IUDAD DEL VATICANO, miércoles, 20 diciembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI, durante la que reflexionó sobre el sentido de la Navidad.
¡Queridos hermanos y hermanas!
«El Señor está cerca: venid, adorémosle». Con esta invocación, la liturgia nos invita, en estos últimos días de Adviento, a acercarnos, como de puntillas, a la gruta de Belén, donde tuvo lugar el acontecimiento extraordinario, que cambió el rumbo de la historia: el nacimiento del Redentor. En la Noche de Navidad, nos colocaremos una vez más ante el pesebre para contemplar, maravillados, al «Verbo hecho carne». Sentimientos de alegría y de gratitud, que como todos los años se renuevan en nuestro corazón al escuchar las melodías de los villancicos, que en tantos idiomas cantan el mismo y extraordinario prodigio. El Creador del universo vino por amor a poner su morada entre los hombres. En la Carta a los Filipenses, san Pablo afirma que Cristo, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres» (2,6). Se apareció con la forma humana, añade el apóstol, humillándose a sí mismo. En la santa Navidad reviviremos la realización de este sublime misterio de gracia y misericordia.
San Pablo añade: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gálatas 4,4-5). Desde hace siglos, el pueblo elegido esperaba al Mesías, pero se lo imaginaba como un caudillo poderoso y victorioso, que liberaría a los suyos de la opresión de los extranjeros. El Salvador, sin embargo, nació en el silencio y en la pobreza total. Vino como luz que ilumina a todos los hombres --constata el evangelista Juan--, « y los suyos no la recibieron» (Juan 1, 9.11). Sin embargo, el apóstol añade: «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (ibídem 1,12). La luz prometida iluminó los corazones de quienes habían perseverado en la espera vigilante y activa.
La liturgia de Adviento nos exhorta también a nosotros a ser sobrios y vigilantes, para no dejarnos sobrecargar por el peso del pecado y de las excesivas preocupaciones del mundo. De hecho, vigilando y rezando podremos reconoce y acoger el fulgor de la Navidad de Cristo. San Máximo de Turín, obispo que vivió entre el siglo IV y V, en una de sus homilías, afirma: «El tiempo nos advierte de que la Navidad de Cristo Señor está cerca. El mundo, con sus mismas angustias, habla de la inminencia de algo que lo renovará, y desea con una espera paciente que el esplendor de un sol más fúlgido ilumine sus tinieblas… Esta espera de la creación también nos lleva a nosotros a esperar el surgimiento de Cristo, nuevo Sol» (Sermón 61a, 1-3). La misma creación, por tanto, nos lleva a descubrir y a reconocer a Aquel que tiene que venir.
Pero la pregunta es: la humanidad de nuestro tiempo, ¿espera todavía a un Salvador? Da la impresión de que muchos consideran que Dios es extraño a sus propios intereses. Aparentemente no tienen necesidad de Él, viven como si no existiera y, peor aún, como si fuera un «obstáculo» que hay que quitar de en medio para poder realizarse. Incluso entre los creyentes, estamos seguros, algunos se dejan atraer por seductoras quimeras y distraer por engañosas doctrinas que proponen atajos ilusorios para alcanzar la felicidad. Y, sin embargo, a pesar de sus contradicciones, angustias y dramas, y quizá a causa de éstos, la humanidad de hoy busca un camino de renovación, de salvación, busca un Salvador y espera, en ocasiones inconscientemente, la llegada del Señor que renueva al mundo y nuestra vida, la llegada de Cristo, el único Redentor verdadero del hombre y de todo el hombre. Es verdad, falsos profetas siguen proponiendo una salvación «barata», que acaba siempre por provocar duras decepciones. Precisamente la historia de los últimos cincuenta años demuestra esta búsqueda de un Salvador «barato» y pone de manifiesto todas las desilusiones que se han derivado de ello. Nosotros, los cristianos, tenemos la tarea de difundir, con el testimonio de la vida, la verdad de la Navidad, que Cristo trae a todo hombre y mujer de buena voluntad. Al nacer en la pobreza del pesebre, Jesús viene para ofrecer a todos la única alegría y la única paz que pueden colmar las expectativas del espíritu humano.
Pero, ¿cómo podemos prepararnos para abrir el corazón al Señor que viene? La actitud espiritual de la espera vigilante y orante sigue siendo la característica fundamental del cristiano en este tiempo de Adviento. Es la actitud que caracteriza a los protagonistas de entonces: Zacarías e Isabel, los pastores, los magos, el pueblo sencillo y humilde, pero, sobre todo, ¡la espera de María y de José! Estos últimos, más que ningún otro, experimentaron en primera persona la emoción y la trepidación por el Niño que debía nacer. No es difícil imaginar cómo pasaron los últimos días, esperando abrazar al recién nacido entre sus brazos. Que su actitud sea la nuestra, queridos hermanos y hermanas. Escuchemos, en este sentido, la exhortación de san Máximo, obispo de Turín, ya antes citado: «Mientras nos preparamos a acoger la Navidad del Señor, revistámonos con vestidos nítidos, sin mancha. Hablo del traje del alma, no del cuerpo. ¡No tenemos que vestirnos con vestidos de seda, sino con obras santas! Los vestidos lujosos pueden cubrir las partes del cuerpo, pero no adornan la conciencia» (ibídem).
Que el Niños Jesús, al nacer entre nosotros, no nos encuentre distraídos o dedicados simplemente a decorar de luces nuestras casas. Decoremos más bien en nuestro espíritu y en nuestras familias una digna morada en la que Él se sienta acogido con fe y amor. Que nos ayuden la Virgen y san José a vivir el Misterio de la Navidad con una nueva maravilla y una serenidad pacificadora.
Con estos sentimientos, os quiero expresar a todos los que estáis aquí presentes y a vuestros familiares mis más sentidas felicitaciones por una santa y feliz Navidad, recordando en particular a quienes se encuentran en dificultad o sufren en el cuerpo y en el espíritu. ¡Feliz Navidad a todos vosotros!
[Traducción del original del italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de estos días nos acerca al portal de Belén para contemplar el extraordinario prodigio de amor del «Verbo hecho carne». El pueblo elegido esperaba al Mesías como un libertador poderoso, sin embargo, el Salvador nació en el silencio y en la más absoluta pobreza. También hoy la humanidad, aunque vive aparentemente como si Dios no existiese o fuera un obstáculo para la propia felicidad, busca un Salvador y espera su llegada. Por eso, los cristianos han de testimoniar con su vida la verdad de la Navidad: Jesús, naciendo en la pobreza, ofrece a todos la única alegría y la única paz capaces de colmar el corazón humano. ¿Cómo prepararnos para recibir al Señor que viene? Mediante la espera vigilante y la oración, que son la actitud fundamental del cristiano. Sólo vigilando y orando podremos reconocer y acoger la luz del nacimiento de Cristo. En estos días, María y José, que anhelan estrechar en sus brazos al Niño recién nacido, nos ayudarán a vivir el gran misterio de la Navidad con renovado asombro y alegría, y con el don de la paz.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, venidos de Latinoamérica y España. Ya cercanos a las fiestas navideñas, os invito a vosotros aquí presentes y a vuestros familiares a celebrarlas con verdadero espíritu religioso. En estos días, recordemos también de modo especial a cuantos se encuentran solos, en dificultad, sufren o están privados de la libertad. A todos os deseo una feliz Navidad.