OMA, domingo, 21 enero 2007 (ZENIT.org).- Los cristianos tienen derecho a que se escuche su voz en temas políticos y civiles. Este ha sido uno de los puntos del discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana el 22 de diciembre. Tras comentar por qué la Iglesia se opone a la legalización del matrimonio para las parejas del mismo sexo, el Papa defendía el derecho de los fieles, y de la Iglesia misma, a hablar sobre este tema.
«Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse en estos asuntos, entonces podemos limitarnos a responder: ¿Es que el hombre no nos interesa?», indicaba el Santo Padre. Es nuestro deber, explicaba, defender a la persona humana.
Esto es necesario en la sociedad contemporánea, explicaba el Pontífice más adelante. «El espíritu moderno ha perdido la orientación», observaba, y esto significa que muchas personas no están seguras de qué normas transmitir a sus hijos. De hecho, en muchos casos no sabemos ya cómo usar nuestra libertad correctamente, o qué es moralmente recto o erróneo.
«El gran problema de Occidente es el olvido de Dios», comentaba el Papa; un olvido que se difunde.
Sólo tres días después, el Papa volvía sobre el tema en su mensaje antes de la Bendición «urbi et orbi» el día de Navidad. «A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte».
En la edad moderna nuestra necesidad de fe es mayor que nunca, dada la complejidad de los temas a tratar. El mensaje que ofrece la Iglesia no disminuye nuestra humanidad apunta el Papa. «En verdad, Cristo viene a destruir solamente el mal, sólo el pecado; lo demás, todo lo demás, lo eleva y perfecciona».
La fe en la vida pública
No obstante, existe oposición a que la religión juegue un papel en los debates públicos, afirmaba Benedicto XVI. En su discurso del 9 de diciembre a la Unión de Juristas Católicos Italianos, el Papa examinaba el concepto de «laicidad».
El término, explicaba, describía originalmente el estatus del cristiano lacio que no pertenece al clero. En los tiempos modernos, sin embargo, «ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual».
Esta comprensión de la laicidad concibe la separación Iglesia-Estado como que la primera no tiene derecho a intervenir en manera alguna en temas que tengan que ver con la vida y la conducta de los ciudadanos, explicaba el Papa. Además, también exige que se excluya todo símbolo religioso de los lugares públicos.
Frente a este desafío Benedicto XVI declaró a los asistentes que es tarea de los cristianos formular un concepto alternativo de laicidad que, «por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete ‘la legítima autonomía de las realidades terrenas’», como lo definió el Concilio Vaticano II en la constitución «Gaudium et Spes» (No. 36).
Como deja claro el documento del Vaticano II, una «sana laicidad» significa autonomía del control de la Iglesia de las esferas política y social. Así, la Iglesia es libre de expresar su punto de vista y las personas deben decidir la mejor forma de organizar la vida política.
Pero no es autonomía del orden moral. Sería un error aceptar que la religión debiera confinarse de forma estricta a la esfera privada de la vida, sostenía el Papa. La exclusión de la religión de la vida pública no es expresión de laicidad, «sino su degeneración en laicismo», afirmaba.
Además, cuando la Iglesia comenta temas legislativos esto no se debe considerar como una intromisión indebida, «sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad». Es deber de la Iglesia, afirmaba el Pontífice, «proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino».
Concluyendo su discurso el Papa recomendaba que, frente a quienes quieren «excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como antagonista del hombre», los cristianos deben mostrar que «Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres».
La ley moral dada por Dios no tiene como finalidad oprimirnos, explicaba, «sino librarnos del mal y hacernos felices».
Servir a la humanidad
Los discursos papales de diciembre sobre el papel de la fe en la vida pública reflejan una de sus preocupaciones constantes durante el año pasado. Otro importante comentario de Benedicto XVI sobre este asunto es el discurso del 19 de octubre a los participantes en la Asamblea Eclesial Nacional italiana en Verona.
El Papa observaba cómo la asamblea organizada por la Iglesia italiana había considerado la cuestión de la responsabilidad civil y política de los católicos. «Cristo vino para salvar al hombre real y concreto, que vive en la historia y en la comunidad; por eso, el cristianismo y la Iglesia, desde el inicio, han tenido una dimensión y un alcance públicos», afirmaba.
La Iglesia, añadía el Santo Padre, no está interesada en convertirse en un «agente político» y es papel de los fieles laicos, como ciudadanos, trabajar directamente en la esfera política. Pero, añadía, la Iglesia ofrece su aportación por medio de la doctrina social. Además, reforzar las energías morales y espirituales significa que habrá una mayor probabilidad de que la justicia se ponga por delante de la satisfacción de los intereses personales.
Cuando el presidente italiano, Giorgio Napolitano, hizo su primera visita oficial a Benedicto XVI el 20 de noviembre, una vez más apareció el tema de la Iglesia y el Estado. Ambas instituciones, aunque distintas, tienen la función común de servir a la persona humana, comentaba el Pontífice.
El bien de los ciudadanos no se puede limitar a unos pocos indicadores materiales, como la riqueza, la educación y la sanidad. La dimensión religiosa también es parte vital del bienestar, empezando por la libertad religiosa.
Pero la libertad religiosa, sostenía el Papa, no se limita al derecho a celebrar unos servicios o que las creencias personales no sean atacadas. La libertad religiosa también incluye el derecho de las familias, los grupos religiosos y la Iglesia a ejercer sus responsabilidades.
Esta libertad no compromete al Estado o los intereses de otros grupos, porque se realiza en espíritu de servicio a la sociedad, explicaba Benedicto XVI. Así cuando la Iglesia y los fieles afrontan temas como la salvaguarda de la vida humana o la defensa de la familia y el matrimonio, no lo hace sólo por unas creencias religiosas específicas, sino «en el contexto y según las reglas de la convivencia democrática, por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona de recto sentir puede compartir».
Estos esfuerzos de la Iglesia y los cristianos no son siempre aceptados de forma favorable, observaba el Pontífice en su discurso del 8 de septiembre a los obispos de la provincia canadiense de Ontario, con ocasión de su visita «ad limina» a Roma.
Además, observaba que algunos líderes cristianos de la vida civil «sacrifican la unidad de la fe y sancionan la desintegración de la razón y los principios de la ética natural, rindiéndose a efímeras tendencias sociales y a falsas exigencias de los sondeos de opinión».
Pero el Papa recordaba a los obispos: «La democracia sólo tiene éxito si se basa en la verdad y en una correcta comprensión de la persona humana». Por esta razón los católicos implicados en la vida política deberían ser testigos del «esplendor de la verdad» y no separar moralidad de esfera pública.
Benedicto XVI animaba a los obispos a demostrar que «nuestra fe cristiana, lejos de ser un obstáculo para el diálogo, es un puente, precisamente porque une razón y cultura». Un llamamiento válido para los cristianos de todos los países en este comienzo de año.
Por el padre John Flynn