UDAPEST, martes, 9 enero 2007 (ZENIT.org).- «Las causas del alejamiento del hombre de Dios y, en consecuencia, de la secularización, hay que buscarlas en lo profundo del corazón humano y no en las conquistas de la humanidad», sostiene el cardenal Paul Poupard.
Así lo afirma en una entrevista concedida a Zenit el presidente de los Consejos Pontificios de la Cultura y para el Diálogo Interreligioso, que participó los días 14-16 de diciembre de 2006 en Budapest, Hungría, en un Congreso internacional sobre el tema «Europa en un Mundo en Transformación».
--La caída de las grandes religiones civiles del siglo XX y el gran progreso de la técnica han abatido muchos de los valores sobre los que se construyó la solidez espiritual de Occidente. ¿Considera que la secularización presente ya en toda Europa pueda acabar debilitando el tejido de esta sociedad?
--Cardenal Poupard: Cuando usted habla de la caída de las grandes religiones civiles del siglo XX, supongo que se refiere al concepto de régimen totalitario. Antes que nada querría hacer una pequeña observación. Existe el gran riesgo de usar una terminología específica de modo inadecuado y confundir los conceptos esenciales, por ejemplo igualando las ideologías y las religiones. Por religión se entiende una relación entre Dios y el hombre. Se trata de una relación real y existencial, personal e intersubjetiva, consciente y libre, dinámica, necesaria y perfeccionadora del ser humano. Las ideologías, en cambio, sobre todo las del siglo XX, son la negación de esta relación con Dios y, como se ha visto, no perfeccionan al hombre, sino que tienden a oprimirlo de manera total, tanto que son llamadas precisamente totalitarismos.
No creo que los valores de la solidez espiritual de Occidente hayan sido abatidos por la caída de los sistemas totalitarios o por el progreso de la técnica. Más bien diría que los cambios producidos objetivamente favorecen un reflorecimiento de los valores. En muchos países, han sido abolidas prohibiciones de culto y de libertad de expresión, al mismo tiempo se han abierto nuevas posibilidades de crecimiento personal y comunitario. Pero no debemos olvidar que, tras la Segunda Guerra Mundial, muchos países europeos experimentaron durante más de cincuenta años un adoctrinamiento marxista leninista que marcó profundamente su historia, generando una crisis de valores cuyas consecuencias son bien visibles. Hablo de aquellos procesos que modificaron incluso las actitudes del comportamiento humano, tanto como para dar origen a la categoría del «homo sovieticus».
Este último no era un comunista sino un hombre de masa, anulado en su dimensión individual, pasivo y desconfiado, temeroso, a menudo delator, condicionado por el colectivo al que debía pertenecer, porque no debía estar ya solo, en cambio lo estaba, en otras cosas despojado de todo impulso interior y profundamente humillado. Es difícil pensar que, tras un largo periodo de represión, se pueda fácilmente reconquistar e interiorizar una visión nueva de la propia vida. Daré un ejemplo más cercano al pueblo húngaro. Entre diversas publicaciones, en memoria de la insurrección húngara de 1956, trágicamente aplastada por el régimen soviético, se ha publicado en Italia en 2001 el libro titulado: «1956... Para que permanezca un signo». Contiene las fotografías de Zsolt Bayer, un hombre valiente, que entre octubre y noviembre de 1956, iba por las calles de Budapest y hacía fotografías para que permaneciese un signo. Durante largos decenios, más de cien rollos de película permanecieron escondidos, por miedo, en un desván, casi condenados a morir como murió quien los hizo. En las primeras páginas de este libro se alude brevemente a que tras la caída del imperio soviético, la viuda del fotógrafo se decidió finalmente a entregar los negativos para que se publicaran; con una sola condición sin embargo: «No debe darse a conocer su nombre ni el de su marido. “Porque si ellos volvieran”…».
Este ejemplo revela no sólo un estado de ánimo momentáneo de una persona, sino una realidad de vida de muchos pueblos marcados por el miedo, por el sufrimiento vivido y por un impedimento psicológico desarrollado en más de cincuenta años de opresión y persecución. Y es esta una de las condiciones que favorecen la difusión de la secularización y la caída de la solidez espiritual de Europa. Ciertamente no debemos olvidar que la riqueza material debida al progreso técnico puede desorientar e incluso «cegar» la sensibilidad del hombre, pero el desarrollo científico y tecnológico y «la muerte» de los regímenes no constituyen en sí una amenaza para solidez de la sociedad. Parafraseando el pensamiento del cardenal Newman, diría que las causas del alejamiento del hombre de Dios y, en consecuencia, de la secularización hay que buscarlas en las profundidades del corazón humano y no en las conquistas de la humanidad.
--Siguiendo con el tema de la secularización, muchos comentaristas tienden a ver en la relación entre la civilización occidental y el islam un choque entre una civilización secularizada y un mundo todavía impregnado de sacro. ¿Daría crédito a esta reconstrucción?
--Cardenal Poupard: Esta tendencia de la que usted habla, es decir la concepción de la civilización occidental y el islam en una relación antagónica, revela una visión simplista y distorsionada al mismo tiempo. Siempre he estado convencido de que semejantes comentarios son a menudo un simple fruto de los prejuicios y de una profunda incomprensión cultural, que todavía perdura y se difunde con mucha ligereza. Por un lado, hay una tendencia a acentuar los aspectos de la civilización occidental que se asocian a la secularización, y por otro se ve al islam limitando su percepción a los grupos extremistas y a algunas formas de fundamentalismo. Ambas tendencias son erróneas y perjudican tanto a los cristianos --porque cuando pienso en civilización a la occidental, pienso en sus raíces y en su alma cristianas-- como a los musulmanes.
Es importante saber mirar la realidad actual, sin descuidar la verdad de los hechos. Es verdad que hay señales de secularización que no pueden ser ignoradas o escondidas y que consideramos importantes para una profunda reflexión teórica y pastoral, objeto de investigación del Consejo Pontificio de la Cultura desde hace varios años. Pero no podemos olvidar que hay múltiples señales de reflorecimiento de la fe y del compromiso espiritual personal y comunitario, sobre todo entre los jóvenes, deseosos de descubrir la realidad de los valores, Cristo como modelo de vida y fuente de inspiración. Los multitudinarios encuentros de las Jornadas Mundiales de la Juventud, los encuentros de Taizé, la adhesión de los jóvenes a movimientos como los focolares, la Comunidad de San Egidio, y muchos otros, son los testimonios que desmienten las visiones fatalistas de quienes son actuales «profetas de desventura», incapaces de mirar al presente y al futuro con una óptica positiva y cargada de esperanza.
Por otra parte, no se puede afirmar categóricamente que todas las características del mundo islámico son expresiones de lo sacro. Hay estados musulmanes que tienden a alejarse de esta dimensión, declarándose estados laicos. Y luego existen estados con la ley coránica en los que la dimensión sacra no siempre es una exigencia personal de todos los ciudadanos, sino más bien una implementación legislativa del Estado, que impone determinadas costumbres y usos, cuya omisión es perseguible y punible incluso con la muerte.
Dicho esto, vuelvo a la pregunta sobre el choque entre civilizaciones. Como dije antes, esta visión de la relación recíproca es a menudo una injusta proyección que no corresponde a los hechos sino que crea tensiones en ambas partes. Para ilustrar esta convicción me apoyo en mi misma experiencia vivida recientemente. Como usted sabe, tuve el placer y el privilegio de acompañar al Santo Padre en su viaje a Turquía. Quien ha seguido las noticias difundidas por los medios, antes de la peregrinación papal, podía tener una idea de un viaje acompañado por sentimientos de temor, preocupación y sospechas por ambas partes. La realidad de los hechos ha desmentido las voces alarmistas. Este viaje ha estado lleno de verdadera cordialidad, con una acogida amistosa acompañada por un clima de diálogo y de apertura recíproca a la que se han añadido comentarios muy positivos transmitidos por los medios turcos.
Así, este evento que algunos presentaban con una óptica de un choque entre civilizaciones, aún antes de que sucediera, ha sido, de hecho, un signo profético de recíproca acogida, tanto que el Santo Padre no ha dudado en desear que Turquía pueda convertirse en un puente de encuentro y de diálogo entre Oriente y Occidente. Estoy feliz no sólo de que las opiniones pesimistas no han logrado dominar el clima de este viaje, sino sobre todo porque la Providencia divina supera y corrige la previsiones fatalistas de quien quiere ejercer hoy un profetismo ya sea político o mediático
--También el mundo de la ciencia ha sido demasiadas veces presentado como antitético respecto al de los valores espirituales. ¿Cuál es, en su opinión, el estado del diálogo entre cristianismo y progreso científico. En qué terrenos la ciencia puede encontrar apoyo en los valores de la cristiandad?
--Cardenal Poupard: También en este campo hay muchos mitos y prejuicios. Tras el Concilio Vaticano II y después de algunos célebres documentos de la Iglesia, como la encíclica «Fides et Ratio» de Juan Pablo II, no tenemos ninguna duda de que el mundo científico no es antitético a la realidad de los valores espirituales. Al contrario, estas dos realidades son recíprocamente complementarias. El progreso científico, propiamente interpretado, ayuda a la mejor comprensión e interiorización de los valores espirituales, así como los valores espirituales tienen la fuerza intrínseca de sensibilizar a quienes promueven las investigaciones científicas. No es posible enumerar todos los ejemplos que muestran que los valores espirituales, o las intuiciones religiosas, han influido en el progreso científico. Me detengo sólo en un pequeño ejemplo que muestra cómo una intuición religiosa ha contribuido al progreso científico. El problema de los orígenes del mundo, las investigaciones de astrofísica y los respectivos modelos interpretativos, con la predominante teoría del Big Bang, son un resultado de la intuición que tiene las raíces en la fe bíblica en el acto creativo. Los griegos no se hacían la pregunta sobre la creación del mundo, convencidos de la eternidad de la materia. Las investigaciones, inicialmente pertenecientes a las disciplinas especulativas, pero luego también a las ciencias naturales, tienen inevitablemente una impronta de las intuiciones religiosas, lo que no quiere decir sin embargo que no haya habido ningún tipo de tensión entre fe y ciencia en el curso de los siglos.
Afortunadamente, hoy vemos un mayor diálogo entre cristianismo y mundo de la ciencia, que es cada vez más profundo y comprometedor, y que demuestra cuánto podemos aprender los unos de los otros promoviendo juntos iniciativas de diálogo. Desde hace casi seis años, el Consejo Pontificio de la Cultura junto a algunas universidades pontificias, ha iniciado el proyecto científico STOQ (Science, Theology and the Ontological Quest) que, concediendo becas, organizando conferencias internacionales y publicando textos especializados, impulsa el diálogo entre las ciencias naturales y la reflexión filosófico-teológica. Pero no olvidemos que hay otras importantes iniciativas y estructuras. Es suficiente recordar la aportación que, en este sentido, ofrece la Academia Pontificia de las Ciencias, que une a prestigiosos científicos de todo el mundo, de diversas culturas y religiones --muchos de ellos ganadores del premio Nobel-- que mantienen un debate académico sobre las cuestiones científicas, pero referidas a la realidad de los valores y a menudo correlacionadas con las cuestiones relativas a la fe. En este sentido, el cristianismo y sus valores, junto con las profundas intuiciones religiosas, pueden convertirse en una importante fuente de inspiración para muchas disciplinas científicas, siempre que los mismos científicos no asuman una postura de desprecio y de rechazo del tesoro de la fe cristiana.