IUDAD DEL VATICANO, domingo, 16 abril 2006 (ZENIT.org).-
Con ocasión del primer aniversario de su elección al Sumo Pontificado, muchas personas elevarán a Dios su acción de gracias por los dones que Dios regala a su Iglesia a través de la persona y ministerio del Santo Padre. Podrían decir del pensamiento de Joseph Ratzinger lo que Benedicto XVI ha escrito refiriéndose a la música de Mozart: «Queda en mí últimamente un agradecimiento, porque él nos ha regalado todo esto, y un agradecimiento porque esto le haya sido regalado a él» [1].
Los dones dispensados por la divina Providencia a la persona de Joseph Ratzinger han redundado en bien de toda la Iglesia: primero, como profesor en las aulas universitarias alemanas; después, como arzobispo de la arquidiócesis de Munich-Frisinga y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF); finalmente, como Sumo Pontífice, principio visible de unidad y caridad de la Iglesia Universal a la que ilumina con la proclamación de la Palabra de Dios y con su rico Magisterio.
Una dimensión central de la espiritualidad y de la teología de Joseph Ratzinger es su carácter eclesial. Desde el día de su nacimiento y bautismo, el 16 de abril de 1927, la Iglesia católica ha sido la casa espiritual de Joseph Ratzinger. Se siente un miembro más de la familia de Dios, que es la Iglesia. Esa conciencia de vivir radicado en la fe de la Iglesia ilumina su vida, unifica su obra y constituye el espacio de su reflexión teológica y de su vida cristiana. Con la Iglesia, profesa, profundiza y vive la fe de la comunidad creyente; explica y practica su moral; celebra su culto.
En la Misa de inicio solemne del Pontificado en la plaza de San Pedro, Benedicto XVI pareció expresar esta conciencia eclesial de dos modos: ante todo, presentándose como miembro de una Iglesia viva, un miembro que se sabe acompañado en su misión por la oración de los fieles y por la multitud de santos dilatada por todos los tiempos y latitudes, algunos de los cuales habían sido invocados repetidamente en las letanías de los santos durante la procesión de ingreso: Tu illum adiuva. La expresó, también, al ofrecer «su programa» para el pontificado:
Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia (24-IV-2005).
Dios le ha encomendado una misión excelente. Cada fiel está llamado a dar su propio testimonio, a cumplir su personal misión al servicio de toda esta familia. Y, entre la multitud de testigos de la fe común que pueblan la historia y la geografía de la Iglesia, él, como Vicario de Cristo, ha recibido de Dios la misión de rendirle un particular testimonio. En la Basílica de San Juan de Letrán, durante su toma de posesión de la cátedra del Obispo de Roma, quiso ilustrar una dimensión específica de su testimonio petrino, simbolizada en la cátedra: la «potestas docendi».
Esta potestad de enseñanza asusta a muchos hombres, dentro y fuera de la Iglesia. Se preguntan si no constituye una amenaza para la libertad de conciencia, si no es una presunción contrapuesta a la libertad de pensamiento. No es así. El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato para servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia, implica un compromiso al servicio de la obediencia a la fe. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo (7-V-2005).
El servicio de la «potestas docendi» –y, análogamente, de la «potestas regendi» et santificandi»– que el Papa ejerce no se limita a la explicación fiel de la Palabra de Dios, sino que pasa primeramente por la obediencia a la fe de la Iglesia, porque, en su ministerio petrino de decidir y enseñar, el Papa está unido a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos y a las interpretaciones vinculantes surgidas a lo largo del camino peregrinante de la Iglesia. La potestad de enseñanza es, por lo tanto, una potestad de obediencia y un servicio a la verdad.
Esta conciencia de vivir profundamente radicado en la fe de la Iglesia constituye un hilo conductor de la vida y obra de Joseph Ratzinger, de inicio a fin. Él no comparte la opinión de quienes dividen su vida en dos etapas: en la primera, habría sido un teólogo progresista y, en la última, un obispo conservador.
La decisión fundamental de mi vida es una constante en mí, porque yo creo en Dios, en Cristo y en su Iglesia, y trato de vivir partiendo de este punto firme. Esta decisión se ha ido desarrollando a lo largo de mi vida y por eso creo que lo justo sea no congelarla en alguna de sus etapas. Los hombres cambian mucho con la edad y un hombre de setenta años no debe pretender vivir como uno de diecisiete, ni al contrario. Yo deseo permanecer fiel a lo que he conocido como esencial y, al mismo tiempo, estar abierto a las variaciones necesarias. Todo lo que rodea a un hombre también va variando y, por eso, de pronto, uno se encuentra colocado en otras coordenadas. El debate actual de la Iglesia es muy diferente del sostenido hace treinta años. Las circunstancias acaban por dar a lo que uno dice o hace un valor diferente. Que en mi vida se hayan dado cambios no lo discuto, pero mantengo firmemente que estos se han dado siempre en una sustancial identidad y que, precisamente mediante estos cambios, he permanecido fiel a lo que siempre me ha importado. En esto estoy de acuerdo con el Cardenal Newman cuando dice «vivir es cambiar y ha vivido mucho quien haya sido capaz de cambiar mucho» (ST [2] 134).
A lo largo de su vida ha escrito de temas muy variados porque los retos que afronta la Iglesia van cambiando. No obstante, lo esencial de su vida ha permanecido siempre inmutable: su relación personal con Cristo vivo, en una Iglesia viva, a quien se ha consagrado. Su lema episcopal Cooperatores veritatis expresaba esa voluntad de servicio en la comunión eclesial. Ha querido ser un cooperador que, en comunión con otros cooperadores de la verdad, aporte al servicio de la Iglesia la contribución de su experiencia y competencia teológica, primero, y el carisma del ministerio episcopal y petrino, después.
Su pasión por la verdad y su obediencia a la Iglesia lo hacen soberanamente libre. Como teólogo o pastor, no ha temido interpelar a algunos renombrados teólogos y reaccionar con vigor cuando ciertas críticas se dirigían a la fe de la Iglesia, al núcleo central de la doctrina. Se le ha escuchado decir: «la Iglesia es de Dios y no un campo de experimentación para los teólogos».
Yo no pretendo en modo alguno enfrentarme a los teólogos, porque es como luchar contra mí mismo. La teología es un oficio noble e importante y el trabajo realizado por un teólogo siempre es relevante. Lo cual implica también la crítica y ser críticos. Me opuse claramente, es cierto, a una teología que parecía haber perdido el norte, su unidad de medida, y que, por tanto, había dejado de cumplir debidamente su servicio. Para mí el punto decisivo es éste: nosotros estamos al servicio de la Iglesia y no decidimos qué es la Iglesia. En efecto, aquella frase: «ésta es su Iglesia, no la nuestra», significa exactamente para mí el punto nodal. Se trata de reconocer que nosotros no decidimos con nuestros razonamientos qué es la Iglesia, sino que creemos firmemente que Dios quiere su Iglesia y nosotros tratamos de comprender qué quiere Dios de ella para ponernos a su servicio (ST 92-93).
Concibe el servicio a la verdad, prestado en su calidad de teólogo y pastor, como un servicio personal porque se trata de proclamar la persona de Cristo, la Verdad que salva, a sus hermanos. En los últimos meses, como Sumo Pontífice, lo presta con el dignísimo título de Servus servorum Dei. El fin último de su ministerio a la Iglesia es Dios, porque se trata de servir a la Iglesia de Dios. En el centro de su teología están Dios y, subordinada a Él, la Iglesia.
Al inicio me fijé en el tema de la Iglesia, el cual ha seguido presente a lo largo de mi vida. Sin embargo, siempre me ha parecido importante –y cada vez más– que la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que su razón de ser es que nosotros podamos conocer y llegar a Dios. Diría que trato el tema de la Iglesia porque de ella nace una mirada hacia Dios. En ese sentido, Dios es el tema central de toda mi investigación (ST 74).
Su voluntad de servicio a la verdad lo lleva a ahondar en las fuentes de la fe y a no pretender «originalidades». O, mejor dicho, la «originalidad» de Joseph Ratzinger está en nutrirse de las fuentes originarias. Así como su «autoridad» episcopal y papal tienen su origen en la institución divina, asimismo su «autoridad» teológica procede del origen divino de la Revelación que alimenta su reflexión y del magisterio eclesial que interpreta esa divina Revelación. Esta originalidad y autoridad animan y dan frescura a una teología viva, capaz de dialogar con el hombre de hoy.
No he tratado de crear un sistema propio o una particular teología. Quizá lo específico de mi trabajo podría consistir en que me propongo pensar con la fe de la Iglesia y eso significa sobre todo pensar junto con los grandes pensadores de la fe. No hago una teología aislada, concebida sólo por mí, sino una teología abierta lo más posible dentro del camino común del pensamiento de la fe. Por eso he dado especial importancia a la exégesis. No logro imaginarme una teología puramente filosófica. El punto de partida es el Verbo: creer en la Palabra de Dios, tratar de conocerla y entenderla, para después reflexionar junto a los grandes maestros de la fe. Por eso mi teología tiene cierto carácter bíblico y también un carácter que le deriva de los Padres, sobre todo, de Agustín. Pero, como es natural, procuro no quedarme en la Iglesia primitiva; trato de subrayar los aspectos más relevantes del pensamiento del pasado y, a la vez, de entablar un diálogo con el pensamiento contemporáneo (ST 74-75).
En su obra teológica más difundida, «Introducción al cristianismo» (1968), comentó el Símbolo de los Apóstoles porque, en los agitados años que siguieron inmediatamente al Concilio, veía cuestionada o rechazada la raíz que, hasta entonces, había dado vida a la Iglesia y a la teología. El cristianismo, decía, no es un relato de meros hechos históricos, ni una ideología revolucionaria; es la propuesta de una revelación divina a la que se responde con la fe, que vivida en la Iglesia se articula en expresiones normativas (dogmas). La teología es, precisamente, la inteligencia de esa fe.
El teólogo Joseph Ratzinger ha subrayado que en el concepto de revelación está implicado el receptor que la acoge en la fe. En su trabajo post-doctoral de habilitación para la libre docencia, quiso mostrar que del concepto de revelación toma siempre parte el sujeto receptor: «donde nadie percibe la revelación, allí no se ha producido precisamente ninguna revelación porque allí nada se ha desvelado. La idea misma de revelación implica un alguien que entre en su posesión» (MV [3] 84). Este sujeto receptor es, ante todo, la Iglesia misma; y, en ella, cada creyente. En este concepto se percibe el influjo de un gran maestro: Romano Guardini, quien, durante sus años de estudios teológicos en Munich, enseñaba en la facultad de Filosofía. Este autor comunicaba una mirada nueva y esa conciencia eclesial imprescindibles para descubrir lo esencial de la fe, de la teología y de la Iglesia.
Frente al individualismo kantiano de una razón seccionada de la totalidad de la experiencia humana y cercenada por la duda que cierra el paso a una confiada abertura al Misterio, y frente a una actitud modernista que aislaba al individuo de la comunidad eclesial que nos enraíza en la objetividad de la revelación divina, Guardini descubrió la fe como la respuesta humana a la revelación divina, hecha posible por ésta creando el fundamento de aquélla. Tanto el destinatario de la revelación como el sujeto de la fe es la persona en cuanto miembro de Iglesia, que por ello, en cuanto tal comunidad, personalmente constituida e institucionalmente suscitada por Dios, es el sujeto primordial tanto de la recepción de la palabra de Dios para el hombre como de la respuesta y acción litúrgica ante Dios [4] .
Viviendo y pensando en la fe de la Iglesia, Ratzinger maduró su propia aportación a la teología. De la que considera su «obra más elaborada y cuidada», el libro Escatología (1977), ha dicho:
Intenté, ante todo, repensar nuevamente mi dogmática según la línea del Concilio, retomando de manera todavía más profunda las fuentes y teniendo muy presente la producción más reciente. Maduré, por tanto, una visión total que se nutría de las múltiples experiencias y conocimientos que mi camino teológico me había puesto enfrente. Gusté la alegría de poder decir algo mío, nuevo y, al mismo tiempo, plenamente inscrito en la fe de la Iglesia (MV 126).
La dimensión eclesial de su teología está animada por una viva solicitud pastoral, que se expresa no en escritos triviales o ramplones, sino en la seriedad y rigor de sus estudios y en la claridad de su palabra. Con ocasión de sus cincuenta años de sacerdocio, Juan Pablo II le decía en una carta:
El fin al que, desde los primeros años de sacerdocio, se ha dirigido es servir a la Verdad, tratando de conocerla siempre más a fondo y de darla a conocer siempre más ampliamente. Fue precisamente este anhelo pastoral, constantemente presente en su actividad académica, lo que indujo al Papa Pablo VI de v. m. a elevarle a la dignidad episcopal (20-VI-2001).
Después de un primer año de sacerdocio entregado a la pastoral parroquial, sufrió al tener que dejarla para dedicarse al estudio y a la enseñanza. Más tarde, al recibir el nombramiento episcopal, le costó dejar la investigación y la docencia universitarias, porque pensaba que en ese momento comenzaba a aportar algo novedoso a la explicación de la fe. En cada etapa de su vida ha sabido descubrir el específico servicio pastoral que Dios le pedía. Su habitual celo por el bien de sus hermanos y su posición al frente de la CDF dieron a su condición de teólogo una dimensión más pastoral. El trabajo en la CDF le ha permitido comprender, estudiando diariamente los informes que llegaban a su mesa desde todo el mundo, en qué consiste la preocupación por la Iglesia universal.
Desde mi silla, bien incómoda (pero que al menos me permite ver el cuadro general), me he dado cuenta de que determinada «contestación» de ciertos teólogos lleva el sello de las mentalidades típicas de la burguesía opulenta de Occidente. La realidad de la Iglesia concreta, del humilde pueblo de Dios, es bien diferente de como se la imaginan en esos laboratorios donde se destila la utopía (IF [5] 24).
El servicio a la fe de este «humilde pueblo de Dios», presente en toda su producción teológica, se puso más de relieve durante su años al frente de la CDF.
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Joseph Ratzinger vive hondamente el misterio de la Iglesia ad intra y la misión de la Iglesia ad extra. En este año las dos dimensiones podrían representarse en las dos imágenes que podrían resumir los primeros meses de pontificado de Benedicto XVI. La primera: el Papa de rodillas ante Cristo Eucaristía, en silencio adorante, acompañado de la comunidad de fieles: el día del Corpus Christi, sobre el papamóvil en procesión con sus nuevos fieles diocesanos; en Colonia, con un millón de jóvenes; en la plaza de san Pedro, con cien mil niños de primera comunión; el 17 de octubre, con los 250 obispos reunidos en Roma para el Sínodo. La segunda: el Papa, en pie, con los brazos abiertos hacia la multitud que representa al mundo, como ese abrazo inmenso, en Colonia, al millón de jóvenes reunidos para la vigilia de oración. La caridad cristiana une estas dos imágenes porque, como dice en la encíclica Deus caritas est, el amor es el nexo profundo entre la adoración eucarística y la misión, entre el recogimiento orante y el servicio fraterno, entre la identidad católica y el diálogo con el mundo, entre la Iglesia ad intra y la Iglesia ad extra. Así sucede en su ministerio papal: «La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado» (20-IV-2005). Ese es, también, el mensaje esencial entregado a los jóvenes en Colonia: el cristianismo como encuentro con Cristo que se profundiza en la adoración eucarística y que se dilata en el encuentro con los hermanos. En esa profundidad y dilatación nace y explota la «revolución de Dios», la revolución del amor que llevará a la verdadera reforma de la Iglesia y a un renovado ardor misionero.
Estas dos dimensiones corresponden también a la experiencia teológica madurada durante el Concilio Vaticano II. Juan XXIII, al convocarlo, había dado una orientación general, dejando a los Padres conciliares un espacio casi ilimitado para su configuración concreta. El consenso tácito era que la Iglesia constituía el tema principal de la Asamblea conciliar: «Los cardenales Montini y Suenens trazaron planes para un planteamiento teológico de vasto alcance de las labores conciliares, en el que el tema ‘Iglesia’ debía ser articulado en las cuestiones ‘Iglesia hacia dentro’ e ‘Iglesia hacia fuera’» (MV 99). El Concilio quería abrir la Iglesia al mundo, con la conciencia de que esta apertura y diálogo con el mundo (ad extra) sólo es posible sobre la base de una identidad indiscutida (ad intra). «Podemos y debemos ‘abrirnos’, pero sólo cuando estemos verdaderamente seguros de nuestras propias convicciones. La identidad firme es condición de la apertura. Así lo entendían los Papas y los Padres conciliares» (IF 42), aunque, después del Concilio muchos católicos se hayan abierto sin filtros ni freno al mundo y a su cultura, a la vez que se interrogaban sobre las bases mismas del depositum fidei.
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En la apertura y en el diálogo con las culturas y religiones del mundo, la Iglesia no pierde su identidad. En estos temas de frontera, algunos teólogos o fieles pueden encontrar mayores dificultades para reconocer que, en la Iglesia, las decisiones de fondo siguen siendo válidas, aunque las formas de su aplicación a contextos nuevos puedan cambiar. En la parte final de su discurso de análisis del año dirigido a la Curia, el Papa Benedicto XVI ha iluminado este aspecto al tratar, en la parte final, la nueva relación entre el cristianismo y el mundo moderno que el Concilio Vaticano II ha querido impulsar. El Concilio Vaticano II, «con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos» (22-XII-2005).
En el Concilio fue necesario aprender algo que no todos lograban captar, porque escapa fácilmente a la primera percepción. En los sectores donde se daba esta apertura de la Iglesia al mundo podía emerger una cierta forma de discontinuidad. Ahora bien, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resulta claro que no se ha abandonado la continuidad en los principios. Precisamente, porque las decisiones y principios de fondo siguen siendo válidas y deben mantenerse, las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden, y en ocasiones deben, cambiar. La verdadera reforma consiste en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles. Las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes necesariamente deben ser contingentes también ellas, porque se refieren a realidades en sí mismas mudables. «Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro. En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios» (22-XII-2005).
El «sí» fundamental de la Iglesia a la edad moderna, su «apertura al mundo», no está exenta de dificultades, porque la misma edad moderna vive profundas tensiones y contradicciones interiores y porque no debe subestimarse la fragilidad de la naturaleza humana que, en todos los períodos de la historia y en toda situación histórica, es una amenaza para el camino del hombre. La Iglesia, como el Evangelio que anuncia, sigue siendo signo de contradicción. El Concilio en su apertura al mundo sólo ha querido eliminar las contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al hombre actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. La Iglesia más «abierta al mundo» después del Concilio será, si cabe, más «signo de contradicción», porque el mundo seguirá rebelándose a la proclamación de la verdad que lo puede salvar. Esta misma apertura permitirá a la Iglesia descubrir su rostro menos triunfalista y más misionero; y, también, su conciencia de pertenecer a una minoría y su capacidad de oponerse a las tendencias negativas de la cultura actual.