ROMA, lunes, 12 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Mathilde y Edouard Cortés están peregrinando de París a Jerusalén a pié, más de 3.700 kilómetros, mendigando albergue y comida.
Un viaje de luna de miel «por la paz y la unidad de los cristianos», hecho de sacrificios y sufrimientos (fueron agredidos al llegar a Turquía) pero también de encuentros inolvidables. Publicamos un primer extracto de su carnet de ruta.
En una entrevista concedida a Zenit el 25 de junio, al dejar París, Mathilde y Edouard Cortés (Cf. www.enchemin.org) pusieron una dirección electrónica a disposición de los lectores de Zenit, invitándoles a confiar sus intenciones de oración. Ya han recibido más de trescientas intenciones.
«Tal como nos comprometimos tras el inicio de nuestra marcha, rezamos fielmente por todos aquellos que nos han entregado sus intenciones --afirman--. Pueden escribirnos a me.cortes@enchemin.org. Contamos también con sus oraciones».
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Martes 21 de agosto de 2007. 65a jornada. Croacia. 46 kilómetros. 1.884 desde París
A nuestro alrededor, casas derrumbadas, impactos de bala. Me retuerzo en todos los sentidos, necesito pararme… ¡Es urgente! «No aquí, me grita Edouard. ¡Mira!». En el cartel, una calavera sobre fondo rojo indica «minas». El campo sin cultivar está infestado de estos centinelas invisibles, que no cesan de matar incluso en tiempo de paz. Es impresionante. De golpe, nos damos cuenta de que la guerra de 1991 en Yugoslavia tuvo lugar a menos de 1.500 kilómetros de París. El atrio de Notre-Dame que dejamos hace dos meses nos parecía bien lejano.
Al nordeste de Gospic, enfilamos un camino. Atravesamos aldeas desiertas. Las casas abandonadas están acribilladas por los disparos, los tejados volados por las explosiones o los bombardeos. Las señales han servido de diana a los combatientes. ¿Juego o intento de intimidación? No hay nadie. Ostrovica, Polovine, Vrebac… Las aldeas se suceden y se asemejan. Tras las balas y las granadas, la vegetación ha invadido el cemento y la piedra. Se me pone la carne de gallina. Cae la noche. Nunca hay nadie. ¿Dónde están los que se fueron? ¿Por qué tal desierto dieciséis años después de la guerra?
Pronto, al resplandor de nuestra lámpara frontal, comprendemos mejor: un letrero al borde del camino señala el mapa de los terrenos minados. Estamos rodeados. Sólo el trazado de la autovía que pasa un poco más lejos ha sido limpiado de minas, así como la carretera por la que avanzamos.
No tenemos otra opción que seguir avanzando sobre el asfalto, línea de vida, para dejar esta región fantasma. Tenemos el estómago vacío desde ayer por la tarde. Estamos cansados. Tengo miedo. Pero debemos seguir. Nuestra voluntad viene en ayuda de nuestros cuerpos rendidos. La fuerza del caminante está en su cabeza, más que en sus piernas. Debemos avanzar. Ir hasta el fin de nuestras fuerzas. Forzar nuestros límites físicos y psicológicos. Me duele el cuerpo. Pero vive. Tengo el corazón en un puño. Pero palpita. Estoy aterrorizada. Las lágrimas caen dulcemente por mis mejillas. No quiero acabar esta noche de pesadilla pisando una mina. En estos momentos difíciles, no tenemos ningún recurso. Nuestra precariedad de caminantes se acentúa por nuestra pobreza material. No podremos ir a descansar a la próxima ciudad en un albergue. No iremos a comer un bocado en el fogón más próximo. Nuestra única esperanza es encontrar gente abierta. ¿Es demasiada locura? Por primera vez, me entran dudas. ¿Fuimos demasiado locos al formular, en el entusiasmo de nuestro amor naciente, el sueño de alcanzar Jerusalén a pie y sin dinero? Edouard, a mi lado también tiene miedo. Lo noto, aunque no se atreve a demostrarlo demasiado para no desanimarme. Sabe cuánto me apoyo en él en los momentos difíciles. Es mi fuerza en el desánimo, le descubro cada vez más atento y amante. Pero aquí estamos llegando a nuestro límite. Alzamos los ojos al cielo, suplicando a Dios que venga en nuestro auxilio, que se apiade de nosotros y que ponga fin a nuestra jornada de marcha. A lo lejos, vemos brillar lucecitas. Es un cementerio. Parece cuidado, lo que nos asegura que no está minado. Pasamos la verja y encontramos al fondo una pequeña cabaña. Instalamos nuestra pequeña tienda de campaña a la sombra de las tumbas, acabando el camino en compañía de los muertos. Están allí los fantasmas de las aldeas atravesadas. Por esta noche, nos dejan descansar en paz.
Hacia mediodía del día siguiente, nos cruzamos por fin con un hombre mayor al borde del camino. Deja caer los ramajes que estaba quemando y nos hace señas para que le sigamos. Entramos en la primera aldea habitada después de kilómetros. Djuro tiene al menos 70 años. Nos abre la puerta grande. Aquí también la guerra ha golpeado. No quiere hablar de ello y ha escondido bajo una nueva pintura los impactos de las balas que cubrían su casa. Nos deja asearnos y nos ofrece sin tardar higos, uvas y galletas. No hemos comido nada desde hace 36 horas. Hacemos esfuerzos para no lanzarnos sobre el alimento. Djuro va a cambiarse para honrarnos con sus ropas típicas, las más bonitas de su guardarropa. Peina hacia atrás sus hirsutos cabellos blancos, escupiendo en sus manos a guisa de gomina, como un dandy croata. Su corazón festeja la acogida de los vagabundos. Su alegría es comunicativa. Par hacerla aún más perfecta, saca su banjo. Rasga las cuerdas y entona a grito pelado canciones locales adornadas de grandes exclamaciones. Era oportuno para nosotros encontrarnos con un personaje así tras la fantomática noche anterior. Para comprender que hay hombres buenos. Hombres de paz. Hombres. Djuro sirve tres vasos de coca-cola, lanza un gran «giveli» (salud) y traga su vaso con burbujas hasta el fondo. Hacemos lo mismo. Retoma su instrumento y sigue tocando cosas bonitas. Casi bailamos, zapateando con los pies y palmeando con las manos para acompañar al viejo. Sus ojos brillan de felicidad. Los nuestros también. Antes de partir, Djuro llena nuestras cantimploras con agua del pozo. Me abraza, me besa en las mejillas y me dice: «Eres como mi hija, pero “cerka”. Debes volver para ver a tu viejo padre después de tu viaje». Volviéndose a Edouard, acaricia su barba, luego pasa la mano por el mostacho para pensar antes de abrazarle. Escupe en sus manos para repeinarse y darse compostura. Volvemos para los últimos adioses, y vemos lágrimas rodar por sus mejillas. Lágrimas de alegría. La que nos ha dado. Basta un hombre bueno para dar corazón a toda la humanidad. Ese día, para nosotros, lo hizo el viejo Djuro».