ASTEL GANDOLFO, domingo, 17 septiembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI este domingo en la residencia pontificia del Castel Gandolfo al rezar el Ángelus.
Queridos hermanos y hermanas:
El viaje apostólico a Baviera, que realicé en los días pasados, ha sido una intensa experiencia espiritual en la que se han entrecruzado recuerdos personales, ligados a lugares que para mí son sumamente familiares, y perspectivas pastorales para un eficaz anuncio del Evangelio en nuestro tiempo. Doy gracias a Dios por los consuelos interiores que me ha permitido vivir y expreso mi reconocimiento al mismo tiempo a todos los que han trabajado activamente por el éxito de mi visita pastoral. Como es costumbre, hablaré de ella más ampliamente durante la audiencia general del miércoles próximo.
En este momento sólo deseo añadir que me siento muy apenado por las reacciones suscitadas por un breve pasaje de mi discurso en la Universidad de Ratisbona, considerado ofensivo para la sensibilidad de los creyentes musulmanes, mientras que en realidad se trataba de una cita de un texto medieval, que no expresa de ninguna manera mi pensamiento personal. Por este motivo, ayer el señor cardenal secretario de Estado hizo pública una declaración en la que explicaba el auténtico significado de mis palabras. Espero que esto sirva para calmar los ánimos y para aclarar el verdadero significado de mi discurso, que en su totalidad era una invitación al diálogo franco y sincero, con gran respeto recíproco.
Ahora, antes de la oración mariana, deseo reflexionar sobre dos recientes e importantes festividades litúrgicas: la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, celebrada el 14 de septiembre, y la memoria de la Virgen de los Dolores, celebrada el día después. Estas dos celebraciones litúrgicas pueden resumir de una manera visual en la tradicional imagen de la Crucifixión, que representa a la Virgen María a los pies de la Cruz, según la descripción del Evangelista Juan, el único apóstol que permaneció junto a Jesús en la hora de su muerte.
Pero, ¿qué sentido tiene «exaltar» la Cruz? ¿No es quizá escandaloso venerar un patíbulo infamante? El apóstol Pablo dice: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Corintios 1,23). Los cristianos, sin embargo, no exaltan una cruz cualquiera, sino a esa Cruz que Jesús santificó con su sacrificio, fruto y testimonio de amor inmenso. Cristo, en la Cruz, derramó toda su sangre para liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. Por este motivo, la Cruz se transformó de signo de maldición en signo de bendición, de símbolo de muerte en símbolo por excelencia del Amor que es capaz de vencer al odio y a la violencia y que genera la vida inmortal. «O Crux, ave spes unica! Oh Cruz, esperanza única», canta la liturgia.
El evangelista escribe: al pie de la Cruz estaba María (Cf. Juan 19, 25-27). Su dolor forma una sola cosa con el dolor del Hijo. Es un dolor lleno de fe y de amor. La Virgen en el Calvario participa en la potencia salvífica del dolor de Cristo, uniendo su «fiat» con el del Hijo.
Queridos hermanos y hermanas: espiritualmente unidos a la Virgen de los Dolores, renovemos también nosotros nuestro «sí» a Dios, que escogió el camino de la Cruz para salvarnos. Se trata de un gran misterio que todavía tiene lugar hasta el fin del mundo y que exige también nuestra colaboración. Nos ayude María a tomar cada día nuestra cruz y a seguir fielmente a Jesús por el camino de la obediencia, del sacrificio y del amor.