosotros confesamos ciertamente haber sido nuestro Jesús sepultado, pero afirmamos también que se levantó del sepulcro, cosa que no cuentan ya los cretenses acerca de Zeus.
Mas ya que parece abogar por el sepulcro de Zeus en Creta, al decir que "no sabemos cómo y por qué hacen eso los cretenses", digamos que tampoco Calimaco de Cirene", que leyó poemas innúmeros y había reunido casi toda la historia griega, sabe nada sobre interpretación tropológlca de los mitos de Zeus y su sepulcro. Por eso en su himno a Zeus acusa a los cretenses diciendo:
"Siempre embusteros, los cretenses un sepulcro para ti han inventado, ¡oh soberano, que no mueres, porque tú eres por siempre!" (Hymn. in lov. 8-9.)
Ahora bien, el poeta que dijo: "... que no mueres, porque tú eres por siempre", después de negar la fábula del sepulcro de Zeus en Creta, cuenta acerca de Zeus el comienzo de la muerte, que es haber nacido. Efectivamente, comienzo del morir es nacer sobre la tierra. Y dice así: "Entre parra-sios / tras sus nupcias a luz te diera Rea" (ibid., 10). El que negó el nacimiento de Zeus fundado en la fábula de su sepulcro en Creta, debiera haber visto que a su nacimiento en Arcadia había de seguirse que el nacido muriera. He aquí lo que sobre el particular dice Calimaco:
"Unos dicen, ¡oh Zeus!, que tú naciste en los montes ideos; en Arcadia ponen otros, ¡oh Zeus!, tu nacimiento. ¿Quiénes mienten, ¡oh Padre!? Los cretenses fueron siempre embusteros", etc. (Ibid., 6- 8.) A estas disquisiciones nos ha traído Celso, por tratar desconsideradamente a Jesús. El hombre acepta de buen grado lo que se escribe sobre su muerte y sepultura, pero tiene por fábula que resucitara de entre los muertos. Y eso que también su resurrección fue de antemano anunciada por tantos profetas, y hay muchas pruebas de que se apareció después de su muerte.
Seguidamente I aduce Celso lo que dicen unos cuantos, muy pocos, de esos que son tenidos por cristianos al margen de la enseñanza de Jesús, y no "los más inteligentes" (como él se imagina), sino de los más ignorantes, y afirma que "entre ellos se dan órdenes como éstas: Nadie que sea instruido se nos acerque, nadie sabio, nadie prudente (todo eso es considerado entre nosotros como males).
No, si alguno es ignorante, si alguno insensato, si alguno inculto, si alguno tonto, venga con toda confianza. Ahora bien, al confesar así que tienen por dignos de su dios a esa ralea de gentes, bien a las claras manifiestan que no quieren ni pueden persuadir más que a necios, plebeyos y estúpidos, a esclavos, mu-jerzuelas y chiquillos". A eso podemos responder con un caso semejante: Jesús enseña la continencia y dice: El que mirare a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28). Ahora bien, si de entre tantos como son tenidos por cristianos se viera a unos pocos
que viven disolutamente, lo de todo punto razonable fuera acusarlos a ellos de que viven contra la enseñanza de Jesús; pero sería rematadamente necio achacar la culpa de ellos a la doctrina que profesan. Por modo semejante, la religión cristiana, más que ninguna, invita a la sabiduría; luego habrá que recriminar a los que defienden y dicen su propia ignorancia, no eso que Celso les achaca en su escrito-pues nadie habla tan estúpidamente, por muy pobres gentes e ignorantes que sean-, sino algo muy inferior, pero que, al cabo, pueda retraer del cultivo de la sabiduría.
Ahora bien, que la palabra divina quiera que seamos sabios, puede demostrarse por las antiguas Escrituras judaicas, de que también nos valemos nosotros, y por las que se escribieron después de Jesús, que las iglesias tienen por divinas. Así, en el salmo 50, se escribe cómo David ora a Dios: Lo oculto y escondido de tu sabiduría me has mostrado (Ps 50,8). Y quien leyere el libro de los Salmos, lo hallará lleno de muchas sabias doctrinas. Y Salomón fue alabado por haber pedido la sabiduría- (Ps 2). Las huellas de su sabiduría son de ver en sus escritos, que, en breves palabras, contienen sublimes sentencias, amén de muchas loas de la sabiduría y exhortaciones apremiantes a su ejercicio. Personalmente fue tan sabio Salomón, que la reina de Sabá, oído que hubo el nombre de Salomón y el nombre del Señor, vino a tentarlo con enigmas, y le dijo todo lo que llevaba en el corazón. Y Salomón le respondió a todas sus preguntas; no hubo pregunta que el rey pasara por alto sin responderle. Y vio la reina de Sabá toda la inteligencia de Salomón y todo lo que poseía, y quedó atónita y le dijo al rey: Verdad es lo que oí decir en mi tierra acerca de ti y de tu inteligencia; pero no creía a los que me hablaban hasta que vine yo misma y lo han visto mis ojos. Y ahora resulta que no me contaron ni la mitad. Tu sabiduría y tus bienes han sobrepasado con mucho todo lo que yo había oído (Ps 3). De él se escribe igualmente haber dado el Señor a Salomón prudencia y sabiduría mucha sobremanera, y anchura de corazón como la arena de la orilla del mar; y se dilató sobremanera la sabiduría de Salomón por encima de la prudencia de todos los hombres antiguos y por encima de todos los prudentes de Egipto, y fue más sabio que todos los hombres, más sabio que Getán, ezraíta, y Emad y Calcad y Aradab, hijos de Mad, y era famoso entre todos los pueblos del contorno. Pronunció Salomón tres mil parábolas, y sus poemas fueron cinco mil; y discutió acerca de los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que sale por la pared, así como acerca de los peces y bestias. Y venían de todos los pueblos a oír la sabiduría de Salomón, y los reyes de toda la tierra que habían oído su sabiduría (Ps 3). La palabra divina tiene tanto interés en que haya sabios entre los creyentes que, con el fin de ejercitar la inteligencia de los oyentes, unas cosas las dice por enigmas, otras por los llamados discursos oscuros, otras por parábolas y otras por problemas. Así, por ejemplo, uno de los profetas, Oseas, dice al final de sus razonamientos: ¿Quién es sabio y entenderá estas cosas, o prudente y las conocerá? (Os 14,10). Y Daniel y los que con él estaban cautivos, hasta punto tal adelantaron en las ciencias que profesaban en Babilonia los sabios del rey, que son alabados de sobresalir diez veces más que ellos . El hecho es que al soberano de Tiro, que alardeaba mucho de su sabiduría, se le dice en Ezequiel: ¿Acaso eres tú más sabio que Daniel? ¡No se te ha revelado a ti todo lo oculto! (Ez 28,3).
Si ahora venimos a los libros escritos después del advenimiento de Jesús, veremos que la turbamulta de los creyentes oían sus parábolas como quienes están fuera y sólo merecen doctrinas exotéricas; los discípulos, empero, escuchaban en particular las explicaciones de las parábolas. Y es así que privadamente se lo resolvía Jesús todo a sus discípulos , honrando así, con preferencia a las turbas, a los que juzgaba dignos de su sabiduría. El mismo promete a los que creyeren en El que les enviará sabios y escribas: He aquí que yo os enviaré sabios y escribas, y a algunos de ellos los mataréis y crucificaréis (Mt 23,34). En cuanto a Pablo, en la lista de los carismas que Dios concede puso en primer lugar el discurso de la sabiduría; en el segundo, como inferior a él, el discurso de la ciencia o gnosis, y en el tercero, más bajo en cierto modo, la fe; y como quien prefería la razón a las operaciones maravillosas, puso en lugar inferior respecto a los carismas racionales las operaciones de milagros y los carismas de curaciones (Mt 1). En los Hechos de los Apóstoles, Esteban atestigua el mucho saber de Moisés, tomándolo sin duda de escritos antiguos que no han llegado al público.
Dice en efecto: Y fue instruido Moisés en toda la sabiduría de los
egipcios . De ahí justamente vino la sospecha de que, en sus milagros, no obrara según su afirmación de que venía de Dios, sino según las enseñanzas de los egipcios, que conocía muy bien. Con esta sospecha, el rey mandó llamar a los encantadores de Egipto, a sus sabios y hechiceros (Ex 7,10), pero se demostró no eran nada en parangón con la sabiduría de Moisés, que estaba muy por encima de toda la sabiduría de los egipcios.
Es probable que lo que Pablo escribe en su primera carta a los corintios (l,18ss), como cosa dicha contra los griegos y los que alardean de la sabiduría griega, haya movido a algunos a pensar que la palabra divina no quiere sabios. El que así piense, oiga lo que sigue: la palabra divina reprende a hombres míseros, y dice que no son sabios en lo inteligible, invisible y eterno, sino que, ocupados solamente en lo sensible y cifrándolo todo en ello, son sabios de este mundo. Por modo semejante, como haya muchos sistemas filosóficos: unos que defienden la materia y los cuerpos y sientan que todo lo que subsiste principalmente o en sí mismo son cuerpos, y nada hay fuera de ellos, ora se llame invisible, ora se lo denomine incorpóreo, ésa dice la palabra divina ser la sabiduría de este mundo, que es destruida, y se entontece, la que se llama también sabiduría de este tiempo; otros, empero, que levantan al alma de las cosas de acá a la bienaventuranza de Dios y al que se llama reino suyo, y enseñan a despreciar como pasajero todo lo sensible y patente a los ojos y a correr a lo invisible y oculto (Ex 2), ésa dice ser sabiduría de Dios. Sin embargo, amante que era Pablo de la verdad, dice acerca de algunos sabios griegos en lo que tienen de verdad: Conociendo como conocieron a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias. Atestigua, desde luego, Pablo que conocieron a Dios, pero añade que eso no fue sin ayuda y providencia de Dios, pues escribe: Porque Dios se lo manifestó; aludiendo, según yo pienso, a los que se remontan de lo visible a lo inteligible, dado caso que escribe: Lo invisible de Dios se hace visible, desde la creación del mundo, por las criaturas, su mismo poder eterno y su divinidad; de suerte que son inexcusables; pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias .
Pero Pablo dijo también: Mirad, hermanos, vuestro llamamiento; no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. No, Dios ha escogido lo necio del mundo, para confundir a los sabios; y ha escogido Dios lo innoble y despreciado, y hasta lo que no tiene ser, para confundir a lo que tiene ser, y asi no se gloríe hombre alguno en su presencia (Ex 1). Acaso también estas palabras han podido mover a algunos a pensar que ningún hombre culto, ningún sabio o inteligente abraza nuestra religión. Al que así piense le haremos notar que no se habla de que no haya ningún sabio según la carne, sino de que no hay "muchos sabios según la carne". Y es evidente que, cuando Pablo caracteriza a los que se llaman obispos y describe qué cualidades hayan de tener, entre ellas ordenó que el obispo sea doctor o maestro; y dice que debe ser capaz de argüir a los contradictores y tapar, por su sabiduría, la boca a los que hablan vanamente y engañan a las almas. Y, como prefiere para el episcopado al monógamo sobre el dígamo, al irreprensible sobre el reprensible, al continente sobre el que no lo es, al prudente sobre el imprudente, al moderado sobre el inmoderado aun en cosas menudas, así quiere que suba preferentemente al episcopado quien sea capaz de enseñar y de argüir a los que contradicen . ¿Con qué razón, pues, nos acusa Celso de decir: "Nadie instruido, nadie sabio, nadie inteligente se acerque a nosotros"? No, acerqúese, si quiere, un hombre culto, un sabio, un inteligente; pero acerqúese no menos cualquier ignorante, cualquier insensato, inculto y niño. Porque nuestra religión promete curar a los tales, haciéndolos a todos dignos de Dios ".
Mentira es también que quienes predican la palabra divina sólo quieran persuadir "a tontos, plebeyos, estúpidos, mujer-zuelas y chiquillos". A decir verdad, también a éstos los llama nuestra religión para mejorarlos, pero no menos a otros muy
diferentes de ellos. Y es así que Cristo es salvador de todos los hombres, señaladamente de los creyentes (Ex 1), ora sean inteligentes o simples. Y El es también propiciación por nuestros pecados cerca del Padre, y no sólo de los nuestros, sino de los de todo el mundo (Ex 1). Huelga, por ende, querernos defender, después de lo dicho, de frases de Celso como éstas: "¿Qué may hay, por otra parte, en ser instruido y haber estudiado las mejores doctrinas y en ser y parecer inteligente? ¿No será antes bien de provecho y medio por donde se puede llegar más fácilmente a la verdad?" Realmente, el ser verdaderamente instruido no es un mal, pues la instrucción y educación es camino de la virtud. Sin embargo, ni los sabios griegos dirán haya de contarse en el número de los instruidos el que abraza doctrinas erróneas. Y ¿quién no convendrá igualmente en que el haber estudiado las mejores doctrinas no sea un bien? Pero ¿qué doctrinas calificaremos de mejores, verdaderas y que estimulen a la virtud? También es bueno ser inteligente, pero no el mero parecerlo, como afirma Celso. Y, ciertamente, ni el ser instruido, ni el haber estudiado las mejores doctrinas, ni el ser inteligente son obstáculo alguno, sino que antes bien ayudan al conocimiento de Dios. Pero nosotros tenemos más derecho que Celso a decir todo eso, sobre todo si se demuestra que es epicúreo ".
Veamos lo que dice seguidamente, que es de este tenor: "Mas vemos por vista de ojos cómo los charlatanes que en las públicas plazas ostentan sus artes más abominables y hacen su agosto, jamás se acercan a un grupo de hombres discretos, ni entre éstos se atreven a hacer ostentación de sus maravillas "; mas dondequiera ven a un corro de muchachos o una turba de esclavos o de gentes bobaliconas, allá se precipitan y allí se pavonean". ¡Es de ver cómo también en esto nos calumnia, equiparándonos a los que en los mercados exhiben sus artes más abominables y hacen así su agosto!
¿Qué doctrinas abominables exhibimos nosotros? ¿O qué hacemos que se asemeje a lo de esos charlatanes? ¡Nosotros, que, por medio de lecturas de la palabra divina y su comentario, exhortamos a la piedad para con el Dios del universo y a las virtudes que se sientan en el mismo trono que ella, y apartamos a los oyentes de todo menosprecio de lo divino, y de toda acción contra la
recta razón! 3Í. Los mismos filósofos desearían ciertamente congregar tan gran número de oyentes de discursos que exhortan al bien; así lo han hecho señaladamente algunos cínicos, que públicamente se ponen a conversar con los primeros que se topan. ¿Es que también se dirá de ellos, por no reunir como auditorio a los que pasan por instruidos, sino que convidan y juntan a gentes de la calle, que se parecen a los charlatanes que exhiben en las públicas plazas sus artes abominables y hacen así su agosto? Pero ni Celso ni ninguno de los que piensan como él pondrán tacha en quienes, según lo que ellos tienen por amor a la humanidad, dirigen sus discursos aun a las gentes ignorantes.
Ahora bien, si aquellos filósofos no merecen reprensión por obrar así, veamos si los cristianos no exhortan más y mejor que ellos a las muchedumbres a la vida honrada. Porque los filósofos que públicamente conversan con las gentes, no seleccionan su propio auditorio, sino que todo el que quiere se para y se pone a oír. Los cristianos, empero, en cuanto les es posible, examinan previamente las almas de los que quieren oírlos y de antemano los prueban " privadamente; sólo después que, al parecer, antes de entrar en la comunidad, se han entregado los oyentes a cumplir su propósito de vivir honestamente, entonces los admiten. Luego, privadamente, estatuyen dos órdenes, uno de recién llegados, que reciben instrucción elemental y no llevan aún el signo de haber sido purificados; otro, de los quej según sus fuerzas, han demostrado su propósito de no querer sino lo que place a los cristianos. Entre éstos se destinan algunos a vigilar la vida y conducta de los que han entrado, con el fin de impedir que formen parte de la comunidad quienes se entregan a pecados ocultos, y recibir, en cambio, con los brazos abiertos a los que no son tales y hacerlos cada día mejores. El mismo procedimiento siguen con los que pecan, señaladamente con los intemperantes, a los que arrojan de la comunidad, ¡esos que Celso compara a los charlatanes que en los mercados exhiben sus saberes abominables!
La venerable escuela de los pitagóricos construía cenotafios a los que apostataban de su filosofía, teniéndolos por muertos (II 12); los cristianos, a su vez, lloran como perdidos y muertos para Dios a los que se dejan vencer por la intemperancia o por otro vicio torpe, y, como a resucitados de entre los muertos, caso que muestren verdadera penitencia, de nuevo los reciben algo más tarde, con más largo plazo de prueba que a los que por primera vez se convierten. Sin embargo, a los que han venido a caer después de abrazar el cristianismo, no los admiten a cargo ni gobierno alguno de la que se llama Iglesia de Dios.
Pues veamos ahora si Celso no miente descaradamente y compara cosas dispares cuando dice: "Vemos por vista de ojos cómo los que en las públicas plazas exhiben sus artes más abominables y hacen su agosto". Y esos a quienes Celso nos compara: "los que en las públicas plazas ostentan sus artes abominables y hacen su agosto", dice él que "jamás se acercan a una reunión de hombres inteligentes, ni entre éstos se atreven a mostrar sus maravillas 3S; mas donde columbran a muchachos, una turba de esclavos o un corro de bobalicones, allí se precipitan y allí se pavonean". Mas en esto no hace otra cosa que insultarnos, a la manera de mujerzuelas que chillan en las calles sin otro fin que insultarse unas a otras 3°. Porque la verdad es que nosotros hacemos cuanto está en nuestra mano por que nuestra reunión se componga de hombres inteligentes; y, cuando tenemos delante oyentes discretos, nos atrevemos a exponer, en nuestras homilías al pueblo, lo que nuestra religión tiene de más bello y divino; mas cuando contemplamos cómo acuden gentes simples, ocultamos y pasamos en silencio los temas más profundos, pues son oyentes que necesitan de discursos que, figuradamente, se llaman "leche" .
Y es así que nuestro Pablo, escribiendo a los corintios, que eran, desde luego, griegos, pero no puros aún en sus costumbres, dice así: Leche os di a beber, no comida, pues no la podíais aún tomar; pero ni aún ahora podéis, pues todavía sois carnales. Pues, cuando entre vosotros se dan envidia y contienda, ¿no sois carnales y andáis a lo humano? (CF 1).
Pero el mismo Pablo, que sabía haber un alimento propio del alma ya más perfecta y que el de los principiantes se compara a la leche de los niños, dice también: Y habéis venido a tener necesidad de leche, y no de manjar sólido. Porque todo el que toma leche es que no tiene experiencia de la palabra de la justicia, pues es un niño. De los perfectos, empero, es el manjar solido, pues por el hábito tienen ejercitados los sentidos para distinguir el bien y el mal . Ahora, pues, preguntamos: El que crea que todo esto está bien dicho, ¿puede imaginar que las bellezas de nuestra doctrina no se expondrán jamás ante una reunión de hombres inteligentes, sino que dondequiera columbremos a un corro de chiquillos, una gavilla de esclavos o un grupo de bobalicones, allí correremos a exponer las cosas divinas y sagradas, y ante parejos oyentes nos pavonearemos de ellas? Pero no, lo evidente para todo el que examine el sentido de nuestros escritos es que Celso, por rencor comparable al de la plebe vulgar, dice todo eso, sin crítica alguna, para calumniar la raza de los cristianos.
Confesamos realmente que queremos instruir a todos por la que, mal que le pese a Celso, es palabra de Dios, de modo que también a los muchachos les dirigimos la exhortación que les conviene, y mostramos a los esclavos cómo, adquiriendo espíritu libre, nacerán de noble raza por obra del Logos. Y los que entre nosotros predican el cristianismo, paladinamente afirman ser deudores de griegos y bárbaros, de sabios e ignorantes , pues no niegan que es menester curar también las almas de los ignorantes, para que, dejando, en lo posible, su ignorancia, corran hacia una mayor inteligencia, escuchando la exhortación de Salomón: ¡Oh insensatos!, tened inteligencia. Y el que de vosotros sea más insensato, tuerza hacia mí . Y a los faltos de sentido, los exhorta la sabiduría diciendo: Venid, comed mi pan y bebed el vino que os he templado; abandonad la necedad, para que viváis, y enderezad la inteligencia en conocimiento .
Mas, dado el punto que nos ocupa, yo diría también contra el razonamiento de Celso lo que sigue:
¿Es que los filósofos no invitan también a que los oigan los muchachos? ¿Es que no exhortan a los jóvenes a que salgan de su vida pésima y aspiren a cosas mejores? ¿Por qué no han de querer que los esclavos profesan la filosofía? ¿Vamos a acusar nosotros a los filósofos de que los exhorten a la virtud, como hizo Pitágoras con Zamolxis, y Zenón con Perseo, y los que, recientemente *°, incitaron a Epicteto a profesar la filosofía? ¿O es que a vosotros, ¡oh griegos!, os es lícito llamar a la filosofía a muchachos y esclavos y gentes ignorantes; mas, si nosotros hacemos lo mismo, no obramos por amor a nuestros semejantes? ¡Y es así que nosotros queremos curar con la medicina de la razón a toda naturaleza racional y unirla con el Dios creador de todas las cosas! Pero baste con lo dicho sobre los insultos, más bien que acusaciones, de Celso.
Como, por lo visto, Celso ha tomado gusto en echarnos rociadas de insultos, añadió a los ya dichos, otros que vamos a citar para ver quién se deshonra más con ellos, los cristianos o Celso, que dice: "Vemos, efectivamente, en las casas privadas a cardadores, zapateros y bataneros, a las gentes, en fin, más incultas y rústicas, que delante de los señores o amos de casa, hombres provectos y discretos, no se atreven a abrir la boca; pero apenas cogen aparte a los niños mismos y con ellos a ciertas mujercillas sin seso, hay que ver la de cosas maravillosas que sueltan: "que no hay que atender ni a padres ni a preceptores, sino creerlos únicamente a ellos; pues aquéllos son unos necios y unos estúpidos y, preocupados como están por vacuas tonterías, ni saben ni hacen nada que sea realmente bueno. Ellos, sólo ellos, son los que saben cómo se debe vivir, y si los niños les obedecen, no sólo serán ellos felices, sino que harán41 también feliz a su familia". Y si, mientras hablan, columbran que se acerca alguno de los preceptores, encargados de la enseñanza de los niños, hombres prudentes, o el padre mismo, los más cautos se callan de miedo; pero otros, más descarados, tratan de soliviantar a los niños, susurrándo-les que en presencia del padre o de los preceptores no quieren ni pueden explicarles nada bueno, pues se lo impide la estolidez y necedad de aquéllos, corrompidos que están totalmente y sumidos en la más profunda maldad, y que pudieran castigarlos; que si quieren, tienen que desentenderse del padre y preceptores y, junto con las mujeres y sus compañeros de juegos, apartarse a la habitación de las mujeres o al taller de zapatería o de curtidos, y allí recibirán cabal instrucción. Tales son los discursos con que tratan de persuadir".
Aquí es también de ver cómo injuria a los que entre nosotros predican la palabra divina. A los que por todos los modos tratan de levantar el alma al Creador del universo, a los que enseñan cómo hay que despreciar todo lo sensible, temporal y visible y no dejar piedra sin mover a trueque de alcanzar la comunión con Dios, la contemplación de lo inteligible e invisible y la vida bienaventurada con Dios y con los amigos de Dios; a ésos, digo, los compara Celso con los cardadores, que andan por las casas, con los zapateros y bataneros, con las gentes más rústicas imaginables, que atraerían al mal a niños realmente pequeños y mujerzuelas, apartándolos de padres y preceptores, para que los sigan a ellos solos. Mas a Celso le toca demostrar de qué padre prudente, de qué maestro de nobles enseñanzas apartamos nosotros a los niños y mujerzuelas, y comparar, en los niños y mujeres que abrazan nuestra religión, si algo que antes oyeran es mejor que lo que oyen de nosotros. Díganos Celso de qué modo apartamos a niños y mujeres de sanas y sagradas doctrinas y los provocamos a la práctica del mal. Pero jamás podrá probar nada semejante contra nosotros. Al contrario, a las mujeres las libramos de la deshonestidad y perversión que les viene de los que tratan con ellas, y de toda manía por teatros y bailes, no menos que de la superstición ; y a los niños, apenas llegan a la pubertad y se despiertan sus instintos por lo sexual, tratamos de hacerlos castos, poniéndoles delante no sólo la fealdad del pecado, sino también el estado en que queda el alma de los malos, la cuenta que tendrá que dar y los castigos que sufrirá.
¿Y qué maestros decimos que deliran y son unos mentecatos, a los que defiende Celso como si enseñaran mejor doctrina que la nuestra?
A no ser que tenga, por lo visto, por maestros excelentes y no delirantes de las mujeres, a quienes las provocan a la superstición y a espectáculos deshonestos, y que no son unos
mentecatos los que traen y llevan a los jóvenes a todo género de excesos que sabemos cometen en muchas partes. Ahora bien, nosotros, según nuestras fuerzas, invitamos aun a los que profesan dogmas filosóficos a que vengan a nuestra religión, poniéndoles delante su excelencia y pureza; mas como quiera que Celso da a entender por lo que dice no ser así, sino que sólo llamamos a gentes estúpidas, razonemos con él así: Si dijeras que apartamos de la filosofía a los que antes la han profesado, no dirías, desde luego, la verdad, pero tu dicho tendría algún viso de probabilidad; mas como dices que apartamos a los que se convierten a nosotros de sus buenos maestros, muéstranos haya otros maestros buenos fuera de los maestros de la filosofía o los que trabajan " por dar una enseñanza útil. Pero nada de esto podrá mostrar. Por lo demás, nosotros proclamamos públicamente, y no a sombra de tejado, que serán bienaventurados los que vivieren conforme a la palabra de Dios y en todas sus acciones miraren a El y en todo lo que hicieren piensen que los está El contemplando. ¿Son estas enseñanzas de cardadores, zapateros y bataneros y de los más rústicos patanes? ¡ Que lo demuestre, si es capaz, Celso!
Los que Celso compara con los cardadores que andan por las casas, y con los zapateros y bataneros y los más rústicos patanes, en presencia del padre y los maestros no querrán, dice, abrir la boca, ni podrán siquiera explicar cosa buena a los niños. Respondamos a esto: ¿De qué padre hablas, buen hombre, y de qué maestro? Si del que aprueba la virtud y reprende el vicio y aspira a lo mejor, has de saber que nosotros hablaremos a los niños de nuestra religión con la plena confianza de que saldremos airosos ante juez semejante; mas si callamos ante un padre desacreditado en la virtud y ante maestros que enseñan lo que pugna con la sana razón, no es cosa que nos puedas reprochar, pues sería reproche irrazonable. Tú mismo, seguramente, si tuvieras que enseñar los misterios de la filosofía a jóvenes, hijos de padres que miran la filosofía como cosa ociosa y sin provecho, no darías tu lección en presencia de esos malos padres, sino que desearías que los hijos que han de iniciarse en la filosofía se apartaran de padres perversos y esperarías el momento oportuno en que los discursos de la filosofía llegaran al alma de los jóvenes. Y lo mismo diremos sobre los maestros. Si apartamos a los niños de maestros que enseñan las indecencias de la comedia y los licenciosos poemas yámbicos y demás obras que ni mejoran al que las recita ni son de provecho a los que las oyen; de maestros, repito, que no saben " interpretar filosóficamente los poemas y añadirles el comentario que convendría para provecho de los jóvenes, en tal caso hacemos algo que no nos avergonzamos de confesar. Mas si me presentas maestros que dan una especie de iniciación y ejercicio propedeútico en la filosofía, yo no trataré de apartar de ellos a los jóvenes; ejercitados más bien como en una instrucción general y en las doctrinas filosóficas, trataré de levantarlos a la magnificencia sacra y sublime, oculta al vulgo, de los cristianos, que discurren acerca de los temas más grandes y necesarios, a par que demuestran y ponen ante los ojos cómo toda esa filosofía se halla tratada por los profetas de Dios y por los apóstoles de Jesús.
Seguidamente, dándose cuenta que nos ha injuriado con demasiada aspereza, añade Celso en tono de propia defensa : "Y que no los culpo con mayor acritud de lo que me fuerza la verdad, puede demostrarse por lo que sigue. Los que llaman para las otras iniciaciones, proclaman previamente: "El que sea puro de manos y discreto de lengua..." O bien otros: "El que esté limpio de toda impureza, cuya alma no tenga .conciencia de mal alguno, y el que viva bien y justamente..." Y esto previamente pregonan los que prometen purificaciones de los pecados. Pues escuchemos ahora a quiénes llaman éstos: "Cualquiera-dicen-que sea pecador, cualquier insensato, cualquier niño pequeño y, en una palabra, cualquier miserable, a éste lo aceptará el reino de Dios". Ahora bien, ¿a quién llamáis pecador sino al inicuo, al ladrón, al que taladra paredes, al hechicero, al que despoja los templos y al que profana las tumbas? ¿A qué otros llamara quien quisiera hacer leva de bandidos? A esto respondemos que no es lo mismo llamar a los enfermos del alma para que se curen, que llamar a los sanos para que conozcan y comprendan los misterios divinos. Nosotros conocemos esos dos géneros de personas, y así, desde el principio, llamamos a los hombres para que se curen. A los pecadores los exhortamos a que oigan discursos que les enseñarán a no pecar; a los insensatos, otros que les infundirán inteligencia; a los niños, a que avancen hasta sentir
y pensar como hombres; y a los desgraciados en general tratamos de llevarlos a la felicidad o, hablando con más propiedad, a la bienaventuranza ". A aquellos, empero, que, tras oír nuestras exhortaciones, han adelantado en la virtud y demuestran haber sido purificados por el Logos y vivir, según sus fuerzas, mejor que antes, los llamamos en ese momento a nuestros misterios. Pues hablamos sabiduría entre los perfectos (CF 1).
Nosotros enseñamos que en alma malévola no entrará la sabiduría, ni morará en cuerpo sujeto al pecado , y así decimos: El que tenga manos puras y que, por eso, levanta a Dios manos santas (CF 1); el que, por ofrecer sublimes y celestes sacrificios, puede decir: La elevación de mis manos es sacrificio vespertino (Ps 140,2), venga a nosotros ; y el que es discreto en su lengua por meditar día y noche la ley del Señor (Ps 1,2) y tener por el hábito ejercitados los sentidos para distinguir el bien y el mal , no vacile en acercarse a gustar de los sólidos manjares espirituales, que convienen a los atletas de la piedad y de toda virtud. Y, pues la gracia de Dios está con todos los que aman incorruptamente al Maestro de las doctrinas" sobre la inmortalidad, el que esté limpio no sólo de todo crimen, sino también de los pecados que se tienen por leves, inicíese confiadamente en los misterios de la religión de Jesús, que, razonablemente, sólo se revelan a las almas puras y santas. El sacerdote de Celso dice: "Al que de nada malo le remuerda la conciencia, venga". Mas el que inicia a los hombres en el culto de Dios según Jesús dirá a los purificados en su alma: Al que de mucho tiempo atrás, y señaladamente desde que fue curado por obra del Logos, no le remuerde el alma de mal alguno, ése escuche también lo que, privadamente , habló Jesús a sus auténticos discípulos.
En conclusión, al contraponer Celso a los que inician en los misterios de los griegos y a los que enseñan la doctrina de Jesús, no se percató de la diferencia entre llamar a los malos para que se curen, y a los ya del todo puros a iniciarse en los misterios cristianos.
No llamamos, pues, a nuestros misterios y a participar de la sabiduría escondida en el misterio, aquella que Dios predestinó antes de los siglos para gloria de sus santos (Ps 1), al inicuo, al ladrón, al atracador, al hechicero, al sacrilego y violador de sepulcros y a cuantos otros, con énfasis retórico, pueda enumerar Celso. No, a ésos los llamamos para su curación. Y es así que en la divinidad del Logos hay ayuda para la curación de los enfermos, de los que dijo el Logos mismo: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos (Mt 9,12); y hay otras que revelan a los limpios de cuerpo y alma el misterio oculto por tiempos eternos, pero manifestado ahora por las escrituras proféticas y por la aparición de nuestro Señor Jesucristo . Esa aparición se hace patente a cada uno de los perfectos e ilumina la mente para conocer sin error la realidad de las cosas. Mas ya que, dando énfasis retórico a las acusaciones contra nosotros, tras enumerar a todos esos hombres, padrones de abominación, añade: "¿A qué otros llamaría el bandido que hiciera leva de gentes?", también a eso le vamos a responder. El bandido llama ciertamente a gentes de esa ralea, porque quiere valerse de su maldad contra los hombres a quienes desea matar y robar; mas el cristiano, aun cuando llame a los mismos que el bandido, lo hace con intención muy diferente; el cristiano quiere vendar las heridas de ellos por medio de la palabra divina, y verter sobre el alma, inflamada por sus vicios, los remedios de esa misma palabra, a la manera del aceite y vino (LE 10,34) y otros emolientes, y demás ayudas médicas que alivian al alma.
Luego tergiversa Celso lo que se dice y está escrito para exhortar a los que viven mal y llamarlos a penitencia y enmienda de sus almas y dice que decimos "haber sido Dios enviado a los pecadores" (Mt 9,11-13). En esto hace como si reprochara a quienes digan que, por razón de los enfermos de una ciudad, envió un rey humanísimo a su médico. Fue efectivamente enviado el Dios Logos como médico a los pecadores; como maestro de misterios divinos a los ya limpios y que no pecan más.
Mas Celso, incapaz de hacer esta distinción (por no tener interés en averiguar bien las cosas), dice: "Pues qué, ¿no fue enviado a los sin pecado? ¿Qué mal es
no haber pecado?" A esto decimos que si por "sin pecado" entiende a los que ya no pecan, también a éstos fue enviado Jesús, nuestro Salvador, pero no como médico; mas si los "sin pecado" son los que nunca han pecado (Celso no hizo la distinción en su frase), hemos de decir no ser posible haya un hombre en este sentido sin pecado ". Pero esto afirmamos a excepción del que en Jesús era mirado como hombre (cf. II 25), que no cometió pecado (Mt 1). Malignamente además afirma Celso que nosotros digamos: "Al inicuo, como se humille a sí mismo por razón de su maldad, lo recibirá Dios; si el justo, empero, que haya practicado la virtud desde el principio levanta a El los ojos, no lo recibirá". Efectivamente, nosotros decimos seí imposible que nadie levante sus ojos a Dios tras una práctica de la virtud desde el principio. Es menester, en efecto, que la maldad se dé primeramente entre los hombres, como escribe también Pablo: Mas cuando vino el mandato, revivió el pecado, pero yo morí . Pero tampoco enseñamos acerca del inicuo que baste humillarse bajo el peso de su maldad para que Dios lo reciba. No, Dios recibe al que se condena a sí mismo por su vida pasada, y por ella anda humillado y vive ordenadamente en lo por venir.
Luego se ve que Celso no entiende el sentido de estas palabras: Todo el que se exaltare, será humillado (Mt 23,12), ni enseñado siquiera por Platón, según el cual el hombre bueno y noble se porta modesta y ordenadamente (PLAT., Leg. 716a). Tampoco sabe por qué decimos: Humillaos bajo la poderosa mano de Dios, para que El os exalte en el momento oportuno (Mt 1). Así se explica que diga: "Los que administran debidamente la justicia, reprimen los suspiros lastimeros (PLAT., Phaidr. 267c) de quienes se lamentan de sus desaguisados, para evitar el riesgo de que se dé la sentencia por compasión y no según verdad. Y Dios, por lo visto, ¿juzga no según verdad, sino por lisonja?" Pero ¿qué lisonja ni qué especie de suspiros lastimeros hay en las divinas Escrituras, cuando el pecador le dice a Dios en su oración: Te he confesado mi pecado, no te oculté mi culpa.
Dije: Confesaré al Señor mi falta...? (Ps 31,5). Pero ¿será Celso capaz de demostrar que no contribuye eso a la conversión de los que pecan, al humillarse a sí mismos ante Dios en sus oraciones?
Pero, obcecado por su furia de acusarnos, no repara en contradecirse a sí mismo. Así, una vez afirma saber de hombres sin pecado, de justos que, adornados de virtud desde el principio, levantan sus ojos a Dios; otra acepta lo que nosotros decimos: ¿Qué hombre hay perfectamente justo o quién está sin pecado? . Y, efectivamente, como si lo aceptara, dice: "Realmente, harta verdad es que, por naturaleza, la raza humana es pecadora". Luego, como si el Logos no hubiera llamado a todos, dice: "Debiera, pues, haberlos llamado a todos, puesto caso que todos pecan". Pero más arriba (II, 73) hemos hecho ver que Jesús dijo: Venid a mí todos los que trabajáis y andáis cargados, y yo os aliviaré (Mt 12,28). Así, pues, todos los hombres que trabajan y andan cargados por su naturaleza proclive al pecado, son llamados al alivio y descanso que les ofrece el Logos de Dios. Y es así que Dios envió su Logos, y los sanó y los libró de sus miserias (Ps 106,20).
Dice también Celso: "¿Qué preferencia es ésa por los pecadores?" Y por el estilo añade muchas más cosas. A todo ello responderemos que, hablando absolutamente, un pecador no es preferido al que no lo es. Sin embargo, hay veces en que un pecador, que tiene conciencia de sus pecados y ello lo mueve a arrepentirse y andar humilde bajo su peso, es preferido a otro que se tiene por menos pecador o que no piensa en absoluto ser pecador, y se exalta y engríe por ciertas ventajas que se imagina poseer. Así lo pone en claro a todo el que quiera leer inteligentemente los evangelios la parábola del pu-blicano, que decía: Sé propicio a mi, que soy pecador (LE 18,13), y del fariseo que se vanagloriaba con orgullo malo: Te doy gracias, porque no soy como los otros hombres: rapaces, inicuos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano (ibid., 11). Porque Jesús pone como epílogo a las palabras de cada uno: Aquél, y no éste, bajó justificado a su casa, porque todo el que se exalta, será humillado; y todo el que se humilla, será exaltado (ibid., 14). No blasfemamos, pues, de Dios ni le levantamos nada al enseñar que todo hombre ha de tener conciencia de su propia pequenez en parangón con la grandeza de Dios y pedirle continuamente supla El lo que falta a nuestra naturaleza, pues sólo El puede compensar nuestras deficiencias.
En opinión de Celso, dirigimos exhortaciones como ésas a los que pecan "por ser incapaces de ganarnos a nadie verdaderamente bueno y justo. De ahí que abramos nuestras puertas a las gentes más impías y abominables". Mas a quien inteligentemente examine la sociedad que formamos, le podemos presentar muchos más que se han convertido de una vida no del todo mala que no los que han dejado los pecados mqs abominables. Porque quienes tienen buena conciencia y desean sea verdad lo que se predica acerca de la recompensa que dará Dios a los buenos, es natural se adhieran con más prontitud a lo que nosotros decimos que no los que viven de todo en todo rotamente, a quienes su propia conciencia les impide aceptar que serán castigados por el juez universal con pena proporcionada al que tanto ha pecado, y que no sin buena razón será infligida por el juez supremo. Y hasta hay veces en que hombres de todo punto perdidos, por más que quieren, por la esperanza que les da la penitencia ", aceptar la doctrina acerca del castigo eterno, son impedidos por la costumbre de pecar, teñidos que están, como si dijéramos, por el vicio e incapaces ya de levantarse de él y pasar a una vida decente y conforme a la recta razón. Así lo comprendió el mismo Celso, no sé cómo, pues dice seguidamente: "Realmente, a cualquiera se le alcanza que los que pecan por naturaleza y costumbre, nadie en absoluto logrará cambiarlos por castigos, ni menos por misericordia, pues nada hay tan difícil como cambiar completamente una naturaleza. Pero los que no pecan gozan de mejor vida".
Mas también en esto yerra, a mi parecer, completamente Celso, al no conceder a los que pecan por naturaleza y hasta por costumbre la posibilidad de un cambio completo; según él, ni por castigos se los puede curar. Realmente, es claro y patente que todos los hombres pecamos por naturaleza, y algunos no sólo por naturaleza, sino también por hábito; pero no todos los hombres son incapaces de un cambio radical. Las escuelas filosóficas y la palabra divina están llenas de historias de quienes cambiaron tan radicalmente que vinieron a ser" modelos de la vida mejor. De entre los héroes, algunos ponen
en este número a Heracles y Ulises; de entre los posteriores, a Sócrates, y de entre los modernos, a Musonio ". Al sentar, pues, Celso su tesis de que "a cualquiera se le alcanza que quienes pecan por naturaleza y por costumbre no es posible en absoluto los lleve nadie, ni a fuerza de castigos, a convertirse a vida mejor", no sólo miente contra nosotros, sino también contra los nobles filósofos, que no desesperaron de que los hombres puedan retornar a la virtud. Y si es cierto que no expresó con exactitud su pensamiento, aun interpretándolo benévolamente, no hemos demostrado con menos razón que no habla sanamente. Dijo, en efecto: "A los que pecan por tendencia natural y, encima, por costumbre, no es posible los cambie nadie ni aun a fuerza de castigos", y nosotros, entendiendo la frase como suena, lo hemos rebatido según nuestras fuerzas.
Pero es probable que sólo quiso dar a entender no ser posible que nadie haga cambiar completamente, ni aun a fuerza de castigos, a los que no sólo por tendencia natural, sino también por hábito, cometen pecados como sólo los cometen los hombres más perdidos. Mas también esto se demuestra ser falso por la historia de ciertos filósofos. Porque ¿quién no contará entre los hombres más perdidos al que, fuera por lo que fuera, se sometió a un amo que le mandó ponerse en un prostíbulo para que todo el que quisiera abusara de él? Y tal se cuenta acerca de Fedón. ¿Y quién no dirá haber sido el más abominable de los hombres el que con una flautista y toda la panda de compañeros de juerga irrumpió en la escuela del venerable Jenófanes para insultar al hombre a quien sus discípulos admiraban? (I 64). Sin embargo, la razón tuvo tanta fuerza para convertir a estos hombres y hacerles adelantar hasta punto tal en la filosofía, que al uno lo tuvo Platón por digno de narrar el discurso de Sócrates sobre la inmortalidad del alma y de explicar su serenidad en la cárcel, sin preocuparse
para nada de la cicuta, sino explicando sin miedo alguno y con la mayor calma de espíritu cosas tales y tamañas, que apenas si pueden comprender los más atentos, a quienes no moleste incidente o perturbación alguna. Y Polemón, que de disoluto pasó a ser el hombre más temperante, sucedió en la escuela a Jenócrates, famosísimo por su gravedad de carácter. No está, pues, Celso en lo cierto al afirmar que "nadie, ni aun a fuerza de castigos, puede cambiar a los que pecan por tendencia natural y, encima, por costumbre".
Sin embargo, no es en absoluto de maravillar que el orden, la composición y elegancia de los discursos filosóficos produjeran esos efectos en los antedichos y en otros " de mala vida; pero si consideramos lo que Celso llama (III 73) "discursos vulgares", llenos de poder, como si fueran fórmulas mágicas, y contemplamos cómo súbitamente atraen a muchedumbres que pasan de una vida de intemperancia a la vida más tranquila, de inicuos a justos, y de cobardes y afeminados a tal fortaleza de ánimo que desprecian la muerte por amor de la religión que han abrazado, ¿cómo no admirar la fuerza que hay en tales discursos? "" Y es así que la palabra de los> que a los comienzos predicaron la religión cristiana y trabajaron en la fundación de las iglesias de Dios y, por lo tanto, su enseñanza, tuvo ciertamente fuerza persuasiva, pero no como la que se estila en los que profesan la sabiduría de Platón o de cualquier otro filósofo, hombres al cabo y que nada tienen fuera de la naturaleza humana. La demostración, empero, de los apóstoles de Jesús era dada por Dios, y tomaba su fuerza persuasiva del espíritu y el poder (LE 1). Así se explica que su palabra corriera rápida y agudísimamente (Ps 147,4) o, por mejor decir, la palabra de Dios, que por su medio convertía a muchos que pecan por natural tendencia y por costumbre; a los que nadie, ni a fuerza de castigos, hubiera hecho mudar de vida los cambió la palabra viva, formándolos y moldeándolos a su talante.
y el ejercicio
Dice además Celso, de acuerdo con su mentalidad, que "no hay en el mundo nada tan difícil como mudar completamente
una naturaleza". Pero nosotros sabemos que todas las almas racionales son de la misma naturaleza, y afirmamos que ninguna salió mala de las manos del Creador del universo; si muchos luego se han hecho malos, ello se debe a la educación, a la perversión y al ambiente (cf. III 57), hasta el punto de que en algunos la maldad ha venido a ser segunda naturaleza. De ahí que estemos persuadidos de que, para el Logos divino, cambiar en bien una maldad que se ha hecho naturaleza, no sólo no es imposible, mas ni siquiera excesivamente difícil. La sola condición es aceptar la necesidad de entregarse a sí mismo al Dios sumo y hacerlo y referirlo todo al agrado de Aquel, para quien no se cumple el dicho del poeta:
"Un mismo precio
corre para el cobarde y el valiente"; ni lo otro:
"lo mismo ha de morir el perezoso que el que mucho trabaja". (llíada 9,319s.)
Mas si a algunos se les hace difícil el cambio, la causa hay que buscarla en ellos mismos, que no quieren aceptar la verdad de que el Dios sumo será justo juez de todo lo que cada uno hubiere hecho en su vida. Porque, aun para cosas difíciles y, hablando hiperbólicamente, aun para las que parecen casi imposibles, mucho pueden la voluntad y el ejercicio. Si la naturaleza humana se propone andar por una cuerda tendida de una banda a otra del teatro sobre el aire, y eso llevando tales y tantos pesos, sale con ello por el ejercicio y la atención; ¿y no lo conseguirá si se propone vivir conforme a la virtud, aunque anteriormente haya sido malísima? Tenga cuidado el que esto dice no ofenda más al que creó al animal racional por naturaleza, que al propio creador, pues habría hecho capaz a la naturaleza humana de cosas tan difíciles, que, por otra parte, ninguna utilidad reportan, e incapaz de lograr su propia bienaventuranza. Pero baste lo dicho contra la tesis de que no hay nada tan difícil como cambiar una naturaleza.
Luego dice Celso que "los sin pecado gozan de mejor vida"; pero no aclara quiénes son los sin pecado, si los que lo son desde el principio o los que no pecan después de su conversión. Estar sin pecado desde el principio es imposible; de los que no pecan después de su conversión se hallan pocos que, una vez que se acercaron al Logos salvador, se hayan convertido en hombres sin pecado.
Lo cierto es que no se acercan al Logos
siendo tales, pues sin el Logos, y Logos perfecto, es imposible que el hombre se torne impecable.
Luego nos opone, como si fuera dicho nuestro: "Todo lo podrá Dios". Pero no entiende en qué sentido se dice esto, ni cómo se toma aquí ese "todo", ni en qué otro el "puede". No es menester discutir ahora sobre esto, pues ni él mismo lo contradice, aunque pudiera con algún viso de probabilidad. Acaso no comprendió lo que se podría decir con probabilidad contra ello o, si lo comprendió, vio también la respuesta que se puede dar a la objeción. Ciertamente, según nuestra doctrina, Dios lo puede todo, siempre que lo que puede no contradiga a su ser de Dios, a su bondad ni a su sabiduría. Pero Celso, dando pruebas de no haber entendido en qué sentido se dice que Dios lo puede todo, dice: "No querrá nada injusto," concediendo que Dios puede también lo injusto, pero no lo quiere. Mas nosotros sentamos que, como lo naturalmente dulce no puede, por su misma dulzura, producir nada amargo contra su sola propiedad, y como lo que naturalmente ilumina no puede, por el hecho de ser luz, oscurecer; así tampoco puede Dios cometer una iniquidad; el poder de ser injusto repugna a su divinidad y a todo el poder propio de su divinidad ". Si hay algún ser que puede cometer una injusticia, por tener natural propensión a obrar injustamente, esa posibilidad le viene de no tener en su naturaleza algo que le haga imposible toda injusticia.
Luego supone por su cuenta lo que acaso se imaginen algunos creyentes sencillos, pero que no concederán los más inteligentes, a saber: "A la manera de quienes se dejan dominar por la compasión, dejándose Dios llevar de ella con los que se lamentan, alivia a los malos; y a los buenos que no hacen nada de eso, los rechaza. Lo cual es el colmo de la iniquidad" (cf. III 63). La verdad es que, según nosotros, Dios no socorre a ningún malo que no se haya aún convertido a la virtud, ni rechaza a nadie que sea ya bueno. Mas
tampoco socorre o se compadece de nadie (para usar la palabra compasión en su sentido común), que se lamente, por el mero hecho de lamentarse; no, Dios recibe, por razón de la penitencia, aun a los que abandonan la vida peor, con tal de que condenen profundamente sus pecados, de modo que lleven, como si dijéramos, luto por ellos y se lloren a sí mismos como muertos por lo que a su vida pasada atañe, y den pruebas de una conversión sincera. Porque la virtud que viene a morar en sus almas y arroja de ellas la maldad que antes las ocupara, les hace olvidar su vida pasada. Mas aunque no fuera la virtud misma un progreso digno de este nombre que se produjera en el alma, bastaría, en el grado que fuera progreso, a desterrar y borrar la profusión de la maldad, de suerte que ésta estuviera ya cerca de no existir en el alma.
Luego, poniéndolo en boca de uno que enseñara nuestra doctrina, dice: "Los sabios rechazan lo que nosotros decimos, pues su sabiduría los extravía e impide". A esto responderemos que, si sabiduría es la ciencia de las cosas divinas y humanas y de sus causas s, o, como la define la palabra divina, vapor del poder de Dios y emanación pura de la gloria del Omnipotente, resplandor de la luz eterna y espejo sin mancha de la majestad de Dios e imagen de su bondad , no es posible que ningún sabio rechace lo que un cristiano inteligente diga acerca del cristianismo, ni que se extravíe o sea impedido por la sabiduría. Porque no extravía la verdadera sabiduría, sino la ignorancia; y de todo lo que existe, lo solo firme es la ciencia y la verdad, que vienen de la sabiduría (cf. PLAT., Pol. 508e). Mas si, rechazando esta definición de sabiduría, se llama sabio al que dogmatiza sobre lo que bien le viene, fundado en cualesquier sofismas, en ese caso, sí, diremos que el sabio, según pareja sabiduría, rechaza las palabras de Dios, extraviado que está por argumentos probables y sofismas, y trabado de pies por ellos. Y como, según nuestra doctrina, no es sabiduría la ciencia del mal y sólo ciencia de la maldad-llamémosla así-hay en los que profesan ideas erróneas y están engañados por sofismas, yo diría que en los tales hay más bien ignorancia que sabiduría.
Seguidamente injuria de nuevo al que predica el cristianismo, afirmando de él que dice "cosas ridiculas", pero no se para a explicar ni demostrar claramente en qué consisten esas ridiculeces. Y, terco en sus injurias, dice que "ningún hombre prudente creerá en esa doctrina, retraído S3 por la muchedumbre misma de los que la abrazan". En esto hace Celso como el que dijera que ningún hombre inteligente seguirá las leyes, por ejemplo, de Solón, Licurgo o Zaleuco u otro legislador, retraído por la muchedumbre de gentes vulgares que se guían por ellas; más que más, si por inteligente entiende el que lo es por la virtud. Los legisladores, en esto caso, rodearon al pueblo de la dirección y leyes que les parecieron convenientes, y, por modo semejante, Dios, que, por medio de Jesús, da leyes a todos los hombres, lleva también a los no inteligentes a lo mejor, en cuanto cabe llevar a lo mejor a tales gentes. Lo cual, como antes dijimos (II 78), sabíalo el Dios que habla por Moisés, y así dice: Ellos me provocaron a celos en uno que no es Dios, me irritaron en sus ídolos, pues yo los provocaré a celos en uno que no es pueblo, en un pueblo insensato los irritaré . Y Pablo, que lo sabía también, dijo: Dios escogió lo necio del mundo para confundir a los sabios (Ps 1), donde de modo general llama sabios a los que parecen haber hecho grandes progresos en sus doctrinas, pero cayeron en impío politeísmo, pues, profesando ser sabios, se entontecieron y mudaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen de un hombre corruptible y hasta de volátiles, cuadrúpedos y reptiles .
de necios?
Y sigue acusando al maestro cristiano de que "anda a busca de los necios". A lo que cabría preguntar: ¿A quiénes llamas tú necios? Porque, hablando con rigor, todo hombre malo es necio". Si llamas, pues, necios a los malos, cuando tú tratas de llevar a los hombres a la filosofía, ¿buscas a malos o a cultos? No es posible busques a hombres finos, pues ésos profesan ya la filosofía; luego llamas a malos y,
si malos, necios. Y buscas llevar a muchos de éstos a la filosofía; luego tú también buscas a los necios. Yo, empero, si busco a los que se llaman necios, hago como " el médico que, por amor a los hombres, busca a los enfermos para procurarles 5i los remedios y devolverles las fuerzas. Mas si llamas necios a los torpes y más bien supersticiosos, te responderé que también a éstos trato yo de mejorar según mis fuerzas, pero no quiero que de tales gentes se componga la religión cristiana. Yo busco más bien a los inteligentes y de agudos ingenios, que son capaces de entender la explicación de los enigmas y lo que misteriosamente se dice en la ley, en los profetas y en los evangelios. Estos escritos los. desprecias tú, porque te imaginas que no contienen nada que valga la pena; pero es que no has examinado su sentido ni has tratado de penetrar en la mente de sus autores.
Luego dice que "el maestro del cristianismo hace como el que promete sanar los cuerpos, pero disuade que se acuda a los buenos médicos, pues pudieran éstos descubrir " su chapucería". A esto le diremos: ¿Qué médicos son esos de que dices apartamos a los ignorantes? Porque no supondrás ciertamente que exhortamos a los filósofos a que se pasen a nuestra religión, para que pienses ser ésos los médicos de que apartamos a los que llamamos a la palabra divina. Así, pues, o no responderá, por no tener médicos que decir, o tendrá que refugiarse en el propio vulgo, en esos que cacarean servilmente lo de los muchos dioses y cualesquiera otras majaderías propias del vulgo. En uno y otro caso quedará convicto de haber metido torpemente en sus discursos al maestro que aparte de los buenos médicos. Pero demos que apartamos de la filosofía de Epicuro y de los que pasan por médicos de la escuela de Epicuro a los que han sido engañados por sus doctrinas; ¿no haremos cosa de todo punto razonable al librarlos de una grave enfermedad, obra de los médicos de Celso, cual es la negación de la providencia y la teoría del placer como bien sumo? Demos también que apartemos a los que convertimos a nuestra religión de otros médicos filósofos, como los peripatéticos, que niegan la providencia para con nosotros y toda relación de la divinidad con el hombre; ¿no haremos así nosotros piadosos y curaremos a los que se han convertido, persuadiéndoles a que se consagren al Dios supremo, y libraremos a los que nos creyeren de las grandes heridas que les han infligido los discursos de los supuestos filósofos? Demos, en fin, que retraemos a otros de los médicos estoicos, que introducen un dios corruptible y definen su esencia como un cuerpo absolutamente mudable, cambiable y transformable, de suerte que, al corromperse un día todo, sólo quedará Dios; ¿es que así no libraremos también de un mal a los que nos creyeren, y los llevaremos a la doctrina piadosa de que se consagren al Creador, y admiren al autor de la doctrina cristiana, al que convierte con el más grande amor a los hombres, y ordenó que las enseñanzas para bien de las almas se esparcieran por todo el género humano? Y si curamos también a los que han sufrido la insensatez de la reencarnaciones ", de médicos que rebajan la naturaleza racional, ora a una de todo punto irracional, ora a otra incapaz de percepción, ¿no haremos mejores en sus almas a los que crean en nuestra doctrina? Esta no enseña que al malo se le imponga por castigo la inconsciencia o irracionalidad, sino que demuestra cómo las penas y castigos infligidos por Dios a los malos son una especie de medicamentos que los convierten a El. Así piensan los cristianos inteligentes, siquiera se adapten a los más sencillos, como los padres a los niños pequeñuelos.
No nos refugiamos, pues, en los pequeños ni en los tontos y rústicos, para decirles: Huid de los médicos; ni tampoco decimos: ¡ Cuidado con que nadie de vosotros se dedique a la ciencia!
Nosotros no afirmamos que la ciencia sea un mal, ni somos tan locos que digamos que el saber impida a los hombres la sanidad del alma. Tampoco podemos afirmar que nadie se haya perdido jamás por la sabiduría, nosotros que, ni aun cuando enseñamos, decimos: "Atended a nosotros", sino: "Atended al Dios supremo y a Jesús, que nos ha enseñado a conocerlo". Nadie de nosotros es tampoco tan arrogante que diga (como atribuyó Celso a su fingido maestro cristiano) a sus discípulos: "Yo solo os salvaré". He ahí, pues, el cúmulo de mentiras que dice contra nosotros. Mas tampoco decimos que "los verdaderos médicos matan a los mismos "a quienes prometen curar".
De otra comparación echa mano contra nosotros al decir que "el maestro entre nosotros hace como el borracho que, entre borrachos, acusara a los abstemios de borrachos". Pues demuéstrenos por los escritos, por ejemplo, de Pablo, que este apóstol de Jesús era un borracho, y que sus discursos no eran de un hombre sobrio; o, por lo que escribió Juan, que sus ideas no corresponden a un hombre en sus cabales y libre del vicio de la embriaguez. Así, pues, nadie de sano juicio que enseña el cristianismo se da a la borrachera; sino que Celso, al hablar así, nos insulta de forma indigna de un filósofo. Y díganos también Celso a qué hombres sobrios tachamos de borrachos los que predicamos las enseñanzas cristianas. A decir verdad, en nuestro sentir, borrachos están los que hablan como a Dios a cosas inanimadas. ¿Mas qué digo borrachos? Locos están más bien los que corren a los templos y adoran como a dioses las estatuas o los animales. Y no menos locos que éstos están los que piensan que tengan nada que ver con el honor de verdaderos dioses objetos que fabrican, si a mano viene, hombres viles y hasta perversísimos (cf. I 5).
Luego compara al que enseña con un enfermo de los ojos, y lo mismo a los que lo escuchan, y dice que "un legañoso entre legañosos acusa de ciegos a los que tienen vista aguda". Ahora bien, ¿quiénes diríamos " que no ven según nuestro sentir? ¿No son acaso los que no son capaces de levantarse de tamaña grandeza del cosmos y de la hermosura de las criaturas a ver y contemplar que sólo se debe adorar, admirar y dar culto al que hizo tanta maravilla? Nada, empero, de lo que el hombre fabrica, nada de lo que se toma para honor de los dioses merece ser adorado, ora se lo separe del Dios creador, ora se junte con El. Y es así que comparar lo que no es en absoluto comparable con el infinito, que supera infinitamente toda naturaleza creada, es obra de gentes ciegas de inteligencia. No llamamos, pues, legañosos ni privados de vista a los que la tienen aguda; pero sí afirmamos estar ciegos de inteligencia los que, por ignorancia de Dios, se precipitan rodando a los templos, a los ídolos y a los llamados meses sagrados. Más que más cuando, amén de su impiedad,
viven rotamente, no buscan obra decente alguna y practican las más ignominiosas.
Seguidamente, ya que ha cargado sobre nosotros tamañas culpas, quiere dar a entender que todavía le quedan más por decir, pero se las calla. He aquí sus palabras: "De estas y otras cosas por el estilo tengo que acusarlos, pues no las voy a enumerar todas, y afirmo que pecan e injurian a Dios, a fin de atraerse con vanas esperanzas a hombres malvados y persuadirlos que, si se apartan de los mejores, correrán mejor suerte". También a esto puede contestarse por el argumento 60 de los que se convierten al cristianismo: No son, efectivamente, tanto los malos los que son atraídos por nuestra doctrina cuanto los más sencillos y, como los llamaría la gente, los inocentes. Porque éstos, movidos por el temor de los castigos que anuncia nuestra doctrina, se apartan de aquellas cosas por las que vienen los castigos y tratan de entregarse a la religión de los cristianos. Y hasta punto tal los domina la palabra divina, que, por temor a los tormentos que esa misma palabra llama eternos ( Mt 25,46), desprecian toda tortura que los hombres excogiten contra ellos y la muerte acompañada de infinitas agonías. Lo cual nadie en su sano juicio dirá ser obra de voluntades malas. ¿Cómo practicar la continencia y castidad movidos de mala voluntad? Y lo mismo se diga de la beneficencia y liberalidad. Mas ni siquiera el temor de Dios que la palabra divina recomienda como útil a los que no son aún capaces de mirar a lo que debe escogerse por razón de sí mismo, ni de escogerlo en efecto como el sumo bien y muy por encima de toda promesa, ni siquiera, digo, ese temor " puede naturalmente darse en quien de propósito vive en la maldad.
Mas si alguno se imagina que en estas cosas hay más de superstición que de maldad entre el vulgo de los que creen " en la palabra divina, y acusa a nuestra religión de que hace supersticiosos, le responderemos lo que respondió un legislador (cf. PLUTARCH., Solón 15) a quien le preguntaba si había dado a sus ciudadanos las mejores leyes: "No las mejores en
absoluto, sino las mejores de que eran capaces". Así pudiera decir el autor de la religión cristiana: Yo he dado las mejores leyes y enseñado la mejor doctrina de que eran capaces "los muchos", para mejorar sus costumbres, amenazando con penas y castigos no fingidos, sino verdaderos (cf. IV 19), contra los que pequen. Verdaderos, digo, y que forzosamente recaerán en los que se resisten, y que ciertamente no entienden en absoluto la intención del que castiga ni el efecto de las penas. Porque también esto se dice para provecho, conforme desde luego a la verdad, pero veladamente cuando así conviene. Como quiera que sea, hablando en general, los predicadores del Evangelio no atraen a los malos, pero tampoco injuriamos a la Divinidad. Y es así que de ella sólo decimos cosas verdaderas y que parecen claras al vulgo, pero que no lo son para ellos tanto como para los pocos que se ejercitan en penetrar filosóficamente el cristianismo.
Dice también Celso que los que profesan el cristianismo "se dejan llevar de vanas esperanzas", recriminando así nuestra doctrina acerca de la vida bienaventurada y de la comunión con Dios. A lo cual le diremos: En tu opinión, amigo, se dejan también llevar de vanas esperanzas los que aceptan la doctrina de Pitágoras y Platón, sobre que el alma, por su naturaleza, es capaz de remontarse a la bóveda del cielo y, en un lugar por encima del cielo, contemplar lo que ven los espectadores bienaventurados (PLAT., Phaidr. 247.250). Y según tú, ¡ oh Celso!, de vanas esperanzas se dejan también llevar los que creen en la permanencia del alma y viven de manera que puedan llegar a ser héroes y convivir con los dioses (cf. III 37). Y acaso también los que están convencidos de que sólo el espíritu que viene de fuera es inmortal y sólo él escapará a la muerte63, dirá Celso que se dejan llevar de vanas esperanzas. En ese caso, no disimule ya su propia escuela filosófica, confiese ser epicúreo y combata lo que griegos y bárbaros han dicho con no despreciables razones acerca de la inmortalidad o permanencia del alma y sobre la inmortalidad de la mente; y demuestre que estas doctrinas engañan con vanas esperanzas a los que las aceptan y que las de su propia filosofía están limpias de tales vanas esperanzas. Su filosofía atraerá a los hombres con sólidas esperanzas o, lo que es más
consecuente con su doctrina, no infundirá esperanza alguna por razón de que el alma perece enteramente apenas llega la muerte. A no ser que Celso y los epicúreos nieguen no ser vana esperanza la que ellos ponen en el placer, fin que es de su vida y bien supremo, según ellos, "una sólida constitución de la carne y la confianza que se pone en ella", que es todo el ideal de Epicuro (fragm.68 Usener).
Mas nadie se imagine que no esté en armonía con la doctrina de los cristianos haber yo tomado contra Celso a los que han filosofado acerca de la inmortalidad o pervivencia del alma. Algunas cosas tenemos de común con ellos; pero en momento más oportuno demostraremos que la futura vida bienaventurada sólo se dará a los que hubieren abrazado la religión de Jesús y practicado para con el Creador del universo una piedad sincera y pura, sin mezcla de nada creado. En cuanto a los bienes superiores que persuadimos falsamente desprecien los hombres, demuéstrelos el que tenga gana de ello, y compare además el fin bienaventurado que, según nosotros, tendrán junto a Dios en Cristo, es decir, en el que es Logos, sabiduría y toda virtud, los que hubieren vivido irreprochablemente y hubieren amado al Dios supremo con amor indivisible y constante - un fin que vendrá por don del mismo Dios - ; compare, digo, este fin con el que proclaman las escuelas filosóficas de griegos o bárbaros o las religiones mistéricas. Y hasta ver que el fin, tal como lo conciben los otros, es superior al que nosotros proponemos; que el otro, como verdadero, es consecuente; el nuestro, empero, no se armonizaría con lo que Dios da ni con lo que merecen los que han vivido rectamente; o, en fin, que todo esto no fue dicho por el Espíritu divino, que llenó las almas de los profetas, hombres puros. Demuestre igualmente el que tenga gana de ello, que discursos en confesión de todos puramente humanos son superiores a los que se demuestra ser divinos y haber sido dictados por inspiración de Dios. ¿Y de qué cosas mejores enseñamos se aparte nadie " para que así le vaya mejor? Porque, si no se toma por arrogancia ", es de suyo evidente que nada mejor cabe pensar que entregarse al Dios supremo y abrazar una doctrina que nos aparta de todo lo creado, pero que nos conduce al Dios sumo por medio del Logcs animado y viviente, que es a par la sabiduría viviente y el Hijo de Dios.
Pero con lo dicho ha adquirido volumen suficiente el libro tercero de nuestra respuesta al escrito de Celso, por lo que le ponemos aquí término. En lo que sigue vamos a impugnar lo que después de esto escribe Celso.