IUDAD DEL VATICANO, martes, 6 febrero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que predicó Benedicto XVI en las vísperas ecuménicas que presidió en la fiesta de la conversión de San Pablo, al final de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos el 25 de enero.
En la celebración, que tuvo lugar en la Basílica San Pablo Extramuros, participaron representantes del resto de las confesiones cristianas de Roma: el arzobispo metropolita ortodoxo de Italia, Gennadios; el obispo John Flack, director del Anglican Center de Roma, de la Comunión Anglicana; el pastor Holger Milkau, decano de la Iglesia Evangélica-Luterana en Italia.
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Queridos hermanos y hermanas:
Durante la Semana de oración que se concluye esta tarde, se ha intensificado en las diversas Iglesias y comunidades eclesiales del mundo entero la invocación común al Señor por la unidad de los cristianos. Hemos meditado juntos en las palabras del evangelio de san Marcos que se acaban de proclamar: "Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37), tema bíblico propuesto por las comunidades cristianas de Sudáfrica. Las situaciones de racismo, pobreza, conflicto, explotación, enfermedad y sufrimiento, en las que se encuentran esas comunidades, por la misma imposibilidad de hacer que se comprendan sus necesidades, suscitan en ellos una fuerte exigencia de escuchar la palabra de Dios y de hablar con valentía.
En efecto, ser sordomudo, es decir, no poder escuchar ni hablar, ¿no será signo de falta de comunión y síntoma de división? La división y la incomunicabilidad, consecuencia del pecado, son contrarias al plan de Dios. África nos ha ofrecido este año un tema de reflexión de gran importancia religiosa y política, porque "hablar" y "escuchar" son condiciones esenciales para construir la civilización del amor.
Las palabras "hace oír a los sordos y hablar a los mudos" constituyen una buena nueva, que anuncia la venida del reino de Dios y la curación de la incomunicabilidad y de la división. Este mensaje se encuentra en toda la predicación y la actividad de Jesús, el cual recorría pueblos, ciudades o aldeas, y en todos los lugares a donde llegaba "colocaban a los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiera tocar siquiera la orla de su vestido; y cuantos le tocaban quedaban sanos" (Mc 6, 56).
La curación del sordomudo, en la que hemos meditado durante estos días, acontece mientras Jesús, habiendo salido de la región de Tiro, se dirige hacia el lago de Galilea, atravesando la así llamada "Decápolis", territorio multi-étnico y plurirreligioso (cf. Mc 7, 31). Una situación emblemática también para nuestros días. Como en otros lugares, también en la Decápolis presentan a Jesús un enfermo, un sordo que, además, hablaba con dificultad (moghìlalon), y le ruegan imponga la mano sobre él, porque lo consideran un hombre de Dios.
Jesús aparta al sordomudo de la gente, y realiza algunos gestos que significan un contacto salvífico: le mete sus dedos en los oídos y con su saliva le toca la lengua; luego, levantando los ojos al cielo, ordena: "¡Ábrete!". Pronuncia esta orden en arameo —"Effatá"—, que era probablemente la lengua de las personas presentes y del sordomudo. El evangelista traduce esa expresión al griego: dianoìchthēti. Los oídos del sordo se abrieron, y, al instante, se soltó la atadura de su lengua "y hablaba correctamente" (orthōs). Jesús recomienda que no cuenten a nadie el milagro. Pero cuanto más se lo prohibía, "tanto más ellos lo publicaban" (Mc 7, 36). Y el comentario de admiración de quienes habían asistido refuerza la predicación de Isaías para la llegada del Mesías: "Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37).
La primera lección que sacamos de este episodio bíblico, recogido también en el rito del bautismo, es que, desde la perspectiva cristiana, lo primero es la escucha. Al respecto Jesús afirma de modo explícito: "Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11, 28). Más aún, a Marta, preocupada por muchas cosas, le dice que "una sola cosa es necesaria" (Lc 10, 42). Y del contexto se deduce que esta única cosa es la escucha obediente de la Palabra. Por eso la escucha de la palabra de Dios es lo primero en nuestro compromiso ecuménico.
En efecto, no somos nosotros quienes hacemos u organizamos la unidad de la Iglesia. La Iglesia no se hace a sí misma y no vive de sí misma, sino de la palabra creadora que sale de la boca de Dios. Escuchar juntos la palabra de Dios; practicar la lectio divina de la Biblia, es decir, la lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los creyentes de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso recorrer para alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra.
Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe hablar y transmitirla a los demás, a los que nunca la han escuchado o a los que la han olvidado y ahogado bajo las espinas de las preocupaciones o de los engaños del mundo (cf. Mt 13, 22). Debemos preguntarnos: ¿no habrá sucedido que los cristianos nos hemos quedado demasiado mudos? ¿No nos falta la valentía para hablar y dar testimonio como hicieron los que fueron testigos de la curación del sordomudo en la Decápolis? Nuestro mundo necesita este testimonio; espera sobre todo el testimonio común de los cristianos.
Por eso, la escucha de Dios que habla implica también la escucha recíproca, el diálogo entre las Iglesias y las comunidades eclesiales. El diálogo sincero y leal constituye el instrumento imprescindible de la búsqueda de la unidad.
El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo puso de relieve que, si los cristianos no se conocen mutuamente, no puede haber progreso en el camino de la comunión. En efecto, en el diálogo nos escuchamos y comunicamos unos a otros; nos confrontamos y, con la gracia de Dios, podemos converger en su Palabra, acogiendo sus exigencias, que son válidas para todos.
Los padres conciliares no vieron en la escucha y en el diálogo una utilidad encaminada exclusivamente al progreso ecuménico; añadieron una perspectiva referida a la Iglesia católica misma. "De este diálogo —afirma el texto del Concilio— se obtendrá un conocimiento más claro aún de cuál es el verdadero carácter de la Iglesia católica" (Unitatis redintegratio, 9).
Desde luego, es indispensable "que se exponga claramente toda la doctrina" para un diálogo que afronte, discuta y supere las divergencias que aún existen entre los cristianos, pero, al mismo tiempo, "el modo y el método de expresar la fe católica no deben convertirse de ninguna manera en un obstáculo para el diálogo con los hermanos" (ib., 11). Es necesario hablar correctamente (orthōs) y de modo comprensible. El diálogo ecuménico conlleva la corrección fraterna evangélica y conduce a un enriquecimiento espiritual mutuo compartiendo las auténticas experiencias de fe y vida cristiana.
Para que eso suceda, es preciso implorar sin cesar la asistencia de la gracia de Dios y la iluminación del Espíritu Santo. Es lo que los cristianos del mundo entero han hecho durante esta Semana especial o harán durante la Novena que precede a Pentecostés, así como en todas las circunstancias oportunas, elevando su oración confiada para que todos los discípulos de Cristo sean uno, y para que, en la escucha de la Palabra, den un testimonio concorde a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
En este clima de intensa comunión, deseo dirigir mi cordial saludo a todos los presentes: al señor cardenal arcipreste de esta basílica, al señor cardenal presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y a los demás cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los monjes benedictinos, a los religiosos y las religiosas, y a los laicos que representan a toda la comunidad diocesana de Roma.
De modo especial quiero saludar a los hermanos de las demás Iglesias y comunidades eclesiales que participan en la celebración, renovando la significativa tradición de concluir juntos la Semana de oración, en el día en que conmemoramos la fulgurante conversión de san Pablo en el camino de Damasco.
Me alegra poner de relieve que el sepulcro del Apóstol de los gentiles, junto al cual nos encontramos, recientemente ha sido objeto de investigaciones y estudios, como resultado de los cuales se ha querido dejarlo a la vista de los peregrinos, con una oportuna intervención bajo el altar mayor. Expreso mi enhorabuena por esta importante iniciativa.
A la intercesión de san Pablo, incansable constructor de la unidad de la Iglesia, encomiendo los frutos de la escucha y del testimonio común que hemos podido experimentar en los numerosos encuentros fraternos y diálogos que hemos mantenido durante el año 2006, tanto con las Iglesias de Oriente como con las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente.
En estos acontecimientos se ha podido percibir la alegría de la fraternidad, juntamente con la tristeza por las tensiones que aún persisten, conservando siempre la esperanza que nos infunde el Señor. Damos gracias a los que han contribuido a intensificar el diálogo ecuménico con la oración, con el ofrecimiento de sus sufrimientos y con su acción incansable.
Y sobre todo damos fervientemente las gracias a nuestro Señor Jesucristo por todo. Que la Virgen María haga que cuanto antes se logre realizar el ardiente anhelo de unidad de su Hijo divino: "Que todos sean uno..., para que el mundo crea" (Jn 17, 21).