ARCELONA, sábado, 9 diciembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la carta a los médicos católicos de todo el mundo sobre «La relación del médico con la moral», escrita por el doctor José María Simón, presidente de la Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (F.I.A.M.C.)
Distinguidos colegas:
La relación del médico con el moralista no ha sido siempre fácil. Numerosos compañeros de distintos países piden algunas reflexiones para ayudarles a ejercer la profesión médica con seguridad moral. Uno de los requisitos de esta seguridad moral es la consulta frecuente con expertos para iluminar la conciencia profesional. Ésta, para ser eficazmente humana, debe estar bien formada y correctamente informada y debe ser frecuentemente afinada en su búsqueda permanente de la verdad. En los últimos tiempos, dada la naturaleza de las respuestas de los expertos, es bueno hacer algunas precisiones sobre la calidad y el alcance de las mismas.
LA LEY NATURAL EXISTE
La ley natural es la capacidad de la recta razón humana para conocer y adherirse a la verdad. Hay que decir que ningún profesional como el médico palpa tanto la existencia de esta ley.
Aunque la ley natural no coincide con la ley biológica, sabemos perfectamente que si minusvaloramos la fisiología humana, por ejemplo, nuestros pacientes irán mal. Nadie puede, por ejemplo, comer piedras sin transgredir las leyes de nuestro cuerpo y, por tanto, enfermar. Esto nos puede ayudar a comprender que hay también una ley que nos ayuda a valorar la dignidad humana. Todos «sabemos» que matar a un ser humano inocente está mal. O que robar está mal. Sabemos que si no consideramos al ser humano como un ser también psicológico, espiritual, familiar y social, nuestra función de transformar el sufrimiento en bienestar (los médicos somos como nazarenos, como cirineos, que ayudan a soportar el peso de la enfermedad y el dolor) no alcanzará jamás plenamente sus objetivos.
Aunque la mayoría absoluta de los habitantes del planeta Tierra creen en un Ser Supremo, resulta que, en las sociedades occidentales, muchos pensadores y creadores de opinión no creen. También a ellos podemos darles razones naturales de lo que es bueno o malo para el ser humano. Es más, a veces será con estas razones con las que percibirán lo sublime de nuestro pensar.
Vista la existencia de la «ley natural», dada su complejidad (aunque algunas normas sean bien simples) y siendo obvio que los seres humanos padecemos desde Adán serias limitaciones, nos podemos preguntar si hay alguna instancia última que interprete correctamente esta ley. Numerosos grados jurisdiccionales intermedios ayudan o perturban en la percepción de la ley. Nuestra instancia última personal es nuestra conciencia profesional personal, que será quien desencadenará las decisiones sobre los actos médicos. De hecho, cada uno con su sola razón puede llegar muy lejos en la búsqueda de la verdad. Pero existe una instancia segura, auténtica y objetiva, y por tanto útil y buena, de interpretación general de la ley, algo que nos impide cometer errores de bulto para con el ser humano y que además busca la felicidad trascendente de las personas.
Dios es el Creador del universo y del hombre. Y, como dice alguna constitución política, Dios ha hecho al hombre libre. Libre de escoger la verdad y el bien. Pero también libre de optar por el mal. La experiencia indica que bien y mal se entremezclan en un sinfín de tonalidades en el interior de nuestras estructuras sanitarias. Si el mal existe, también existe la confusión, el error. Tanto el error culpable como el no-culpable (¡contra ambos debemos combatir!). Es más, es posible que algunas personas estén especialmente empeñadas en extender la confusión. Además, el mal puede establecer verdaderas «estructuras de pecado», lugares, establecimientos o leyes que no sirvan al ser humano.
LA IGLESIA INTERPRETA LA LEY NATURAL
Nuestro Creador ha dispuesto que sea la Iglesia quien interprete de manera auténtica la «ley natural». Además, custodia todo aquello que Él mismo ha Revelado y no se halla en la naturaleza. Los seres humanos estamos en este mundo de paso y de prueba, alejados hasta cierto punto de Dios pero en absoluto dejados de su mano. En el Padrenuestro decimos «Padre nuestro que estás en el Cielo», lo cual ya indica que nosotros estamos en otro nivel, en un no-Cielo. «Venga a nosotros tu Reino» y «líbranos del mal» nos indican claramente que hay un estado mejor que puede venir y aún no ha venido plenamente y que el Creador lo puede todo. En este no dejarnos solos, disponemos del servicio que nos brinda el Magisterio de la Iglesia. La Iglesia habla con lenguaje humano (y en distintos idiomas) sobre todo lo que acontece al hombre.
Otra verdad que percibe nuestra experiencia propia e histórica es la realidad del progreso de la Medicina. Y ello independientemente de que haya habido también avances, retrocesos y asimetrías según los países y las culturas. Los seres humanos tenemos un montón de sorpresas para descubrir en la misma naturaleza y somos capaces de inventar y construir infinidad de cosas, lo que hace del vivir una experiencia apasionante y nunca acabada.
El progreso debería avanzar con las dos piernas: ciencia y ética. En los últimos años ha hecho fortuna el nombre y el contenido de una supuesta nueva disciplina, la Bioética. Personalmente creo que los médicos ya disponíamos, muchos años antes, de disciplinas equivalentes. Recientemente he leído libros de Moral médica y de Deontología profesional de principios del siglo pasado y no dejan de ser tratados de Bioética…
EL MAGISTERIO ACOMPAÑA EL PROGRESO DE LA MEDICINA
El progreso de la Medicina va también acompañado de un despliegue del Magisterio de la Iglesia. Las nuevas técnicas, los nuevos descubrimientos, interpelan a los médicos, los cuales encuentran apoyo en el Magisterio. Apoyo es seguridad. La seguridad moral es necesaria en el ejercicio de nuestra profesión. El Magisterio ilumina la conciencia profesional para que pueda ejercer en el bien, adaptándose a los tiempos y momentos de los avances. El Magisterio interviene después de considerar los datos obtenidos por las ciencias experimentales. No nos ahorra el esfuerzo de estudiar el mundo por nosotros mismos. Al contrario, nos impele a ello de hecho y de derecho.
El sentido común eclesial nos dice que, si bien todos los bautizados somos Iglesia y le aportamos nuestro granito de arena, quien ejerce el Magisterio de la Iglesia son el Papa y los obispos en comunión con él. No puede ser de otra manera. El Todopoderoso se hizo uno de nosotros y dejó unos representantes, actúa cuando quiere y como quiere, pero se adapta a la lógica inscrita por Él mismo. No razonable que cualquiera y de cualquier manera produzca Magisterio o pretenda interpretar auténticamente la «ley natural».
Así pues, cuando aparece un documento papal o episcopal sobre un tema de interés propio de la profesión, el médico católico debería mirar críticamente a la legión de teólogos moralistas que lo interpretan y reinterpretan en diversos medios de comunicación. ¡Como si el Papa no escribiera con claridad! ¡Como si los médicos católicos no pudiéramos entender por nosotros mismos! No se puede ofender la inteligencia de los profesionales ni de la población general. Ya sé que algunos teólogos tienen el respaldo de numerosas publicaciones, son profesores de universidades de prestigio desde hace años o mantienen lazos de amistad con nosotros. La emotividad puede tumbar cabezas muy bien amuebladas y, por el contrario, también hacer entender por otra vía al que no entiende por la vía de la razón.
El común de los mortales comprende el dicho que dice «donde hay patrón, no manda marinero». Esto debería bastar para acallar a quien suplanta descaradamente funciones que no le son propias.
Es capital tener en cuenta que, al igual que sucede en el caso de las apariciones o revelaciones personales, lo público en la Iglesia prima sobre las enseñanzas privadas. Así, las enseñanzas públicas de la Iglesia sobre los temas que nos afectan tienen siempre prioridad y veracidad. Las enseñanzas privadas de teólogos se tienen que poner en cuarentena siempre si contradicen el Magisterio. E incluso si parecen contradecirlo. Uno de los principios de la comunicación en la Iglesia es el de la claridad o no-contradicción. En la Iglesia no hay secretos. Las grandes verdades son públicas y claras (las tenemos en el Catecismo de la Iglesia Católica). Cuando se proclama un misterio, queda clara y es precisada su cualidad de tal.
La vida de las personas en esta tierra mira a su destino eterno. No se puede medir al hombre sólo en dos dimensiones. La tercera dimensión, la que apunta hacia arriba, es la que da el volumen a nuestras vidas.
Un caso ejemplar
Se trata de una declaración de expertos sobre la posible licitud de la transferencia de núcleo alterado a un óvulo para obtener células madre. Se alteraría de tal manera el material genético de una célula que el producto resultante de la puesta de este material en un óvulo y su activación, no daría lugar a un ser humano. Sería algo similar a la mola hidatiforme, que también proviene de óvulo y espermatozoide alterados, en este caso de forma natural.
La ejemplaridad del caso viene dada por la inteligencia de plantearse la posibilidad, por la manera de expresar prudentemente opiniones, por la sinceridad en admitir los firmantes que cada uno es experto sólo en una parcela y que no hablan en nombre de su Iglesia o entidad de trabajo; y por el hecho de que propongan empezar las investigaciones con animales.
EN LA TOMA DE DECISIONES HAY QUE ENCUADRAR EL PROBLEMA
Son muchas las ocasiones en que los médicos católicos nos encontramos frente a dilemas morales y tenemos que tomar decisiones. Por ello es importante saber distinguir entre el bien y el mal, algo que es imposible hacer al margen de la Iglesia (las cosas son como son).
En la toma de decisiones, será bueno tener en cuenta el viejo principio de «primum non nocere» (primero, no hacer daño) y el evangélico principio de «no más cargas de las necesarias». También, el de trabajar con sobreabundancia de bien. Ello nos permite ir mucho más allá al afrontar los problemas con humanidad.
Si bien no somos habitualmente responsables del mal que hacen terceras personas ni de encontrarnos trabajando dentro de estructuras de pecado, jamás debemos perder la fuerza de los ideales de la juventud, el frescor de querer cambiar las cosas por arraigadas que parezcan o el convencimiento de que nunca estamos solos.
Antes de la toma de decisiones, el médico se hace una composición de lugar ante el problema concreto. Es bueno encuadrar las cosas en sentido amplio (el «frame») y desde una sana antropología. Recuerdo aquella vez que fui invitado a un medio de comunicación de masas para un debate sobre la inseminación artificial en las parejas lésbicas. Se suponía que las distintas opiniones estarían equilibradas. Los invitados, empero, eran un activista gay, una lesbiana, un bisexual, un libertino y un heterosexual. Además, el presentador y los reportajes de apoyo estaban a años luz del pensamiento del minoritario heterosexual. Preguntada la dirección del programa por tan burda manipulación, tuve que oír que todo había sido pensado desde la más estricta paridad de opiniones…
En este caso, el encuadre del tema no es si aquel tipo de parejas tienen o no derecho a inseminarse o si hay parejas heterosexuales que maltratan a sus hijos. La perspectiva amplia puede ayudar al profesional de la fertilidad a ejercer la objeción de conciencia. Y es que lo ideal, y con lo que millones de esposos y niños son y han sido felices, es que los niños nazcan naturalmente en la familia, hombre y mujer. Es ahí a dónde hay que llevar el debate porque es ahí donde reside la realidad.
¿SE PUEDE HACER UN MAL PARA CONSEGUIR UN BIEN?
Aunque generalmente los problemas en las decisiones médicas no se suelen presentar como males que producen bienes, lo cierto es que ésta es la clave de la cuestión en numerosas ocasiones. Y el principio de jamás hacer un mal para conseguir el bien (el fin no justifica los medios) es básico.
Las decisiones médicas son actos morales. Muchas veces la rutina de la vida hace que no las veamos como tales. Quizá un día nos planteamos la moralidad de un procedimiento o protocolo, decidimos que era justo, y lo venimos aplicando si más en los distintos pacientes. Los automatismos forman parte de la naturaleza y nos ayudan a vivir sin gastar ingentes cantidades de energía mental. Sin embargo, en algunas ocasiones – no sólo en los casos extraordinarios- hay que estudiar atentamente el acto moral.
Es útil la tradicional disección del acto moral en objeto, fines y circunstancias. Un acto bueno requiere la bondad simultánea de estos tres elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos. Algunas veces uno tiene que aguzar el ingenio para poner cada cosa en su sitio y detectar claramente qué objeto estamos evaluando. En definitiva, de qué estamos realmente hablando.
Por ejemplo, ¿puede uno emborracharse (acto malo) para extraerse unos dientes careados (fines laudables) en unas circunstancias de ausencia de medicinas (entorno favorable al acto)? ¿no es aceptar que el fin justifica los medios o que se puede hacer un mal (emborracharse) para conseguir un bien (la salud)? La respuesta a este aparente dilema, que puede aplicarse a otros muchos casos pero no a todos, es que al acto lo hemos catalogado como «emborracharse» pero en el fondo es un acto «anestésico». El alcohol es un anestésico, aunque sea de segunda categoría. Nuestra razón práctica, con un poco de formación y de entrenamiento nos ayudará a catalogar cabalmente el acto moral.
Hay comportamientos cuya elección, por su naturaleza, siempre es errada. Por ejemplo, el caso del aborto, no se puede afirmar que sacrificar al hijo para supuestamente favorecer a la madre es un acto bueno. Se mire como se mire.
EL DOBLE EFECTO
La teoría del doble efecto está mal vista en Europa debido al desprestigio de los llamados «daños colaterales» en las guerras recientes. Uno bombardea a un enemigo y, sin pretenderlo, su acción daña a civiles inocentes. Terrible.
Sin embargo, la Medicina se sostiene en pie porque aceptamos la teoría. La quimioterapia pretende eliminar las células cancerosas a costa también de dañar células sanas. Extirpamos un útero enfermo a pesar de que la mujer quedará infértil para siempre. Vacunamos miles de niños a pesar de que alguno morirá por los efectos secundarios.
Está claro que debemos hacer todo lo posible para minimizar los efectos secundarios, igual que hay que hacer todo lo posible para evitar una guerra. En el doble efecto, no se trata de hacer un mal para conseguir el bien. El mal no se desea. Aparece como un convidado de piedra pegajoso y persistente.
En el caso del llamado aborto terapéutico o en el eugenésico, para que quedase claro que aquí no hay doble efecto y que a quien se combate primero es al embrión, el mismo Juan Pablo II afirmó que jamás se puede legitimar la muerte de un inocente.
En el caso del aborto indirecto, si bien es lícito tratar a una madre aunque esperemos el efecto secundario de la muerte del embrión o feto, algunas personas nos han dado la solución a problemas morales por rebosamiento de bien. Tal es el caso de la doctora Gianna Beretta, que se negó a un tratamiento para no perjudicar su embarazo. Ella murió y su hijo vive.
EL MAL MENOR
Se ha puesto de moda hablar del mal menor como si fuera algo deseable. Pero no. Resulta que jamás se puede hacer un mal, por menor que sea o se considere. El mal siempre es malo. La teoría del mal menor no se refiere a hacer sino a tolerar. El mal menor lo decide un tercero o terceros sin que nosotros intervengamos. Tenemos que tolerar ciertos males porque no somos Quijotes que deban arremeter contra todo y además el ser humano es libre incluso para utilizar mal esta libertad. Nuestra obligación es la de nunca hacer el mal. Siempre hacer el mayor bien posible. A lo que no debemos acostumbrarnos es a tolerar los males infligidos a inocentes. ¡Nunca son estos males menores!
LA COLABORACIÓN CON EL MAL
Tal como está el mundo, nos tenemos que plantear a menudo si evitamos colaborar con aquellas personas y estructuras que atentan contra la dignidad del ser humano. Aunque puedan encontrar a otros que colaboren con el mal, que nos nos encuentren a nosotros. Que no nos sea imputable a nosotros y, si es posible, que intentemos conducir las situaciones por sendas rectas.
En algunas ocasiones tendremos dudas, especialmente si la colaboración es remota. La colaboración remota, aunque sea efectiva, no nos es imputable si no la deseamos. Es bueno evitar el escándalo y no contaminarnos. Pero no nos podemos aislar en una burbuja de cristal y dejar de ser buen fermento en el mundo que nos rodea.
LIBERTAD Y SEGURIDAD MORAL
El médico católico dispone de una amplia libertad para ejercer su profesión. Estamos dotados de inteligencia y debemos hacerla a rendir al máximo. Por otra parte, la seguridad de que estamos actuando correctamente (seguridad moral) puede alcanzarse con una mínima formación ética, asintiendo al Magisterio y consultando algunos casos con colegas seniores o con algún sacerdote de buena doctrina. Miles de médicos en todo el globo ejercen diariamente con la tranquilidad de actuar bien.
Los médicos católicos tenemos grandes modelos en los que fijarnos. Ellos no han hecho más que identificarse de forma perfecta con quien es el principio de la ética: Christus medicus. San Lucas, san Cosme, san Damián, san Peppino Moscati, santa Gianna Beretta, san Ricardo Pampuri, el beato Pere Tarrés, el beato László Batthyány-Strattmann, y muchos más, nos han precedido y se han convertido en los gigantes de la Medicina. Curiosamente, muchas veces los pacientes les veneran más que nosotros mismos los médicos…
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE TEMAS CONCRETOS
Los preservativos
El «affaire» de los preservativos para evitar el contagio del sida o los embarazos no deseados es otra de las cosas que trae de cabeza a los médicos católicos activistas. Pero no debemos dejarnos llevar a territorios que no son los nuestros. La sexualidad es uno de los dones del matrimonio y dentro de éste se expresa al máximo. Los católicos, en el matrimonio, vivimos a tope la sexualidad. La sexualidad fuera del mismo, entre varones o poligámica no forma parte de nuestra antropología. No se puede acusar a la Iglesia de difundir el sida (casi siempre se olvidan de las otras 29 enfermedades de transmisión sexual) cuando predica abstinencia, fidelidad y espera. Esto es útil para evitar enfermedades o embarazos adolescentes. Pero la finalidad primordial de la castidad no es antiepidémica sino promocionar la virtud y proporcionar felicidad.
Es evidente que los médicos católicos, que sirven en un mundo en el que hay de todo y en el que muchas veces las mismas estructuras sanitarias están pervertidas, se encontrarán con personas que querrán seguir practicando la poligamia secuencial o la homosexualidad. No será cándido, en un entorno de buena relación médico-paciente, presentarles nuestras propuestas. Si la persona insiste implícita o explícitamente en continuar con sus prácticas, el médico le hablará de la «barrera»más o menos imperfecta que es el preservativo, sin presentarlo, y menos recomendarlo, como un bien. Y, por último, si la persona resulta infectada, lo tratará con cariño y profesionalidad.
Es importante tener en cuenta que no es misión de la Iglesia el promover parches para que el ser humano siga ejercitando conductas incorrectas. Ni en lo posible debemos permitir que los medios de comunicación nos utilicen para promover conductas indignas.
Hay conocimientos científicos que no se obtienen leyendo las secciones de ciencia de los medios. Así, saber que los hermafroditas existen, que el síndrome del post-aborto es frecuente y doloroso o que los homosexuales pueden muchas veces cambiar, se aprende en publicaciones especializadas o de la boca de maestros experimentados.
Es bueno siempre tener en mente la sana antropología a la vez que pensar que los mass media comprenden mejor lo simple, se ven obligados a poner titulares impactantes y raramente pueden hacer bien un debate moral.
La eutanasia: no es lo mismo morirse que que te maten
A un enfermo terminal no se le puede dejar desasistido, no podemos encarnizarnos con él y no podemos matarlo. Lo único digno que podemos hacer es proporcionarle unos cuidados paliativos de calidad. Estos deben tener en cuenta las dimensiones biopsicosocial, espiritual y familiar de la persona. Es por esta senda por la que hay que avanzar.
La eutanasia mata la libertad: se trata de una supuesta decisión libre que hará que la persona ya nunca más tome decisiones libres. Ni siquiera la tan humana decisión de rectificar. La eutanasia, su popularización o despenalización, se sitúan en el lado oscuro de la profesión, la promocione quien la promocione.
Son frecuentísimos los casos de consultas sobre la proporcionalidad o no de los tratamientos en los terminales. La Medicina no puede negar nunca la hidratación, la nutrición, la higiene, la oxigenación, los medicamentos básicos. Recientemente, un anciano presentó una insuficiencia cardiaca y el comité de ética de su hospital recomendó sólo un tratamiento con mórficos, en espera de su muerte. Pero el médico que le atendía resolvió el caso con un diurético, oxígeno y digoxina. El verdadero sabio fue el médico de a pie.
Los anticonceptivos orales
Los seres humanos hemos sido creados expresamente incompletos por Dios. El varón necesita de la mujer para realizarse y la mujer necesita del varón también para ser feliz. Es más, varón y mujer necesitan también a los hijos para completar su plenitud en la familia. Los esposos tienen todos los hijos que pueden mantener y educar. El número de hijos depende de muchos factores y debería aderezarse con la generosidad. Las familias numerosas son una alegría para la sociedad y para la Iglesia. En mi opinión personal, prescindir del otro sexo sería antinatural en el ser humano maduro, salvo que se transforme en un bien sobrenatural, como sucede con el celibato por el Reino. Desde luego, existen causas de fuerza mayor o imponderables que hacen que una persona no pueda completarse con una pareja.
El acto sexual sostiene una pulsión tal que a nadie deja indiferente y siempre tiene consecuencias. Une a hombre y mujer de una manera incomparable. Su realización debe darse en un contexto de madurez, compromiso y exclusividad: el matrimonio. El varón y la mujer se lo dan todo al otro, incluida la capacidad de generar nuevas vidas humanas. Esto es bueno.
Existen momentos en que, objetivamente, por motivos médicos, sociales, familiares, la responsabilidad de los padres les lleva a evitar un nuevo nacimiento. La posibilidad de ello ya está prevista en la «ley natural». La mujer sólo es fértil unos pocos días al mes. Los métodos naturales de regulación de la fertilidad (Billings, sintotérmicos, etc.) permiten utilizar estos periodos infecundos para que los esposos sigan manteniéndose en comunión con las relaciones sexuales y con ellas superen la malsana atracción de otras carnes.
El Papa Pablo VI, en la encíclica Humanae vitae, advierte que los médicos y el personal sanitario debemos considerar como propio deber profesional el procurarnos toda la ciencia necesaria en este campo para poder dar a los esposos que nos consultan sabios consejos y directrices sanas que de nosotros esperan con todo derecho.
Los anticonceptivos violentan varios derechos humanos: el derecho a la vida (en los casos de píldora abortiva o del día siguiente), el derecho a la salud (tienen efectos secundarios, a diferencia de los métodos naturales), el derecho a la educación (la gente tiene derecho a conocer su propia fertilidad) y el derecho a la igualdad entre los sexos (la carga anticonceptiva suele recaer siempre sobre la mujer).
En julio de 2005, la Agencia internacional para la investigación sobre el cáncer (Lyon, Francia), de la Organización Mundial de la Salud, informó de la carcinogenicidad de los anticonceptivos orales de estrógenos y progestágenos combinados, basada en las conclusiones de un grupo de trabajo internacional «ad hoc». Fueron clasificados como carcinógenos del Grupo 1.
Lamentablemente, queridos colegas, hoy por hoy no somos capaces de proporcionar métodos naturales a todos aquellos que los necesitan. Las bajas tasas de fecundidad en países de mayoría católica (España, Italia), junto con el bajo conocimiento de estos métodos, nos indican que muchos esposos utilizan los métodos artificiales. Si tenemos en cuenta que se trata de países relativamente ricos, no se puede decir tampoco que sean especialmente generosos con el número de hijos. Aquí tenemos un reto inmenso. No debemos jamás apagar la antorcha encendida en favor de los naturales.
Por desgracia, la contracepción no es el único reto de la Medicina y de la sociedad. Tampoco somos capaces (ni nosotros ni el conjunto de las naciones en general) de proporcionar medios contra la desnutrición, la malaria o la transmisión vertical del sida. Tenemos los conocimientos y algunos medios pero no podemos ponerlos al alcance de los necesitados. No falta trabajo, pues.
Sin juzgar a los esposos que utilizan anticonceptivos artificiales – nuestro oficio no es el de juzgar- no debemos jamás olvidar este deber profesional de ofrecer los medios naturales y de disuadir de los artificiales. Es signo de progreso comprender bien a la naturaleza y ayudarla en lo posible. El mundo está inacabado. Tenemos un trabajo que hacer. Y, cuando lo hacemos, el progreso se nota.
El aborto provocado
¿Hay algo peor que arrancar a un hijo del vientre de su madre? ¿Se puede explicar a un niño de cinco años el aborto procurado? La mujer que pierde a un hijo en un aborto espontáneo, ¿no llora como si hubiera perdido a un hijo? ¿Hacemos los médicos todo lo posible para transformar el sufrimiento de unos padres con problemas en el embarazo en alegría y gozo? El médico católico ejerce la opción preferencial por las madres. Ni exclusiva, ni excluyente, pero preferencial.
El evolucionismo
Sabemos muy poco del comienzo físico de la especie humana. Sin caer en el cientifismo, habrá que esperar décadas hasta que la ciencia nos ilumine más sobre ello. No se sabe ni cómo ni cuando una especie pasa a otra, si es que ello sucede. Gran parte de lo escrito sobre esta materia es provisional e incompleto.
La amniocentesis
Como sabéis, salvo casos escepcionalísimos, la amniocentesis se realiza para provocar el aborto en caso de que se sospeche una malformación fetal. Así, como está práctica no se hace en bien del feto y de la madre, no se puede considerar un acto médico correcto.
La reproducción artificial
El médico puede y debe ayudar a los esposos infértiles, pero no puede sustituirlos. Este principio es muy útil para comprender que, a pesar de la popularidad de las técnicas llamadas de «reproducción asistida», no podemos ceder a las tentaciones fáciles y lucrativas. Todos los esfuerzos deben concentrarse en mejorar los estudios de fertilidad de las parejas y en tratar lo tratable, que es mucho. Dada la fijación que muchas clínicas tienen para con la fecundación in vitro, será bueno explicar a los esposos que no es función médica sustituirlos, que las amniocentesis se hacen casi siempre para abortar a los hijos defectuosos, que se eliminan embriones sobrantes a menudo, que se congelan hijos.
Los ginecólogos católicos son los héroes de la Medicina de hoy. Su cuidado y promoción son prioridad alfa para las asociaciones de médicos católicos y para la F.I.A.M.C. Los generalistas y otros especialistas también pueden aportar sabios consejos en cuestiones de fertilidad.
El respeto por el embrión. Las células madre
Sinceramente creo que la postura más coherente con los conocimientos que tenemos sobre el embrión es su escrupuloso respeto desde la concepción. Y la postura que más problemas evita. Nuestra coherencia reluce cuando defensores de ballenas y focas, detractores de la pena de muerte, activistas por los derechos humanos, filántropos de distintas especies, aceptan la destrucción del embrión sin pestañear (siempre con fines terapéuticos, claro).
La concepción dura un tiempo, pero el proceso ya está desencadenado y el respeto por la integridad del embrión comienza mucho antes: comienza con el respeto por la unión de hombre y mujer, evitando concepciones in vitro. Los seres humanos no debemos introducir caos en el bios.
Parangonando el principio del evangelio de san Juan, podemos decir que al principio existe el mensaje genético, y el mensaje genético está en vida y el mensaje genético es la vida. Cuando existe un mensaje genético humano completo, expresable y que se expresa de manera continua, coordinada y gradual, imparable si no es por factores externos adversos, allí existe un ser humano único e irrepetible que se debe respetar. Viene a nosotros y los suyos (nosotros) debemos reconocerlo y recibirlo.
Ya se comprende que, aunque cualquier célula, por ejemplo de nuestra piel, contenga el mensaje genético humano completo, no se trata ella misma de un ser humano. La expresión de ese mensaje, que es parcial, hace que no se trate de un ser humano. ¡Es el óvulo fecundado el que ya está actuando como humano! Al principio, somos mensaje único e irrepetible rodeado de algunas membranas, ARN, reservas de energía y otros servicios. Hasta ahora, ningún investigador ha «creado» vida. Los seres humanos sólo somos capaces de transmitirla, correcta o incorrectamente..
Las células madre embrionarias están para dar lugar al embrión. Y las células madre adultas están para regenerar tejidos. Así de sencillo.
En sentido estricto, el ser humano no tiene derecho a la vida. La vida es un regalo que recibimos. Antes de existir no éramos nada y por tanto no éramos sujeto de derechos. ¡A lo que tenemos derecho es a que otro ser humano no nos quite la vida!
Queridos colegas:
Nuestra profesión es quizá la más admirada del mundo y aquella de la que más esperan las gentes. Yo os recomiendaría que no dejarais jamás de estudiar, que tuvierais presente la promesa y la oración del médico (www.fiamc.org ), que no cayerais en la tentación de venerar al dios Mammón (el dinero) y que considerarais la posibilidad de aportar colegas a las asociaciones de médicos católicos ya existentes.
Cordialmente,
José María Simón
1 de diciembre de 2006
PS/ Agradezco a Mons. Maurizio Calipari, asistente eclesiástico de la F.I.A.M.C., los consejos que me ha dado para dar a esta carta su versión definitiva. Aunque se hallan bajo la supervisión de la Jerarquía, el Código de Derecho Canónico da una amplia autonomía a las Organizaciones Internacionales Católicas como la que presido. La F.I.A.M.C. es de Derecho público en la Iglesia universal, y por tanto «habla y actúa en nombre de la Iglesia». Se trata de una clara señal de confianza eclesial en los laicos.