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Documentación: San Gregorio de Nisa: La gran catequesis
El misterio de Dios - Objeciones de los adversarios


Partes de esta serie: Prólogo - Dios Uno y Trino · El hombre - Cristo · El misterio de Dios - Objeciones de los adversarios · La vida sacramental - Fines últimos

El misterio de Dios

Oscuridad en la conducta de Dios

XVII. 1. Pero alguien dirá que todavía no está resuelta la objeción que se había planteado, sino que más bien todo lo dicho viene a reforzar el argumento propuesto por los incré­dulos. Efectivamente, si el poder que hay en Él es tan grande como ha demostrado nuestro discurso, tanto que en su mano está el destruir la muerte y el dar entrada a la vida, ¿por qué no realiza con un solo acto de su voluntad lo que se ha propuesto, en vez de llevar a efecto nuestra salvación dando el rodeo de nacer y de crecer, y salvando al hombre con la experiencia de su muerte, cuando le era posible salvamos a nosotros sin pasar Él por todo eso?

2. Contra tal objeción, bastaría decir a la gente sensata no más que esto: tampoco los enfermos prescriben a los mé­dicos el modo de curarles, ni discuten a sus bienhechores la forma del tratamiento, preguntando porqué el que les cura tocó la parte enferma, y porqué para quitar el mal pensó en esto, cuando necesitaba lo otro, sino que, mirando al término del benefìcio, acogen con acción de gracias la buena obra.

3. Mas, como quiera que, según dice la profecía[1], la grandeza de la bondad de Dios tiene oculta su utilidad, y a través de la vida de acá abajo no se la contempla todavía distintamente (desaparecería, en efecto, toda objeción de los incrédulos si lo que esperamos estuviera ante los ojos; sólo que ahora sigue esperando los siglos venideros para que en ellos se vaya revelando lo que ahora únicamente se ve mediante la fe), sería necesario buscar con algunos razonamientos, en la medida de lo posible, la solución de las cuestiones planteadas, en confor­midad con lo precedente.

Desaparición de la idolatría

XVIII. 1. Y con todo, quizás resulte superfluo el que, después de creer que Dios ha morado en nuestra vida, criti­quemos su presencia so pretexto de que se hizo sin cierta sabiduría y sin una razón superior. Y es que, para quienes no son demasiado hostiles contra la verdad no pequeña prueba de la venida de Dios es la que se manifiesta ya antes de la vida futura, en la vida presente, quiero decir el testimonio a través de los hechos mismos.

2. Efectivamente, ¿quién no sabe cómo por todo el orbe de la tierra se había consumado el engaño de los demonios, tras hacerse dueño de la vida de los hombres mediante el insano culto a los ídolos, y cómo para todos los pueblos del mundo era usual el honrar a los demonios a través de los ídolos con los sacrificios de los animales y las abominaciones puestas sobre el altar? 3. Pero, como dice el Apóstol[2], desde que se manifestó la gracia de Dios que trae la salvación a los hombres, viniendo a morar en la naturaleza humana, todo se esfumó en la nada: cesaron las locuras de los oráculos y de la adivinación, se abolieron las procesiones anuales y la inmun­dicia sangrienta de las hecatombes, y en la mayoría de los pueblos desaparecieron por completo altares, propileos, san­tuarios, efigies y todo lo demás de que se ocupaban los servi­dores de los demonios, para engaño de ellos mismos y de cuantos se encontraban con ellos, de modo que en muchos lugares ni siquiera se acuerdan ya de que alguna vez existieran tales cosas, y en su lugar por toda la tierra se han erigido en el nombre de Cristo templos, altares y el venerable e incruento sacerdocio, así como la excelsa filosofía[3], que se rige más por las obras que por las palabras, y el desdén de la vida corporal y el desprecio de la muerte. Este desprecio lo han demostrado abiertamente los que se han visto obligados por los tiranos a desembarazarse de la fe, pues tuvieron en nada el recibir los tormentos del cuerpo y la misma sentencia de muerte, lo que evidentemente no hubieran soportado si no hubiesen tenido la prueba clara e indiscutible de la venida de Dios.

Destrucción del templo de Jerusalén

4. Frente a los Judíos, lo que vamos a decir es también prueba suficiente de la presencia de Aquel en quien ellos no creyeron. Efectivamente, hasta la manifestación divina de Cris­to, tenían ellos en todo su esplendor el palacio real de Jerusalén, el famoso templo aquel, los sacrificios celebrados según la Ley durante el año, y todo cuanto la Ley determina mediante figuras para los que saben prestar oído al misterio; hasta entonces, nada impedía el culto religioso que les había sido prescrito desde el comienzo. 5. Pero, cuando vieron al que se esperaba, al que ya habían aprendido a conocer por medio de los profetas y la Ley, y en vez de la fe en el que se manifestaba prefirieron la que en adelante sería errónea superstición, cuya mala interpretación les hacía observar la letra de la Ley, más esclavizados a la costumbre que al espíritu, no acogieron la gracia que se había manifestado, y los elementos venerables de su culto religioso quedaron reducidos a los puros relatos: el templo no se reconoce ya ni por las huellas, de aquella ilustre ciudad sólo quedan ruinas, y de las antiguas prescrip­ciones de los judíos nada permanece. Pero es que el mismo acceso al lugar santo en su Jerusalén les es imposible, por decreto de los soberanos[4].

La naturaleza de Dios

XIX. 1. Pero, sin embargo, y puesto que ni a los paga­nos ni a los defensores de las doctrinas judías les parece que estos hechos constituyan pruebas de la venida divina, sería bueno tratar por separado y particularmente, atendiendo a las réplicas que se nos han hecho, por qué razón la naturaleza divina se ha unido a la nuestra para salvar por sí misma al género humano, en vez de poner por obra su designio mediante un decreto. Por lo tanto, ¿qué principio podría guiar lógica­mente nuestro discurso hacia el objetivo propuesto? ¿Y qué otro podría ser que el de ir exponiendo sumariamente las piadosas ideas que se tienen de Dios?

Los atributos de Dios

XX. 1. Así pues, todos están de acuerdo en que es necesario creer que la divinidad no es solamente poderosa, sino también justa y buena y sabia, y todo lo que lleva al pensamiento hacia lo mejor. Por consiguiente, en el actual plan salvífico, no es lógico pretender que en los acontecimientos se manifieste alguno de los atributos de Dios, y en cambio otros no. Efectivamente, ninguno de esos excelsos nombres constituye en absoluto de por sí, separado de los demás, una virtud aislada: ni la bondad es verdaderamente bondad si no está acompañada de la justicia, de la sabiduría y de la potencia, pues la injusticia, la insipiencia y la impotencia no son cosa buena; ni a la potencia se la considera en la categoría de virtud, separada de la justicia y de la sabiduría, pues semejante forma de potencia sería brutal y tiránica. 2. Y así también los demás atributos: si se lleva a la sabiduría fuera de la justicia, o si no se considera a la justicia acompañada de la potencia y de la bondad, maldad podría alguien llamar con mayor propiedad a semejantes atributos, porque, ¿cómo se podría contar entre los bienes a lo que carece del elemento superior?

Bondad de Dios

3. Y puesto que conviene que todos estos atributos con­curran en nuestras ideas sobre Dios, examinemos si el plan salvífico en favor del hombre carece de alguna de las concep­ciones dignas de Dios. En Dios buscamos sobre todo las señales de su bondad. ¿Y qué testimonio más palmario de su bondad que el hecho de venir Él mismo en busca del que se había pasado al enemigo, sin que la firmeza en el bien y la inmortalidad de su naturaleza se vieran afectadas al mismo tiempo por la fácil mutabilidad del humano albedrío? Porque, como dice David[5], no hubiera venido a salvamos, si la bondad no le hubiese inculcado tal propósito.

4. Pero de nada hubiera servido la bondad del propósito, si la sabiduría no hubiera hecho entrar en acción el amor por el hombre. Y en efecto, tratándose de los enfermos, sin duda son muchos los que quieren ver al paciente libre de males, pero únicamente llevan hasta el final esa voluntad en favor de los enfermos aquellos que tienen capacidad técnica para cola­borar en la curación del paciente. Es, pues, necesario que la sabiduría se conjunte plenamente con la bondad.

5. ¿Cómo, entonces, contemplar juntos en los hechos la sabiduría y la bondad? Porque no es posible ver al desnudo la bondad del propósito. Efectivamente, ¿cómo podría manifes­tarse el propósito, si no apareciese a través de los hechos? Ahora bien, los hechos realizados, al proceder con cierta con­catenación y orden consecuente, dejan ver con toda claridad la sabiduría y la pericia del plan de Dios.

6. Y como quiera que, según se ha dicho anteriormente, la sabiduría es virtud únicamente cuando está unida a la justicia, y que, separada, aisladamente, ni siquiera es un bien en sí, estaría bien que, al tratar del plan divino en favor del hombre, considerásemos también las dos juntas, la sabiduría, digo, y la justicia.

La justicia de Dios

XXI. 1. ¿Qué es, pues, la justicia? Nos estamos acor­dando de lo que, siguiendo la lógica natural, dijimos al co­mienzo del discurso: el hombre está creado como imitación de la naturaleza divina y conserva esta semejanza con la divi­nidad mediante los demás bienes y el libre albedrío, aunque, por necesidad, es una naturaleza mudable[6]. Efectivamente, no podía por menos que ser mudable quien tenía de una mutación el principio de su existencia, ya que el paso de la nada al ser es una mutación, pues el no ser se transforma en ser por el poder de Dios. Y por otra parte, la mutación se considera necesaria en el hombre, puesto que el hombre es imitación de Dios, y la imitación, si no presentara alguna diferencia, se identificaría absolutamente con el sujeto imitado.

Diferencias entre la imagen y el modelo

2. Pues bien, respecto del modelo, la diferencia del que ha sido hecho a su imagen es ésta: el uno es inmutable por naturaleza; el otro en cambio no es así, sino que existe gracias a una mutación, según lo expuesto antes, y lo que está sujeto a mutación no permanece necesariamente en el ser.

3. La mutación es cierto movimiento que tiende cons­tantemente del estado presente a otro. Dos son las formas de este movimiento: la del que tiende constantemente hacia el bien: en éste el avance no admite parada[7], pues no se concibe límite alguno de camino recorrido; y la del que tiende a lo contrario, cuya existencia es el no tener existencia objetiva, pues, como hemos dicho más arriba, lo contrario del bien se opone al bien en sentido análogo a como dijimos que el no ser se opone al ser y la no existencia a la existencia. Y es que, en verdad, por lo que atañe al impulso y al movimiento sujetos a mutación y alteración, no es posible que la naturaleza per­manezca inmóvil en sí misma, al contrario, el libre albedrío tiende necesariamente hacia algún objeto, pues el deseo del bien lo arrastra naturalmente a ponerse en movimiento.

Las formas del bien

4. Pero el bien es doble: el que es verdadero bien, según la naturaleza, y el que no es tal, sino que está coloreado con cierta apariencia de bien. Quien los discierne es la inteligencia. Establecida dentro de nosotros, con ella corremos la suerte de alcanzar el verdadero bien, o el riesgo de resbalar hacia lo contrario, si nos dejamos desviar de él por cualquier apariencia engañosa, como nos cuenta la fábula pagana que le sucedió a la perra que, al ver en el agua la imagen de lo que llevaba en la boca, soltó el verdadero manjar y, aunque abrió las fauces cuan grandes eran para atrapar la imagen de su manjar, se quedó con su hambre.

5. Por tanto, cuando la inteligencia fue engañada en su deseo del verdadero bien, se vio desviada hacia lo que no es, persuadida, gracias al consejero e inventor de la maldad, de que es un bien lo que es contrario al bien, pues el engaño no hubiera surtido efecto si la apariencia no hubiera recubierto al anzuelo del mal a modo de cebo. Pues bien, ya que el hombre cayó voluntariamente en esta calamidad, al uncirse mediante el placer al yugo del enemigo de la vida, busca conmigo todos los atributos que conciernen a los conceptos que tenemos de Dios: la bondad, la sabiduría, la justicia, la potencia, la incorruptibilidad y cuanto haya con la marca de Dios. 6. Así, pues, porque es bueno, se compadece del hombre caído, y porque es sabio, no desconoce el modo de restable­cerlo. Propio de la sabiduría sería también el discernimiento de lo que es justo, pues nadie asociaría la necedad a la verda­dera justicia.

Justicia y rescate

XXII. 1. En nuestro caso, pues, ¿en qué consiste la justicia? En no haberse servido de un poder tiránico absoluto contra el que nos retenía, y en no haber dejado pretexto alguno para defenderse jurídicamente al que había esclavizado al hombre mediante el placer, a pesar de arrancamos a tal dueño con la superioridad de su poder[8]. Efectivamente, los que han vendido por dinero su propia libertad son esclavos de los compradores, pues ellos mismos se han constituido en vendedores de sí mismos, y ni a ellos ni a ningún otro les está permitido abogar por su libertad, por más que sean de noble abolengo los que voluntariamente se pasaron a este calamitoso estado. 2. Y si alguien, preocupado por la persona vendida, se sirviese de la violencia contra el comprador, pasaría por injusto, pues arrebataría de forma tiránica al que había sido adquirido conforme a la ley. Pero, si se quisiera rescatar al tal, ninguna ley lo impide. Pues así también, puesto que nosotros mismos nos habíamos vendido voluntariamente, era necesario, por parte del que, llevado de su bondad, nos sustrajese de nuevo para la libertad, que pensase en usar para restablecemos, no el modo tiránico, sino el modo justo. Y este modo consistía en permitir al dueño tomar justamente lo que quisiera, como precio del rescate del que retenía.

Rescate de la humanidad

XXIII. 1. ¿Y qué era natural que prefiriese tomar el dueño? Por vía de consecuencia, es posible tener alguna con­jetura de su deseo, si las evidencias anteriores resultan ser indicios de lo que buscamos. Por tanto, quien -como se explicó al comienzo del libro- por envidia del que vivía feliz, cerró los ojos al bien y engendró en sí mismo la oscuridad de la maldad; quien estaba enfermo de ambición, principio y fundamento del impulso hacia lo peor y madre, por así decirlo, de toda otra maldad, ¿a cambio de qué hubiera entregado al que retenía, si no era, evidentemente, a cambio de algo más alto y mayor que él, con el fin de satisfacer más plenamente la pasión de su orgullo, al recibir lo más a cambio de lo menos?

Las maravillas de Dios en la historia de la salvación

2. Ahora bien, en ninguna de las antiguas historias co­nocía él nada semejante a lo que estaba viendo en lo que entonces se manifestaba: concepción sin cópula camal, naci­miento sin corrupción, lactancia al pecho de una virgen, voces de las regiones invisibles atestiguando desde arriba la dignidad supraterrenal, curación fácil y simple de las enfermedades naturales realizada por Él con una sola palabra y el impulso de su voluntad, la restitución de los muertos a la vida, la liberación de los posesos, el temor de los demonios, el poder sobre los fenómenos atmosféricos[9], y la marcha a través del mar[10], no como en el milagro de Moisés: el piélago separado a uno y otro lado presentando desnudo el fondo ante los que pasaban, sino que la superfìcie del agua se iba endureciendo bajo su andadura y sostenía la pisada con segura solidez: y también su abstención de alimento a voluntad, y los copiosos festines a varios miles de comensales en el desierto, para los que ni el délo destilaba el maná ni la tierra satisfacía las necesidades con sus propios productos naturales, sino que la munificencia provenía de las secretas despensas del poder de Dios: el pan ya elaborado y a punto entre las manos de los que servían y que se multiplicaba a medida que se saciaban los comensales, y el companage compuesto de peces, no porque los propordonara para su necesidad el mar, sino el que esparció en el mar la especie de los peces[11].

Cristo, rescate

3. ¿Y cómo podría nadie explicar uno por uno los mila­gros del Evangelio? Al considerar poder tan grande, el enemigo vio que en aquel contrato lo que se le proponía era más que lo que él retenía. Por esta razón escogió que fuese Él el rescate de los que se hallaban cautivos en el calabozo de la muerte. Sin embargo, no le era posible clavar la mirada en la desnuda imagen de Dios[12] sin que contemplara en Él alguna parte de la carne que ya tenía subyugada mediante el pecado[13]. Por esta razón la divinidad se reviste de la carne, para que el enemigo, al mirar lo que le era familiar y afín, no se espantase ante el acercamiento de la potencia superior, y para que al considerar cómo esa potencia iba poco a poco aumentando en brillantez gracias a los milagros, pensase que esta aparición era más deseable que temible.

Bondad y justicia

4. Estás viendo cómo la bondad va unida con la justicia, y cómo la sabiduría no está separada de ellas. Efectivamente, el que la potencia divina haya pensado hacerse comprensible mediante la envoltura del cuerpo, con el fin de que el plan salvífico en favor nuestro no se viera estorbado por el temor a la manifestación divina, es algo que demuestra la conjunción de todos estos atributos: de la bondad, de la sabiduría y de la justicia. Efectivamente, el haber decidido salvarme atestigua su bondad; el haber dado carácter de contrato al rescate del que estaba esclavizado muestra su justicia; el haber hecho comprensible al enemigo de manera sutil lo incomprensible implica la prueba de la más alta sabiduría.

Potencia manifestada en la Encarnación

XXIV. 1. Sin embargo, es natural que quien esté atento a la secuencia lógica de lo que venimos diciendo intente ave­riguar dónde se descubre la potencia de la divinidad en los hechos mencionados, y dónde la incorruptibilidad de la po­tencia divina. Por tanto, para que también esto se clarifique del todo, escrutaremos la continuación del misterio, allí donde con más fuerza se muestra la mezcla de la potencia con el amor a los hombres.

La bajada de Dios

2. Así pues, en primer lugar, el que la naturaleza omni­potente haya sido capaz de bajar hasta la humilde condición humana demuestra la potencia mucho más que el carácter grandioso y sobrehumano de los milagros. Efectivamente, el que por parte de la potencia divina se realicen obras grandes y excelsas ciertamente es consecuencia lógica de su naturaleza. Y nadie se daría a extrañeza oyendo decir que toda la creación comprendida en el universo y todo lo que se concibe como existente fuera del mundo visible se constituyó por obra de la potencia de Dios, pues su voluntad se convirtió en substancia según le plugo. En cambio, el abajamiento hasta la humanidad es sobreabundancia de la potencia, que no halla obstáculo alguno en las condiciones contrarias a su naturaleza.

La potencia divina manifestada en la debilidad de la carne

3. Efectivamente, lo mismo que lo propio del fuego es el movimiento hacia lo alto, y nadie juzgaría digno de admiración en la llama lo que se produce naturalmente, y en cambio, si uno viera a la llama caer hacia abajo, como hacen los cuerpos pesados, se pasmaría de admiración ante tal portento viendo cómo el fuego, sin dejar de ser fuego, por el modo de su movimiento se sale de su naturaleza y es llevado hacia abajo, así también por lo que toca a la potencia divina y suprema: ni la grandeza de los cielos, ni el resplandor de los astros, ni el orden del universo, ni la continua providencia sobre los seres la ponen de manifiesto con tanta fuerza como su condescen­dencia hacia la debilidad de nuestra naturaleza, pues muestra cómo lo alto, al venir a lo humilde, se deja contemplar en lo humilde sin rebajarse de su altura, y cómo la divinidad se abraza con la naturaleza humana y se hace ésta sin dejar de ser aquélla[14].

El enemigo, engañado

4. Pues bien, como ya se dijo anteriormente, la potestad contraria no era por naturaleza capaz de aproximarse a la pura presencia de Dios, ni de soportar su aparición desnuda, por lo que, para hacerle más fácil la presa al que buscaba canjeamos, la divinidad se ocultó bajo la envoltura de nuestra naturaleza, para que, como les ocurre a los peces golosos, con el cebo de la carne se tragara a la vez el anzuelo de la divinidad, y así, con la vida instalada en la muerte y la luz brillando en la oscuridad, desapareciese lo que concebimos como contrario a la luz y a la vida, porque, efectivamente, no tiene capacidad natural para subsistir ni la oscuridad en presencia de la luz, ni la muerte mientras obra la vida.

Dios se descubre en la historia de la salvación

5. Reasumiendo, pues, sumariamente la secuencia lógica del misterio, completemos la defensa contra los que acusan al plan divino por el hecho de que la divinidad realiza por sí misma la salvación de los hombres. Conviene, efectivamente, que la divinidad mantenga su dignidad en nuestros conceptos, y no que pensemos sobre ella algo sublime en un punto, pero en otro excluyamos algo de la dignidad propia de Dios, al contrario, debe creerse absolutamente que todo pensamiento elevado y piadoso se aplica a Dios, y cada uno de ellos debe estar concatenado con el otro en secuencia lógica. 6. Pues bien, están demostradas la bondad, la sabiduría, la justicia, la potencia, la incorrupción, todos los atributos que se manifiestan en el plan divino en favor nuestro. La bondad se capta en la libre elección de salvar al que estaba perdido[15]; la sabiduría y la justicia se mostraron en el modo de nuestra salvación, y la potencia en el hecho de tomar Él la imagen y figura del hombre conforme a la bajeza de nuestra naturaleza, y en el hecho dejjoder esperarse que, a semejanza de los hombres, también El sería sometido a la muerte, y finalmente el hecho de que, ya hombre, obró lo que le era propio y en conformidad con su naturaleza. 7. Ahora bien, lo propio de la luz es disipar la oscuridad, y lo propio de la vida abatir a la muerte. Por tanto, como quiera que, dejándonos desviar nosotros del buen camino, desde el comienzo volvimos la espalda a la vida y nos hundimos en la muerte, ¿qué de inverosímil aprendemos del misterio, si la purificación alcanza a los que estaban man­chados por el pecado, la vida a los muertos y la guía a los extraviados, para que la suciedad quede limpia, se cure el extravío y lo muerto vuelva a la vida?

Dios en sus obras

XXV. 1. El que la divinidad tome nuestra naturaleza no debería causar la menor extrañeza, según el buen sentido, en los que conciben la realidad sin demasiada ruindad mental. Porque, ¿quién tendrá alma tan menguada que, mirando al universo, no crea que Dios está en todo, que lo envuelve y abraza todo y reside en todo?[16] Efectivamente, los seres de­penden del que es, y no es posible que exista nada que no tenga su existencia en el que es[17]. Si, pues, todo está en Él y Él en todo, ¿por qué avergonzarse del plan salvífico del mis­terio, que nos enseña que Dios ha nacido en un hombre, el mis­mo Dios que hoy seguimos creyendo que está dentro del hombre?[18]

2. Efectivamente, si este modo actual de la presencia de Dios en nosotros no es el mismo que aquel, sin embargo estamos de acuerdo en reconocer igualmente que Dios está presente ahora y entonces. Ahora, pues, está mezclado con nosotros en cuanto que mantiene nuestra naturaleza en la existencia; entonces, en cambio, se mezcló con lo nuestro para que lo nuestro, al mezclarse con lo divino, se hiciera divino, tras haber sido arrancado a la muerte y liberado de la tiranía del enemigo, pues, efectivamente, su resurgimiento de la muerte resulta para la raza de los mortales principio del resurgimiento para la vida inmortal.

El engañador, engañado

XXVI. 1. Pero quizás alguien, al examinar la justicia y la sabiduría que contemplamos en este plan salvífico, se vea llevado a considerar una especie de engaño el haber Dios ideado este método en favor nuestro. Efectivamente, el que Dios se haya puesto en manos del dueño, no con su divinidad al desnudo, sino recubierto con la naturaleza humana, sin ser reconocido por el enemigo, constituye en cierta manera un engaño y una añagaza, si precisamente lo propio de los que engañan es desviar las esperanzas de sus víctimas hacia otro objetivo y obrar otra cosa que la esperada. Sin embargo, quien mire atentamente a la verdad convendrá en que esto, más que todo, es propio de la sabiduría y de la justicia.

2. Efectivamente, propio de una persona justa es dar a cada uno según su mérito, y de una sabia, no el desviar la justicia ni el separar del juicio justo el buen propósito del amor al hombre, sino el conjuntar ambas entre sí adecuada­mente, devolviendo a la justicia lo que se da según el mérito, y no apartándose, por la bondad, del propósito del amor al hombre. Examinemos, pues, si puede o no contemplarse ambas cosas en los hechos.

El demonio recibe lo que merece

3. Efectivamente, la acción de compensar con lo mereci­do, acción por la que el engañador es a su vez engañado, muestra la justicia, y la finalidad de lo acontecido atestigua la bondad del que lo realiza. En efecto, propio de la justicia es atribuir a cada uno aquello que resulta de los principios y de las causas que cada cual puso antes, lo mismo que la tierra devuelve sus frutos según las especies de las semillas planta­das[19]. Y lo propio de la sabiduría es realizar el canje de lo semejante sin apartarse del mejoramiento intentado.

4. Efectivamente, con la comida mezclan la droga igual­mente el conspirador y el que cura a la víctima de la conspi­ración, sólo que el uno mezcla veneno y el otro, en cambio, contraveneno, y el modo del tratamiento en nada altera el propósito de hacer bien, porque, si por parte de ambos se da mezcla de droga en la comida, sin embargo, cuando miramos al propósito, alabamos al uno y execramos al otro. Pues lo mismo ocurre aquí. Por razón de la justicia, el engañador cosecha los frutos cuyas semillas él mismo sembrara por su propia voluntad, porque también a él le engaña la figura del hombre que se le presenta, a él que primeramente había enga­ñado al hombre con el cebo del placer. Pero el propósito de los hechos implica un cambio a mejoría.

Curación de la humanidad

5. Efectivamente, el uno había obrado su engaño para corromper a la naturaleza; el otro, en cambio, el justo a la vez que bueno y sabio, se sirvió de la invención del engaño para salvar al que había sido corrompido, con lo cual hizo el bien, no sólo al que estaba perdido, sino al mismo que había obrado contra nosotros la perdición, pues el hecho de acercar la muerte a la vida, la tiniebla a la luz y la corrupción a la incorrupción genera la desaparición y el aniquilamiento de lo que es peor, así como el provecho del que ha sido librado de estos males.

El crisol de oro

6. En realidad, cuando al oro se ha mezclado una materia menos valiosa, los orífices consumen mediante la acción del fuego lo extraño y desechable, y devuelven a la materia más preciosa su esplendor natural. Sin embargo, esta separación no se lleva a cabo sin trabajo, pues el fuego, con su fuerza de consunción, precisa de tiempo para eliminar lo espúreo; sola­mente que es una especie de medicación del oro el hecho de fundir la propia ganga que estraga su belleza. 7. Pues de la misma manera, puesto que la muerte, la corrupción, la tiniebla y cualquier otro engendro de la maldad están entrelazados con el inventor del mal, la aproximación de la potencia divina destruye, a modo de fuego, lo que es contrario a la naturaleza, por penosa que resulte la separación. Por consiguiente, ni el propio enemigo podría dudar de que lo hecho es justo y salvífico, con tal que llegara a percibir el beneficio.

El enfermo y el médico

8. Ahora bien, los que son tratados a base de sajaduras y de cauterios se irritan contra los que les curan, maltratados por el dolor del corte, pero, cuando, gracias a estos medios, se sigue la curación y el dolor del cauterio desaparece, no tienen más que gratitud para los que obraron sobre ellos la curación. Pues así también, puesto que tras largos rodeos la naturaleza fue liberada del mal (del mismo que ahora está mezclado y ha crecido con ella), cuando se haga efectiva la restitución a su prístino estado de los que ahora yacen en la maldad[20], se alzará una sinfonía de acción de gracias de toda la creación, de los que fueron castigados a la purificación y de los que no necesitaron ni siquiera el principio de una purificación.

9. Estas y otras parecidas enseñanzas nos transmite el gran misterio de la Encamación divina. Gracias a su mezcla con la humanidad, pasando por todas las particularidades de la naturaleza: el nacimiento, la educación y el crecimiento, y atravesando incluso la prueba de la muerte, Dios llevó a cabo todo lo dicho anteriormente, librando de la maldad al hombre y curando al propio inventor de la maldad. Porque curación es de una dolencia el quitar la enfermedad, aunque sea penoso.

Lógica de la Encarnación

XXVII. 1. Era absolutamente lógico que quien se había mezclado con nuestra naturaleza aceptara mezclarse con todas sus particularidades. Efectivamente, como ocurre con los que lavan la suciedad de los vestidos, que no dejan unas manchas y quitan otras, sino que limpian de manchas todo el tejido de punta a cabo, de modo que todo el vestido quede uniforme e igualmente brillante al salir del lavado, así también, al estar la vida del hombre manchada por el pecado en el principio, en el fin y en todo el intermedio, era necesario que la potencia del lavado llegase a todas las partes, y no aplicar a una el tratamiento de la purificación dejando a la otra sin medicar.

2. Por esta razón, al estar nuestra vida atrapada por uno y otro lado entre dos extremos, por el principio y el fin quiero decir, la fuerza correctora de la naturaleza se encuentra en cada uno de los dos extremos: entró en contacto al comienzo, se extiende hasta el final y ocupa todo el intermedio. 3. Pero, como todos los hombres no tienen más que una entrada en la vidá, ¿de dónde tenía que venir a establecerse en la vida el que llegaba hasta nosotros? -Del cielo, dice quizás el que rechaza con desprecio, como algo vergonzoso e indigno, la forma de nacer de los hombres[21]. Pero en el cielo no estaba la humani­dad, ni en la vida supraterrenal cundía la enfermedad de la maldad. Sin embargo, el que se mezclaba con el hombre adecuaba su mezcla a su propósito de ser provechoso. Por tanto, de allí donde no existía el mal, ni la vida humana tenía ciudadanía, ¿cómo puede alguien tratar de hallar que el hombre haya bajado a abrazarse con Dios, mejor dicho, no el hombre, sino una imagen y semejanza de hombre? ¿Qué enmienda de nuestra naturaleza podría darse si, siendo la vida terrenal la enferma, contempláramos que la mezcla divina es con otro ser de los celestes? Porque no es posible que el enfermo se cure, si la parte enferma no es la que recibe particularmente la curación.

Dios en el corazón del mal

4. Por tanto, si la parte enferma estaba sobre la tierra, y si, por otra parte, la potencia divina, mirando a su propia dignidad, no se hubiera unido a esa parte enferma, hubiera quedado sin provecho para el hombre la diligencia de la po­tencia divina, por algo que nada tiene en común con nosotros. Efectivamente, la inconveniencia hubiera sido la misma para la divinidad, si es que está permitido pensar en otra inconve­niencia que no sea la maldad. Solamente que, quien, con alma ruin, juzga que la grandeza divina consiste en no admitir la participación en las particularidades de nuestra naturaleza, la indignidad no se atenúa porque la divinidad se conforme a un cuerpo celeste más que si lo hace a un cuerpo terrestre. Efec­tivamente, respecto del que es altísimo e inaccesible por la alteza de su naturaleza, toda la creación está igualmente distante en lo bajo, y el universo entero le está subordinado con el mismo honor. En efecto, lo que es absolutamente inaccesible no es accesible a uno e inabordable a otro, sino que está igualmente elevado por encima de todos los seres.

Tierra y cielo

5. Por lo tanto, ni la tierra está más alejada ni el cielo más cercano de la dignidad divina, ni los elementos que habitan una y otro difieren en este aspecto lo más mínimo entre sí, de modo que unos alcancen la naturaleza inaccesible y otros sean separados de ella, porque, si no, tendríamos que suponer al menos que la potencia soberana del universo se extiende por igual a través de todas las cosas, pero que es sobreabun­dante en unas y más deficiente en otras, y por esta diferencia de menor y mayor, y de más y de menos, lógicamente la divinidad aparecería como compuesta, en contradicción consigo misma, si precisamente supusiéramos eso, que por razón de su naturaleza está alejada de nosotros, pero tiene afinidad[22] con cualquier otro, y a consecuencia de esta afinidad se hace fácilmente aprehensible. 6. Ahora bien, la verdadera doctrina, tratándose de la sublime dignidad, no mira ni abajo ni arriba, comparando. Efectivamente, todas las cosas están por igual sometidas a la potencia que todo lo rige, de modo que si se presume que la naturaleza terrenal es indigna de la unión con la divinidad, tampoco se hallará otra alguna con esa dignidad. Pero, si todo queda por igual alejado de esa dignidad, una cosa hay, sin embargo, digna! de Dios: hacer el bien al que lo necesita. Por tanto, si reconocemos que donde estaba la enfer­medad allí acudió la potencia que cura, ¿qué hay en nuestra fe que sea ajeno del concepto digno de Dios?

Notas:

[1] Cf. Sal. 31,20.

[2] Cf. Tt. 2,11.

[3] La palabra philosophia es frecuentísima en los escritos patrísticos con varios significados y con diversos matices (v. A. Malingrey, Philosophia, París 1961). Más que la "vida ascética y monástica" propiamente dicha (Krabinger), nos parece que expresa la experiencia de la vida cristiana, superior en sus principios y en su práctica a toda "filosofía" profana.

[4] Jerusalén, con su espléndido templo, fue destruida por el ejército de Tito el año 70. El emperador Adriano reconstruyó la ciudad en los años 134- 135, pero le cambia el nombre, llamándola Elia Capitolina (cf. Eusebio de Cesarea, Hist. Eccles., IV 6,3-4, BAC 349, págs. 202-203).

[5] Cf. Sal. 106,4-5; 119,65-66.68.

[6] Presentación sintética de una antropología que Gregorio expone más extensamente en su De opif. hom., 16, donde une conceptos bíblicos a ideas tomadas del platonismo medio.

[7] Alusión a un tema sugestivo y típico del Niseno: el incansable movimiento del alma hacia el bien y por tanto hacia Dios, en una tensión (epéktasis) eterna, pues perdura más allá de la vida temporal: ver Vita Mosis, 219 ss.; De opif. hom., 21; cf. J. Danielou, Platonisme et théologie mystique (París 1944), págs. 291 ss.

[8] Sobre la justicia del rescate pagado a Satanás en la persona de Cristo, ver Introducción, pág. 33. Aparte la aparente sinuosidad del procedimiento, en el que Satanás parece estar a la par con Dios (pero el elemento no es ajeno a la revelación bíblica, como vemos en Prólogo del Libro de Job), Gregorio, en su explicación, utiliza datos y aspectos del derecho contemporáneo, y se inserta dentro del contexto de un problema afrontado con diferentes matices por la tradición patrística desde Ireneo y Orígenes hasta Ambrosio, Agustín y Cesáreo de Arlés.

[9] Cf. Mt. 8,26-27.

[10] Cf. Mt. 14,25-26; Mc. 6,48-49; Jn. 6,49.

[11] Cf. Mt. 14,17-20; Mc. 6, 38-44.

[12] Cf. 1 Co. 2,8.

[13] La idea de la naturaleza humana que, a guisa de velo, oculta la gloría de la naturaleza divina a los ojos de Satanás está ya presente y más pormenorizada en los escritos de varios Padres, entre ellos Gregorio Nacianceno, Or., 39, 13, y probablemente remonta a 1 Co. 2,8, donde Pablo habla de la sabiduría envuelta en el misterio y que "ninguno de los Príncipes de este mundo ha podido conocer, porque, si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria".

[14] Aquí está sintetizada la doctrina de Gregorio sobre la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo, que asume una determinada naturaleza humana permaneciendo intacta la trascendencia de su naturaleza divina.

[15] Cf. Lc 19,10

[16] Cf. Sal. 104,1-3; 139,7-8; Is. 40,22; Jr. 23,4; Am. 9, 2-3.

[17] Cf. Ex. 3,14.

[18] El argumento de la omnipotencia divina estaba ya en la tradición platónica (Timeo) y en la de la doctrina estoica sobre el alma del mundo; pero, sobre todo, reactualiza datos revelados, como Sb. 1,7 y Ef. 4,6 (cf. Introducción, pág. 26).

[19] Cf. Ga. 6,7.

[20] Explícita afirmación del concepto de la apokatástasis (cf. Hch. 3,21) o retomo de todos los seres al estado originario de bondad (v. Introducción, pág. 29): una idea origeniana libremente elaborada en varios escritos del Niseno. La afirmación del rescate universal, incluido el demonio, implica la hipótesis de la no eternidad del infierno. Sobre este punto, la postura de Gregorio no es siempre lineal y coherente (por ejemplo, en el C. XL apela a las expresiones bíblicas del "fuego inextinguible" y del "gusano imperecedero"). Aquí, como en otras partes, la polémica contra el maniqueísmo lleva a Gregorio a dar fuerte relieve a la inconsistencia del mal y al restablecimiento de todas las cosas en el bien.

[21] La tesis remonta al gnóstico Valentín, pero aquí Gregorio tiene especialmente en cuenta a Apolinar de Laodicea.

[22] Sigo la lectura geitnoióé de Oheler y Dráseke.

 

Objeciones de los adversarios

Cómo Dios pudo hacerse hombre

XXVIII. 1. Sin embargo, los adversarios ridiculizan a nuestra naturaleza y hacen chacota del modo cómo se nace, y con esto creen mofarse del misterio, indicando que es indigno de Dios el entrar por esta puerta en comunión con la vida humana. Pero, sobre esto, ya en las páginas anteriores se ha dicho que lo único vergonzoso por su propia naturaleza es el mal y todo lo que está emparentado con la maldad. Ahora bien; el orden de la naturaleza, establecido por la voluntad y la ley divinas, está lejos de la acusación de maldad, o, de no ser así, la acusación contra la naturaleza alcanzaría al creador, si la acusación de vergonzoso e indigno recayese sobre algo de la naturaleza. 2. Por tanto, si la divinidad únicamente está separada de la maldad, y la naturaleza por su parte no es mala, y el misterio nos dice que Dios nace en el hombre y no en la maldad; y si además la entrada del hombre en la vida es única, y sólo a través de ella es introducido en la vida lo engendrado, ¿qué otro modo de entrar en la vida decretan para Dios los que, por una parte, encuentran razonable que la naturaleza debilitada en la maldad haya sido visitada por la potencia divina, pero, por otra, sienten asco del modo de la visitación? ¿Es que no saben que todo el edificio del cuerpo tiene en sí mismo idéntica importancia y que en él nada de lo que contribuye a constituir la vida se tacha de deshonroso o malo?

3. Efectivamente, la disposición de los miembros del or­ganismo está toda ella ordenada a un solo fin. Y este fin es que el hombre permanezca en la vida. Los demás órganos, pues, mantienen la vida presente de los hombres, cada cual con su propia actividad, y mediante ellos se administra la capacidad de percibir y la de obrar. En cambio, los órganos de la generación tienen la provisión del futuro, y por medio de ellos se introduce en la naturaleza la sucesión.

4. Si miras, pues, a la utilidad, ¿qué miembro de los que consideramos honrosos les gana a éstos el primer puesto?[1] ¿A cuál de ellos no juzgaremos razonablemente menos importante? Porque ni el ojo, ni el oído, ni la lengua, ni otro alguno de los órganos de los sentidos mantiene a nuestra especie en la con­tinuidad, pues éstos, como se ha dicho, son de utilidad presente, mientras que en los otros, por el contrario, se conserva la inmortalidad para la humanidad, tanto que la muerte, que siempre está obrando contra nosotros, resulta en cierto modo fracasada e ineficaz, ya que la naturaleza misma llena en cada momento los vacíos mediante la sucesión de los nacimientos. ¿Qué contiene, pues, de indigno nuestro misterio si Dios se mezcló con la vida humana por los mismos caminos que la naturaleza utiliza para luchar contra la muerte?

Porqué el Salvador tardó tanto en venir

XXIX. 1. Pero ellos, pasando de ésta a otras cuestiones, de nuevo intentan ultrajar a nuestra doctrina, y dicen: Si lo hecho es bueno y digno de Dios, ¿por qué retrasó el beneficio?[2] ¿Por qué, mientras la maldad estaba en sus comienzos, no cortó por lo sano sus progresos a mayores?

2. A esto nosotros respondemos concisamente que el retraso de nuestro beneficio se debió a la sabiduría y a la providencia del que es benéfico por naturaleza. Y efectivamente, en las enfermedades corporales, cuando un humor corrupto se desliza por los conductos internos, antes que el elemento intruso contrario a la naturaleza esté del todo al descubierto en la superficie, los que son competentes en la técnica de tratar las dolencias no atiborran el cuerpo de drogas astrin­gentes, sino que esperan a que salga fuera todo lo que se ocultaba en el interior, y así aplican la cura directamente a la afección. Pues bien, después que la enfermedad de la maldad se abatió de una vez por todas sobre la naturaleza humana, el médico del universo esperó a que ninguna forma de maldad quedase escondida dentro de la naturaleza.

3. Esta es la razón de que no aplicara al hombre la curación inmediatamente después de la envidia y del fratricidio de Caín[3], pues no había salido aún a la luz la maldad de los que perecieron en tiempos de Noé, ni se había desvelado la terrible enfermedad de la infamia de Sodoma[4], ni la lucha de los egipcios contra Dios[5], ni la soberbia de los asirios[6], ni la acción asesina de los judíos contra los santos de Dios[7], ni la criminal matanza de niños hecha por Herodes[8], ni otra alguna de cuantas maldades se guarda memoria, ni de cuantas fueron perpetradas en la sucesión de las generaciones sin ser registradas por la historia, pues la raíz del mal germinaba en múltiples formas en las libres decisiones de los hombres.

4. Así, pues, cuando la maldad alcanzó su cumbre y no había ya forma de maldad a que los hombres no se hubiesen atrevido, para que la curación llegase a toda la dolencia, Dios se puso a curar la enfermedad, no cuando ésta comenzaba, sino cuando había madurado.

Persistencia del pecado

XXX. 1. Pero, si alguien cree refutar nuestra doctrina argumentando que, incluso después de ser aplicada la cura, la vida humana sigue estando todavía a merced de los pecados, que se deje guiar hacia la verdad por alguno de los ejemplos más conocidos. Efectivamente, lo mismo que tratándose de la serpiente, cuando recibe el golpe certero sobre la cabeza, no muere de inmediato junto con la cabeza el resto que viene detrás, sino que la cabeza muere, sí, pero la cola sigue todavía animada por su propio principio vital y conserva el movimiento de la vida, así también se puede ver a la maldad herida con golpe fatalmente certero, y sin embargo, seguir perturbando todavía con sus restos la vida humana.

Salvación parcial de los hombres

2. Pero los adversarios, dejando de lado sus reproches al misterio acerca de este punto doctrinal, lo acusan de que la fe no haya llegado en su difusión a todos los hombres. ¿Por qué razón -dicen- la gracia[9] no ha llegado a todos los hombres, sino que, junto a algunos que abrazaron la doctrina, queda una porción nada pequeña sin ella, bien porque Dios no quiso repartir a todos generosamente su beneficio, bien porque no pudo en absoluto? En ninguno de los dos casos está libre de reproche, pues ni es digno de Dios el no querer el bien, ni lo es el no poder hacerlo. Si, pues, la fe es un bien, ¿por qué -dicen- la gracia no llega a todos?

3. Pues bien, si en nuestra doctrina afirmásemos lo si­guiente: que la voluntad divina distribuye por suertes la fe entre los hombres, y así unos son llamados, mientras otros no tienen parte en la llamada, entonces sería el momento oportuno para avanzar dicha acusación contra el misterio. Pero, si la llamada se dirige por igual a todos, sin tener en cuenta la dignidad ni la edad ni las diferencias raciales (porque, si ya desde el comienzo de la predicación los servidores de la doc­trina, por una inspiración divina hablaron a la vez las lenguas de todos los pueblos[10], fue para que nadie pudiera quedar sin participar de la enseñanza), ¿cómo, pues, podría alguien razo­nablemente acusar todavía a Dios de que su doctrina no se haya impuesto a todos?

4. En realidad, el que tiene la libre disposición de todas las cosas, por un exceso de su aprecio por el hombre, dejó también que algo estuviese bajo nuestra libre disposición, de lo cual únicamente es dueño cada uno. Es esto el libre albedrío, facultad exenta de esclavitud y libre, basada sobre la libertad de nuestra inteligencia. Por consiguiente, es más justo que la acusación de marras se traslade a los que no se dejaron con­quistar por la fe, y no que recaiga sobre el que ha llamado para dar el asentimiento. 5. De hecho, cuando en los comien­zos Pedro proclamó la doctrina delante de una numerosísima asamblea de judíos[11], y aceptaron la fe en la misma ocasión unos tres mil, los que no se habían dejado persuadir, aunque eran más que los que habían creído, no reprocharon al apóstol el no haberles convencido. No hubiera sido razonable, efecti­vamente, puesto que la gracia se había expuesto en común, que quien había desertado voluntariamente no se culpara a sí mismo, sino a otro, de su mala elección.

La fe debe ser libre

XXXI. 1. Pero ni siquiera frente a tales razones se quedan ellos sin replicar quisquillosamente. De hecho dicen que Dios, si lo quiere, puede arrastrar forzadamente a aceptar el mensaje divino incluso a los que se resisten. Pues bien, ¿dónde estaría en estos casos el libre albedrío? ¿Dónde la virtud? ¿Dónde la alabanza de los que viven con rectitud? Porque sólo de los seres inanimados y de los irracionales es propio el dejarse llevar por el capricho de una voluntad ajena. La naturaleza racional e inteligente, por el contrario, si abdica de su libre albedrío, con él pierde también la gracia de la inteligencia, pues, ¿para qué se iba a servir de la mente, si el poder de elegir según el propio albedrío se halla en otro?

2. Ahora bien, si el libre albedrío quedase inactivo, la virtud desaparecería necesariamente, impedida por la inercia de la voluntad. Y si no hay virtud, la vida pierde su valor, se elimina la alabanza de los que viven rectamente, se peca im­punemente y no se discierne lo que diferencia a las vidas. Porque, ¿quién podría todavía vituperar al libertino y alabar al virtuoso, como es de razón? La respuesta que cada uno tiene a mano es ésta: ninguna decisión depende de nosotros, sino que un poder superior conduce a las voluntades humanas a lo que es capricho del amo.

Por tanto, no es culpa de la bondad divina el que la fe no nazca en todos, sino de la disposición de los que reciben el mensaje predicado.

Necesidad de la muerte de Cristo

XXXII. 1. ¿Qué añaden a estas objeciones todavía los adversarios? Sobre todo, que en manera alguna debía la sobe­rana naturaleza llegar a la experiencia de la muerte, sino que, incluso sin esto, por la sobreabundancia de su poder, hubiera podido llevar a cabo su plan con facilidad. Pero incluso si esto debía realizarse necesariamente por alguna secreta razón, si­quiera que no hubiera sido objeto del ultraje de tan vil género de muerte. Porque, añaden, ¿qué muerte puede resultar más ignominiosa que la muerte de cruz?

2. ¿Qué responderemos también a esto? Que el nacimiento hace necesaria la muerte. Efectivamente, el que una vez por todas tenía decidido formar parte de la humanidad debía pasar por todas las particularidades de nuestra naturaleza. Por tanto, ya que la vida humana está encerrada entre dos límites, si habiendo franqueado el primero no hubiera llegado al siguiente, su propósito hubiera quedado manco, porque no habría asumido una de las particularidades de nuestra natu­raleza.

3. Y si uno conociera con más exactitud el misterio, quizás podría decir con más verosimilitud que la muerte no ocurrió por causa del nacimiento, sino al revés, que por causa de la muerte asumió Dios el nacimiento porque el Eterno[12] no se sometió al nacimiento corporal porque tuviera necesidad de vivir, sino por llamamos de nuevo a nosotros de la muerte a la vida. Por tanto, ya que era necesario que nuestra naturaleza regresara de la muerte toda entera, al inclinarse Él sobre nuestro cadáver para tender, por así decirlo, su mano al ya­cente, se acercó tanto a la muerte que entró en contacto con el estado cadavérico, y con su propio cuerpo dio a la naturaleza el principio de la resurrección, pues con su poder resucitó conjuntamente al hombre entero.

4. Efectivamente, como quiera que no era de otra pasta que de la nuestra el hombre en quien Dios se encamó, el mismo que mediante la resurrección fue elevado junto con la divinidad, lo mismo que en nuestro cuerpo la actividad de uno solo de los sentidos lleva la percepción interior al todo que está unido a la parte, así también, como si la naturaleza entera fuera la de un solo ser vivo, la resurrección de un miembro se extiende al todo, y de la parte se comunica al todo por la continuidad y unidad de la naturaleza. ¿Qué aprendemos, pues, del misterio que esté fuera de lo razonable, si el que está en pie se inclina sobre el caído para levantarlo de nuevo?

Misterio de la cruz

Y si la cruz encierra alguna otra doctrina más profunda, quizás lo sepan los versados en las cosas ocultas. En todo caso, esto es lo que nos ha llegado de la tradición.

5. Como quiera que en el Evangelio todo está dicho y cumplido en el sentido más sublime y divino, y nada hay tal que no se manifieste absolutamente como una mezcla de lo divino con lo humano, pues la voz y los hechos se realizan de manera humana, mientras el sentido oculto manifiesta la di­vinidad, lo lógico sería, también en esta parte, no el considerar lo uno y dejar de lado lo otro, sino ver en la muerte lo humano y escrutar afanosamente en el modo de la misma lo divino.

Dimensión cósmica de la cruz

6. En realidad, propio de la divinidad es extenderse a través de todo y ser coextensiva de la naturaleza de los seres en todas sus partes, porque nada puede permanecer en el ser, si no permanece en lo que es, y por otro lado, lo que es propia y primariamente es la naturaleza divina, y la permanencia de los seres nos obliga necesariamente a creer que esa naturaleza está en todos los seres[13]. Pues bien, por medio de la cruz, cuya figura se distribuye en cuatro, de suerte que, partiendo del punto medio, hacia el cual todo converge, se pueden contar cuatro prolongaciones, se nos ha enseñado lo siguiente: el que sobre ella fue extendido en el momento oportuno según el plan divino para su muerte es el mismo que conjunta y ajusta todo a sí mismo, reuniendo por sí mismo las diferentes natu­ralezas de los seres en un solo acuerdo[14] y una sola armonía.

7. Efectivamente, en los seres, pensamos en términos de arriba a abajo, o bien el pensamiento franquea los límites transver­sales. Si reflexionas, pues, en la constitución de los seres celestes o de los subterráneos, o de los de ambos extremos del universo, por todas partes lo primero que se presenta a tu consideración es la divinidad[15], pues ella es la única que se contempla en cada parte de los seres, y la única que mantiene todo en el ser. 8. Realmente, si tenemos que llamar a esta naturaleza divinidad, razón, potencia, sabiduría o cualquier otro nombre sublime y capaz de mostrar mejor al ser supremo, nuestra doctrina no discute sobre una voz, un nombre o una forma del lenguaje. Por tanto, puesto que toda la creación mira hacia El y está alrededor de Él, y por medio de Él mantiene su cohesión, pues gracias a Él se conjuntan las cosas con las de abajo y las de los flancos entre sí, era necesario, no sólo que se nos llevara por el oído al conocimiento de la divinidad, sino también que nuestra vista se convirtiera en maestra de los más altos conceptos. De ahí es de donde parte el gran Pablo cuando inicia en los misterios al pueblo de Efeso y le da, mediante su enseñanza, la capacidad de conocer cuál es la hondura, la altura, la anchura y la largura[16]. 9. Efectivamente, a cada prolongación de la cruz la llama con su nombre par­ticular: altura, a la parte superior; hondura, a la parte de abajo; anchura y largura, a las prolongaciones colaterales. Este pensamiento lo aclara más en otra parte, a mi parecer, cuando dice a los Filipenses: "En el nombre de Jesucristo se doble toda rodilla, en los cielos, en la tierra y en el abismo[17]." Aquí encierra en una sola denominación el travesaño del medio: con la expresión "en la tierra" nombra todo lo que está entre medio de los seres del cielo y de los abismos.

10. Esto es lo que se nos ha enseñado acerca del misterio de la cruz. Lo que sigue a partir de ahí tiene en la doctrina una secuencia lógica tal, que hasta los mismos incrédulos confiesan que nada hay en ello que sea ajeno al concepto que debemos tener de Dios. Efectivamente, el que no haya perma­necido en la muerte, el que las heridas causadas por el hierro en el cuerpo[18] no hayan constituido obstáculo para su exis­tencia, el que después de su resurrección se haya aparecido libremente a sus discípulos, el que se presentase a ellos cuando quería y estar en medio de ellos sin ser visto, y sin necesitar para nada franquear las puertas[19], el que fortificara a sus discípulos soplando sobre ellos[20] el que les prometiera estar con ellos y que nada se interpondría para separarlos[21], el que se elevara al cielo en apariencia, pero con el pensamiento estuviera en todas partes[22]: todo esto y todos cuantos hechos parecidos contiene la narración histórica es algo que no necesita de la ayuda del razonamiento para mostrar su carácter divino y propio de la potencia más sublime y suprema. 11. No creo que sea necesario considerar exhaustivamente cada uno de estos hechos, pues el mismo relato pone de manifiesto que sobrepasan lo natural.

Notas:

[1] Quizás Gregorio está pensando en 1 Co. 12,14-24.

[2] Esta objeción la planteaban en varias formas serios adversarios del cristianismo, como Celso, filósofo platónico ecléctico del siglo II, y Porfirio, neoplatónico del siglo III-IV.

[3] Cf. Gn. 4,1-5.

[4] Cf. Gn. 6-7.

[5] Cf. Gn. 19,1-4.

[6] Cf. Is. 37, 23-24; cf. Ha. 2, 4-5 (posiblemente Gregorio toma a los asirios por los caldeos).

[7] Cf. Mt. 23, 34-35.

[8] Cf. Mt. 2, 16-18.

[9] La gracia del Evangelio; cf. Hch. 20, 24; 1 Co. 6,1; 8,9; Col. 1,6.

[10] Cf.Hch.2,8-11.

[11] Cf. Hch. 2,41.

[12] Cf. Ex. 3, 14; Sal. 90,2; Ap. 1,8.

[13] Cf. nota 18 de la Sección IV.

[14] El término que usa Gregorio es sympnoia, lat. con-spiratio, de origen estoico y neoplatónico; cf. J. Danielou, L'être et le temps chez Grégoire de Nysse (Leiden 1970), págs. 51 ss.

[15] Cf. Sal. 139,8-10.

[16] Cf. Ef. 3,18.

[17] Flp. 2,10.

[18] Cf. Mt. 27, 50; Jn. 19, 34.

[19] Cf. Lc. 24, 36; Hch. 1, 9.

[20] Cf. Jn. 20, 22

[21] Cf. Mt. 28,20.

[22] Cf. Lc. 24, 50; Hch. 1, 9.

 

Partes de esta serie: Prólogo - Dios Uno y Trino · El hombre - Cristo · El misterio de Dios - Objeciones de los adversarios · La vida sacramental - Fines últimos
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