Queridos hermanos y hermanas,
en oración, con ánimo recogido y conmovido, hemos recorrido esta noche el camino de la Cruz. Con Jesús hemos subido al Calvario y hemos meditado sobre su sufrimiento, redescubriendo cuán profundo es el amor que él ha tenido y tiene por nosotros.
Pero en este momento no queremos limitarnos a una compasión dictada sólo por nuestro débil sentimiento. Queremos más bien sentirnos partícipes del sufrimiento de Jesús, queremos acompañar a nuestro Maestro, compartiendo su Pasión en nuestra vida, en la vida de la Iglesia, para la vida del mundo; porque sabemos que precisamente en la cruz, en el amor sin límites que se entrega totalmente, está la fuente de la gracia, de la liberación, de la paz, de la salvación.
Los textos, las meditaciones, las oraciones del Vía Crucis nos han ayudado a mirar este misterio de la Pasión, para aprender la inmensa lección de amor que Dios nos dio en la cruz, para que nazca en nosotros un renovado deseo de convertir nuestro corazón, viviendo cada día el mismo amor, la única fuerza capaz de cambiar el mundo.
Esta noche hemos contemplado a Jesús en su rostro lleno de dolor, burlado, ultrajado, desfigurado por el pecado del hombre, mañana por la noche lo contemplaremos en su rostro lleno de alegría, radiante y luminoso. Desde que Jesús fue colocado en el sepulcro, la tumba y la muerte ya no son un lugar sin esperanza donde la historia se cierra con el fracaso más completo, donde el hombre toca el límite extremo de su impotencia. El Viernes Santo es el día de la esperanza más grande, la madurada en la cruz, mientras Jesús muere, mientras exhala su último suspiro gritando: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). Entregando su existencia, donada a las manos del Padre, sabe que su muerte se convierte en fuente de vida. Como la semilla en la tierra tiene que deshacerse para que la planta pueda crecer. Si el grano de trigo caído en tierra no muere permanece solo, en cambio si muere da mucho fruto. Jesús es el grano de trigo que cae en la tierra, se deshace, se rompe, muere y por esto puede dar fruto. Desde el día en que Cristo fue alzado en ella, la cruz, que parece ser el signo del abandono, de la soledad, del fracaso, se ha convertido en un nuevo inicio. De la profundidad de la muerte se alza la promesa de la vida eterna, sobre la cruz brilla ya el esplendor victorioso del alba del día de la Pascua.
En el silencio que envuelve esta noche, en el silencio que envuelve el Sábado Santo, tocados por el amor sin límites de Dios, vivimos en la espera del alba del tercer día, el alba de la victoria del amor de Dios, el alba de la luz que permite a los ojos del corazón ver de modo nuevo la vida, las dificultades, el sufrimiento. Nuestros fracasos, nuestras desilusiones, nuestras amarguras que parecen marcar el derrumbe de todo, quedan iluminados por la esperanza. El acto de amor de la cruz confirmado por el Padre y la luz fulgurante de la resurrección, lo envuelve y lo transforma todo. De la traición puede nacer la amistad, de la renegación el perdón, del odio el amor. Concédenos, Señor, llevar con amor nuestra cruz, nuestras cruces cotidianas, en la certeza de que éstas están iluminadas con el fulgor de tu Pascua. Amén.
Díptico: La Crucifixión y el Juicio Final
Jan van Eyck, Años 1430