aticano, 19/12/05 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los miembros de la Comisión Teológica Internacional el de diciembre de 2005.
Reverendísimo presidente;
excelencias;
ilustres profesores;
queridos colaboradores:
Me alegra acogeros en este encuentro familiar, que despierta en mí el recuerdo de una colaboración prolongada y profunda con muchos de vosotros. Fui nombrado miembro de la Comisión teológica internacional en 1969 y luego, desde 1982, fui su presidente. Ante todo, deseo expresar mi sincero agradecimiento por las palabras de saludo que me ha dirigido el arzobispo monseñor Levada, que participa por primera vez en calidad de presidente en una sesión de la Comisión teológica internacional. Le expreso mis mejores deseos y le aseguro mi oración para que la luz y la fuerza del Espíritu lo acompañen en la realización de la tarea que se le ha encomendado.
Con la sesión plenaria que se está celebrando en estos días prosiguen los trabajos del séptimo "quinquenio" de la Comisión, iniciados el año pasado, cuando yo era aún su presidente. Aprovecho de buen grado la ocasión para animaros a cada uno de vosotros a continuar la reflexión sobre los temas elegidos para el estudio en los próximos años.
El recordado Papa Juan Pablo II, al recibir a los miembros el 7 de octubre del año pasado, había destacado la gran importancia de dos temas que son actualmente objeto de estudio: el de la suerte de los niños muertos sin el bautismo en el contexto de la voluntad salvífica universal de Dios, de la mediación única de Jesucristo y de la sacramentalidad de la Iglesia, y el de la ley moral natural.
Este último tema es de especial relevancia para comprender el fundamento de los derechos arraigados en la naturaleza de la persona y, como tales, derivados de la voluntad misma de Dios creador. Anteriores a cualquier ley positiva de los Estados, son universales, inviolables e inalienables; y, por tanto, todos deben reconocerlos como tales, especialmente las autoridades civiles, llamadas a promover y garantizar su respeto.
Aunque en la cultura actual parece haberse perdido el concepto de "naturaleza humana", es un hecho que los derechos humanos no se pueden comprender sin presuponer que el hombre, en su mismo ser, es portador de valores y de normas que hay que descubrir y reafirmar, y no inventar o imponer de modo subjetivo y arbitrario.
En este punto, es de gran importancia el diálogo con el mundo laico: debe mostrarse con evidencia que la negación de un fundamento ontológico de los valores esenciales de la vida humana desemboca inevitablemente en el positivismo y hace que el derecho dependa de las corrientes de pensamiento dominantes en una sociedad, pervirtiendo así el derecho en un instrumento del poder en vez de subordinar el poder al derecho.
No menor importancia reviste el tercer tema, determinado durante la sesión plenaria del año pasado, es decir, el estatuto y el método de la teología católica. La teología no puede menos de nacer de la obediencia al impulso de la verdad y del amor que desea conocer cada vez mejor a aquel que ama, en este caso a Dios mismo, cuya bondad hemos reconocido en el acto de fe (cf. Donum veritatis, 7). Conocemos a Dios porque él, en su infinita bondad, se dio a conocer en la creación y sobre todo en su Hijo unigénito, que se hizo hombre por nosotros, y murió y resucitó por nuestra salvación.
En consecuencia, la revelación de Cristo es el principio normativo fundamental para la teología. Esta se ejerce siempre en la Iglesia y para la Iglesia, Cuerpo de Cristo, único sujeto con Cristo, y así también con fidelidad a la Tradición apostólica.
Por tanto, la actividad del teólogo debe realizarse en comunión con la voz viva de la Iglesia, es decir, con el magisterio vivo de la Iglesia y bajo su autoridad. Considerar la teología como un asunto privado del teólogo significa desconocer su misma naturaleza.
Sólo dentro de la comunidad eclesial, en comunión con los legítimos pastores de la Iglesia, tiene sentido la actividad teológica, que ciertamente requiere competencia científica, pero también y sobre todo el espíritu de fe y la humildad de quien sabe que el Dios vivo y verdadero, objeto de su reflexión, supera infinitamente la capacidad humana.
Sólo con la oración y la contemplación se puede adquirir el sentido de Dios y la docilidad a la acción del Espíritu Santo, que darán fecundidad a la investigación teológica para el bien de toda la Iglesia y, podríamos decir, para toda la humanidad.
Aquí se podría objetar: una teología definida así, ¿sigue siendo ciencia y está de acuerdo con nuestra razón y su libertad? Sí; racionalidad, cientificidad y pensar en la comunión de la Iglesia no sólo no se excluyen, sino que van juntas. El Espíritu Santo introduce a la Iglesia en la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13), la Iglesia está al servicio de la verdad y su guía es educación en la verdad.
Deseando que vuestras jornadas de estudio estén animadas por la comunión fraterna en la búsqueda de la Verdad que la Iglesia quiere anunciar a todos los hombres, suplico a María santísima, Sede de la Sabiduría, que guíe vuestros pasos en la alegría y en la esperanza cristiana. Con estos sentimientos, a la vez que os renuevo a todos la expresión de mi estima y de mi confianza, os imparto de corazón la bendición apostólica.