CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 1 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos íntegramente la intervención de Benedicto XVI, pronunciada en la noche del jueves, ante numerosísimos fieles que participaron en la celebración mariana de conclusión del mes de mayo, una tradicional convocatoria en los jardines vaticanos. En ese día, la liturgia celebraba la Visitación de la Virgen María a su prima Isabel.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Con alegría me uno a vosotros al término de esta vigilia mariana, siempre sugestiva, con la que se concluye en el Vaticano el mes de mayo en la fiesta litúrgica de la Visitación de la Santísima Virgen María. Saludo con afecto fraterno a los cardenales y obispos presentes, y doy las gracias al arcipreste de la Basílica, monseñor Angelo Comastri, quien ha presidido la celebración. Saludo a los sacerdotes, las religiosas y religiosos, en particular a la monjas del Monasterio Mater Ecclesieae del Vaticano; igualmente, a las muchas familias que participan en este rito. Meditando los Misterios Gozosos del Santo Rosario, habéis subido a esta colina donde habéis revivido espiritualmente, en el relato del evangelista Lucas, la experiencia de María, que desde Nazaret de Galilea «se puso en camino hacia la montaña» ( Lc 1,39) para llegar a una aldea de Judá donde vivía Isabel con su marido Zacarías.
¿Qué impulsó a María, una muchacha joven, a afrontar aquel viaje? ¿Qué, sobre todo, le empujó a olvidarse de sí misma para pasar los primeros tres meses de su embarazo al servicio de su prima, necesitada de ayuda? La respuesta está escrita en un Salmo: «Corro por el camino de tus mandamientos, [Señor], pues tú mi corazón dilatas» ( Sal 118,32). El Espíritu Santo, que hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, dilató su corazón a las dimensiones del de Dios y le impulsó por la vía de la caridad. La Visitación de María se comprende a la luz del acontecimiento que le precede inmediatamente en el relato del Evangelio de Lucas: el anuncio del Ángel y la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo fue sobre la Virgen, el poder del Altísimo le cubrió con su sombra (v. Lc 1,35). Aquel mismo Espíritu le impulsó a «levantarse» y a partir sin tardanza (v. Lc 1,39), para ser de ayuda a su anciana pariente. Jesús apenas ha comenzado a formarse en el seno de María, pero su Espíritu ya ha llenado su corazón, de forma que la Madre comienza ya a seguir al Hijo divino: en el camino que de Galilea conduce a Judá es el mismo Jesús el que «impulsa» a María, infundiéndole el ímpetu generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de no poner por delante las propias y legítimas exigencias, dificultades, peligros para su propia vida. Es Jesús quien le ayuda a superar todo dejándose guiar por la fe que actúa por la caridad (v. Ga 5,6).
Meditando este misterio, vemos bien qué significa que la caridad cristiana sea una virtud «teologal». Vemos que el corazón de María es visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del Espíritu e impulsado interiormente por el Hijo; esto es, vemos un corazón humano perfectamente introducido en el dinamismo de la Santísima Trinidad. Este movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en modelo de la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario (Encíclica Deus caritas est, 19). Todo gesto de amor genuino, también el más pequeño, contiene en sí un destello del misterio infinito de Dios: la mirada de atención al hermano, hacerse cercano a él, compartir su necesidad, atender sus heridas, la responsabilidad por su futuro, todo, hasta en los más mínimos detalles, se hace «teologal» cuando está animado por el Espíritu de Cristo. Que María nos obtenga el don de saber amar como Ella supo amar. A María confiamos esta singular porción de la Iglesia que vive y trabaja en el Vaticano; le confiamos la Curia Romana y las instituciones a ella ligadas, para que el Espíritu de Cristo anime todo deber y todo servicio. Pero desde esta colina ampliamos la mirada a Roma y al mundo entero, y oramos por todos los cristianos, para que puedan decir con San Pablo: «el amor de Cristo nos apremia», y con la ayuda de María sepan difundir en el mundo el dinamismo de la caridad.
Os agradezco nuevamente vuestra devota y calurosa participación. Llevad mi saludo a los enfermos, a los ancianos y a cada uno de vuestros seres queridos. A todos imparto de corazón mi Bendición Apostólica.