OMA, miércoles, 8 marzo 2006 (ZENIT.org).- Cuando el obispo vicario del Papa para la diócesis de Roma, el cardenal Camillo Ruini, presidió el funeral por el padre Andrea Santoro --asesinado el 5 de febrero en Turquía--, no dudó en desvelar el itinerario vocacional que el sacerdote había recorrido hasta su martirio.
Ante los miles de fieles que llenaron la Basílica de San Juan de Letrán el 10 de febrero, la homilía que pronunció el purpurado explicaba el sentido de la muerte del padre Andrea y apuntaba las claves para entender los motivos de su presencia en esas tierras, que también pocos días antes de morir el propio sacerdote plasmó en una carta a sus amigos (Zenit, 7 marzo 2006).
La muerte sorprendió al padre Andrea cuando, después de celebrar la Eucaristía, mientras oraba en su iglesia de Santa María, en Trebisonda (localidad turca del Mar Negro), recibió dos disparos por la espalda procedentes de un joven de 16 años que gritó «Alá es grande»; el presunto agresor reconoció haber actuado movido por la rabia suscitada tras la publicación en prensa occidental de las viñetas sobre Mahoma.
Don Andrea tenía 60 años.
Cuando en las exequias del sacerdote el cardenal Ruini anunció la apertura de su proceso de beatificación y relató el testimonio de su madre, fuertes aplausos resonaron en San Juan de Letrán. Publicamos íntegramente la homilía que pronuncio el purpurado.
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Celebramos la Misa de sufragio por un sacerdote romano, Don Andrea Santoro. Uno de los muchos, porque esta diócesis tiene cerca de 900 sacerdotes y cada año algunos de ellos regresan al Señor. Sin embargo esta Basílica está extraordinariamente llena, y todos sabemos el porqué. Don Andrea tenía 60 años, era originario de Priverno, pero como sacerdote era totalmente romano: nacido en una familia profundamente cristiana, se había formado en el Seminario Romano Menor y después en el Mayor. Pasó a ser sacerdote hace 35 años, el 18 de octubre de 1970. Después recorrió las etapas habituales de la vida y del ministerio de un sacerdote romano: vicario parroquial en la parroquia de los Santos Marcelino y Pedro en Casilino, y después en la de la Transfiguración. A continuación párroco de la parroquia de Jesús de Nazaret y finalmente de la de los Santos Fabián y Venancio, hasta el Año Santo 2000. Y sin embargo desde hacía muchos años Don Andrea manifestada una extraña inquietud, que podía parecer una inestabilidad de carácter. Pidió de hecho a veces, y con fuerte insistencia, primero al cardenal Poletti y después a mí, poder dejar Roma para dedicarse a experiencias nuevas y distintas, pero siempre centradas en la búsqueda de la proximidad a Cristo y sobre la oración. Así, ya en 1980 pasó un período en Jerusalén y también en 1993-94 transcurrió un año sabático, guiando varias peregrinaciones de la Obra Romana con meta en Tierra Santa y en general en Oriente Medio.
Pero su propio camino, su llamada específica y definitiva Don Andrea la identificó con certeza sólo en edad madura, a través de las experiencias de las peregrinaciones que seguía guiando en Oriente Medio y la afectuosa insistencia del entonces Vicario Apostólico de Anatolia, la parte oriental de Turquía, monseñor Ruggero Franceschini, quien le quería junto a sí, como sacerdote «fidei donum», don de la fe, enviado por Roma a hacer presente a Cristo en aquellas tierras donde la fe cristiana había echado al principio raíces robustas y fecundas, llegando desde allí pronto hasta Roma. Precisamente éste era el ánimo y el espíritu con el que Don Andrea pidió ir a Anatolia: deseaba ser una presencia creyente y amiga, favorecer un intercambio de dones, ante todo espirituales, entre Oriente y Roma, entre cristianos, judíos y musulmanes.
Al principio su petición de partir hacia Anatolia me dejó perplejo y hallé en mí cierta resistencia: sentía privar a Roma de un óptimo párroco y temía que Don Andrea, hombre lleno de iniciativas, no soportara mucho tiempo una situación que no consentía en cambio muchos márgenes de actuación ni una riqueza de relaciones. Además, Don Andrea ignoraba por completo la lengua turca. Pero era un hombre tenaz al pedir, cuando consideraba que tenía que corresponder a una llamada del Señor. Así partió, y recuerdo la insistencia con la que, entonces, y muchas veces después, me pedía confirmación de que él no iba por propia voluntad y en su propio nombre, sino en nombre y por mandato de la Iglesia de Roma. Sí, porque Don Andrea era, instintivamente, un hombre de Iglesia; no concebía poder pertenecer a Cristo sin pertenecer a la Iglesia.
Empezó así, en 2000, su estancia en Anatolia, en un primer momento en Urfa, cerca de la localidad bíblica de Harran, la tierra de origen del Patriarca Abraham: en Urfa Don Andrea era íntimamente feliz, aún en la soledad en la que vivía y en las grandes dificultades del aprendizaje de la nueva lengua. Sentía, de hecho, que se cumplían misteriosamente en él mismo las palabras de la llamada de Abraham, que frecuentemente repetía: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12,1). Pero después de tres años se le abría una posibilidad nueva; podría tener aunque fuera una pequeña comunidad cristiana y una iglesia que reabrir y restaurar. Se encaminaba entonces a Trebisonda –Trabzon, en turco— con alegría y confianza, y allí seguía orando y buscando hacer el bien, en el respeto de las leyes locales, hasta el domingo pasado, hasta ese fin imprevisto que todo el mundo conoce, pero del cual, en la perspectiva de Don Andrea, no es importante profundizar en los detalles. Debemos sólo rechazar con indignación las acusaciones absurdas y calumniosas respecto a medios no lícitos para obtener conversiones, excluidas de raíz de su rigurosa conciencia de cristiano y de sacerdote.
Desearía detenerme más bien en la verdadera sustancia de su vida y de su misión, que es también el significado y la enseñanza de su muerte. Don Andrea se tomó tremendamente en serio a Jesucristo y, como hombre tenaz, riguroso, hasta testarudo que era, buscó con todas sus fuerzas moverse siempre y rigurosamente en la lógica de Cristo, y antes de esto confiarse a Cristo en la oración, sin presumir ciertamente de las propias fuerzas humanas. Para él, por lo tanto, valen en verdad las palabras que el Apóstol Pablo dijo de sí mismo: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1, 21).
Por esto Don Andrea fue, inseparablemente, hombre de fe y testigo del amor cristiano. Hombre de fe, ante todo: en los muchos años de su ministerio de sacerdote en Roma no se cansaba de buscar personas a las que conducir, o reconducir, al encuentro con el Señor. Le impulsaba la certeza profunda de que Jesucristo es el Hijo unigénito de Dios y nuestro único Salvador: una certeza que sostenía su vida y le pedía imperiosamente conformarse a Cristo en todas las elecciones y comportamientos cotidianos. Por ello Don Andrea vivía pobremente, era exigente consigo mismo, y no raramente también con los demás. Pero sus exigencias estaban dictadas por el amor, nacían de la caridad de Cristo que ardía en él y que a veces parecía hacerle olvidar un poco el sentido de la medida.
En el centro de sus comportamientos estaba de hecho una sencilla convicción: Jesucristo dio por todos su vida en la cruz, y por lo tanto un discípulo de Cristo, y más si es un sacerdote, debe a su vez amar a todos y gastarse por todos, sin distinción. Como escribe el Apóstol Pablo, «el amor de Cristo nos apremia al pensar que uno murió por todos» (2 Co 5, 14). Así, tal vez, podemos comprender con mayor profundidad su elección de ir a vivir y a desarrollar su ministerio en Turquía, más aún, en la parte para nosotros más remota de Turquía. Don Andrea era un hombre de inteligencia penetrante, y en caso necesario también muy concreto. Sabía bien que en aquella tierra y entre esas poblaciones su impulso apostólico tendría que aceptar muchísimas limitaciones, y de hecho, serenamente, las había aceptado e interiorizado. Estaba convencido, en efecto, de que una presencia de oración y de testimonio de vida hablaría por sí sola, sería signo eficaz de Jesucristo y fermento de amor y reconciliación.
Su final violento podría llevar a la conclusión de que se hacía ilusiones. Pero él, un final así, con seguridad lo había tenido en cuenta, lo había considerado como una posibilidad concreta: muchas palabras suyas, y tal vez con mayor razón algunos de sus silencios, nos hacen seguros de esto; también soy testigo de ello. El hecho es que Don Andrea creía hasta el fondo en las palabras de Jesús que hemos oído en el Evangelio de esta Misa: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo, pero si muere, da mucho fruto» [Jn 12, 24. Ndt]. En realidad Don Andrea era un hombre a quien valor no le faltaba, un hombre bastante lúcido y animoso para afrontar día tras día, inerme, el riesgo de la vida. El suyo, de hecho, era un valor cristiano, ese típico valor del que los mártires han dado prueba a través de los siglos, en innumerables ocasiones: un valor que tiene su raíz en la unión con Jesucristo, en la fuerza que viene de Él, de manera tan misteriosa como verdadera y concreta.
De un valor análogo cada uno de nosotros tiene necesidad, si quiere afrontar como cristiano el camino de la vida. Y lo necesitamos todos juntos, si queremos, en la situación histórica actual, afirmar el derecho a la libertad de religión, madre de toda libertad, como válido en concreto en cualquier parte del mundo, de verdad sin discriminaciones.
Nosotros somos hoy, aún con todos nuestros defectos, infidelidades y pecados, los cristianos de Roma, y Don Andrea era verdaderamente un auténtico cristiano de Roma. Por ello nos viene bien escuchar las palabras de San Pablo a los Romanos, leídas en la segunda lectura: «Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús señor nuestro» [Rm 8, 38-39. Ndt]. Así también nosotros seremos ayudados a no ceder al miedo, recordando la advertencia de Jesús: «No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma: temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28).
He hecho hincapié en el valor de Don Andrea y en el significado del valor cristiano. Pero este valor no es para golpear ni matar, sino para amar y para construir, en concreto para construir la comprensión, la amistad y la paz allí donde con demasiada frecuencia reinan la intolerancia, el desprecio y el odio. Repito aquí las conmovidas palabras que pronunció el miércoles el Papa Benedicto, tras recordar la carta de Don Andrea que acababa de recibir: «Que el Señor... permita que el sacrificio de su vida contribuya a la causa del diálogo entre las religiones y de la paz entre los pueblos». Éste era ciertamente el ánimo con el que Don Andrea se había ido a vivir a Turquía y éste es el sentido que él quería dar a su eventual muerte violenta y prematura.
Con frecuencia se piensa que para cada hombre, en nuestro caso para Don Andrea, con la muerte todo ha acabado. Ya la Sabiduría del Antiguo Testamento, que hemos escuchado en la primera lectura, es de distinta opinión. Nos asegura que «las almas de los justos están en las manos de Dios» y «no les alcanzará tormento alguno. A los ojos de los insensatos... se tuvo por quebranto su salida», pero en cambio «su esperanza estaba llena de inmortalidad» [Sb 3, 1ss. Ndt]. Don Andrea estaba nutrido de esta certeza; es más, tenía una esperanza aún mayor: esa esperanza y esa certeza que Jesús mismo afirma en el Evangelio de esta Misa, cuando habla del grano de trigo que muriendo produce mucho fruto. Dice de hecho Jesús, refiriéndose a la propia muerte, ya inminente: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre». También Don Andrea, en unión con Jesús, puede decir estas palabras: su trágica muerte es, en realidad, su glorificación; no sólo la glorificación efímera que podemos atribuirle nosotros, sino la gloria eterna que sólo Dios puede dar. Permitidme, al respecto, expresar con franqueza mi convicción personal. Respetaremos plenamente, en el proceso de beatificación y canonización que tengo intención de abrir, todas las normas y los tiempos de la Iglesia, pero desde ahora estoy interiormente convencido de que en el sacrificio de Don Andrea se dan todos los elementos constitutivos del martirio cristiano.
Termino recordando con emoción las palabras pronunciadas por su madre, Maria Polselli, viuda de Santoro: «La madre de Don Andrea perdona de todo corazón a la persona que se armó para matar a su hijo y experimenta una gran pena por él, porque también es un hijo del único Dios, que es amor».
De la madre y hermanas de Don Andrea todos estamos cerca con el afecto, la gratitud y la oración. Ellas comparten hasta el fondo la fe de su hijo y hermano, y por ello saben que él, ahora, les es aún más próximo, en el misterio de Dios que es amor. De igual forma, Don Andrea permanece en el corazón de la Iglesia de Roma y esta Iglesia confía en su intercesión como en la de otros muchos hijos suyos que, antes que Don Andrea, derramaron su sangre por el Señor.