IUDAD DEL VATICANO, miércoles, 28 febrero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la segunda parte de las preguntas de los seminaristas del Seminario Romano Mayor y las respuestas de Benedicto XVI durante la visita que el Papa realizó al mismo el 17 de febrero de 2007.
DIMOV KOICIO: DIÓCESIS DE NICÓPOLIS AD ISTRUM (BULGARIA) IV año (2° TEOLOGÍA)
Santo Padre, usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de la suciedad que hay en la Iglesia; y en la homilía de la misa de ordenación de sacerdotes romanos del año pasado nos puso en guardia contra el peligro "de buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de esforzarse por conseguir una buena posición mediante la Iglesia".
¿Cómo afrontar estos problemas del modo más sereno y responsable posible?
Benedicto XVI: No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho —y es un punto importante— que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto y no sólo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su amor y hacer resplandecer su amor.
Personalmente considero que, en este punto, es muy importante la oración de san Ignacio, que dice: "Suscipe, Domine, universam meam libertatem. Accipe memoriam, intellectum atque voluntatem omnem. Quidquid habeo vel possideo mihi largitus es; id tibi totum restituo, ac tuae prorsus voluntati trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia tua mihi dones, et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco".
[“Toma mi Señor, y recibe mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Tú me lo diste, a Ti, Señor, lo torno; todo es tuyo; dispón de ello conforme a tu voluntad. Dame tu amor y gracia, que esto me basta”. Según una traducción litúrgica reportada por Zenit].
Precisamente esta última parte me parece muy importante: comprender que el verdadero tesoro de nuestra vida es estar en el amor del Señor y no perder nunca este amor. Luego somos realmente ricos. Un hombre que ha encontrado un gran amor se siente realmente rico y sabe que esta es la verdadera perla, que este es el tesoro de su vida y no todas las demás cosas que posee.
Nosotros hemos encontrado, más aún, hemos sido encontrados por el amor del Señor, y cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la vida sacramental, en la vida de oración, en la vida de trabajo, en el tiempo libre, tanto más podemos comprender que, si hemos encontrado la verdadera perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la medida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas. Con este amor yo soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición elevada. Encontremos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos que la Providencia decida qué hace con nosotros.
Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su monasterio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña religiosa africana, ya encorvada, le dijo: "Pero, ¿qué hace usted, hermana?". Bakhita le respondió: "Yo hago lo mismo que usted excelencia". El obispo admirado preguntó: "¿Qué cosa?". Y Bakhita le contestó: "Excelencia, los dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad de Dios".
Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña religiosa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones diversas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en el lugar debido.
También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la verdadera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me parece que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria, en una vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentaciones tan humanas.
FRANCESCO ANNESI: DIÓCESIS DE ROMA del V año (3° TEOLOGÍA)
Santidad, la carta apostólica "Salvifici doloris" del Papa Juan Pablo II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cualquier forma de dolor, ¿cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren, sin resultar retórico o patético?
Benedicto XVI: ¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos: el hambre, las epidemias, etc.
Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de trigo que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de toda la vida.
Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándonos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.
Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.
Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la alegría, sino a la autodestrucción.
Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.
Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.
Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.
Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de maduración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.
MARCO CECCARELLI: DIÓCESIS DE ROMA, diácono (será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)
Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral?
Benedicto XVI: Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.
El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: "Serva ordinem et ordo servabit te". Esas palabras encierran una gran verdad.
Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: "Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?".
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.