IUDAD DEL VATICANO, domingo, 30 abril 2006 (ZENIT.org) -
En el tiempo pascual, la liturgia nos ofrece numerosos estímulos para fortalecer nuestra fe en Cristo resucitado. En este tercer Domingo de Pascua, por ejemplo, san Lucas cuenta que los dos discípulos de Emaús, después de haberle reconocido «al partir el pan», se fueron llenos de alegría a Jerusalén para informar a los demás de lo que les había sucedido. Y precisamente, mientras estaban hablando, el mismo Señor se hizo presente mostrando las manos y los pies con los signos de la pasión.
Ante la sorpresa incrédula de los apóstoles, Jesús pidió que le dieran pescado asado y lo comió ante ellos (Cf. Lucas 24, 35-43). En ésta y en otras narraciones se constata una continua invitación a vencer la incredulidad y a creer en la resurrección de Cristo, pues los discípulos están llamados a ser testigos precisamente de este acontecimiento extraordinario. La resurrección de Cristo es el dato central del cristianismo, verdad fundamental que hay que reafirmar con vigor en todo tiempo, pues negarla de diferentes maneras como se ha tratado y se sigue tratando de hacer o transformarla en un acontecimiento meramente espiritual es hacer vana nuestra misma fe. «Si no resucitó Cristo --afirma Pablo--, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe» (1 Corintios 15, 14).
En los días que siguieron a la resurrección del Señor, los apóstoles permanecieron reunidos, confortados por la presencia de María, y después de la Ascensión, perseveraron junto a ella en oración esperando Pentecostés. La Virgen fue para ellos madre y maestra, papel que sigue desempeñando con los cristianos de todos los tiempos. Cada año, en el tiempo pascual, vivimos más intensamente esta experiencia y quizá precisamente por este motivo la tradición popular ha consagrado a María el mes de mayo, que normalmente cae entre Pascua y Pentecostés.
Por tanto, este mes que comenzamos mañana, nos ayuda a redescubrir el papel maternal que ella desempeña en nuestra vida para que seamos siempre discípulos dóciles y testigos valientes del Señor resucitado.
Encomendamos a María las necesidades de la Iglesia y de todo el mundo, especialmente en este momento marcado por no pocas sombras. Invocando también la intercesión de san José, a quien recordaremos particularmente mañana, pensando en el mundo del trabajo, nos dirigimos a ella con la oración del «Regina Caeli», oración que nos permite gustar la alegría confortante de la presencia de Cristo resucitado.
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