UEVA YORK, 29 abril 2006 (ZENIT)
Todos los que trabajamos en las Naciones Unidas, en lo que se ha convertido el hogar de los derechos humanos gracias a la Declaración Universal de Derechos Humanos, a menudo debatimos cómo enfrentarnos a la cuestión de la violación más vergonzosa, intolerable y grave del derecho humano más fundamental de todos: el derecho a la vida, como se manifiesta en el fenómeno del genocidio. Pero, cuando llegamos al testimonio de los testigos de tal tragedia, el tono del encuentro se convierte en especialmente apremiante. Quisiera por ello agradecer a nuestros miembros del jurado por lo que acaban de compartir con nosotros.
No hace una semana, en este mismo lugar, celebramos un acontecimiento similar para recordar la memoria y las lecciones de dos genocidios atroces del pasado siglo. En aquella ocasión, alguien comentó: parece que nuestro «Nunca jamás» se ha convertido en «Siempre otra vez». Aunque puede que fuera apropiado, creo que fue un comentario extremadamente triste, incluso un tanto cínico.
Pero debemos admitir que, en ocasiones, resulta difícil no compartir tal afirmación. Si la negación es la piedra de Sísifo que rueda colina abajo con dramáticos acontecimientos una y otra vez, entonces puede que nuestra indiferencia sea el peor elemento de todos, sin hacer nada con una carencia de voluntad política.
En respuesta en parte a esto, las palabras «Nunca, jamás, seas un espectador» fueron con razón proclamadas en la primera Conferencia del Foro de Estocolmo. El Foro de Estocolmo fue el instrumento que puso en movimiento un nuevo mecanismo dentro del sistema de las Naciones Unidas, con la recogida de información sobre las violaciones masivas de derechos humanos; informando al Consejo de Seguridad de la previsión del peligro de genocidio; haciendo recomendaciones; y respaldando la cooperación entre el Consejo de Seguridad y el secretario-general sobre temas relacionados con el genocidio. Se designó y continúa trabajando un consejero especial del secretario general que coordinara estas cuatro tareas.
El largo debate sobre la reforma de las Naciones Unidas, llevado a cabo en la cumbre mundial de septiembre, elaboró, y posteriormente incorporó al mismo documento de la cumbre mundial, los parámetros éticos y jurídicos que la conciencia y sensibilidad moderna han desarrollado sobre este tema concreto. Destacaba la responsabilidad de la protección como esencial a la razón de ser de cualquier estado. Esta idea lleva a que la soberanía del estado se trate como una responsabilidad y no sólo como un derecho, y que un estado interpreta y ejercita su soberanía propiamente cuando está preparado y dispuesto a ejercitar su responsabilidad de cara a sus ciudadanos y a la comunidad internacional.
Tradicionalmente siempre se ha dado por supuesto que todo estado tiene la responsabilidad primaria de proteger a su propia población contra crímenes o desastres llevados a cabo por el hombre, como el genocidio, las hambrunas forzadas o las violaciones de derechos humanos. Más recientemente, este concepto se ha ampliado gracias a un consenso creciente según el cual, cuando un determinado país no puede o no quiere intervenir para proteger a su población, la comunidad internacional representada por las Naciones Unidas no sólo tiene el derecho sino el deber de intervenir. Actualmente, esto significa que la intervención está en mano del Consejo de Seguridad; o quizá sería más apropiado decir que está en manos de la voluntad política de los estados.
La voluntad política también se apoya en la sociedad civil – en ti y en mí.
Trágicamente, el genocidio es todavía una amenaza en determinadas regiones del mundo, donde sus causas e indicadores no siempre son fáciles de identificar. Está latente en lugares donde eliminar a la oposición se considera un «arreglo rápido» para acabar con las rivalidades y los conflictos sin resolver; donde se mantienen o justifican por ideologías relaciones entre grupos claramente injustas; donde, bajo la superficie de un orden aparente, el rescoldo del odio todavía arde por la falta de perdón y reconciliación mutuas; donde se obstaculiza la aceptación de los errores pasados y la «purificación de la memoria» por miedo a enfrentar la realidad histórica. Y estas no son sólo señales de advertencia de una amenaza inminente de genocidio: me aventuraría a sugerir que también son factores identificables para dar argumentos al terrorismo.
Esperemos que, a través de un conocimiento creciente de los acontecimientos lejanos y cercanos, el conjunto de la sociedad civil pueda fomentar la necesaria voluntad política que reúna las fuerzas de la buena voluntad. Así la realidad que está detrás de las palabras «Nunca Jamás» pueda finalmente ver la luz de día, más pronto que tarde.