CIUDAD DEL VATICANO, martes 23 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Eminencia,
queridos hermanos en el Episcopado
y en el Sacerdocio,
es una tradición muy gozosa y también importante para mí poder iniciar la Cuaresma siempre con mi Presbiterio, los Presbíteros de Roma. Así, como Iglesia local de Roma, pero también como Iglesia universal, podemos emprender este camino esencial con el Señor hacia la Pasión, hacia la Cruz, el camino pascual.
Este año queremos meditar sobre los pasajes de la Carta a los Hebreos ahora leídos. El autor de esta Carta ha abierto un nuevo camino para entender el Antiguo testamento como libro que habla sobre Cristo. La tradición precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, en la clave de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero Rey de Israel, verdadero Rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción sobre la Cruz había realmente anunciado al mundo esta realidad: ahora está el verdadero Rey de Israel, que es el Rey del mundo. El Rey de los Judíos está en la Cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, la cual, en el fondo del corazón, es una esperanza de todos los hombres que esperan al verdadero Rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Pero el Autor de la Carta a los Hebreos ha descubierto una cita que hasta aquel momento no había sido observada: Salmo 110, 4 — “tu eres sacerdote según el rito de Melquisedec”. Esto significa que Jesús no solo cumple la promesa davídica, las expectativas del verdadero Rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en Qumran, hay dos líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El Autor de la Carta a los Hebreos, descubriendo este versículo, ha comprendido que en Cristo se unen las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios – según el Salmo 2, 7 que él cita – pero es también el verdadero Sacerdote.
Así todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio, que está en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar como precisamente también la ley cultual, que tras la destrucción del Templo fue abolida, en realidad iba hacia Cristo; por tanto, no fue simplemente abolida, sino renovada, transformada, porque en Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio aparece entonces en su pureza y en su verdad profunda.
De este modo, la Carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo; Melquisedec; y el mismo Cristo, como el verdadero sacerdocio. También el sacerdocio de Aarón, aún siendo diferente del de Cristo, aún siendo, por así decirlo, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, con todo es “camino” hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos esenciales. Después está Melquisedec – volveremos sobre este punto – que es un pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Testamento, entra en una figura misteriosa, sin padre, sin madre – dice la Carta a los Hebreos –, sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así también desde el mundo pagano viene la esperanza y la prefiguración profunda del misterio de Cristo. En Cristo mismo todo está sintetizado, purificado y guiado hacia su fin, a su verdadera esencia.
Veamos ahora cada uno de los elementos, en cuanto sea posible, sobre el sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón, aprendemos dos cosas, nos dice el autor de la Carta a los Hebreos: un sacerdote, para ser realmente mediador entre Dios y el hombre, tiene que ser hombre. Esto es fundamental, y el Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre – volveremos sobre este punto –, pero no puede por sí mismo hacerse mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una autorización, de una institución divina y sólo perteneciendo a las dos esferas – la de Dios y la del hombre –, puede ser mediador, puede ser “puente”. Esta es la misión del sacerdote: combinar, unir estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios – lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre – y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es la de ser mediador, puente que une, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su luz verdadera, a su vida verdadera.
Como primer punto, por tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y solamente en Cristo esta necesidad, esta condición de la mediación se realiza plenamente. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para que se dé el verdadero puente, se dé la verdadera mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios, o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo con el Sacramento, este acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con Cristo, podemos realizar nuestra misión. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de Cristo; solo Dios puede entrar en mi vida y tomarme de la mano. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra – ser elegidos y tomados de la mano por Dios – es un punto fundamental en el que entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el que Dios me da lo que yo no podría nunca dar: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.
Hagamos esta realidad también un factor práctico en nuestra vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Debemos por tanto vivir esta comunión y la celebración de la Santa Misa, la oración del Breviario, toda la oración personal,son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijados en Dios, en este punto del que no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día tras día, también con breves oraciones en las que nos volvemos a conectar con Dios y nos convertimos cada vez más en hombres de Dios, que viven en su comunión y que pueden así hablar de Dios y guiar a Dios.