nálisis Digital, 16/12/06 - Una nueva epidemia de moralismos toma posiciones en estas fechas, sobre todo en los almuerzos de empresa, donde alrededor de los brindis se alzan voces por la paz, la justicia, el amor, la amistad, la conservación del mundo y la mejora del trabajo. Un abecedario que sale de los labios pero que muy pocas veces pasa por el corazón. Es una forma de quedar bien ante los demás, un automatismo que nada tiene que ver con nuestra vida cotidiana. Para empezar, hoy la persona cuenta bien poco ante los grandes objetivos mercantilistas y vale mucho menos si no es poder o no produce. Atrás quedó aquel dicho de que un corazón es una riqueza que no se vende ni se compra, pero que se regala; o aquel verdadero amigo que, a pesar de saber como eres, te quiere.
Estos moralistas de mantel y buen vino, que derrochan una cínica simpatía, suelen ser unos auténticos bocazas. Sin estilo alguno, casi siempre con una cara dura impresionante, se ponen a sembrar moralidades sin saber qué significan las semillas. Claro, nada regeneran, lo confunden todo. Son sembradores que luego cosechan indiferencias. Cuando a diario se cultiva el desorden de la conciencia moral no hay experimentos que valgan. En un ambiente basado en las apariencias, todo es vacío y pasajero; y lo que pudiera ser bueno, reunirse entorno a la mesa, deja de tener sentido para convertirse en muñecos de engorde. El concepto de discriminación se amplía cada vez más. Los jefes almuerzan con los jefes y los vasallos con los vasallos, en mesas distintas o distantes. Me niego a estos pomposos almuerzos de empresa por Navidad, yo los prefiero en enero o en otra época del año, cuando escasean las viandas en los días finales de mes.
Es evidente que este canon de la cultura consumista, que no tiene para nada en cuenta a la familia, y estas fechas de Navidad lo son en su gloria, implica confusión y nos conduce a un mundo de contradicciones que no deja espacio para la libertad. Lo que más necesitamos en este momento de efervescente color, es más calor humano. Requerimos personas que tengan la mirada fija en los brindis que salen del alma para construir otra humanidad, donde dejemos de ser nuestros peores enemigos. Nada puede destruir al mundo, excepto los habitantes del mundo mismo. El hombre sabe hacer muchas cosas, cada vez más, pero si no pone en su medida una norma moral, más pronto o más tarde llega la destrucción. El iceberg ya apunta. El ser humano sabe clonar seres y se pone manos a la obra como si fuese un dios; sabe usarlos como almacén de órganos y descontroladamente llena el territorio de almacenes… Al final, por no poner límites, llegaremos a los límites del abismo.
El respeto y el cuidado de la vida humana, aparte de que sea un imperativo moral universal garantizado por toda sociedad civil y por sus leyes, requiere menos brindis al sol y más compromisos efectivos. Todavía la sociedad está dividida en dos grandes clases: la de los que tienen más comida que apetito y la de los que tienen más apetito que comida. Podemos observar en la república de los perros –como expresó el político y escritor irlandés Jonathan Swift- que todo el Estado disfruta de la paz más absoluta después de una comida abundante, y que surgen entre ellos contiendas civiles tan pronto como un hueso grande viene a caer en poder de algún perro principal, el cual lo reparte con unos pocos, estableciendo una oligarquía, o lo conserva para sí, estableciendo una tiranía.
Así, pues, menos vivas alrededor de una mesa bien surtida y menos glorias por los progresos, porque aún tenemos que avanzar en humanismo para dejar el perro que llevamos dentro. Se me ocurre, que sería saludable empezar invitando a esos banquetes de postín y lentejuelas a algún pobre. Algo es mejor que nada, los almuerzos solidarios me apetecen más. A éstos si me apunto. Suelen atraerme, y no me repelen tanto, porque me traen el espíritu de la Navidad, que no es otro que dar cobijo al que pide posada o mesa al que todavía no tiene mantel ni pan.