ONTEFANO (ITALIA), viernes, 9 septiembre 2005 (ZENIT.org).- Para muchos el Evangelio es cosa de curas, pero el Evangelio es para todos. Así lo explica en su libro «Cosas de curas» el fraile de la orden de los Siervos de María, Alberto Maggi, donde presenta una propuesta de fe para ateos, o más bien para «aquellos que creen que no creen».
Maggi, director del Centro de Estudios Bíblicos, explica a Zenit cómo ha tratado los principales temas de la fe cristiana: de la oración a la vida eterna, de la vocación a la voluntad de Dios. Su libro ha sido editado en España por Desclée de Brouwer.
--¿Por qué se ve la propuesta cristiana como «cosa de curas»?
--Maggi: Cuándo Jesús enseñaba, las muchedumbres se entusiasmaban o se enfadaban pero nunca se dormían. Sin embargo esas mismas palabras, propuestas por los sacerdotes en las iglesias, a menudo tienen el efecto de un narcótico. ¡Es urgente preguntarse por qué!
El mensaje evangélico no es una doctrina sino una experiencia de vida, y como tal debe ser transmitido: primero viene la vida y luego su formulación, primero la práctica del Evangelio y luego la catequesis.
Desafortunadamente, a menudo el Evangelio es reducido a simple fórmula catequística sin una vida que confirme su validez, con el riesgo de que las mismas palabras de Jesús pierdan vitalidad.
De este modo, lo que debía ser adrenalina se degradó a opio de los pueblos y la felicidad, a la cual aspira la humanidad, queda suspendida en el celestial más allá.
--¿Ya se hablaba de «cosa de curas», en la antigüedad?
--Maggi: El Evangelio empezó a perder su eficacia cuando el cristianismo pasó de ser perseguido a religión impuesta y la religión se convirtió en programa. Poblaciones enteras se hicieron cristianas porque sus monarcas, por interés político, decidían convertirse en cristianos.
Lo que era una propuesta de vida en plenitud se transformó en una obligación sin alternativa.
Para dominar y controlar estas masas, las iglesias, de comunidades dinámicas animadas por el Espíritu, se transformaron poco a poco en rígidas instituciones regidas por las leyes.
Por suerte, a lo largo de los siglos siempre han existido comunidades o creyentes individuales que han descubierto y vivido la belleza y la plenitud del mensaje evangélico y lo han transmitido hasta nosotros como san Francisco de Asís y Teresa de Ávila, presentando el Evangelio como la buena noticia para todos.
--Usted hace una propuesta de fe para los que «creen que no creen». ¿Qué les sugiere?
--Maggi: Que la acogida del mensaje de Jesús no le quita nada al hombre, no le disminuye, sino que le permite alcanzar en esta existencia terrenal una dimensión de vida definitiva y, por eso, divina.
La gran mayoría de los no creyentes rechaza al Dios de la religión, fruto de la proyección de las frustraciones, de los miedos y de las ambiciones de los hombres.
Cuando el no creyente se encuentra con el Padre de Jesús, un Dios que no pide ofertas sino que es él que se ofrece al hombre para transmitirle toda la plenitud de su vida, un Padre que no mira los méritos de los hombres sino sus necesidades, un Dios que no es bueno, sino exclusivamente bueno, y desea comunicar a los hombres todo su amor... es difícil que sea rechazado.
A todos, creyentes y no creyentes, el Evangelio propone orientar de otra manera su existencia, los valores de la vida misma, poner el bien del otro en primer lugar.
Cuando este cambio se experimenta todas las palabras de Jesús se hacen auténticas y verdaderas y cuando uno se ocupa de los demás se permite al Padre cuidar de sus hijos.
--El Evangelio es visto por algunos como una serie de fórmulas y reglas, pero no como «Palabra de vida. ¿Qué hacer para remediarlo?
--Maggi: Evangelio significa buena noticia, y esta buena noticia se anunció por primera vez en la historia de las religiones como un Dios que no privilegia a los buenos y castiga los malvados si no que comunicó su amor infinito a todos, indistintamente.
Con Jesús, el Dios con nosotros, el hombre ya no tiene que buscar a Dios, sino acogerlo. Cuando esto ocurre, el hombre hace experiencia de un Padre que no quiere a los hombres porque éstos sean buenos, sino porque Él es bueno, la experiencia de un Dios que no excluye a nadie y no deja condicionar su amor por las respuestas y los comportamientos de los hombres, por un Dios que no quiere súbditos obedientes a sus inmutables leyes sino hijos semejantes a su creciente y dinámico amor.
Si esto se tiene presente, el Evangelio vuelve a ser el pan del que la humanidad tiene hambre y los hombres pasan de creer en Dios a experimentarlo como un Padre cuidadoso y atento a los mínimos detalles de la existencia, y la vida queda totalmente transformada.