ANTO DOMINGO DE SILOS, domingo, 20 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).- Publicamos un testimonio escrito por el abad de Santo Domingo de Silos, el padre Clemente de la Serna González, OSB, con motivo de la Jornada «Pro Orantibus», dedicada a los religiosos y religiosas contemplativos.
Edificad sobre roca, dice el Señor
El ideal monástico, y más concretamente el femenino, es una de las grandes riquezas que adornan a nuestra Iglesia. Una riqueza, sin embargo, no siempre valorada, no siempre mimada, no siempre cultivada como se merece. Desde la vida monástica somos conscientes de que, como ayer y como sucederá también mañana, el monacato tiene cabida en la Iglesia y en la sociedad del siglo XXI. En lo más genuino de cada persona existe, y lo encontramos si lo buscamos, nuestro propio «ser monástico». Es la respuesta natural al fuerte deseo que a todos nos impulsa a luchar contra la disgregación, contra esa tendencia que amenaza siempre nuestra unidad, nuestra identidad, imprescindibles para ser eso: personas, seres humanos y no hojas secas arrastradas por el viento de turno. Cuando hablamos en cristiano, el monacato no es el producto de una situación concreta social o eclesial, aunque hayan colaborado a su eclosión algunas situaciones históricas; menos aun determinadas escuelas filosóficas o tendencias ideológicas.
El monacato cristiano tiene su referencia última y fundante en Cristo mismo. La radicalidad evangélica: «No podéis servir a dos señores» (Mt 6, 24; Lc 16,13); «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y sígueme» (Mt 19, 21); «quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí» (Lc 9, 62), etc., habla sin ambages de absoluto en la opción. Sabemos cómo en el lenguaje evangélico las medias tintas emborronan. Jesús exige un «sí, sí», o un «no, no» (Mt 5, 37; cf. St 5,12). Se trata, como afirma San Benito, de «nada absolutamente anteponer al amor de Cristo», el Señor (RB 4, 21; 72, 11). En realidad es lo que cada cristiano y cada cristiana deberíamos vivir desde el momento en que por el bautismo hemos renunciado a toda forma de esclavitud, ya sea física, intelectual o espiritual.
La vida monástica sólo difiere en que busca medios que le permitan vivir con seriedad el compromiso propio de una discípula, de un discípulo de Cristo. Para tal fin se aleja de los lugares habitados. A partir de mediados del siglo III los desiertos de Egipto y Siria conocieron una inhabitual población de personas ansiosas de soledad y silencio. No huían por miedo. Corrían buscando el ambiente favorable para el diálogo con Dios, dedicando su vida a la práctica de los valores propuestos por su Maestro. «Las muchas ocupaciones y preocupaciones los hicieron desgraciados», repiten frecuentemente los Padres. El monacato tiene conciencia de que «hay necesidad de una sola cosa» (Lc 10, 42). Todo lo demás sobra, o nos será dado por añadidura.
Visto así, el ideal monástico podría parecer una realidad estanca en el espacio y en el tiempo. Sin embargo, nada más erróneo, porque el amor, que es el motor de su existencia, es novedad sin solución de continuidad. El amor y el corazón se mantienen siempre vigilantes (cf. Ct 5, 2; Mt 25, 4-5). El amor es activo por definición. Late al ritmo del Amado. Por eso no se puede permitir caer en la rutina, en la acomodación, el estancamiento o la falta de renovación constante, lo que sería una destructiva carcoma y llevaría al envejecimiento letal del ideal monástico. Es cierto que como ideal, el monacato permanece siempre idéntico, pero ha de saber mantenerse despierto, activo y dinámico, para ser lo que tiene que ser en cada momento; para ser vivido en consonancia con las exigencias concretas que exige el espacio y el tiempo. El contenido permanece, pero las formas deben de cambiar continuamente. La fosilización no es cristiana, tampoco monástica.
Las monjas y los monjes no nos definimos por lo que hacemos. La realidad concreta en la que nos encontramos ha llevado a actuar de muchas formas a lo largo de los siglos, porque así lo pedían las necesidades eclesiales y el entorno donde se asienta cada morada monástica. Todo ello, sin embargo, desde el deseo de vivir, personal y comunitariamente, la experiencia de la unión con Dios a partir de una búsqueda incesante de su rostro. Búsqueda nada platónica, sino encarnada, enamorada; que se hace realidad en cada circunstancia; pero que conoce tiempos fuertes, como son las celebraciones litúrgicas, la «lectio divina» diaria o la práctica del amor y del servicio fraternos. Difícilmente, imposible, ser monja o monje cristianos sin actuar en todo tiempo desde una auténtica encarnación en el aquí y ahora. La misma separación no es otra cosa que la posibilidad de tener una mejor perspectiva sobre el mundo que ha sido testigo de la encarnación del Hijo de Dios, de su muerte y su resurrección. Un hecho que cambia la hora del mundo y también las motivaciones para actuar.
Esto hace que las comunidades monásticas, desde su opción por Cristo que las lleva a la soledad, se sientan fuertemente eclesiales. Se identifican con la fuerza vivificadora del Reino de Dios. Participan de las esperanzas y los proyectos de la Iglesia que peregrina en la tierra. Todo lo presentan al Señor con su propia vida de oblación, que se hace continua oración de alabanza, de súplica y de perdón.
Constatamos cómo al presente el monacato en Europa es una minoría insignificante. Carece de voz en los foros de decisión, tanto eclesiales como civiles. No por eso nos sentimos desplazados, relegados u olvidados. Este hecho forma parte de la propia opción. Desde el evangelio, desde el último puesto (cf. Lc 14, 10), estamos llamados a ser signos eficaces, siervos fieles del Señor (cf. Mt 20, 27), y a hacerlo a partir de una vivencia radical del evangelio. Esto significa aceptar la propia pequeñez e insignificancia, aunque sin caer en falsas humildades o bajas autoestimas. Hay que actuar con la certeza de que es el Señor quien actúa, y que con Él todo es posible. En cambio, sin su presencia hasta el buen hacer se convierte en una trampa fatal para los intereses del Reino de Dios. De ahí la importancia de no desviarse del propio proyecto de vida; de vivir en coherencia con la profesión monástica. Estamos llamados a vivir en gozo del Espíritu, como signo evidente de la libertad propia de los hijos de Dios. Tenemos que ser signo eficaz para nuestros hermanos, proclamando con la propia vida que los quehaceres de este siglo jamás deben hacernos olvidar la realidad escatológica que nos espera.
En un proyecto de unión, como el que actualmente tiene Europa, los monasterios están llamados a convertirse en luz para el camino a recorrer. Somos conscientes de que los edificios monasteriales forman parte integrante del paisaje europeo. Son uno de los signos importantes de la identidad de Europa. Unos se han convertido ya en reliquias de un pasado próspero y activo. Otros siguen animados por comunidades más o menos numerosas. Todos son testigos de que es posible vivir unidos en la diversidad. Más aun, que es la diversidad la que enriquece a la unidad y la trascendencia la que crea belleza, arte y bienestar durables.
De este modo nos encontramos con esas viejas raíces cristianas, siempre dispuestas a brotar con renovada fuerza y vigor. Los monasterios son casas «edificadas sobre la roca firme» ( Mt 7, 24; Lc 6, 48). Piedras capaces de superar las lluvias ideológicas y los convulsos torrentes de falsos modelos de vida, así como esos vientos agresivos del hedonismo y el materialismo, del «carpe diem», con la consecuente merma por la estima de los valores evangélicos. No obstante, la casa resiste en pie, pues está asentada sobre roca firme, y esa roca es Cristo (1Cor 10, 4). Jesús, en efecto, es para nosotros la luz en la noche, el camino en el desierto, la verdad en el corazón (cf. Jn 14, 6). Las casas monásticas, como la misma Iglesia, resisten los envites del secularismo y de la misma falta de vocaciones en la medida en que, día a día, desde una confianza total, cultivan las piedras nobles de los valores evangélicos, reforzándolas con la rica argamasa de la oración y la oblación, de la confianza ilimitada y del gozo desbordante que nos proporciona el Espíritu del Resucitado.
Fr. Clemente de la Serna González. OSB
Abad de Santo Domingo de Silos