Comenzamos ya, hombre de Dios, Ambrosio, el quinto libro contra el escrito de Celso, no porque intentemos practicar aquel mucho hablar, que nos está vedado y del que no se puede salir sin pecado (Prov 10,19), sino porque queremos, según nuestras fuerzas, no dejar sin examinar nada de lo que dijo, aquellos puntos señaladamente en que pudiera parecer a algunos habernos acusado inteligentemente a nosotros y a los judíos. Y, si nos fuera posible penetrar con el razonamiento en la conciencia de todo el que leyere su obra, y arrancar el dardo que vulnera a todo el que no está armado de punta en blanco de la armadura de Dios (Eph 6,11) y aplicar la medicina racional que curara la herida que inflige Celso y hace que no estén sanos en la fe (Tit 2,2) los que se allegan a sus discursos, eso haríamos; pero es obra de Dios morar invisiblemente, por su espíritu y el espíritu de Cristo, en aquellos que El juzga debe morar; a nosotros, empero, que tratamos de llevar a los hombres a la fe, incúmbenos hacer cuanto cabe para merecer ser llamados obreros que no tenemos por qué avergonzarnos, administrando rectamente la palabra de la verdad (2 Tim 2,15). Y una de las cosas que cabe hacer es, cumpliendo fielmente lo que tú me has mandado, rebatir, según mis fuerzas, los argumentos que Celso tiene por probables. Vamos, pues, a citar lo que sigue a las razones de Celso, a que ya hemos respondido (el lector juzgará si también refutado), y aleguemos lo que cabe decir contra ello. ¡Quiera Dios darnos no acometer el tema propuesto con -nuestra mera inteligencia y discurso, desnudo de inspiración divina, a fin de que la fe de aquellos a quienes pedimos ayuda, no escribe en sabiduría de hombres! (2 Cor 10,5). ¡Ojalá recibamos, o más bien, el sentido de Cristo (1 Cor 2,16), de Aquel que solo "lo da, su Padre, y, ayudados por la participación del Verbo de Dios, podamos derrocar toda arrogancia que se yergue contra el conocimiento de Dios (2 Cor 10,5), y toda presunción de Celso, que se levanta contra nosotros y contra nuestro Jesús, no menos que contra Moisés y los profetas. Así, si el que da palabra a los que anuncian la buena nueva con mucha fuerza (Ps 67,12), nos la diere también a nosotros
y nos hiciere merced de mucha fuerza, nacerá en los lectores la fe por la palabra y virtud de Dios.
Así, pues, tócanos ahora refutar sus palabras, que son de este tenor: "Ni un dios, ¡ oh judíos y cristianos!, ni un hijo de Dios bajó jamás ni puede bajar ' al mundo. Mas si habláis de no sé qué ángeles, ¿a quiénes llamáis así, a dioses o a alguna otra especie de seres? A otra especie de seres, a lo que parece, a los démones". Celso se está aquí repitiendo, pues más arriba ha dicho muchas veces lo mismo (IV 2-23), y no es, por ende, necesario discutir largamente. Baste lo que ya hemos dicho sobre esto. Alegaremos, sin embargo, algo de entre lo mucho que pudiera decirse, que nos parece concordar con lo antes dicho, aunque no tenga del todo el mismo sentido. Así demostraremos que, si sienta de forma universal que ningún dios ni hijo de Dios bajó jamás a los hombres, echa por tierra lo que las gentes creen acerca de la aparición de algún dios y lo que él mismo ha dicho antes (III 22-25). Y es así que, si Celso dice de veras, como principio universal, que ni un dios ni un hijo de Dios ha bajado ni puede bajar al mundo, échase evidentemente por tierra la tesis de que haya dioses sobre la tierra, bajados del cielo, ora para dar oráculos sobre lo por venir a los hombres, ora para curarlos por esos mismos oráculos. En consecuencia, ni Apolo Pitio, ni Asclepio ni otro dios alguno de los que se cree que hacen todo eso, sería dios bajado del cielo; y, si es dios, le habría cabido en suerte habitar la tierra como una especie de fugitivo de la mansión de los dioses. Sería como un desgraciado a quien no se le concede entrar a la parte de las cosas divinas que allí hay; o, en fin, ni Apolo ni Asclepio serían dioses de esos que se cree hacen algo sobre la tierra, sino unos démones muy inferiores a los hombres sabios, que, por su virtud, se remontan a la bóveda del cielo (cf. PLAT., Phaidr. 247b).
Miremos además cómo, en su afán de demoler nuestra religión, el que en ninguna parte de su escrito confiesa ser epicúreo, aquí queda convicto de pasarse como un tránsfuga a Epicuro. Y tú que lees los razonamientos de Celso y admi-
tes lo antes dicho, mira cómo te pones en la alternativa: o de negar que Dios more en el mundo proveyendo a los hombres uno por uno, o, de afirmarlo, tener por falsa la tesis de Celso. Ahora bien, si de todo en todo niegas la providencia, darás por falsos los discursos de aquél, en que afirma haber dioses y providencia (57; IV 4,99; VII 68; VIII 45), a fin de mantener lo que tú dices. Mas, si no por ello dejas de afirmar la providencia, no aceptas lo que dice Celso sobre que "ni un dios ni un hijo de Dios ha bajado jamás ni bajará a los hombres", ¿por qué no examinarás con todo cuidado, por lo que acerca de Jesús hemos dicho y por lo que sobre él fue profetizado, a quién haya de tenerse por Dios e Hijo de Dios que bajó a los hombres: a Jesús, que tan grandes cosas ordenó y llevó a cabo, o a los que, con ocasión de oráculos y adivinaciones, no mejoran las costumbres de los curados y los apartan, por añadidura, del sincero y puro culto del Hacedor del universo y, so pretexto de honrar a muchos dioses, alejan el alma de quienes les prestan atención del solo Dios único y señero, manifiesto y verdadero?
Seguidamente, como si cristianos y judíos le hubieran contestado quiénes hayan descendido hasta los hombres, dice: "Mas si habláis de no sé qué ángeles", y prosigue preguntando: "¿Qué seres decís son ésos? ¿Dioses o alguna otra especie?" Y nuevamente nos presenta como si le respondiéramos : "Otra especie, a lo que parece: los démones". Consideremos, pues, también este punto.
Convenimos,, efectivamente, que hablamos de ángeles, espíritus que son ministeriales, enviados para servir a los que han de heredar la salvación (Hebr 1,14). Y decimos que suben2, para llevar las oraciones de los hombres, a los lugares más putos del mundo, que son los celestes, o a más puros aún que éstos, que son los supracelestes (PLAT., Phaidr. 247c); y de allí bajan, a su vez, trayendo a cada uno, según lo que merece, algo de lo que Dios les manda traer a los que han de recibir sus beneficios. A éstos, pues, según su oficio, hemos aprendido a llamarlos ángeles o mensajeros, y, por ser divinos, hallamos que las divinas Escrituras les dan nombre de dioses (Ps 49,1; 81,1; 85,8; 95,4; 135,2); no de forma, empero, que se nos mande dar culto y adorar, en lugar de Dios, a los
que son servidores y nos traen los recados de Dios. Y es así que toda petición, y oración, y súplica, y acción de gracias (1 Tim 2,1), ha de ser enviada al Dios supremo por medio del sumo sacerdote, que está por encima de todos los ángeles, el Logos y Dios vivo. Y al mismo Verbo dirigiremos nuestras peticiones, y súplicas, y acciones de gracias, y hasta nuestras oraciones, con tal que sepamos distinguir lo que es propiamente oración y lo que así se llama por abuso*.
Porque no fuera razonable invocar a los ángeles sin tener antes de ellos un conocimiento que está fuera del alcance de los hombres. Mas, aun supuesto que se alcance una ciencia de ellos, que es maravillosa y misteriosa, esta misma ciencia, ya que nos haya demostrado la naturaleza de ellos y los oficios a que están destinados, no nos permitirá dirigir confiadamente nuestras oraciones a otro que al Dios supremo, que se basta para todo, por mediación de nuestro Salvador, Hijo de Dios, que es Verbo, y sabiduría, y verdad, y cuantas otras cosas dicen de El las Escrituras de los profetas de Dios y de los apóstoles de Jesús. Y para que los ángeles de Dios nos sean propicios y no dejen de hacer nada en favor nuestro, basta que nuestra disposición respecto de Dios imite, en cuanto cabe en la naturaleza humana, el propósito de ellos, que imitan a su vez a Dios, y que nuestra noción del Verbo, Hijo suyo, no contradiga a la más clara que tienen los santos ángeles, sino que día a día se acerque a su claridad y distinción. Mas, como hombre que no ha saludado nuestras Escrituras sagradas, Celso se responde a sí mismo, como si fuéramos nosotros los que decimos ser otra especie de seres los que bajan de parte de Dios para beneficio de los hombres, y dice que, probablemente, los llamamos nosotros "démones". Pero no ve que el nombre de "démones" no es indiferente como el de "hombres", en que unos son buenos y otros malos; ni tampoco bueno, como el de "dioses", que no se atribuye a demonios malos ni a estatuas ni a animales, sino, por quienes conocen las cosas de Dios, a seres verdaderamente divinos y bienaventurados. El nombre, empero, de "démones" sólo se pone a los poderes malos fuera del cuerpo grosero, que
engañan y distraen a los hombres y los apartan de Dios y de las cosas celestes, arrastrándolos a lo terreno.
Seguidamente dedica toda esta parrafada a los judíos: "Así, pues, lo primero que cabe admirar en los judíos es que den culto al cielo y a los ángeles que hay en él (cf. I 26), y den de mano a las partes más venerables y poderosas del mismo cielo: el sol, la luna y demás estrellas, fijas o errantes, como si fuera posible que el todo sea dios y no divinas sus partes; o como si tuviera sentido dar culto extraordinario a esos que se dice aparecerse, en virtud de magia negra, por ahí entre tinieblas a gentes cecucientes o que sueñan con oscuros fantasmas; y a los que a todos tan clara y patentemente profetizan, aquellos por los que se administran las lluvias y calores, las nubes y truenos-a los que ellos adoran-, y los relámpagos o rayos, y los frutos y productos de toda especie, a los más claros heraldos de las cosas de arriba, a los de verdad mensajeros celestes, a todos éstos, digo, no tenerlos en nada". En todo esto me parece haberse embrollado Celso, y escribió de oídas sobre lo que no sabía. Porque, para todo el que examine la doctrina de los judíos y compare con ella la de los cristianos, es evidente que los judíos, que siguen la ley, sólo dan culto al Dios sumo que hizo el cielo y todas las otras cosas. La ley, en efecto, les manda en nombre de Dios: No tendrás otros dioses fuera de mí. No te harás imagen ni escultura alguna de cuanto hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra, y no las adorarás ni servirás (Ex 20,3-5). Es, pues, evidente que los que viven conforme a la ley y adoran al que hizo el cielo, no adoran junto con Dios al cielo. Pero, además, nadie que siga la ley de Moisés adora tampoco a los ángeles del cielo. Como se abstienen de adorar el sol, la luna y las estrellas, ornato del mundo, así, si obedecen a la ley, tampoco adoran a los ángeles del cielo, pues la ley dice: No suceda que, levantando los ojos al cielo y contemplando el sol, la luna y las estrellas, ornamento todo del cielo, te extravíes y adores y sirvas a cosas que el Señor, Dios tuyo, ha hecho para servicio de todas las gentes (Deut 4,19).
Ahora, pues, dando Celso de barato que los judíos tienen por Dios al cielo, presenta la cosa como un absurdo, y echa en cara a los- que adoran el cielo que no hagan lo mismo con el sol, la luna y las estrellas, como no lo hacen los judíos, "como si fuera posible", dice, "que el todo sea Dios, y sus partes no sean divinas". Donde parece entender por "todo" el cielo, y por partes de éste, el sol, la luna y las estrellas. Ahora bien, es evidente que ni judíos ni cristianos llaman dios al cielo. Pero demos que, como él dice, llamen los judíos dios al cielo y que sean partes de éste el sol, la luna y las estrellas (lo que no es absolutamente verdad, pues tampoco los animales y plantas que están sobre la tierra son, por el mero hecho, partes de la tierra). ¿De dónde deducir ahora, aun según los griegos, ser verdad que, si un todo es dios, sus partes son, por el mero hecho, divinas? Cierto que, con toda claridad, dicen ser Dios el mundo entero, los estoicos el primer Dios, los platónicos el segundo y algunos de entre ellos el tercero'. Luego, según éstos, puesto caso que el todo, que es el mundo, es Dios, ¿serán, por el mero hecho, divinas sus partes; de modo y manera que serán cosas divinas no sólo los hombres, sino todo animal irracional, como partes que son del mundo, y, por el mismo caso, las plantas? Y si son partes del mundo los ríos, los montes y el mar, puesto que el mundo todo es Dios, ¿lo serán, por el mero hecho, los ríos y mares? Tampoco esto lo dirán los griegos; a los que presiden o guardan ríos o mares, sean démones o dioses, como ellos los llaman, a éstos, sí, pudieran llamarlos dioses. De donde se sigue que, aun según los griegos, que admiten la providencia, es falso el principio general de Celso de que, si un todo es Dios, sus partes son absolutamente divinas.
Consecuencia del principio de Celso sería que, si el mundo es Dios, todo lo que hay en el mundo, como partes que son suyas, es divino; y, a esa cuenta, serán divinos los animales, las moscas, las pulgas, los gusanos y toda especie de reptiles; y lo mismo digamos de aves y peces. Esto no lo afirmarán ni los mismos que admiten ser Dios el mundo. En cuanto a los judíos, que viven según la ley de Moisés, aun cuando no saben interpretar el sentido oculto de la ley y que apunta a algún misterio, jamás dirán que ni el cielo ni los ángeles sean dioses.
ángeles, ajena de todo punto a la religión judaica
Dijimos antes (V 6 c. médium) que Celso se embrolló por campanadas que oyera, y ahora lo vamos a poner, según nuestras fuerzas, más en claro. Celso opina ser cosa judaica adorar al cielo y a los ángeles del cielo, y nosotros vamos a demostrar que eso no sólo no es judaico, sino transgresión del judaismo, al igual que adorar al sol, la luna y las estrellas y a los mismos ídolos. Por lo menos hállase, en el profeta Jeremías señaladamente, cómo la palabra de Dios reprocha, por boca del profeta, al pueblo judío adorar esas criaturas y sacrificar a la reina del cielo y a todo el ejército del mismo (ler 51,17; 7,17-18; 19,13). Lo mismo demuestran los discursos de los cristianos. Cuando éstos acusan a los judíos de sus pecados y les hacen ver que por ellos abandonó Dios a su pueblo, éste es uno de los pecados cometidos. Y es así que en el libro de los Hechos de los Apóstoles se escribe acerca de los judíos: Dios les volvió las espaldas y los entregó a que adoraran la milicia del cielo, según está escrito en el libro de los profetas: ¿Por ventura me ofrecisteis víctimas y sacrificios durante cuarenta años en el desierto, ¡oh casa de Israel! Vosotros levantasteis la tienda de Moloc y la estrella del dios Remfan, figuras que fabricasteis para adorarlas (Act 7.42-43). Y Pablo, que se educó cuidadosamente en el judaismo y se hizo luego cristiano por una maravillosa aparición de Jesús, dice en la carta a los colosenses: Que nadie os quite el galardón de vuestro combate, afectando humildad y culto supersticioso de los ángeles, fantaseando sobre lo que no ha visto, vanamente hinchado por su sentir carnal; ese tal no se ase a la cabeza, por la que todo el cuerpo, alimentado y trabado por las ligaduras y coyunturas, va creciendo con crecimiento de Dios (Col 2,18-19). Nada de esto leyó ni entendió Celso, y no sé cómo le pasó por la cabeza que los judíos, si no infringen su ley, adoran al cielo y a los ángeles del cielo.
Un tanto embrollado aún en sus ideas y sin mirar cuidadosamente el tema, imaginó Celso que los judíos fueron inducidos a adorar a los ángeles del cielo por los encantamientos de la magia y hechicería, por ciertos fantasmas que
se evocan por los encantamientos y aparecen a quienes los recitan; y no comprendió que también los que hacen eso van contra la ley, que dice: No sigáis a magos ni consultéis a adivinos, para no mancharos con ellos. Yo el Señor, Dios vuestro (Lev 19,31). Ahora bien, el que observa que los judíos guardan su ley (V 25) y dice ser gentes que viven según su ley, o no debía en absoluto achacar eso a los judíos o, de achacárselo, notar que eso hacen los que infringen la ley. Además, como son transgresores de la ley los que dan culto, obcecados, a los que se aparecen por ahí entre sombras y por arte de magia, y adoran, soñando por oscuros fantasmas, a los que se dice suelen pegarse a gentes como ellos, así también traspasan de punta a cabo la ley los que adoran el sol, la luna y las estrellas. Y no cabía en la misma cabeza decir que los judíos se guardan de adorar el sol, la luna y las estrellas, y no de hacer lo mismo con el cielo y los ángeles.
Tampoco nosotros, al igual que los judíos, adoramos a los ángeles, ni el sol, la luna y las estrellas; y si es menester que demos razón de por qué no adoramos ni siquiera a los que llaman los griegos dioses patentes y sensibles, diremos que la misma ley de Moisés sabe que éstos fueron entregados por Dios a todas las naciones que hay bajo el cielo, pero no a los q^ie, con preferencia a todas las naciones de la tierra, fueron tomados para porción escogida de Dios (Deut 32,9). Por'lo menos, se escribe en el Deuteronomio: No suceda que, levantando los ojos al cielo y contemplando el sol, la luna y las estrellas, ornamento todo del cielo, adores y sirvas a cosas que el Señor, Dios tuyo, entregó para las naciones todas bajo todo el cielo. A nosotros, empero, nos tomó el Señor Dios y nos sacó del horno de hierro, de Egipto, para ser pueblo herencia suya, como el día de hoy (Deut 4,19- 20). Así, pues, por boca de Dios es dicho el pueblo hebreo ser nación escogida, y real sacerdocio, y raza santa, y pueblo peculiar (1 Petr 2,9), y acerca de él fue predicho a Abrahán por voz que le venía del Señor: Levanta los ojos al cielo y cuenta las estrellas si las puedes enumerar una a una; y le dijo: Así será tu descendencia (Gen 15,5). Ahora, pues, una nación que estaba destinada a ser como las estrellas del cielo, no iba a adorar aquello mismo a lo que se igualaría por su inteligencia y su observancia de la ley. Y es así que a ellos se dice: El Señor vuestro os ha multiplicado, y he quí que sois
hoy como las estrellas del cielo por vuestra muchedumbre (Deut 1,10). Y en Daniel se profetiza acerca de la resurrección: Y en aquel tiempo se salvará todo tu pueblo que está escrito en el libro, y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se levantarán, unos para vida eterna, otros para ignominia y confusión eterna. Y los inteligentes brillarán como el resplandor del firmamento, y muchos de los justos, como las estrellas por eternidad de eternidades (Dan 12,1-3). Aquí se inspiró también Pablo en lo que dice sobre la resurrección: Hay cuerpos celestes y cuerpos terrenos, pero una es la gloria de los celestes y otra la de los terrenos. Una es la gloria del sol, otra la de la luna, y otra la de las estrellas, pues una estrella se aventaja a otra en gloria. Así también la resurrección de los muertos (1 Cor 15,40-42).
Ahora bien, los que fueron enseñados a levantarse magnánimamente sobre todo lo creado, y a esperar por parte de Dios las mejores cosas como galardón de su vida óptima; los que han oído cómo se les dice: Vosotros sois la luz del mundo; y: Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo (Mt 5,14.16); los que se esfuerzan por alcanzar la sabiduría brillante e inmarcesible y hasta han alcanzado ya la que es resplandor de la luz eterna (Sap 6,12; 7,26); ésos, decimos, no era razonable que admiraran la luz sensible del sol, de la luna y las estrellas hasta punto tal que, por razón de su luz material, se sintieran de algún modo inferiores a ellos y los adoraran, cuando tenían en sí tal luz inteligible de conocimiento, y luz verdadera, y luz del mundo, y luz de los hombres (lo 1,9; 8,12; 9,5; 1,4).
De ser menester adorarlos, no sería por razón de la luz sensible que admira el común de los hombres, sino por la luz inteligible y verdadera; si es que también las estrellas del cielo son animales racionales y buenos (cf. PLAT., Tim. 40b), y fueron iluminados con la luz del conocimiento por aquella sabiduría que es resplandor de la luz eterna (Sap 7,26). Y es así que su luz sensible es obra del Creador del universo; mas la inteligible, acaso dependa de ellos y de su libre albedrío.
Mas ni siquiera la luz inteligible debe ser adorada por quien ve y comprende la luz verdadera, por cuya participación son iluminadas en todo caso 5 las estrellas, ni por quien mira
al padre de la verdadera luz, Dios, de quien hermosamente se dice: Dios es luz, y en El no hay oscuridad alguna (1 lo 1,5). Los que por su luz sensible y celeste adoran el sol, la luna y las estrellas, jamás adorarían a una chispa de fuego o a una linterna de la tierra, pues ven la incomparable superioridad de los cuerpos que ellos tienen por dignos de adoración sobre la luz de unas chispas o linternas. Por modo semejante, los que entienden cómo Dios es luz y comprenden cómo el Hijo de Dios es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo (lo 1,9); los que penetran el sentido de su palabra: Yo soy la luz del mundo (8,12), no pueden razonablemente adorar esa chispa de luz que brilla en el sol, la luna y las estrellas, mínima si se la compara con Dios, luz de la verdadera luz. Y no es que, al hablar así del sol, la luna y las estrellas, pretendamos deshonrar tan nobles criaturas de Dios ni decimos, siguiendo a Anaxágoras, que el sol, la luna y las estrellas sean "una masa incandescente" (Dioc. LAERT., II 8), sino que nos damos cuenta de que la divinidad de Dios y la de su Hijo unigénito supera todo lo demás con inefable excelencia. Persuadidos, además, como estamos de que el sol mismo, la luna y las estrellas oran al Dios sumo por medio de su Unigénito, juzgamos que no se debe orar a los mismos que oran; pues ellos mismos quieren más bien levantarnos al Dios a quien oran que rebajarnos a sí mismos y dividir nuestra facultad de orar entre Dios y ellos.
También respecto de ellos voy a valerme de un ejemplo. Una vez que nuestro Salvador y Señor oyó que alguien lo saludaba: Maestro bueno, remitió, al que así hablaba, a su Padre, diciendo: ¿A qué me llamas bueno? Sólo uno es bueno, que es Dios Padre (Me 10,17.18). Ahora, pues, si esto pudo razonablemente decir el Hijo amado del Padre (Col 1,13), El, que es imagen de la bondad del Padre,
¿no dirá con más razón el sol a los que lo adoran: "¿A qué me adoras? Al Señor Dios tuyo adorarás y al El solo servirás (Mt 4,10), al mismo a quien adoramos y servimos yo y cuantos conmigo están". Y aunque alguien no sea tan grande como él, no menos ha de orar al Verbo de Dios, que lo puede curar, y, más aún, al Padre del Verbo, que, a los justos pasados envió su Verbo, y los sanó y los libró de todas sus miserias (Ps 106,20).
Así, pues, Dios, por su bondad, desciende a los hombres, sigue estando ahora con ellos en cumplimiento de su palabra: no espacialmente, sino por su providencia (IV 5.12), y el Hijo de Dios no sólo estuvo antaño con sus discípulos, sino que: Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del tiempo (Mt 28,20). Y si el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la cepa, es claro que tampoco los discípulos del Logos, que son los sarmientos espirituales de la verdadera cepa, del Logos mismo, pueden dar los frutos de la virtud si no permanecen en la verdadera cepa, que es el Cristo de Dios (cf. lo 15,4-6). El está con nosotros, que ocupamos aquí bajo el espacio de la tierra, con todos los que firmemente se adhieren a El y hasta con los que, dondequiera, no lo conocen. Así lo pone de manifiesto Juan, el que escribió el evangelio, con palabras de Juan Bautista: En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Ese es el que viene después de mí (lo 1,26-27; cf. II 9). Ahora bien, es absurdo que, estando con nosotros el que llena cielo y tierra y que dijo: Acaso no lleno yo el cielo y la tierra, dice el Señor (ler 23,24), y estando además cerca (pues yo tengo fe en el que dice: Yo soy Dios que está cerca, no un Dios lejano (ibid., 23,23), quisiéramos orar al sol, que no llega siquiera a todas partes; a la luna o alguna estrella.
Mas concedamos, para valerme de las mismas palabras de Celso, que el sol, la luna y las estrellas "nos profetizan lluvias, calores, nubes y truenos". Mas, dado caso que todo eso nos profeticen, ¿no será más razonable adorar y dar culto a Dios, a quien ellos sirven en esas profecías, que no a sus profetas? Profetícennos enhorabuena rayos y frutos y productos de toda especie, y sean ellos los que todo eso administran; nada de eso es razón para que adoremos a los mismos que adoran; como no adoramos a Moisés ni a los que después de él nos han profetizado, por inspiración de Dios, cosas más importantes que las lluvias y calores, nubes, truenos, rayos, frutos y productos materiales de toda especie. Mas aunque el sol, la luna y las estrellas pudieran profetizarnos cosas más importantes que las lluvias, ni aun así los adoraríamos a ellos, sino al que es padre de tales profecías y al ministro de ellas, el Logos del Padre. Demos también que sean heraldos suyos y verdaderos mensajeros celestes; mas, aun en ese caso, ¿cómo no adorar al Dios que nos anuncian y cuyos mensajes nos traen, más bien que a sus heraldos y mensajeros?
Por lo demás, Celso afirma por su cuenta que nosotros no tenemos en nada el sol, la luna y las estrellas, siendo así que confesamos que también ellos están aguardando la revelación de los hijos de Dios, sujetos que están, de presente, a la vanidad de los cuerpos materiales por razón del que los sometió en esperanza (cf. Rom 8,19-20; ORIGEN., De Princ. 17,5; Exort. mart. 7; Coment. in Rom. VII). Si Celso hubiera leído las infinitas cosas que decimos acerca del sol, la luna y las estrellas, por ejemplo; Alabadle todas las estrellas y la luz; y Alabadle los cielos de los cielos (Ps 148,2-4), no hubiera afirmado de nosotros que no tengamos en nada tan grandes criaturas que tan magníficamente alaban a Dios. Tampoco conoce Celso este texto: Y es así que la expectación de la creación está esperando la revelación de los hijos de Dios; pues la creación fue sometida a la vanidad, no de buena gana, sino por razón del que la sometió en esperanza; porque la creación misma será liberada de la servidumbre de la corrupción y pasará a la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rom 8,19-21). Pongamos aquí término a nuestra respuesta sobre no adorar al sol, la luna y las estrellas, y citemos las palabras suyas que siguen, a fin de responderle, con la ayuda de Dios, lo que nos inspirare la luz de la verdad.
contra la resurrección de los muertos
He aquí lo que dice: "Otra tontería suya es creer que, cuando Dios, como un cocinero, traiga el fuego, todo el género humano quedará asado y sólo sobrevivirán ellos, no sólo los que entonces vivieren, sino también los que antaño, en cualquier tiempo, murieron, salidos en sus propias carnes de la tierra; esperanza, por cierto, digna de gusanos. Porque ¿qué alma de hombre echaría otra vez de menos un cuerpo podrido? Por lo demás, este dogma vuestro (judíos), no os es común con algunos de entre los cristianos, los cuales no se rebozan de afirmar lo que tienen de abominable.
¿Qué cuerpo, en efecto, una vez totalmente corrompido, puede volver a su naturaleza originaria y aquella estructura primera de que fue disuelto? No teniendo que responder a esto, se refugian en la más extravagante escapatoria de que todo es posible para Dios. Pero Dios no puede lo que es vergonzoso ni quiere
lo que va contra naturaleza. No porque tú concibas un deseo abominable, según tu propia maldad, va Dios a poderlo y habrá que creer que te lo satisfará sin pérdida de tiempo. Porque Dios no es autor de un impulso pecaminoso ni de un desorden extraviado, sino de la recta y justa naturaleza. Al alma, sí, aún pudiera otorgarle una vida eterna; pero a los cadáveres-dice Heráclito-hay que echarlos de casa antes que al estiércol". La carne, empero, llena de cosas que no fuera ni decente nombrar, Dios no querrá ni podrá nacerla inmortal contra toda razón. Porque El es la razón (logas) de todos los seres; luego nada puede obrar contra la razón y contra sí mismo".
Por aquí vemos, desde el comienzo, cómo toma a chacota la conflagración del mundo, que profesan incluso algunos filósofos griegos nada desdeñables, y, según él, al introducirla nosotros, hacemos de Dios una especie de cocinero. No vio Celso que, en opinión de algunos griegos (que acaso lo tomaron de la antiquísima nación hebrea), se aplica al mundo un fuego purificador; y es verosímil se aplique también a todo el que necesita de castigo y, a par, de purificación por un fuego, que quema, pero no del todo, a quienes no tienen materia que necesite ser por él consumida; sí, empero, quema y abrasa a los que, en el edificio, figuradamente dicho, de sus acciones, palabras y pensamientos, emplearon como material de construcción madera, hierba y paja (1 Cor 3,12). En cuanto a las Escrituras divinas, dicen que el Señor viene como fuego de un crisol y como hierba de batanero (Mal 3,2), a los que, por alguna mala mezcla, digámoslo así, de materia que viene de la maldad, necesitan como de fuego que derrita a los que están mezclados de bronce, estaño y plomo. Y esto lo puede saber, el que quisiere, por el profeta Ezequiel (22,18).
Mas también el profeta Isaías atestiguará que nosotros no afirmamos traer Dios el fuego como un cocinero, sino como quien quiere hacer un beneficio a quienes necesitan de castigo y fuego. Allí, efectivamente, está escrito como dicho a una nación pecadora: Tienes carbones de fuego, siéntate sobre ellos; ellos serán tu ayuda (Is 47,14). Notemos que, en su dispensación o economía, adaptándose a la muchedumbre de los que habían de leer la Escritura, dice el logos, sabiamente, con alguna oscuridad, las cosas tristes para infundir miedo a los
que no es posible apartar de otro modo del torrente de sus pecados; sin embargo, el que atentamente lo observe, hallará, aun así, manifiesto el fin que tienen las cosas tristes y trabajosas en los que sufren. De momento, baste citar este texto de Isaías: Por amor de mi nombre te mostraré mi furor, y traeré sobre ti mi gloria, para no destruirte (Is 48,9). Nos hemos visto forzados a alegar cosas que no dicen con creyentes sencillos y que necesitan de más sencilla dispensación de las palabras divinas, pues no queríamos dar la impresión de dejar sin rebatir la acusación de Celso cuando dice lo de que "Dios trae el fuego como un cocinero".
Por lo dicho resulta ya patente para quienes saben leer con inteligencia cómo haya que responder a lo otro que dice Celso sobre que "todo el género humano quedará completamente asado y sólo ellos sobrevivirán". No sería de maravillar que así lo entendieran los que, entre nosotros, son llamados por la palabra divina lo necio del mundo, lo innoble, lo despreciado y que no tiene ser, a los que plugo a Dios salvar por la necedad de la predicación-a los que creen en Ele-, ya que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por la sabiduría (1 Cor 1,27-28.21). Son gentes incapaces de penetrar el sentido de los pasajes, que no quieren tampoco dedicarse al estudio de la Escritura, por más que Jesús diga: Escudriñad las Escrituras (lo 5,39). Así se explica que se irriaginen eso sobre el fuego que Dios aplica, y sobre lo que 'acontece a los que han pecado. Y acaso, como a los niños, hay que decirles cosas que convengan a su tierna edad, a fin de convertirlos, como niños realmente pequeños, a lo bufeno; así, para quienes la palabra divina llamó necios del mundo e innobles y despreciados, acaso, decimos, ésa sea la interpretación más obvia de los castigos, pues no comprenden otra conversión que la del temor e imaginación de castigos, ni hay otro modo de apartarlos de sus muchas maldades. Ahora bien, la palabra divina dice que sólo quedarán intactos del fuego y castigo aquellos que en sus doctrinas, en sus costumbres y en su mente hayan vivido con la mayor pureza; aquellos, en cambio, que no tengan esa pureza, y necesiten, según sus méritos, pasar por la prueba del fuego y los castigos, en éstos permanecerán hasta cierto término, tal como es bien lo señale Dios a los que, creados a su imagen,
vivieron contra lo que pedía una naturaleza hecha a esa imagen. Tal sea nuestra respuesta a eso de que "todo el género humano quedará totalmente asado y sólo ellos sobrevivirán".
Seguidamente, malentendiendo las sagradas letras o siguiendo a quienes las entendieron mal, dice que decimos que, "al tiempo que se aplique al mundo el fuego purificador, sólo sobreviviremos nosotros, no sólo los que entonces vivieren, sino los que antaño, en cualquier tiempo, hubieran muerto". Celso no comprendió la misteriosa sabiduría con que se dice en el Apóstol de Jesús: No todos nos dormiremos, pero todos nos transformaremos, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al son de la última trompeta; pues sonará la trompeta, y los muertos se levantarán incorruptibles, y nosotros nos transformaremos (1 Cor 15,51-52). Debiera haber comprendido qué quiso decir el que esto dice, como si él no estuviera muerto, y, separándose a sí mismo y a los a él semejantes de los muertos, después de la frase: Y los muertos resucitarán incorruptibles, añadió: Y nosotros nos transformaremos. En confirmación de que algo así pensaba el Apóstol al escribir las palabras citadas, de la primera carta a los corintios, alegaremos también otro texto de la primera a los te-salonicenses, en que Pablo, teniéndose por vivo y vigilante y distinto de los que se durmieron, dice lo que sigue: Porque con palabra del Senos os decimos que-r.osotros, los que vivimos, los que somos dejados hasta el advenimiento del Señor, no nos adelantaremos a los que se durmieron; porque el Señor bajará del cielo a una orden, a una voz de arcángel y al son de la trompeta...
Seguidamente, una vez más, distinguiendo a los muertos en Cristo de sí mismo y de los a él semejantes, termina diciendo: Los muertos en Cristo resucitarán primero; luego nosotros, los que vivimos y somos dejados, seremos juntamente con ellos arrebatados en las nubes al encuentro del Señor en el aire (1 Thess 4,14-17).
Celso se burla a su sabor de la resurrección de la carne, predicada desde luego en las iglesias, pero entendida más a fondo por los más inteligentes; mas como ya hemos reproducido antes sus palabras (V 14), no hay por qué alegarlas aquí de nuevo. Vamos, pues, a exponer y demostrar unos pocos puntos mirando a la capacidad de los lectores, sobre este problema,
teniendo en cuenta que escribimos una defensa contra un ajeno a la fe, por razón de los que son aún niños pequeños, juguetes de las olas y traídos y llevados por todo viento de doctrina, por la maldad de los hombres, por la astucia para llevarlos a los caminos del error (Eph 4,14). Ahora, pues, ni nosotros ni las letras divinas dicen que "los de antiguo muertos, salidos de la tierra, vivirán con sus propias carnes" sin que éstas hayan experimentado una transformación en mejor. Y, al decir esto Celso, nos calumnia. Leemos, en efecto, muchos pasajes de las Escrituras que hablan de la resurrección de manera digna de Dios; pero, de momento, basta citar un texto de Pablo, de la primera carta a los corintios, que dice así: Mas dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos y con qué cuerpo vendrán? ¡Necio! Lo que tú siembras no se vivifica si no muere. Y lo que siembras, no es el cuerpo que ha de nacer, sino un simple grano, por ejemplo, de trigo o semillas semejantes.
Dios, empero, le da cuerpo como El quiere, y a cada semilla su propio cuerpo (1 Cor 15,35-38). De ver es aquí cómo no dice que se siembre el cuerpo que ha de nacer. No; aquí, en la semilla que se siembra y se arroja desnuda a la tierra, al dar Dios a cada una su propio cuerpo, viene a cumplirse una especie de resurrección: de la semilla arrojada sale en unos casos una espiga, en otros un árbol, como en la mostaza, u otro aún mayor, como en el olivo o algún otro árbol frutal'.
Así, pues, Dios da a cada uno el cuerpo que quiere: como se lo da a lo que se siembra, así también a los que podemos decir son sembrados al morir y luego, en tiempo oportuno, recuperan, de lo sembrado, el cuerpo de que a cada uno reviste Dios según sus méritos. Leemos, en efecto, varios pasajes de la palabra divina que nos enseñan la diferencia entre lo que está como sembrado y lo que brota, como si dijéramos, de ello cuando dice: Se siembra en corrupción, brota en incorrupción; se siembra en ignominia, brota en gloría; se siembra en flaqueza, brota en fuerza; se siembra un cuerpo animal, brota un cuerpo espiritual (1 Cor 15,42-44). Y el que sea capaz, comprenda lo que quiere decir el que dice: Como el terreno, así también los terrenos; y como el celeste, así también los celestes. Y a la manera que llevamos
la imagen del terreno, asi llevamos también la del celeste (ibid., 48-49). Quería sin duda el Apóstol ocultar lo que este tema tiene de misterioso y que no dice con los sencillos, ni con los oídos vulgares de quienes son movidos a vivir bien por la mera fe; sin embargo, por que no malentendiéramos sus palabras, una vez que dijo: Llevamos la imagen del celeste, se vio luego forzado a añadir: Ahora bien, hermanos, dígaos que ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción heredará la incorrupción (ibid., 50). Luego, como quien sabía que el tema encerraba algo misterioso y oculto, y como convenía a quien dejaba a la posteridad sus palabras muy bien pensadas, añadió esta frase: Mirad que os voy a decir un misterio (ibid., 51). Palabra que es costumbre añadir cuando se dice algo especialmente profundo y misterioso y que con razón se oculta al común de las gentes. Así se escribe en el libro de Tobías: Bueno es tener oculto el secreto (o misterio) del rey; pero, mirando a lo que es glorioso y conveniente para la muchedumbre, bueno es revelar gloriosamente las obras de Dios cuando a la oportunidad se junta la verdad (Tob 12,6.71).
Así, pues, nuestra esperanza no es propia de gusanos, ni echa de menos nuestra alma un cuerpo podrido. No; si es cierto que, para moverse de un lugar a otro, necesita de un cuerpo, el alma que ha estudiado la sabiduría según aquello: La boca del justo estudiará sabiduría (Ps 36,30), comprende la diferencia entre la casa terrena, que se destruye, en que está la tienda, y la tienda misma, en que gimen los justos, gravados, pues no quieren ser despojados de su tienda, sino sobrevestirse de ella, a fin de que, por este sobrevestirse, lo mortal sea absorbido por la vida (cf. 2 Cor 5,1-4). Y es así que, por ser toda naturaleza corpórea corruptible, es menester que esta tienda corruptible se revista de incorruptibilidad; y la otra parte de ella, que es mortal y es capaz de la muerte, que acompaña al pecado, es menester se revista de inmortalidad. Y así, cuando lo corruptible se hubiere vestido de incorruptibilidad y lo mortal de inmortalidad, se cumplirá lo que de antiguo fue predicha por los profetas: se le arrebatará a la muerte la victoria (cf. 1 Cor 15,53), por la que nos venció y sujetó a su imperio, y se le arrancará el aguijón, por el que punza al alma que no está por dondequiera defendida, y le inflige las heridas del pecado.
He ahí expuesta, en lo que cabe, nuestra doctrina sobre la resurrección, sólo parcialmente en este momento, pues en otras ocasiones hemos hablado de propósito sobre la resurrección y hemos examinado a fondo el tema; ahora importa refutar las argucias de Celso, que ni entendió nuestras Escrituras, ni fue capaz de juzgar que la mente de aquellos hombres sabios que las escribieron no puede pensarse la representen quienes sólo profesan la desnuda fe cristiana. Vamos, pues, a demostrar que hombres nada despreciables por su talento racional y por sus especulaciones dialécticas, dijeron cosas de todo punto absurdas; y si hay que hacer burla de razonamientos a ras de tierra y cuentos de viejas, de ésos hay que burlarse más bien que de lo nuestro. Dicen, pues, los estoicos que, periódicamente, se da una conflagración del universo, y, después de ella, un nuevo orden sin variación alguna respecto de la precedente. Los que de entre ellos respetaron ! esa doctrina (cf. IV 67-68), dijeron que la diferencia de un período respecto de lo sucedido en el anterior sería muy pequeña y hasta mínima. Estos señores " dicen que en el próximo período sucederá lo mismo 10. Así, Sócrates será otra vez hijo de So-fronisco, y ateniense; y Fanereta, casándose con Sofronisco, lo dará otra vez a luz. Así, pues, aunque no emplean la palabra "resurrección", en realidad afirman que Sócrates resucitará, empezando su existencia de las semillas de Sofronisco y se configurará completamente en el seno de Fanereta y, criado en Atenas, profesrá la filosofía, como si otra vez resucitara la anterior filosofía y en nada se distinguiera de la presente. Y, por el mismo caso, resucitarán Anito y Meleto, acusadores otra vez de Sócrates, a quien condenará el consejo del Areópago. Pero más ridículo es aún decir que Sócrates se vestirá de vestidos que no se distinguirán de los del anterior período, y vivirá en la misma indistinguible pobreza y en la misma ciudad de Atenas.
Y Falaris será otra vez tirano, y su toro de bronce, al ser condenados hombres indistinguibles respecto de los del anterior período, mugirá con la voz de los encerrados dentro. Y Alejandro de Peras será de nuevo tirano, con la misma crueldad que antes, y condenando a los mismos que antes condenara. Mas ¿a qué extenderme acerca de la doctrina que
sobre este punto profesan los estoicos, doctrina, por cierto, de que no se burla Celso? Acaso la tenga, antes bien, por cosa venerable, pues, en su opinión, "Zenón fue más sabio que Jesús".
En cuanto a los discípulos de Pitágoras y Platón, si bien, al parecer, mantienen la incorruptibilidad del mundo, vienen a la postre a parar en los mismos absurdos. Efectivamente, al tomar las estrellas, después de ciertos períodos determinados, las mismas configuraciones y posiciones entre sí, dicen ellos que todas las cosas de la tierra se han de la misma manera que cuando el mundo y las estrellas se hallaban en la misma figura de posición (PLAT., Tim. 39d). De donde se seguirá forzosamente, según esta razón, que, al volver los astros, tras un largo período, a la misma posición entre sí que tenían en tiempo de Sócrates, de nuevo ha de nacer Sócrates de los mismos padres y ha de sucederle lo mismo: ser acusado por Anito y Meleto y condenado por el consejo del Areópago. Y los eruditos de entre los egipcios enseñan cosas semejantes y son gentes venerables y no objeto de risa por parte de Celso y sus congéneres; nosotros, empero, que decimos gobernar Dios el universo según la manera de haberse nuestro libre albe-drío y que, en cuanto cabe, es dirigido a lo mejor; nosotros que reconocemos caber en nuestro libre albedrío lo que cab3 (ya que no es capaz de la inmutabilidad absoluta de Dios), ¿no parece digamos nada digno de consideración y examen?
Sin embargo, nadie se imagine que, por hablar así, pertenecemos nosotros al número de aquellos que, llamándose cristianos, rechazan el dogma de la resurrección enseñado por las Escrituras. Ellos, en efecto, si quieren atenerse a su sentencia, no son en modo alguno capaces de explicar cómo de un grano de trigo o de cualquier otro resucita, digámoslo así, una espiga o un árbol; nosotros, empero, que estamos persuadidos de que lo sembrado no se vivifica si no muere, y que no se siembra el cuerpo por nacer, pues Dios da a cada uno un cuerpo según El quiere: se siembra en corrupción, y El lo resucita en incorrupción; se siembra en ignominia, y El lo resucita en gloria; se siembra en flaqueza, y El lo resucita en fuerza; se siembra cuerpo animal, y El lo resucita espiritual ( 1Co 15,36ss); nosotros, digo, mantenemos la mente de la Iglesia de Cristo y la grandeza de la promesa de Dios. Y demostramos la posibilidad de esa promesa, no por mera afirmación, sino también por razonamiento; pues sabemos que, aun cuando pasaren el cielo y la tierra y cuanto en ellos hay, no pasarán jamás las palabras, dichas sobre cada cosa, como partes que son de un todo o especies de un género, del que en el principio era Verbo de Dios y Dios Verbo (lo 1,1). Queremos, en efecto, prestar oído al que dijo: Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mt 24,35).
Ahora bien, nosotros no afirmamos que el cuerpo corrompido vuelva a la naturaleza del principio, como tampoco que el grano de trigo que se corrompió, vuelva al primer grano de trigo. Lo que decirnos es que, a la manera como del grano de trigo sale la espiga, así hay en el cuerpo una razón o principio dogos) que no se corrompe y del que resucita el cuerpo en corrupción. Los estoicos, sí, afirman que el cuerpo, después de corromperse totalmente, retorna a su naturaleza del principio, según su teoría del retorno periódico de las cosas indistinguibles, y que recobrará otra vez aquella misma estructura primera de que se disolvió; teoría que ellos se imaginan demostrar por razones dialécticas convincentes.
Tampoco nos refugiamos en la más extravagante escapatoria al decir que todo es posible para Dios. Sabemos, en efecto, que ese "todo" no puede referirse a lo que no puede subsistir ni a lo que no puede concebirse. Afirmamos también que Dios no puede nada feo, pues sería un Dios que puede dejar de ser Dios. Si Dios, efectivamente, hace al feo, no es Dios (EuRiP., fragm.292, ed. Nauck). Mas ya que Celso sienta que Dios no quiere lo que va contra la naturaleza, distingamos ese dicho: Si por algo que va contra naturaleza se entiende la maldad, también nosotros decimos que Dios no quiere lo que va contra naturaleza, ora proceda de la maldad, ora de la sinrazón. Mas, si lo que sucede según el Logos de Dios y su designio se entiende forzosa e inmediatamente que no ha de ir contra naturaleza, nosotros afirmamos que lo por Dios hecho no va contra naturaleza, por prodigioso que sea o a algunos les parezca serlo. Mas, si nos vemos forzados a usar esta expresión, diremos que, respecto a lo que comúnmente " se entiende por naturaleza, hay cosas que
a veces hace Dios por encima de la naturaleza; así, levanta al hombre por encima de la naturaleza humana y lo transforma en naturaleza superior y más divina, y en ese estado lo mantiene mientras él demuestre por sus obras que quiere ser mantenido.
Mas una vez que hemos concedido que Dios no quiere cosa que no convenga a su propio ser, pues ello destruiría su naturaleza divina, afirmaremos que, si el hombre, por su maldad, quiere algo abominable, eso no puede hacerlo Dios. Y es que no tratamos de impugnar todo lo que dice Celso, sino que lo examinamos con amor a la verdad, y así no tenemos inconveniente en concederle que "Dios no es autor de un apetito inmoderado ni de un desorden y extravío, sino de la naturaleza recta y justa", como autor que es de todo bien. Y confesamos también que "puede procurar al alma una vida eterna", y no sólo puede, sino que de hecho se la procura.
Después de lo anteriormente dicho, tampoco nos inquieta para nada la sentencia de Heráclito, que Celso cita, sobre que "los cadáveres hay que echarlos de casa más aprisa que la m." (fragm.86, Diels). Sin embargo, también sobr"e esto se puede objetar que los excrementos deben realmente echarse fuera; no así los cadáveres de los hombres, por razón del alma que moró en ellos, más que más si fue virtuosa. Y es así que, según las leyes más humanas, se los entierra con los honores que en tales casos caben. Así no corremos riesgo de ultrajar, en lo posible, al alma que lo habitó, arrojando el cuerpo humano, una vez que ella salió de él, como hacemos con los de las bestias (cf. IV 59). Demos, pues, que no quiera Dios, contra razón, hacer inmortal al grano de trigo-en todo caso a la espiga que sale de él12-ni a lo que se siembra en corrupción, sino a lo que resucita en incorrupción.
En fin, según Celso, "la razón (logas) de todo es Dios mismo"; según nosotros, el Hijo de Dios, filosofando sobre el cual decimos: En el principio era el Logas y el Logas estaba en Dios y el Lagos era Dios (lo 1,1). Y también nosotros decimos que "Dios no puede hacer nada contra la razón (logos) ni contra sí mismo".
Pues veamos el texto siguiente de Celso, que es de este tenor: "Ahora bien, los judíos, una vez hechos nación propia, se dieron leyes conforme a las costumbres de su tierra, y todavía las guardan, lo mismo que su religión, que será lo que fuere, pero es en todo caso tradicional, y en ello obran como el resto de los hombres. Porque todo el mundo venera sus costumbres tradicionales, como quiera se hayan establecido. Y esto parece ser lo que conviene, no sólo porque a unos se les ocurrió pensar de un modo y a otros de otro, y es menester guardar lo que ha sido estatuido para el bien común, sino también porque, como es probable, las partes de la tierra han sido desde el principio repartidas entre diversos inspectores y distribuidas según ciertas autoridades, y de esta manera se administran (cf. VIII 35.53.67). Y así, en cada nación, se hace rectamente lo que se hace de la manera que a aquellos inspectores es grato; y es impío transgredir lo que desde el principio está estatuido en cada lugar".
Aquí, como se ve, afirma Celso que los judíos, que antaño habrían sido egipcios (III 5ss), vinieron a ser luego un pueblo propio y se dieron leyes que todavía observan. Y, para no repetir las palabras citadas de Celso, dice ser conveniente que mantengan su religión tradicional, lo mismo que los otros pueblos que veneran sus tradiciones. Y aún añade una razón más profunda por que les conviene a los judíos venerar sus tradiciones, dando veladamente a entender que los inspectores, cooperando con los legisladores de la tierra que les tocó en suerte, pusieron las leyes de cada pueblo. Parece, pues, afirmar que uno o más de uno vigila sobre el país de los judíos y el pueblo que lo habita, y por él o por ellos, cooperando con Moisés, fueron dadas las leyes de los judíos.
a los inspectores?
"Y es menester", dice, "mantener las leyes, no sólo porque a unos se les ocurrió pensar de una manera y a otros de otra, y hay que guardar lo que ha sido sancionado para el bien común, sino también porque, como es probable, las partes de la tierra fueron distribuidas desde el principio a diversos inspectores, y repartidas entre ciertas autoridades, y así se administran". Luego, como si se hubiera olvidado de todo lo que ha dicho contra los judíos, los envuelve ahora Celso en
la alabanza general tributada a todos los que guardan sus costumbres tradicionales, diciendo: "Y así, en cada pueblo, se hace rectamente lo que se hace de la manera que a aquellos inspectores place".
Donde es de ver cómo, derechamente, en cuanto de él depende, desea que el judío viva de acuerdo con sus propias leyes y no apostate de ellas, pues no obraría religiosamente si apostatara. Dice, en efecto, "ser cosa impía abolir lo que en cada lugar se ha estatuido desde el principio".
Personalmente, yo quisiera preguntarle a él o a los que piensan como él quién fue en definitiva el que distribuyó desde el principio las partes de la tierra a estos o los otros inspectores. Y, claro está, la tierra de los judíos y los judíos mismos a quien o a quienes les cupieran en suerte. ¿Fue Zeus, como gustaría de nombrarlo Celso, quien repartió el pueblo judío y su país a uno o varios inspectores y quiso que aquel a quien le cupo en suerte la Judea diera tales leyes a los judíos? ¿O se hizo eso contra la voluntad de Zeus? Como quiera que responda, se ve bien que el argumento le ha de poner en aprieto. Mas si las partes de la tierra no fueron distribuidas por uno solo a sus inspectores, sigúese que cada uno, al azar y sin superior alguno, se tomó la tierra que le cupo en suerte. Cosa esta absurda, que destruye, en no pequeña medida1S, la providencia del Dios sumo.
Pero explíquenos el que quiera cómo son administradas por sus inspectores las partes de la tierra distribuidas entre ciertas autoridades y aclárenos también cómo, en cada nación, se hacen rectamente las cosas si se hacen de la manera que place a sus inspectores. ¿Son rectas, por ejemplo, las leyes de los escitas que permiten matar a los padres, y las de los persas que no prohiben el matrimonio de los hijos con sus madres, ni de los padres con sus hijas? Mas ¿qué necesidad hay de reunir ejemplos de los que se han ocupado de las leyes de los diferentes pueblos y seguir preguntando cómo, en cada pueblo, sean rectas las leyes que se da de la manera que place a los inspectores? Díganos Celso cómo no sea cosa santa abolir leyes tradicionales sobre el casarse con madres e hijas, o que sea cosa bienhadada salir de la vida echándose un lazo al cuello, o que se purifican enteramente los que se arrojan al fuego y por medio del fuego salen de
la vida, y cómo no sea santo acabar, por ejemplo, con las leyes vigentes entre los taurios sobre ofrecer a los extranjeros en sacrificio a Artemis, o las de algunos habitantes de la Libia de inmolar los hijos a Crono I4. En cambio, es lógico, según Celso, que, para los judíos, no es cosa santa transgredir sus leyes tradicionales, que les mandan no dar culto a otro Dios fuera del Creador de todas las cosas.
Además, lo santo, según él, no lo sería por naturaleza, sino por convención y opinión; cosa santa sería, en efecto, para unos adorar al cocodrilo y comer algo de lo que otros adoran. Para unos es santo dar culto a un novillo, para otros tener, por dios a un macho cabrío. Así resultará que, respecto de unas leyes, la misma persona obrará santamente, e impíamente respecto de otras. Lo que es el colmo del absurdo.
Mas es probable que nuestros adversarios respondan a esto que quien guarda sus tradiciones es piadoso, y no porque no observe también las de los otros es en manera alguna impío; y a la inversa, el que es tenido por impío por unos, para otros no lo es, con tal de que venere sus dioses tradicionales y por más que impugne y se meriende los de quienes tienen leyes diferentes. Pero es de ver si no traerá esto una gran confusión sobre lo justo y piadoso y sobre la religión en general, que no se distinguirá ya de la irreligión, ni tendrá naturaleza propia, ni será capaz de caracterizar como piadosos a los que practican lo que atañe a la piedad. Ahora bien, si la religión, la santidad y la justicia entran en el número de las cosas relativas, de suerte que lo mismo pueda ser piadoso o impío según las disposiciones y las leyes, es de ver si no será también, consiguientemente, relativa la templanza, la fortaleza, la prudencia, la ciencia y.demás virtudes. No podría darse absurdo mayor.
Lo dicho basta para quienes adopten una posición más sencilla y común ante las palabras citadas de Celso; creernos, sin embargo, que este escrito venga a parar también a manos de quienes son capaces de examinar las cosas más a fondo, y ello nos mueve a aventurarnos a exponer algo más profundo, que lleva en sí alguna especulación mística y secreta sobre
eso de que, desde el principio, los lugares de la tierra fueron repartidos entre inspectores o vigilantes varios. Y, en cuanto se nos alcance, varaos a demostrar que nuestra doctrina está limpia de los absurdos que hemos enumerado.
A la verdad, paréceme que Celso malentendió ciertas tradiciones misteriosas acerca del repartimiento de la tierra, que, hasta cierto punto, toca también la historia griega cuándo presenta algunos de los supuestos dioses que se disputan entre sí el Ática, y de esos mismos llamados dioses nos dicen los poetas que, por confesión de ellos, unos lugares les son más caros que otros. Y la misma historia de los bárbaros, señaladamente de los egipcios, nos ofrece cosas semejantes, al hablarnos de los que en Egipto se llaman nomos. Así, Atena, a quien le cupo en suerte Saia, es la misma que posee el Ática (HEROD., II 62; PLAT., Tim. 21e). Los sabios egipcios dirán cosas innúmeras sobre el particular; lo que no sé es si incluyen también a los judíos y su tierra en esta distribución. Pero basta de momento sobre lo que se dice fuera de la palabra divina.
Por nuestra parte afirmamos que Moisés, a fluien tenemos por profeta de Dios y verdadero siervo suyo, en el cántico del Deuteronomio expone la división de los habitantes de la tierra diciendo: Cuando el Altísimo dividió las naciones, cuando dispersó a los hijos de Adán, fijó los lindes de las naciones según el número de los ángeles de Dios. Y fue porción del Señor su pueblo de Jacob, cuerda de su herencia Israel (Deut 32,8-9). Y sobre la distribución o dispersión de los pueblos, en el libro titulado Génesis, dice en estilo histórico el mismo Moisés: Y toda la tierra era un solo labio, y todos tenían un solo lenguaje. Y aconteció que, viniendo de oriente, hallaron una llanada en tierra de Sennaar, y allí se asentaron. Y poco después: Bajó, dice, el Señor a ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de Adán, y dijo el Señor: He aquí que son una sola raza y todos tienen un solo lenguaje. Han comenzado a hacer esto y no desistirán hasta llevar a cabo todo lo que desean. Ea, bajemos y confundamos allí su lengua, para que el vecino no entienda a su vecino. Y el Señor los dispersó a todos de allí sobre la haz de toda la tierra, y desistieron de construir la ciudad y la torre.
Por eso se llamó la ciudad Babel, porque allí confundió el Señor Dios
las lenguas de toda la tierra, y de allí los dispersó el Señor Dios sobre la haz de toda la tierra (Gen 11,1-2; 5-9). Y en la que se titula Sabiduría de Salomón, se dice acerca de la sabiduría y los que presenciaron la confusión de las lenguas en que tuvo lugar la división de los pueblos, lo que sigue, obra de la sabiduría: Esta, cuando fueron confundidas las naciones acordes en su maldad, conoció al justo y lo guardó irreprochable para Dios, y lo conservó fuerte, no obstante las entrañas para con su hijo (Sap 10,5).
Muchas y misteriosas cosas habría que decir sobre este punto, al que cae bien el texto: Bueno es ocultar el secreto del rey (Tob 12,7), y no queremos echar a cualesquiera oídos la doctrina acerca de las almas que entran en el cuerpo (aunque no por transmigración), ni dar lo santo a los perros, ni arrojar las piedras preciosas a los cerdos (Mt 7,6). Impío fuera tal modo de obrar, que supondría una traición de los oráculos secretos de la sabiduría de Dios, de la que bellamente está escrito: La sabiduría no entrará en el alma que maquina el mal, ni habitará en cuerpo sometido al pecado (Sap 1,4). Basta haber expuesto, en forma histórica, lo que, al estilo de la historia, fue ocultamente dicho, para que quienes sean de ello capaces se elaboren para sí mismos lo que el tema encierra.
Entiéndase, pues, que todos los moradores de la tierra se valen de una sola lengua y que, mientras se mantienen en mutua armonía, se mantienen en la lengua divina; y supongamos que no se mueven del oriente mientras piensan en la luz y en el resplandor que viene de la luz eterna (Sap 7,26). Pero estos mismos, una vez que se mueven del oriente, por pensar cosas ajenas al oriente, encuentran una llanura en la tierra de Sennaar (que significa "pérdida de los dientes", como símbolo de que perdieron lo que los alimentaba), y allí se asientan. Luego, queriendo juntar lo material y pegar con el cielo lo que por su naturaleza no puede pegarse, con intento de impugnar con lo material lo inmaterial, dice: Venid, fabriquemos ladrillos, y cozámoslos al fuego (Gen 11,3). Afirmaron, pues, y endurecieron el material de barro, y quisieron hacer del ladrillo piedra y del barro asfalto, y con ello construir una ciudad y una torre que, a lo que ellos se imaginaban, tocaría con su cabeza al cielo-un símbolo de las alturas que se levantan contra el conocimiento de Dios (2 Cor 10,5). Ahora, cada uno de ellos, a proporción de su ale-
jamiento de oriente, que fue de más o menos trecho, y a proporción de la producción de ladrillos para piedras y de barro para asfalto y de lo que así construyeron, es entregado a ángeles más o menos duros y de un carácter y otro, hasta que paguen la pena de lo que pecaron. Estos ángeles conducen a cada uno de los que se hicieron lengua propia a las partes de la tierra que se merecen, a unos a una región, digamos, cálida; a otros, a la que por su frío castiga a sus habitantes; a unos, a tierra dificilísima de cultivar; a otros, a otra que no lo es tanto; a unos, a región llena de fieras; a otros,,a donde abundan menos.
Luego, el que sea capaz de ello, como en tema histórico al cabo, que contiene de suyo algo verdadero, pero que alude, a par, a algo misterioso, mire cómo los que desde el principio guardaron su lengua por no haberse movido de oriente, permanecen en oriente y en su lengua oriental; y entienda cómo estos solos vinieron a ser porción del Señor, y pueblo suyo que se llama Jacob, y parte de su herencia Israel (Deut 32,9), y estos solos son gobernados por el que los gobierna sin miras al castigo de los que están bajo su autoridad, como miran los otros. Y vea el que pueda, en cuanto cabe en lo humano, cómo en la sociedad de estos que fueron ordenados para porción especial del Señor, se dieron pecados, primero tolerables y tales que no merecían ser de todo en todo abandonados por ellos; luego, más en número, pero todavía tolerables. Y, considerando cómo esto sucede durante más tiempo, y siempre se pone remedio y a intervalos se convierten, mire cómo son abandonados, a proporción de sus pecados, a los que obtuvieron las otras regiones, y cómo primero, castigados suavemente y sufriendo una pena como para ser educados, se tornaron de nuevo a lo propio; mire luego cómo son entregados a señores más duros, como los llamarían las Escrituras, a los asirlos primero y luego a los babilonios; después, a pesar de los medios puestos, mire cómo no por eso dejan de multiplicar sus pecados, y son por ello dispersados por quienes los arrebataron entre las otras partes bajo los señores de los demás pueblos. Y el que manda sobre ellos, consiente adrede que sean arrebatados por los señores de los otros pueblos, a fin de que él mismo, con toda razón, como quien toma venganza, se arrogue el poder de sacar de entre los otros pueblos a los que pueda, y de hecho los saque, y les dé leyes y les trace la vida por la que
han de vivir, y los conduzca al fin a que condujo a los que no pecaron del pueblo primero.
Y por aquí aprendan los que son capaces de mirar estas cosas ser mucho más poderoso que los demás Aquel a quien cupieron en suerte los que primero no pecaron, pues El pudo escogerse los que quiso de la parte de todos, apartarlos de quienes los recibieron para castigo y darles leyes y normas de vida propias para olvidar lo que anteriormente pecaran. Pero, como ya advertimos, hemos de decir estas cosas con cierta oscuridad, pues tratamos de establecer la verdad contra la mala inteligencia de los que dijeron que, "desde el principio, las partes de la tierra fueron distribuidas entre distintos inspectores o vigilantes, repartidas según ciertas autoridades, y así se administran".
De ellos tomó también Celso las palabras citadas.
Sin embargo, como quiera que los que se movieron de oriente fueron entregados, por lo que pecaron, a un sentir reprobado y a pasiones de ignominia, y a la impureza en los deseos de sus corazones (Rom 1,28.26.24), a fin de que, hartos del pecado, lo vinieran a aborrecer, no asentiremos a la opinión de Celso, según el cual se hace rectamente lo que se hace en cada pueblo por razón de los inspectores repartidos por las partes de la tierra. No, nosotros no queremos hacer lo que mandan de la manera que a ellos place; porque vemos ser cosa santa abolir lo que desde el principio fue estatuido según los varios lugares y sustituirlo por leyes mejores y más divinas que promulgó, como más poderoso, aquel Jesús que nos liberó del presente siglo malo y de los príncipes de este siglo que son destruidos (Gal 1,4; 1 Cor 2,6); impío fuera, por lo contrario, no someterse al que se mostró y demostró más puro y santo que todos los otros señores; a El dijo Dios, como predijeron los profetas muchas generaciones antes: Pídeme, y darte he las naciones por herencia, por posesión los lindes de la tierra (Ps 2,8). El fue la expectación de los que creíamos de entre las naciones, en El y en su Padre, Dios supremo.
J-p dicho no sólo va contra lo que se afirma sobre los inspectores, sino que, en cierto sentido, anticipa la respuesta a otras afirmaciones que sienta Celso contra nosotros, diciendo:
"Pase ahora el otro coro, y les preguntaré de dónde vienen o a quién tienen por autor de sus leyes tradicionales. No dirán a nadie, pues también ellos salieron de allí (del judaismo) y no de otra parte alguna traen a su maestro y director de coro. Y, sin embargo, apostataron de los judíos" (cf. III 5). Cuando nuestro Jesús vino al mundo, venimos al monte manifiesto del Senos, a la Palabra que está por encima de toda palabra, y a la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15). Y vemos cómo esa casa se edifica sobre la cima de los montes, sobre todas las palabras de los profetas, que son sus fundamentos. Y se levanta por sobre todos los collados, que son los que entre los hombres prometen algo excelente en sabiduría y verdad. Y a ella 18 acudimos todas las naciones y caminamos muchos pueblos, y unos a otros decimos, exhortándonos a abrazar la religión que, en los últimos días, ha brillado por obra de Jesucristo: Venid y subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob, y El nos anunciará su camino, y por éste andaremos (Is 2,2-3). Porque de los de Sión salió una ley espiritual y pasó a nosotros. Mas también la palabra del Señor salió de aquella Jerusalén para propagarse por dondequiera y juzgar en medio de las naciones, escogiéndose a los que ve dóciles y arguyendo al pueblo incrédulo, que es mucho (Is 2,3-4).
Así, pues, a los que nos preguntan de dónde venimos y a quién tenemos por fundador, les respondemos que, siguiendo los consejos de Jesús, venimos a romper para arados nuestras espadas espirituales, aptas para la guerra y el agravio, y a transformar " en hoces las lanzas con que antes combatíamos. Y es así que ya no tomamos la espada contra pueblo alguno, ni aprendemos el arte de la guerra, pues por Jesús nos hemos hechos hijos de la paz-por Jesús, que es nuestro guía (Act 3,15; 5,31; Hebr 2,10; 12,2) o autor de nuestra salud, en lugar de las tradiciones en que éramos extraños a las alianzas (Eph 2,12)-. Ahora que hemos recibido una ley, por la que damos gracias a Dios que nos ha librado del error, decimos: Simulacros mentirosos poseyeron nuestros padres, y no hay entre ellos quien dé lluvia (ler 16,19; 14,22). Así, pues, "nuestro corifeo y maestro", que salió de los judíos, ocupa la tierra entera por la palabra de su enseñanza.
Así nos hemos adelantado a refutar, según nuestras fuerzas, estas palabras de Celso, que siguen a un texto más amplio, juntándolas a palabras suyas citadas.
Mas para no omitir lo que entre uno y otro texto dice Celso, pongámoslo también aquí: "Podemos en confirmación de esta doctrina alegar el testimonio de Heródoto, que dice así: "Los de las ciudades de Merca y de Apis, que habitan en los confines de Libia, creyendo que eran libios y no egipcios y sintiéndose molestos por las prescripciones de la religión egipcia, pues ellos querían que no se les prohibiera comer carne de vaca, enviaron una embajada al oráculo de Ammón, alegando que nada tenían ellos que ver con los egipcios. Daban por razón que habitaban fuera del Delta, que no profesaban sus mismas creencias y querían, por ende, se les permitiera comer de todo sin distinción. Pero el dios no les permitió hacer eso, diciendo que Egipto era toda la tierra que el Nilo riega al desbordarse y de Egipto son todos aquellos que, de Elefantina abajo, beben las aguas de este río" (HEROD., 2,18). Esto cuenta Heródoto, y Ammón no vale menos para anunciar oráculos divinos que los ángeles de los judíos; de ahí que nada tenga de malo que cada uno guarde religiosamente sus propias costumbres. A la verdad, grandes diferencias hallaremos en cada pueblo; y, sin embargo, cada uno cree que lo suyo es lo mejor. Los etíopes que habitan Meroe sólo dan culto a Zeus y a Dioniso; los árabes, sólo a Urania y a Dioniso; los egipcios todos, a Osiris y a Isis, pero los saitas a Atena; los naucratitas no hace mucho que invocan a Serapis, y los demás a otros, según sus leyes. Y unos se abstienen de las ovejas, por considerarlas sagradas; otros, de las cabras; otros, de los cocodrilos; otros, de las vacas; de los cerdos, con horror. Para los escitas es cosa buena comerse a los hombres. De entre los indios hay quienes, al comerse a sus padres, creen hacer una piadosa obra. Y dice en algún pasaje el mismo Heródoto; para más fidelidad citaré sus mismas palabras. Cuenta así: "Si se propusiera a todos los hombres escoger las mejores leyes de entre todas las leyes, después de mirarlo bien, cada uno escogería como aventajadamente mejores las suyas propias. No se concibe, pues, que nadie, si no está loco, haga objeto de burla cosas semejantes. Y que así piensen los hombres acerca de sus propias costumbres o leyes, pudiera confirmarse con mil otros ejemplos, y entre ellos éste: Darío, durante su reinado, llamó una vez a unos griegos que estaban con él, y los preguntó a qué precio querrían comerse a sus padres cuando mueren. Ellos
le- .respondieron que por nada
del mundo harían cosa semejante. Luego llamó Darío a una clase de indios llamados calaítas, que se comen a sus padres, y, en presencia de los griegos y un intérprete a su disposición, preguntó a los indios por qué precio se decidirían a quemar a sus padres al morir. Ellos levantaron el grito y rogaron al rey que no dijera impiedades. Tal es la fuerza de las instituciones, y a mi parecer tiene razón Píndaro cuando dice que la costumbre es la reina de todo (HEROD., III 38; PIND., fragm.109, ed. Schróder).
Por todos estos rodeos, parécele a Celso encaminarse la razón a que todos los hombres vivan según sus costumbres tradicionales y que no puede reprendérselos por ello; los cristianos, empero, que abandonaron sus tradiciones y que no se han constituido en un solo pueblo como los judíos, merecen reproche por haberse adherido a la doctrina de Jesús. Díganos, pues, si los que profesan la filosofía y aprenden a despreciar la superstición harán bien en abandonar las costumbres tradicionales y comer de lo que está prohibido en sus patrias, o no obrarán en eso convenientemente. Ahora bien, si por razón de la filosofía y lo que ella enseña contra la superstición, pueden los filósofos dejar sus tradiciones patrias y comer de lo que les está prohibido por tradición, ¿por qué no obrarán irreprochablemente los cristianos haciendo 3o que hacen los filósofos, dado que su razón los convence a que no hagan caso excesivo de estatuas y templos, ni siquiera de las criaturas de Dios, sino que se levanten por encima de ellas y consagren su alma al Creador? Mas si Celso y los que opinan como él se afe-rran, para sostener la tesis sentada, en que también el que profesa la filosofía ha de observar las costumbres patrias, habrá que ver la ridiculez, por ejemplo, de los filósofos egipcios, con sus escrúpulos de comer cebollas o de abstenerse de ciertas partes del cuerpo, como la cabeza y el hombro, para no violar las tradiciones de sus mayores. Y no digamos de los egipcios que tiemblan de las flatulancias del cuerpo";
si a uno de ésos le da por hacerse filósofo y quiere guardar las costumbres patrias, será ridículo filósofo haciendo cosas que no dicen con un filósofo. Así también, aquel que por el Logos ha sido llevado a adorar al Dios del universo y por razón de sus tradiciones paternas se queda por bajo de imágenes y estatuas humanas y no quiere levantar su espíritu al Creador, ese tal se asemejaría a los que profesan la filosofía y temen, sin embargo, lo que no es de temer y tienen por impiedad comer de ciertos alimentos.
¿Y quién es ese Ammón de Heródoto, cuyas palabras cita Celso para probar, según cree, que cada uno ha de observar sus tradiciones? El hecho es que el Ammón de ellos no permite a los habitantes de la ciudad de Merea y Apis, colindante con la Libia, que miren con indiferencia el uso de las vacas; cosa que no sólo es, por naturaleza, indiferente, sino que tampoco impide a nadie que sea bueno y noble. Si su Ammón les prohibiera comer vaca por tratarse de un animal útil para la agricultura y, además, porque la raza se propaga señaladamente por las hembras, la cosa tendría acaso sus visos de razón; pero no, quiere simplemente que guarden las leyes de los egipcios acerca de las vacas por el mero hecho de beber del Nilo. Y, (jomo epílogo, se mofa Celso de los ángeles de los judíos, que traen las órdenes de Dios, y dice "no ser peor Ammón para anunciar las cosas divinas que los ángeles de los judíos". Pero no se paró a examinar lo que quieren decir las palabras y apariciones de los mismos. En otro caso hubiera visto que Dios no se cuida de los bueyes (1 Cor 9,9), aun cuando parece dar leyes acerca de ellos o de otros irracionales. Todo está escrito por razón de los hombres y, bajo la apariencia de animales irracionales, contienen alguna verdad natural.
Como quiera que sea, Celso afirma que quien religiosamente observa sus costumbres patrias no comete iniquidad alguna; de donde se seguiría, según él, que nada malo hacen los escitas cuando, siguiendo sus costumbres patrias, se comen a los hombres. Y, por el mismo caso, aquellos indios que se comen a sus padres piensan hacer, según Celso, la cosa más santa del mundo o, por lo menos, algo que nada tiene de inicuo. Por lo menos cita un texto de Heródoto que aboga por que cada uno guarde-y así obrará convenientemente-sus leyes tradicionales; y todo hace pensar que da la razón a los indios calaítas del tiempo de Darío, que se comían a sus padres
-aquellos que, preguntados por Darío a qué precio estarían dispuestos a dejar tal costumbre, lanzaron un gran grito y le mandaron callar.
Hay, pues, que considerar, hablando en general, dos leyes: una, la ley de naturaleza, cuyo autor sería Dios; y otra, la ley escrita que rige en los estados; y cuando la ley escrita no está en pugna con la ley de Dios, es bien que los ciudadanos no la abandonen so pretexto de seguir leyes extrañas ". Mas si la ley de naturaleza, es decir, la ley de Dios ordena algo contra la ley escrita, es de ver si la razón no convence de que debe decirse adiós a las leyes escritas y a la voluntad de los legisladores y acatar a Dios legislador, y resolverse a vivir según su Logos, así haya que arrostrar para ello peligros, trabajos sin cuento, la muerte y la ignominia. Absurdo fuera, en efecto, que, en el caso de contradecirse lo que agrada a Dios y lo que ordena alguna ley de las ciudades, de ser imposible agradar a Dios y a los que tales leyes estatuyen, absurdo, digo, fuera despreciar acciones por las que se agrada al creador del universo y abrazar aquellas por las que se desagrada a Dios y se satisface a leyes que no son leyes y a los amigos de ellas.
Ahora bien, si en cualquier punto es razonable preferir la ley de naturaleza, que es ley de Dios, sobre la ley escrita dada por los hombres contraviniendo a la ley de Dios, ¿no será bien hacer eso, con más razón, en las leyes sobre Dios mismo? Así, ni adoraremos por dioses únicos a Zeus y Dioniso, como place a los etíopes que habitan en torno a Meroe, ni honraremos en absoluto, a la manera etiópica, a los dioses etiópicos. Ni tendremos para nada por dioses aquellos en que se glorifica lo masculino y femenino, a la manera de los árabes que adoran a Urania como" femenina y a Dioniso como masculino (cf. HEROD., III 8); ni tampoco, como el común de los egipcios, tendremos por dioses a Osiris e Isis, ni a éstos juntaremos a Atena, según les parece a los saítas. En cuanto a los naucratitas, a los más viejos les pareció bien dar culto a otros dioses; los modernos, empero, hace, como quien dice, unos días que han empezado a adorar a Serapis, que jamás había sido dios. Mas no por eso vamos a decir fambién nosotros ser dios un dios nuevo que no lo
fue jamás antes, ni como a tal lo conocieron los hombres. Y es así que el mismo Hijo de Dios, primogénito que es de toda la creación (Col 1,15), si es cierto que le plugo encarnarse recientemente, mas no por eso es nuevo; pues las palabras divinas saben de El que es más viejo que todas las criaturas y que a El le dijo Dios al crear al hombre: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra (Gen 1,26; cf. supra II 9).
Pero quiero demostrar que Celso no tiene razón en afirmar que cada uno ha de seguir la religión de su familia y patria. Dice él que los etíopes que habitan junto a Meroe sólo conocen dos dioses, que son Zeus y Dioniso, y sólo a éstos dan culto; los árabes también tienen otros dos dioses; a Dioniso, como los etíopes, y a Urania, que es peculiar de ellos. Según referencia de Celso, ni los etíopes dan culto a Urania ni los árabes a Zeus. Ahora bien, si un etíope, por cualquier circunstancia, viene a parar entre los árabes y es tenido por impío por no dar culto a Urania y por ello corre peligro de muerte, ¿tendrá el etíope que morir antes que hacer nada contra la costumbre de su patria y adorar a Urania? Si tiene que obrar contra sus costumbres tradicionales, no obrará, según los argumentos de Celso, santa o piadosamente; y si se lo conduce a la muerte, demuéstrenos Celso que hay razón para aceptar la muerte. Yo no sé si los etíopes tienen una doctrina que les enseñe a filosofar acerca de la inmortalidad del alma y de la recompensa por su religión si dan culto conforme a sus costumbres tradicionales a los supuestos dioses. Y lo mismo cabe decir de los árabes que, por cualquier circunstancia, vinieran a vivir entre los etíopes de Meroe. Enseñados a dar culto solamente a Urania y Dioniso, estos árabes no adorarán al Zeus de los etíopes; y, si son tenidos por impíos y conducidos a la muerte, díganos Celso qué harán razonablemente.
En cuanto a Osiris e Isis, superfluo y fuera de razón me parece trazar aquí una lista de sus mitos. Y si estos mitos se interpretan tropológicamente, nos enseñarán en definitiva a adorar el agua, sin alma, y la tierra, que pisan hombres y animales. Porque así transforman, sesún creo, a .Osiris en agua y a Isis en tierra. De Serapis se cuenta una historia múltiple y diversa, y es dios que apareció ayer o anteayer por ciertas artes mágicas de Ptolomeo, que quería mostrar
a los alejandrinos una especie de dios visible y tangible. En el pitagórico Numenio hemos leído acerca de su fabricación que participa de la sustancia de todos los animales y plantas que suministra la naturaleza; y así parece que, aparte iniciaciones impías y magias evocadoras de démones, no se fabrica el dios solamente por obra de escultores, sino también por magos y hechiceros y por los démones evocados por sus encantamientos 20.
Es, pues, menester inquirir qué haya de comer o no comer conforme a su naturaleza un ser vivo, racional y manso, que obra en todo según razón, y no dar culto, al azar, a ovejas, cabras o vacas. Abstenerse de estos animales puede ser cosa razonable, pues de ellos sacan los hombres mucho provecho; pero tener consideración a los cocodrilos y pensar que están consagrados a no sabemos qué dios mitológico, ¿no será la más grande de las necedades? De gentes muy estúpidas es, efectivamente, tener consideración a animales que no nos la tienen a nosotros, y rodear de solicitud a los que se dan un banquete a nuestra costa. Y, sin embargo, plácenle a Celso los que, siguiendo costumbres tradicionales, dan culto
y solícitamente cuidan a los cocodrilos, y ni una sola palabra ha escrito contra ellos. Los cristianos, empero, le parecen reprensibles, porque se les enseña a abominar la maldad, a apartarse de las obras que proceden de ella, y a dar culto y honrar a la virtud, como engendrada por Dios e hija de Dios.
Porque no hay que pensar que, por ser femenino el nombre de la sabiduría y la justicia, lo son también en su sustancia estas virtudes, que, según nuestra creencia, se identifican con el Hijo de Dios, como nos lo demostró su discípulo genuino, que dice sobre el mismo: El cual se hizo para nosotros, de parte de Dios, sabiduría, justicia y santificación y redención (1 Cor 1,30)21. Y aun cuando lo llamemos segundo Dios '"", sepan que por segundo Dios no entendemos otra cosa que una virtud que comprende en sí todas las virtudes, y una razón (lagos) que comprende en sí toda otra cualquier razón de lo que sucede según naturaleza y, principalmente, para bien del universo. Y esta razón o logas afirmamos haberse unido e identificado, en medida superior a todas las almas, con el alma de Jesús, el único que pudo alcanzar de manera perfecta la participación del logas en sí, de la sabiduría en sí y de la justicia en sí.
Mas, como quiera que Celso, ya que ha hablado de las diferentes leyes, añade: "Paréceme que Píndaro tuvo razón al afirmar que la ley (o costumbre) es reina de todos", vamos también a discutir este punto. ¿Qué ley dices, amigo, ser reina de todos? Si te refieres a las de las ciudades, eso es falso, pues no todos están regidos por la misma ley; y entonces habría que haber dicho que las leyes son reinas de todos, pues en cada pueblo hay una ley que es reina de todos. Mas si te refieres a la ley propiamente dicha, ésta es por naturaleza la reina de todos, por más que algunos, a estilo de bandidos, se aparten de las leyes y vivan como salteadores y criminales. Ahora bien, los cristianos, que hemos conocido la ley que, por naturaleza, es reina de todos, que es la misma ley de Dios, conforme a ella procuramos vivir, dando un total adiós a las leyes que no son leyes.
de Celso
Pues veamos lo que dice seguidamente Celso, siquiera muy poco se refiera a los cristianos, y la mayor parte a los judíos. Dice, pues: "Pues bien, si, conforme a esto, honran los judíos su propia ley, nada hay que reprocharles en ello, sino más bien a los que abandonan la suya propia y aceptan seguir la de los judíos. Mas si se enorgullecen como poseedores de una ciencia superior y se apartan del trato de los otros por no igualárseles en pureza, ya han oído que ni lo que sobre el cielo creen es dogma propio suyo, sino que, para omitir todo otro ejemplo, lo profesan muy de antiguo los persas, como lo manifiesta en algún pasaje Heródoto. "Porque tienen-dice-por ley subirse a los más altos montes para ofrecer sacrificios a Zeus, y llaman así a todo el ciclo del cielo (HEROD., I 131).
Porque lo mismo da que a Zeus se le llame Altísimo, o Zen, o Adonai, o Sabaoth, o Amón, como los egipcios, o Papeo, como los escitas ". Y tampoco van a ser más santos que los demás por el hecho de que se circunciden, pues en eso se les adelantaron los egipcios y los coicos (HEROD., II 104); ni porque se abstengan de comer cerdo, pues tampoco los egipcios lo comen y, por añadidura, se abstienen de cabras, ovejas, vacas y peces; Pi-tágoras y sus discípulos, de las habas y de todo lo animado 24. Y, en fin, no es probable que tengan particular crédito delante de Dios ni sean de él amados con preferencia a los otros por el hecho de haberles caído en suerte una tierra que fuera como el lugar de los bienaventurados para mandarles a ellos solos sus mensajeros, pues a la vista tenemos qué suerte han corrido ellos y su tierra. Salga, pues, de la escena este coro de mi comedia, que ya lleva su castigo por su arrogancia, gente que no conocen al Dios grande, sino que se dejó seducir y engañar por la magia de Moisés, que de él aprendió para malos fines" (cf. I 23).
Evidentemente, Celso acusa aquí a los judíos de suponer mentirosamente ser ellos la porción del Dios supremo (Deut 32,9) con preferencia a todos los otros pueblos, no menos que de arrogancia cuando alardean del Dios grande,
al que, sin embargo, no conocen; gentes más bien que fueron seducidas por la magia de Moisés y por éste embaucadas, del que se hicieron discípulos, y no para fin bueno alguno. Ahora bien, siquiera parcialmente, ya antes hemos hablado (IV 31) de la venerable y singular constitución política de los judíos, cuando aún subsistía lo que era símbolo de la ciudad de Dios y de su templo, y del culto sacerdotal que se practicaba en él y en el altar. Y quienquiera dedique su atención a la mente del legislador y examine la constitución por él establecida, si compara su situación con la actual conducta de los otros pueblos, a ningún otro admirará como a los judíos, que, en cuanto cabe entre hombres, suprimieron todo lo inútil para el género humano y sólo aceptaron lo útil. De ahí que entre ellos no hubiera certámenes gímnicos, ni teatrales, ni hípicos; ni tampoco mujeres que vendieran su belleza a quien quisiera abusar de ellas e inferir un ultraje a la naturaleza de los gérmenes humanos (cf. Lev 19,29; Deut 23,17-18). ¡Y qué cosa tan excelente era para ellos que, desde la más tiena edad, se les enseñara a levantarse por encima de toda la naturaleza sensible, y que en ninguna parte de ella tiene Dios su asiento, sino que se lo ha de buscar arriba, por encima de los cuerpos! ¡Qué cosa tan grande que, casi a par del nacimiento y apenas llegado al uso de la razón, se le enseña al niño la inmortalidad del alma, y los tribunales bajo tierra (cf. PLAT., Phaidr. 249a) y los premios a los que hubieren vivido bien! Todo lo cual, como a niños que pensaban cosas de niños, se les predicaba en forma más o menos mítica; mas para quienes ahora buscan la razón y quieren adelantarse en ella, los que entonces eran mitos (llamémoslos así) se han transformado en la verdad que estaba escondida en ellos. Por mi parte, los tengo por dignos de llamarse porción escogida de Dios por el mero hecho de haber despreciado toda adivinación, que embauca vanamente a los hombres y procede de démones malignos, más bien que de una naturaleza superior. Ellos, empero, buscaban el conocimiento de lo futuro en almas que, por su pureza señera, recibían el espíritu del Dios sumo.
¿Y qué necesidad hay de decir lo bien pensado de aquella ley por la que no era lícito que uno de la misma religión fuera esclavo por más de siete años (Ex 21,2; Deut 15,12; ler 41,14), ley que no dañaba ni al amo ni al criado? No pueden, pues, los judíos honrar su propia ley a la manera
de los otros pueblos, y merecerían se los culpara de no haber comprendido la excelencia de sus leyes si creyeran haberse escrito del mismo modo que las de los otros pueblos. Y más sabios, no sólo que el vulgo, sino más también que los que parecen consagrarse a la filosofía, pues éstos, después de sus solemnes razonamientos filosóficos, vienen a parar en los ídolos y démones; el último, empero, de los judíos sólo fija su mirada en el Dios supremo. Y, por lo menos en este punto, tienen derecho a gloriarse, y evitar la comunicación con los otros, como gentes sacrilegas e impías.
¡Y pluguiera a Dios no hubieran pecado, infringiendo la ley, matando primero a los profetas (Mt 23,37) y atentando más tarde contra la vida de Jesús! Así tendríamos un ejemplo de la ciudad celeste que trató de describir Platón (Pol. 369-372.327-434), pero no sé si lo logró tanto como Moisés y los que le sucedieron, que formaron una raza escogida, una nación santa y consagrada a Dios con doctrinas limpias de toda superstición.
Mas como Celso se empeña en identificar los ritos de los judíos con las leyes de ciertas naciones, vamos a examinar también este punto. Piensa, pues, que la doctrina acerca del cielo no se diferencia en nada de lo que se enseña acerca de Dios, y afirma que, a la manera de los judíos, también los persas ofrecen sacrificios a Zeus sobre los montes más altos. Pero Celso no ve que los judíos, así como conocían a un solo Dios, así sólo tenían una casa de oración, y un altar de los holocaustos, y un incensario de perfumes, y un solo sumo sacerdote de Dios. Nada, pues, tuvieron de común los judíos con los persas, que se subían a los montes más altos a ofrecer unos sacrificios que no se parecían tampoco para nada a los de la ley de Moisés. Según ésta, los sacerdotes de los judíos servían a una figura y sombra de las cosas celestes (Hebr 8,5), y secretamente explicaban el sentido de la ley sobre los sacrificios y los que éstos significaban simbólicamente. Enhorabuena, pues, que los persas llamen Zeus a todo el círculo del cielo; nosotros, empero, afirmamos que éste no es ni Zeus ni Dios, pues sabemos que algunas criaturas, muy por bajo de Dios, se han remontado por encima de los cielos y de toda la naturaleza sensible. Y así entendemos lo del salmo: Alabad al Señor, los cielos de los cielos, y las aguas que están sobre los cielos loen el nombre del Señor (Ps 148,4).
Según Celso, "no hay diferencia en que a Zeus se le llame Altísimo, Zen, Adonai, Sabaoth, o Amón, como los egipcios, o Papeo, como los escitas" 'Discurramos, pues, también brevemente sobre este punto, recordando, a par, al lector lo que anteriormente (I 24-25) dijimos sobre este problema, cuando las palabras de Celso nos obligaron a tratarlo. Pues también ahora decimos que la naturaleza de los hombres no depende, como opina Aristóteles (De invent. c.2), de la convención de los que los ponen. Y es así que las lenguas que se hablan entre los hombres no vienen de los hombres, como es evidente para quienes son capaces de comprender la naturaleza de los encantamientos que adaptaron los autores de las lenguas según las distintas lenguas y los sonidos distintos de los nombres. Sobre este punto discutimos brevemente arriba (I 25) y dijimos que palabras que en tal o cual lengua tienen virtud natural, trasladadas a otra, no pueden ya nada, como podían en su propia pronunciación. El mismo fenómeno se advierte en las personas. Efectivamente, si este o el otro lleva desde su nacimiento un nombre griego, si lo trasladamos al egipcio o al latín o a otra lengua cualquiera, no lograremos que sufra o haga lo que sufriría o haría de llamarlo con el nombre que se le impuso primero. Ni, por lo contrario, a quien se llame desde el principio por un nombre latino, si lo trasladamos al griego, tampoco lograremos hacerle lo que promete hacer un encanto que se valga del nombre que se le impuso primero.
Pues ya, si esto es verdad respecto de los nombres humanos, ¿qué habrá que pensar sobre los que, por la causa que fuere, se referen a la divinidad? Porque algo se puede trasladar al griego, por ejemplo, del nombre de Abrahán; algo significa también la denominación de Isaac y algo se nos sugiere con la voz Jacob; y si uno que invoca o conjura nombra al Dios de Abrahán y al Dios de Isaac y al Dios de Jacob, estos nombres pueden hacer algo, ora por la naturaleza, ora por el poder de los mismos, hasta el punto de que los démones son vencidos y se someten al que los pronuncia. Mas si se dice: "El dios del padre escogido del eco, y el dios de la risa, y el dios del que agarra el carcañal", lo que se nombra no producirá más efecto que si se nombrara otra cosa que no tiene virtud alguna. Por modo
semejante, si trasladamos el nombre de Israel al griego o a otra lengua, no haremos nada; mas si lo dejamos tal como está y lo juntamos con lo que piensan los expertos en esta materia debe juntarse, entonces puede suceder algo de lo que prometen tales invocaciones hechas con tal sonido. Lo mismo diremos acerca de la voz "Sabaoth", que se emplea en muchos conjuros. Si traducimos el nombre por "Señor de los poderes", o "Señor de los ejércitos" u "omnipotente" (todas estas versiones dan efectivamente los intérpretes), no haremos nada; mas si lo dejamos en sus propios sonidos, haremos algo, al decir de los entendidos en la materia. Y lo mismo sobre Adonai. Ahora, pues, si ni Sabaoth ni Adonai pueden nada traducidos al griego en lo que parecen significar, ¿cuánto menos podrán en quienes piensan "ser indiferente se llame a Zeus Altísimo, Zen, Adonai o Sabaoth"?
Ahora bien, Moisés y los profetas, que sabían estos misterios y otros semejantes, prohiben se tome el nombre de otros dioses en una boca que se ocupa en orar al solo Dios supremo, ni los recuerden en trn corazón al que se enseña a conservarse limpio de toda vanidad de pensamientos y palabras (Ex 23,13; Ps 15,4). Por eso estamos prontos a soportar cualquier tormento antes que confesar que Zeus es Dios. Porque no creemos que Zeus y Sabaoth son el mismo; es más, ni siquiera creemos que Zeus tenga nada de divino, sino que algún demon gusta de que se le llama así, un demon, digo, enemigo de los hombres y del Dios verdadero. Y si los egipcios nos presentaran a Amón para adorarlo, amenazándonos de muerte, moriríamos antes que proclamar Dios a Amón, nombre que se emplea, como es natural, en ciertos conjuros egipcios que invocan a este demon. Digan también en hora buena los escitas que Papeo es el Dios supremo; afirmamos ciertamente al Dios supremo, pero no lo llamamos, como si fuera su nombre propio, con el de Papeo, que es como gusta llamarse el demon a quien cupo en suerte la soledad de la Escitia, su nación y su lengua. No peca, en efecto, quien llama a Dios con el nombre que lo designa en lengua escita, en egipcio o en cualquiera otra en que cada uno se ha educado.
En cuanto a la circuncisión, no la practican los judíos por la misma causa que los egipcios o coicos, por lo que no debe considerarse la misma circuncisión. El que sacrifica, no sacrifica al mismo dios, por más que parezca practicar los mismos ritos en el sacrificio; ni el que ora, ora al mismo dios, por más que pida lo mismo en sus oraciones; así tampoco el que se circuncida dejará, por el mero hecho, de distinguirse de la circuncisión de otro. Efectivamente, el propósito, la ley y la voluntad del que circuncida hace diferente la cosa misma. Para que mejor se comprenda todo este punto, digamos que la palabra "justicia" es la misma para todos los griegos; sin embargo, bien demostrado está que una es la justicia según Epicuro, otra según los estoicos, que niegan la tripartición del alma3", y otra según los platónicos, para quienes la justicia es un acto individual de las partes del alma (PLAT., Pol. 441-443)2T. Por el mismo caso, una es la fortaleza de Epicuro, que aguanta trabajos para huir de otros mayores; otra la del estoico, que abraza la virtud por la virtud; otra la del platónico 2", que afirma ser virtud de la parte irascible del alma y le asigna su asiento en torno al pecho (PLAT., Pol. 442c; Tim. 69e-70a). Así, según las doctrinas de los que circuncidan, puede ser distinta la circuncisión, sobre la que no hay por qué hablar en escrito como el presente. El que quiera saber lo que sentimos sobre este punto, lea lo que sobre él decimos en nuestro comentario a la carta de Pablo a los romanos (II 12-13).
de la circuncisión
Así, pues, si los judíos se glorían de la circuncisión, la distinguirán no sólo de la que practican los coicos y egipcios, sino también de la de los árabes ismaelitas, por más que Ismael desciende de su antepasado Abrahán y juntamente con él fue circuncidado (Gen 17,23-27). Dicen, por otra parte, los judíos que la circuncisión hecha al octavo día es la principal; cualquier otra es de circunstancias. Y acaso fue introducida por algún ángel hostil al pueblo judío, ángel que
p'odía dañar a quien no se circuncidara de entre ellos, pero era impotente con los circuncidados. Diríase que así aparece por lo que se escribe en el Éxodo, cómo el ángel tenía poder contra Moisés antes de circuncidar a Eleazar, pero nada pudo después de circuncidado. Eso debió de entender Séfora, que tomó una piedra y curcuncidó a su hijo, y, según los códices corrientes, se escribe que dijo: Ha parado la sangre de la circuncisión de mi hijo; pero, según el texto hebreo: Esposo de sangre eres para mí (Ex 4,24-26; el otro texto, iuxta LXX). Sabía, en efecto, la naturaleza de este ángel, que tenía poder antes de la efusión de la sangre y se calmaba por la sangre de la circuncisión; de ahí que dijera: Esposo de sangre eres para mí.
Mas ya que hemos dicho todo esto, con algún peligro, por parecer más bien curioso y no acomodado a los oídos del vulgo, añadiré un solo punto, más propio de cristianos, para pasar a lo que sigue. Según mi opinión, este ángel tenía poder contra los no circuncidados del pueblo y, en general, contra todos los que daban culto al solo Creador; pero ese poder lo tuvo hasta que Jesús tomó cuerpo humano. Una vez que lo tomó y fue circuncidado en su cuerpo, quedó destruido todo su poder contra tes no39 circuncidados en esta religión, pues Jesús destruyó a ese ángel con su inefable divinidad. De ahí que a sus discípulos les esté prohibido circuncidarse, y se les diga: Si os circuncidáis, Cristo no os valdrá de nada (Gal 5,2).
Mas tampoco se glorían, como de magna hazaña, los judíos de abstenerse de comer cerdo, sino de que saben distinguir la naturaleza de los animales puros e impuros y de conocer la causa de esta distinción, por lo que ponen al cerdo entre los impuros. Pero todo esto eran símbolos de ciertas cosas hasta el advenimiento de Jesús. Después de éste, a un discípulo suyo que no comprendía aún la razón de estas prescripciones y decía: Nada profano ni impuro ha entrado jamás en mi boca, se le dice: Lo que Dios ha purificado no lo llames tú impuro (Act 10,14-15). Así, pues, ni con los judíos ni con nosotros tiene nada que ver eso de que los sacerdotes egipcios se abstengan no sólo de los cerdos, sino también de cabras, ovejas, bueyes y peces. No mancha al hombre lo que entra por la boca (Mt 15,11.17), ni la comida
nos recomienda ante Dios (1 Cor 8,8); de ahí que no nos envanecemos demasiado por no comer, ni vamos tampoco a comer por mera gula. Por lo mismo y en cuanto a nosotros toca, alégrense los pitagóricos de abstenerse de todo lo animado. Lo que importa es la diferente causa por que los discípulos de Pitágoras se abstienen de comer seres vivos y por la que lo hacen nuestros ascetas.
Aquéllos se abstienen de lo animado por razón del mito de la transmigración de las almas: "Y alguien, gran insensato, al hijo caro levantando, lo inmolará, entre preces, sobre el ara" (EMFÉDOCLES, fragm.137, Diels)30;
mas nosotros, si algo de eso hacemos, es que abofeteamos nuestro cuerpo y lo reducimos a servidumbre (1 Cor 9,17) y queremos mortificar los miembros que están en la tierra, la fornicación, la impureza, la disolución, la pasión y el mal deseo (Col 3,5), y todo lo ordenamos a matar las acciones del cuerpo (Rom 8,13).
por los judíos ha pasado a los .cristianos
Continuando el tema de los judíos, dice Celso: "Tampoco es probable que tengan particular crédito delante de Dios ni sean de El amados con preferencia a otros pueblos por el hecho de haberles cabido en suerte una tierra que fuera como el país de los bienaventurados, para mandarles a ellos solos sus mensajeros, pues a la vista tenemos qué suerte hayan corrido ellos y su tierra". Refutemos también esto diciendo que el crédito de este pueblo delante de Dios se pone de manifiesto, entre otras cosas, por el hecho de que aun gentes ajenas a nuestra fe invocan como a Dios supremo al Dios de los hebreos (cf. IV 34). Y, como acreditados delante de Dios mientras no fueron de El abandonados, a pesar de su corto número, fueron constantemente custodiados por el poder divino. Así, ni siquiera bajo el reinado de Alejandro de Ma-cedonia hubieron de sufrir nada por parte suya, a pesar de que, a causa de ciertas alianzas y juramentos, no quisieron tomar las armas contra Darío. Y en esta ocasión dicen que el sumo sacerdote judío, revestido de sus ornamentos sacerdotales, fue adorado por el propio Alejandro, que dijo que alguien así revestido 3I le había anunciado entre sueños que conquistaría el Asia entera (FLAV. IOSEPH., Ant. iud. XI 8,3-5.317-339). Así, pues, los cristianos decimos que, en efecto, los judíos gozaron de todo punto de crédito ante Dios y fueron amados de El con preferencia a otros; pero esta dispensación y gracia ha pasado a nosotros, pues Jesús traspasó el poder que obraba en los judíos a los que de entre las naciones creen en El. De ahí es que, si bien los romanos han maquinado muchas cosas contra los cristianos a fin de impedir que siguieran existiendo, no lo han logrado, pues la mano divina luchaba en favor de ellos y quería que la palabra de Dios, desde un rincón (VII 68; IV 36) de la Judea, se esparciera por todo el género humano.
Mas ya que hemos respondido, según nuestras fuerzas, a las acusaciones citadas de Celso contra los judíos y su doctrina, citemos también lo que sigue y demostremos que no somos unos fanfarrones al afirmar que conocemos al Dios grande, ni nos hemos dejado embaucar, como opina Celso, de la magia de Moisés, ni de la del mismo Jesús, salvador nuestro. No, nosotros oímos para buen fin al Dios que habla en Moisés y recibimos a Jesús como Hijo de Dios, por haber sido atestiguado como Dios por Dios mismo, y tenemos las más bellas esperanzas si conformamos nuestra vida con su doctrina. Sin embargo, renunciamos de propósito a repetir lo que ya expusimos al indicar de dónde venimos, y a quién tenemos por fundador y la ley que nos ha dado (cf. V 33). Y si se aferra a que no hay diferencia entre nosotros y los egipcios que dan culto al macho cabrío, al carnero, al cocodrilo, al buey, al hipopótamo, al cinocéfalo y al gato, allá se las haya Celso y quienquiera piense como él. En cuanto a nosotros, ya anteriormente, según nuestros alcances, hemos justificado con muchos argumentos el honor que tributamos a nuestro Jesús y demostramos que hemos hallado en El algo superior. Y si nosotros solos afirmamos que la verdad pura y sin mezcla de mentira se halla en la enseñanza de Jesucristo, no nos recomendamos en ello a nosotros mismos, sino al maestro que ha sido atestiguado de formas varias por el Dios supremo, por los libros proféticos de los judíos y por la evidencia misma de los hechos. Pues probada cosa es que, sin asistencia de Dios, no pudiera hacer tan grandes cosas.
El texto de Celso que queremos discutir ahora, es como sigue: "Vamos a dejar a un lado cuanto se les puede argüir sobre su maestro, y pase que sea realmente un ángel. Ahora pregunto: ¿Fue éste el primero y único que vino, o han venido otros antes? Si dicen que el único, se contradicen mentirosamente, pues muchas veces afirman que vinieron otros, una vez sesenta o setenta de golpe, que, por cierto, se volvieron malos y están encadenados en castigo bajo tierra, cuyas lágrimas son las fuentes termales (Henoch 10,67-69; cf. V 54-55). Además, al sepulcro de este mismo (de Jesús), cuentan, unos, haber ido un ángel; otros, dos, para comunicar a las mujeres que había resucitado. Y es que el Hijo de Dios, por lo visto, no podía ppr sí mismo abrir el sepulcro y necesitó de otro que le removiera la piedra. Además, en la preñez de María, fue enviado otro ángel al carpintero y otro para mandarles que tomaran al niño y huyeran. ¿Y para qué llevar la averiguación por menudoj y enumerar los ángeles que se cuenta haber sido enviados a Moisés y a otros? Si, pues, fueron otros enviados, es evidente que éste vino de parte del mismo Dios. Pase que su mensaje fuera de más importancia, por pecar en algo los judíos o adulterar la religión y no obrar piadosa y santamente.
Eso, en efecto, se da a entender".
Ahora bien, lo anteriormente dicho al tratar especialmente de nuestro Salvador, bastará contra lo que dice aquí Celso; mas, para no dar la impresión de que nos saltamos adrede punto alguno de su escrito como si no pudiéramos refutarlo, aun a costa de repetirnos, puesto que a ello nos provoca Celso, vamos a resumir, en cuanto podamos, nuestro razonamiento. Acaso, volviendo sobre lo mismo, se nos ocurra algo más claro o de alguna novedad. Dice, pues, primeramente "dejar a un lado todo lo que se les puede argüir a los cristianos respecto de su maestro"; pero la verdad es que nada dejó a un lado de cuanto pudo decir, como se ve claro por lo que anteriormente dijo; habla, pues, aquí por mera figura retórica (cf. II 13; III 78). Mas que realmente nada se nos pueda argüir acerca de nuestro gran Salvador, por más que a nuestro acusador se lo parezca, será cosa patente para quienes con amor a la verdad y penetración crítica leyeren todo lo que sobre El fue profetizado y se consignó por escrito. Seguidamente, imagínase Celso hacer una concesión al decir del Salvador "que se le puede tener realmente por un ángel o mensajero". Pero nosotros afirmamos que no tomamos eso como concesión hecha por Celso, sino que vemos de hecho cómo vino a todo el género humano, por su doctrina y enseñanza, en la medida que la comprendía cada uno de los que lo recibieron. Ello no fue obra de un ángel cualquiera, sino, como lo llamó la profecía que a El se refiere, del ángel del gran consejo, pues El anunció, en efecto, a los hombres el gran consejo del Dios y Padre del universo acerca de ellos, a saber: que los que quieran vivir en religión pura subirán a Dios por medio de sus grandes acciones; mas los que no reciben al oSalvador, se alejan de Dios y, por su desobediencia a Dios, caminan a su perdición (Mt 7,13).
Seguidamente, dice: "Aun dado que éste viniera como un ángel a los hombres, ¿fue acaso el primero y solo que vino, o vinieron otros antes?". Y a cualquiera de los dos extremos cree que puede responder copiosamente. Pero nadie que sea de verdad cristiano dice haber sido Cristo el único que vino al género humano. Otros, dice Celso que aparecieron a los hombres, "si es que los cristianos dicen haber sido El solo".
Luego, como quien se responde a sí mismo, responde como quiere: "Así que no sólo de él se cuenta haber venido al género humano; hasta tal punto, que los que se apartaron, so pretexto de la enseñanza de Jesús, del Demiurgo o Creador, como de ser inferior, y se adhirieron, como a más poderoso, a cierto Dios, padre que es del que vino al mundo, afirman que antes de éste vinieron al género humano algunos de parle del Demiurgo". Como aqví estamos examinando el tema con amor a la verdad, diremos que Apeles, discípulo de Marción, padre que fue de cierta secta y que tenía por mito los escritos de los judíos, dijo efectivamente haber sido Jesús el único que vino al género humano (cf. IV 41) "2. Así, pues, ni siquiera contra éste, según el cual sólo Jesús vino de parte de Dios a los hombres, pudiera alegar Celso razonablemente eso de que también vinieron otros, pues (como hemos antes dicho) Apeles no cree en las Escrituras de los judíos que cuentan hechos milagrosos; y mucho menos admitiría lo que Celso presenta tomado, a lo que parece, de lo que se escribe en el Libro de Henoch y que él no entendió. Nadie, pues, nos convencerá de que mentimos y nos contradecimos afirmando haber sido sólo nuestro Salvador el que vino al mundo y que otros muchos vinieron también muchas veces. El, en cambio, con un embrollo completo en el recuento de ángeles que han venido a los hombres, pone lo que oscuramente le llegó de pasajes del Libro de Henoch, que no parece haber leído! como tampoco está enterado de que los libros que llevan el nombre de Henoch no son tenidos en las iglesias por enteramente divinos; de ellos parece haber sacado que bajaron juntos sesenta o setenta ángeles que se volvieron malos.
Mas tratémoslo con más benignidad y concedámosle lo que él no vio de lo que se escribe en el Génesis (6,2), que, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, se tomaron de ellas mujeres, de todas las que escogieron. No por eso dejaremos de persuadir a los que son capaces de entender el sentido profético, que uno de los que nos han precedido (PHILO., De gig. 68) refirió este pasaje a la doctrina sobre las almas que desearon vivir en cuerpo humano ; y tropológlcamente decía él que se las llamaba hijas de los hombres. Mas, como quiera que se entienda eso de qué los hijos de Dios desearon a las hijas de los hombres, de nada le puede valer el pasaje contra la afirmación de que sólo Jesús vino como un ángel o mensajero a los hombres, y sólo El fue claramente salvador y bienhechor de todos los que se salen, por su conversión, del torrente de la maldad.
Luego, revolviendo y embrollando lo que oyó no sabemos dónde o leyó en este o el otro libro, sin pararse a considerar si son cosas que los cristianos tengan, o no, por divinas, dice
que "sesenta o setenta ángeles que bajaron de golpe al mundo, fueron castigados, aherrojados entre cadenas bajo tierra". Y del Libro de Henoch, aunque no lo nombra, trac aquello de que "las fuentes termales son lágrimas de ellos", cosa nunca dicha ni oída en las iglesias de Dios. Nunca, en efecto, ha habido nadie tan tonto que corporice, como las de los hombres, las lágrimas de unos ángeles bajados del cielo. Y, si fuera bien bromear sobre lo que Celso dice muy en serio contra nosotros, diríamos que nadie dirá que las fuentes termales, que por lo general son de agua dulce, sean lágrimas de los ángeles, pues las lágrimas son por naturaleza saladas; a no ser que, por lo visto, los ángeles de Celso lloren agua dulce".
Seguidamente, mezclando lo que no puede mezclarse y comparando entre sí lo incomparable, después de hablar de los-como él dice-sesenta o setenta ángeles bajados del cielo, cuyas lágrimas, según él, son las fuentes termales, añade que "también al sepulcro de Jesús mismo se cuenta haber venido, según unos, dos ángeles; según otros, uno"; sin notar, a lo que creo, que Mateo y Marcos hablan de uno (Mt 28,2; Me 16,5), y Lucas y Juan de dos (Le 24,4; lo 20,12). Lo cual no implica contradicción. Porque los que hablan de uno, dicen haber sido el que removió la piedra del sepulcro; los que de dos, se refieren a los que se aparecieron, en vestidos radiantes, a las mujeres que fueron al sepulcro, o fueron vistos dentro sentados, vestidos de blanco. Ahora bien, demostrar cómo cada una de estas cosas fuera posible y real, a par que indicaba un sentido más oculto de lo que acontecía a los que estaban preparados para contemplar la resurrección del Logos no pertenece al presente trabajo, sino a los comentarios del Evangelio.
a nuestro lado
Por lo demás, que a veces hayan aparecido a los hombres cosas maravillosas, nárranlo también los griegos, no sólo aquellos de quienes cabe sospechar que se inventan mitos, sino los que en muchos casos 31 han dado pruebas de ser au-
tanticos filósofos y exponen con amor a la verdad lo que les acontezca. Cosas semejantes hemos leído en Crisipo de Solos, y algunas sobre Pitúgoras; y añado que también en escritores más recientes y, como quien dice, de ayer o anteayer, por ejemplo, Plutarco de Queronea en su obra Sobre el alma" (cf. Eus., Praep. Ev. 11,36,1) y el pitagórico Numenio en el libro segundo Sobre la inmortalidad del alma. Ahora bien, ¿es que, cuando los griegos, y señaladamente los que entre ellos profesan la filosofía, cuentan tales cosas, no se trata de cosas de burla y risa, ni son cuentos y fantasías (cf. III 27), y cuando hombres que están consagrados a Dios y que aceptarían cualquier tormento y la muerte misma antes que decir una mentira acerca de Dios, refieren haber visto apariciones de ángeles, no son juzgados dignos de crédito y ni se ponen sus palabras entre las verdaderas?
Mas no es ésta manera razonable de juzgar sobre los que dicen la verdad o los que mienten. Efectivamente, los, que tienen interés en que no se los engañe, indagan y examinan larga y puntualmente cada caso y sólo lentamente y con pies de plomo afirman que éstos dicen la verdad y estotros mienten en las cosas extraordinarias que cuentan, pues ni todos ostentan la marca de su credibilidad ni todos dejan ver claramente que están contando cuentos y fantasías a los hombres.
Acerca, empero, de la resurrección de Jesús de entre los muertos hay que decir también que nada tiene de extraño se aparecieran uno o dos ángeles para anunciar que había resucitado y cuidar de los que, para su bien, habían de creer en aquel hecho; y a mí no me parece fuera de razón que quienes creen en la resurrección de Jesús y muestran como fruto no despreciable de su fe una vida moralmente sana, apartada del torrente del mal, no están nunca sin la compañía de ángeles que les ayudan a llevar a cabo su conversión a Dios.
Ataca también Celso el paso en que se dice que un ángel removió la piedra del sepulcro donde había estado el cuerpo de Jesús, y nos da la impresión de un chiquillo a quien le han puesto en clase por tema atacar a uno. Y, como si hubiera
dado con un maravilloso argumento contra ese paso, dice: "No podía, a lo que parece, el Hijo de Dios abrir por sí mismo el sepulcro, sino que necesitó de otro que removiera la piedra". No voy a decir nada curioso sobre este punto ni expondré una interpretación figurada, dando la impresión de filosofar inoportunamente; me contentaré con decir acerca de la historia misma que parece evidentemente cosa de más reverencia que removiera la piedra el inferior y servidor que no hacer eso el que resucitaba para bien de los hombres. Y nada digo de que quienes atentaron contra el Logos (hecho hombre) y decidieron matarlo y mostrarlo a todos como muerto y reducido a nada, no querían que en modo alguno se abriera su sepulcro (Mt 27,64), para que nadie viera al Logos vivo después de su conspiración contra El. Mas el ángel de Dios (Jesús) (cf. V 52), que había venido para salvar a los hombres, por ser más poderoso que los que habían conspirado contra El, cooperó con el otro ángel y removió la pesada piedra. De este modo, los que pensaban que el Logos estaba muerto, se persuadirían de que no estaba entre los muertos, sino que vivía y se adelantaba a los que quisieran seguirle, a fin de enseñarles lo que aún faltaba a lo que antes les enseñara, al tiempo de su primera iniciación, cuando aún no podían comprender las cosas más altas (lo 16,57).
Después de esto, no sé por qué razón, trae a cuento lo del ángel que fue a José para anunciarle la preñez de María, cosa que no se me alcanza para qué pueda servir a su propósito; y luego lo del ángel que les mandó tomar al niño recién nacido, contra cuya vida se conspiraba, y huyeran a Egipto. Sobre esto discurrimos ya anteriormente (I 34-38), rebatiendo lo dicho por Celso. ¿Y qué tendrá que ver con Celso que las Escrituras cuenten haberse enviado ángeles a Moisés y a otros? Para mí es evidente que eso no favorece para nada su tesis, más que más que ninguno de ellos luchó, según sus fuerzas, por convertir al género humano y librarlo de sus pecados. Concluyamos, pues, que fueron enviados otros de parte de Dios, pero que Jesús trajo un mensaje más alto, y que, por pecar los judíos y adulterar la religión y no obrar santamente, traspasó el reino de Dios a otros labradores (Mt 21, 41.43), que son los que, dondequiera, en las iglesias de Dios, atienden a su propia salvación y no dejan piedra por mover para atraer también a otros "', siguiendo las enseñanzas de Jesús, a) Dios del universo, por medio de una vida pura y palabras en consonancia con la vida.
Seguidamente dice Celso: "Luego el mismo Dios que los judíos tienen éstos", es decir, los cristianos. Luego, como si sacara una conclusión que no se le concediera, dice: "Así lo confiesan claramente los de la grande Iglesia3?, y aceptan por verdadera la cosmogonía que corre entre los judíos, con lo que se dice sobre los seis días, y sobre el séptimo", en que, como dice la Escritura, Dios cesó en sus obras, retirándose a la contemplación de sí mismo (PLAT., Politicus 272e); o, según Celso, que no miró bien lo escrito ni lo entendió, "descansó", palabra que no usa la Escritura. Ahora bien, acerca de la creación del mundo y del descanso sabático que se le reserva al pueblo de Dios, pudiera tenerse un razonamiento largo, misterioso y profundo y difícil de interpretar (Hebr 5,11; 4,9).
Luego, con el fin de hinchar su libro y que parezca grande, paréceme que añade lo que bien le viene; por ejemplo, lo que se dice sobre el primer hombre, que decimos nosotros ser el mismo que dicen los judíos y que de él tomamos la misma genealogía que ellos. Tampoco sabemos nada de "insidias de unos hermanos contra otros" (IV 43). Sabemos que Caín atentó contra la vida de Abel, y Esaú contra Jacob, pero no que Abel atentara contra Caín, ni Jacob contra Esaú. De haber sido así, hubiera podido decir Celso que "nosotros contamos la misma historia que los judíos sobre las asechanzas de unos hermanos contra otros". Pero demos que hablemos nosotros del mismo viaje a Egipto que ellos y de la misma salida de allí-no "fuga", como piensa Celso-, ¿qué tiene esto que ver para acusarnos a nosotros o a los judíos? Eso sí, donde Celso pensaba que había materia de burla en lo que decimos sobre los hebreos, habló de "fuga"; mas cuando era su deber examinar la historia sobre las plagas que, por orden de Dios, vinieron sobre Egipto, no suelta, adrede, una palabra.
de acuerdo con los judíos
Mas si hemos de responder puntualmente a lo que piensa Celso sobre que opinamos lo mismo que los judíos acerca de los textos citados, diremos que unos y otros estamos de acuerdo en que los libros sagrados fueron escritos por inspiración del Espíritu Santo; pero ya no lo estamos cuando se trata de la interpretación del contenido de aquellos libros; y justamente no vivimos como los judíos, porque pensamos que la interpretación literal de las leyes no comprende plenamente la mente de la legislación. Así decimos que cuando se lee a Moisés, se tiende un velo sobre el corazón, pues a los que no siguen el camino trazado por Jesucristo se les esconde el sentido de la ley de Moisés.
Sabemos, empero, que cuando uno se convierte al Señor (y el Señor es el Espíritu), alzado el velo, a cara descubierta, contempla como en espejo la gloria del Señor, que está en los pensamientos ocultos según la letra, y participan, para su propia gloria, de la llamada gloria divina (2 Cor 3,15- 18). Figuradamente se habla ahí de cara, que pudiera llamarse desnudamente la inteligencia, en que está la faz del hombre interior (Rom 7,22), que se llena de luz y gloria cuando se entiende la verdad de lo que atañe a las leyes.
y cristianos
Después de esto, dice: "Nadie se imagine ignore yo que algunos de ellos convendrán en que tienen el mismo Dios que los judíos; otros, otro, contrario a aquel de quien vino el hijo". Pero si piensa que el haber entre cristianos sectas varias es motivo de acusar al cristianismo, ¿no habría que considerar, por el mismo caso, como culpa de la filosofía, que, entre las sectas o escuelas de los filósofos, hay desacuerdo no sobre temas mínimos o cualesquiera, sino sobre los más importantes? Y éste fuera también el momento de acusar a la medicina por las escuelas varias que se dan en ella (III 12).
Demos, pues, que haya entre nosotros quienes dicen no ser nuestro Dios el mismo que el de los judíos; mas no por eso son de culpar quienes, por las mismas Escrituras, demuestran ser uno y el mismo el Dios de los judíos y el de las naciones, de suerte que Pablo mismo, que de los judíos se pasó al cristianismo, dice claramente: Doy gracias a mi Dios, a
quien sirvo desde mis antepasados con pura conciencia (2 Tim 1,3).
Demos que haya aún un tercer género, "de los que llaman a unos psíquicos (o animales) y a otros pneumáticos (o espirituales)", con los que creo se refiere a los valenti-nianos. Pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros, que pertenecemos a la Iglesia (cf. V 59) y condenamos a quienes imaginan naturalezas que se salvan por su constitución y otras que por su constitución se condenan?
Concedemos haber también "quienes se proclaman a sí mismos gnósticos" (o conocedores), al modo que los epicúreos se proclaman filósofos. Pero ni los que destruyen la providencia pueden ser verdaderos filósofos, ni los que enseñan extrañas fantasías, ajenas a la doctrina tradicional de Jesús, pueden ser cristianos. Demos también haber "quienes reciben a Jesús" y por ello blasonan de ser cristianos, pero que "se empeñan en vivir aún según la ley de los judíos, a la manera de la muchedumbre de los judíos". Es la doble secta de los ebionitas, de los que unos confiesan, como nosotros, que Jesús nació de una virgen; otros, que no nació virginalmente, sino como los otros hombres. Mas ¿qué dice eso contra nosotros, los que pertenecemos a la Iglesia y nos apodó Celso los de la muchedumbre? *". Dijo también haber sibilistas, acaso por haber malentendido a quienes reprenden a los que se imaginan haber habido una profetisa Sibila, y a éstos llamó sibilistas ".
Luego, juntando un montón de nombres de sectarios entre nosotros, dice conocer a ciertos simonianos que dan culto a Helena o a Heleno como maestro, por lo que se llaman helenianos. Pero se le pasó por alto a Celso que los simonianos no reconocen para nada a Jesús por Hijo de Dios, sino que dicen ser Simón la fuerza de Dios (Act 8,10). De él
cuentan algunos prodigios, pues pensaba que, de hacer él los mismos aparentes milagros que, según él, había hecho Jesús, tendría tanto poder entre los hombres como el que tuvo Jesús entre las turbas. Pero ni Celso ni Simón fueron capaces de comprender que Jesús, como buen labrador de la palabra de Dios (lac 5,7), ha podido sembrar la mayor parte de Grecia y la mayor parte de las tierras bárbaras y llenarlas de doctrinas que apartan al alma de todo mal y la levantan al Creador de todas las cosas. Ahora bien, Celso conoce también a los marcelianos, que vienen de una tal Marcelina, y a los harpocracianos de Salomé, y a otros de Mariamne y a otros de Marta, pero nosotros jamás hemos topado con ninguno de ellos, a pesar de que, llevados de nuestro amor al saber, no sólo hemos estudiado nuestra doctrina y las distintas opiniones de los que las profesan, sino también, en lo posible y con amor a la verdad, los sistemas de los filósofos. Recuerda también Celso a los marcionitas, que tienen por cabeza a Marción.
Luego, para dar la impresión de que conoce a otros, aparte los que ha nombrado, dice, según su costumbre: "Unos se han inventado un maestro o demon que los presida, y otros, otro, errando míseramente y rodando de acá para allá, entre unas tinieblas más desaforadas y abominables que las de los cofrades de Antínoo en Egipto". Paréceme que, al tocar este punto, ha dicho algo de verdad; a saber, que unos se inventaron un demon y otros otro, andando míseramente errantes y rodando de acá para allá por las densas tinieblas de su ignorancia. Respecto, empero, de Antínoo, al que se compara con nuestro Jesús, ya hablamos de él anteriormente (III 36-38), y no queremos repetirnos aquí.
"Unos a otros, dice, se denuestan, lanzándose todo linaje de vituperios, decibles y no decibles, y, en el odio absoluto que se tienen, no hay modo de que cedan un punto por amor a la concordia".
Contra esto hemos dicho ya que también en filosofía, no menos que en medicina, hay escuelas contra escuelas (III 12ss; V 61). Por lo demás, nosotros, que seguimos la doctrina de Jesús y nos esforzamos en pensar, hablar y obrar en consonancia con sus palabras, al ser maldecidos, bendecimos; perseguidos, lo soportamos, e injuriados, exhortamos (1 Cor 4,12), y no podemos lanzar vituperios decibles y no decibles contra los que opinan de modo distinto
que nosotros. Eso sí, si podemos, hacemos cuanto cabe para convertirlos a mejor conducta, cual es adherirse sólo al Creador y obrar en todo con la mira puesta en el juicio; mas si los heterodoxos no nos hacen caso, guardamos el precepto que nos ordena respecto de ellos: Al hereje, después de una o dos advertencias, evítalo, sabiendo que el tal está extraviado y peca, condenado por sí mismo (Tit 3,10). Además, los que han comprendido el dicho evangélico: Bienaventurados los pacíficos; y el otro: Bienaventurados los mansos, no pueden odiar a los que deforman el cristianismo, ni llamar a los que yerran "Circes" ni "revolvedores astutos".
Paréceme claro que Celso malentendió el pasaje del Apóstol que dice: En los tiempos venideros apostatarán algunos de la fe dando oídos a espíritus falaces y doctrinas demó-nicas, enseñadas por impostores hipócritas, que llevan su conciencia marcada a fuego, que prohibirán el matrimonio y el uso de manjares que Dios crió para que los tomen los fieles con hacimiento de gracias (1 Tim 4,1- 3); y no menos parece haber malentendido a los que emplean estas palabras del Apóstol contra los que corrompen el cristianismo. Así se explica diga Celso que, entre los cristianos, algunos son llamados "cauterios del oído", y por su cuenta, sin duda, dice que otros se llaman "enigmas", cosa que nosotros no hemos averiguado. En cambio, es cierto que la palabra "escándalo" o piedra de tropiezo ocurre frecuentemente en estos escritos, y con ella solemos designar a los que apartan de la sana doctrina a los sencillos y fáciles de engañar. Que haya quienes se llamen "sirenas bailarinas y engañosas, que sellan las orejas de los que las escuchan y les ponen cabezas de cerdo" (cf. HOM., Odyssea 10,239), es cosa de que nada sabemps nosotros ni creo que sepa nadie de los que perseveran en la doctrina ni de los que siguen las herejías. Mas éste, que "baladrona de saberlo todo", dice también lo que sigue: "Y a todos esos que así están divididos y en sus disputas se ponen de vuelta y media, los oirás que dicen: Para mí está crucificado el mundo, y yo para el mundo" (Gal 6,14). Porque éste es el único pasaje de Pablo que parece haber recordado Celso (cf., sin embargo, I9). Mas ¿por qué no alegar otros innumerables, como éste: Porque, aunque vivimos en la carne, no militamos según la carne, pues las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas ante Dios para derribar fortalezas, echando por tierra razonamientos y toda altura que se levante contra el conocimiento de Dios? (2 Cor 10,3ss).
Dice Celso que puede oírse decir a todos estos que están tan profundamente desunidos: El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Pero también vamos a demostrar ser mentira. Hay, en efecto, sectas que no aceptan las cartas del apóstol Pablo; por ejemplo, los dos grupos de "ebionitas (II 1; V 61) y los encratitas (Eus., HE IV 29). Ahora bien, los que no tienen al Apóstol por bienaventurado y sabio, no van a decir: El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. De modo que también aquí miente Celso.
Por lo demás, insiste en culpar la diferencia de sectas, pero no me parece deslindar bien lo que dice ni haber examinado el tema con todo cuidado. Tampoco creo haya comprendido en qué sentido dicen los cristianos adelantados en sus doctrinas que saben más que los judíos. ¿Se trata de los que aceptan las Escrituras de éstos, pero que les dan un sentido distinto, o de quienes no aceptan siquiera las letras de los judíos? Pues de una y otra especie pueden encontrarse en las sectas.
Seguidamente dice: "Ea, pues, aunque ningún origen pueden presentar de su doctrina, vamos a examinar en sí mismo lo que dicen. Y hay que hablar en primer lugar de lo que en su ignorancia han malentendido y corrompen, discutiendo con arrogancia, desde el principio mismo, y sin moderación, sobre cosas que ignoran. He aquí ejemplos". Y, a renglón seguido, opone sentencias de filósofos a palabras que los creyentes en la doctrina cristiana traen constantemente en su boca. Su tesis es que cuanto de bueno cree decirse entre los cristianos está mejor y más claramente dicho por los filósofos, con lo que pretende atraer a la filosofía a quienes se han dejado convencer por doctrinas cuya belleza y piedad salta a los ojos.
Pero aquí damos fin al libro quinto, y comenzamos el sexto con lo que sigue.