ROMA, jueves 24 de junio de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada hoy por el Papa durante su visita al monasterio de dominicas de clausura de Santa María del Rosario en el Monte Mario, durante la celebración de la Hora Media.
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Queridas hermanas,
dirijo a cada una de vosotras las palabras del Salmo 124 (125), que acabamos de rezar: “Colma de bienes, Señor, a los buenos y a los rectos de corazón" (v. 4). Os saludo sobre todo con este augurio: está sobre vosotras la bondad del Señor. En particular, saludo a vuestra Madre Priora, y le agradezco de corazón las amables expresiones que me ha dirigido en nombre de la comunidad. Con gran alegría acogí la invitación a visitar este Monasterio, para poder detenerme con vosotras a los pies de la imagen de la Virgen acheropita de san Sixto, ya protectora de los monasterios romanos de Santa María in Tempulo y de San Sixto.
Hemos rezado juntos la Hora Media, una pequeña parte de esta Oración Litúrgica que, como claustrales, marca los ritmos de vuestras jornadas y os hace intérpretes de la Iglesia-Esposa, que se une, de forma especial, con su Señor. Para esta oración coral, que encuentra su culmen en la participación cotidiana en el Sacrificio Eucarístico, vuestra consagración al Señor en el silencio y en el ocultamiento se hace fecunda y llena de frutos, no sólo en orden al camino de santificación y de purificación, sino también respecto a ese apostolado de intercesión que lleváis a cabo por toda la Iglesia, para que pueda aparecer pura y santa en presencia del Señor. Vosotros, que conocéis bien la eficacia de la oración, experimentáis cada día cuántas gracias de santificación esta puede obtener en la Iglesia.
Queridas hermanas, la comunidad que formáis es un lugar en el que poder morar en el Señor; esta es para vosotros la Nueva Jerusalén, a la que suben las tribus del Señor para alabar el nombre del Señor (cfr Sal 121,4). Sed agradecidas a la divina Providencia por el don sublime y gratuito de la vocación monástica, a la que el Señor os ha llamado sin mérito alguno vuestro. Con Isaías podéis afirmar “el Señor me plasmó desde el seno materno" (Is 49,5). Antes aún de que nacieseis, el Señor había reservado para Sí vuestro corazón para poderlo llenar de su amor. A través del sacramento del Bautismo habéis recibido en vosotros la Gracia divina e, inmersas en su muerte y resurrección, habéis sido consagradas a Jesús, para pertenecerle exclusivamente. La forma de vida contemplativa, que de las manos de santo Domingo habéis recibido en la modalidad de la clausura, os coloca, como miembros vivos y vitales, en el corazón del cuerpo místico del Señor, que es la Iglesia; y como el corazón hace circular la sangre y mantiene con vida al cuerpo entero, así vuestra existencia escondida con Cristo, entretejida de trabajo y de oración, contribuye a sostener a la Iglesia, instrumento de salvación para cada hombre al que el Señor redimió con su Sangre.
Es a esta fuente inagotable a la que vosotros os acercáis con la oración, presentando en presencia del Altísimo las necesidades espirituales y materiales de tantos hermanos en dificultad, la vida descarriada de cuantos se alejan del Señor. ¿Cómo no moverse a compasión por aquellos que parecen vagar sin meta? ¿Cómo no desear que en su vida suceda el encuentro con Jesús, el único que da sentido a la existencia? El santo deseo de que el Reino de Dios se instaure en el corazón del cada hombre, se identifica con la oración misma, como nos enseña san Agustín: Ipsum desiderium tuum, oratio tua est; et si continuum desiderium, continua oratio (cfr Ep. 130, 18-20); por ello, como fuego que arde y nunca se apaga, el corazón permanece pie, no deja nunca de desear y eleva siempre a Dios el himno de alabanza.
Reconoced por ello, queridas hermanas, que en todo lo que hacéis, más allá de los momentos personales de oración, vuestro corazón sigue siendo guiado por el deseo de amar a Dios. Con el obispo de Hipona, reconoced que el Señor es quien ha puesto en vuestros corazones su amor, deseo que dilata el corazón, hasta hacerlo capaz de acoger al mismo Dios (cfr In O. Ev. tr. 40, 10). ¡Este es el horizonte de la peregrinación terrena! ¡Esta es vuestra meta! Por esto habéis elegido vivir en el ocultamiento y en la renuncia a los bienes terrenos: para desear por encima de todo ese bien que no tiene igual, esa perla preciosa que merece la renuncia a cualquier otro bien para entrar en posesión suya.
Que podáis pronunciar cada día vuestro "sí" a los designios de Dios, con la misma humildad con que dijo su “si” la Virgen Santa. Ella, que en el silencio acogió la Palabra de Dios, os guíe en vuestra consagración virginal diaria, para que podáis experimentar en el ocultamiento la profunda intimidad vivida por Ella con Jesús. Invocando su protección maternal, junto con la de santo Domingo, santa Catalina de Siena y de los tantos santos y santas de la Orden Dominica, os imparto a todas una especial Bendición Apostólica, que extiendo de buen grado a las personas que se confían a vuestras oraciones.