IUDAD DEL VATICANO, miércoles, 8 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía de Juan Pablo II pronunciada este miércoles en la concelebración eucarística que presidió en la Basílica vaticana en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María y 150º aniversario de la definición de este dogma.
1. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28).
Con estas palabras del Arcángel Gabriel, nos dirigimos a la Virgen María varias veces al día. Las repetimos hoy con ferviente gozo, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, recordando aquel 8 de diciembre de 1854, cuando el beato Pío IX proclamó este admirable dogma de la fe católica precisamente en esta Basílica vaticana.
Saludo cordialmente a cuantos hoy están aquí reunidos, en particular a los representantes de la Sociedades Mariológicas Nacionales, que han tomado parte en el Congreso Mariológico Mariano Internacional, organizado por la Pontificia Academia Mariana.
Saludo también a todos vosotros, aquí presentes, queridísimos hermanos y hermanas, que habéis venido a rendir filial homenaje a la Virgen Inmaculada. Saludo de manera especial al señor cardenal Camillo Ruini, a quien renuevo la felicitación más cordial por su jubileo sacerdotal, expresándole toda mi gratitud por el servicio que con generosa dedicación ha prestado y sigue prestando a la Iglesia como mi vicario general para la diócesis de Roma y como presidente de la Conferencia Episcopal Italiana.
2. ¡Qué grande es el misterio de la Inmaculada Concepción que la Liturgia de hoy nos presenta! Misterio que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspira la reflexión de los teólogos. El tema del Congreso ahora recordado --«María de Nazaret acoge al Hijo de Dios en la historia»-- ha favorecido una profundización de la doctrina de la concepción inmaculada de María como presupuesto para la acogida en su vientre virginal del Verbo de Dios encarnado, Salvador del género humano.
«Llena de gracia»: con este apelativo, según el original griego del Evangelio de Lucas, el Ángel se dirige a María. Es este el nombre con que Dios, a través de su mensajero, quiso calificar a la Virgen. De esta forma Él la pensó y vio desde siembre, ab aeterno.
3. En el himno de la Carta a los Efesios, antes proclamado, el Apóstol alaba a Dios Padre porque «nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (1,3). ¡Con qué especialísima bendición Dios se dirigió a María desde el inicio de los tiempos! ¡Verdaderamente bendita, María, entre todas las mujeres (Cf. Lc 1,42)!
El Padre la eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuera santa e inmaculada en su presencia en el amor, predestinándola como primicia a la adopción filial por obra de Jesucristo (Cf. Ef 1,4-5).
4. La predestinación de María, como la de cada uno de nosotros, es relativa a la predestinación del Hijo. Cristo es aquella «estirpe» que «aplastaría la cabeza» a la antigua serpiente, según el Libro del Génesis (Cf. Gn 3,15); es el Cordero «sin mancha» (Cf. Ex 12,5; 1 P 1,19), inmolado para redimir la humanidad del pecado.
En previsión de la muerte salvífica de Él, María, su Madre, fue preservada del pecado original y de cualquier otro pecado. En la victoria del nuevo Adán está también la de la nueva Eva, madre de los redimidos. La Inmaculada es así signo de esperanza para todos los vivientes, que han vencido a satanás por medio de la sangre del Cordero (Cf. Ap 12,11).
5. Contemplamos hoy a la humilde muchacha de Nazaret santa e inmaculada en la presencia de Dios en la caridad (Cf. Ef 1,4), esa «caridad» que en su fuente originaria es Dios mismo, uno y trino.
¡Obra sublime de la Santísima Trinidad es la Inmaculada Concepción de la Madre del Redentor! Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus, recuerda que el Omnipotente estableció «con un solo y mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría» (Pii IX Pontificis Maximi Acta, Pars prima, p. 559).
El «sí» de la Virgen al anuncio del Ángel se sitúa en lo concreto de nuestra condición terrena, en humilde obsequio a la voluntad divina de salvar la humanidad no desde la historia, sino en la historia. En efecto, preservada libre de toda mancha de pecado original, la «nueva Eva» se ha beneficiado de modo singular de la obra de Cristo como perfectísimo Mediador y Redentor. Redimida en primer lugar por su Hijo, partícipe en plenitud de su santidad, Ella es ya lo que toda la Iglesia desea y espera ser. Es la imagen escatológica de la Iglesia.
6. Por esto la Inmaculada, que señala «el inicio de la Iglesia, esposa de Cristo sin mancha y sin arruga, resplandeciente de belleza» (Prefacio), precede siempre al Pueblo de Dios en la peregrinación de la fe hacia el Reino de los cielos (Cf. Lumen gentium, 58; Enc. Redemptoris Mater, 2).
En la concepción inmaculada de María la Iglesia ve proyectarse, anticipada en su miembro más noble, la gracia salvadora de la Pascua.
En el acontecimiento de la Encarnación encuentra indisolublemente al Hijo y a la Madre: «al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre» (Redemptoris Mater, 1).
7. A Ti, Virgen Inmaculada, por Dios predestinada sobre toda criatura como abogada de gracia y modelo de santidad para su pueblo, renuevo hoy en modo especial la confianza de toda la Iglesia.
Sé Tú quien guíe a sus hijos en la peregrinación de la fe, haciéndoles siempre más obedientes y fieles a la Palabra de Dios.
Sé Tú quien acompañe a cada cristiano en el camino de la conversión y de la santidad, en la lucha contra el pecado y en la búsqueda de la verdadera belleza, que es siempre huella y reflejo de la belleza divina.
Sé Tú quien obtenga paz y salvación para todas las gentes. Que el Padre eterno, que Te ha querido Madre inmaculada del Redentor, renueve también en nuestro tiempo, por medio de ti, los prodigios de su amor misericordioso. ¡Amen!