CIUDAD DEL VATICANO, jueves 28 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, a quienes recibió en audiencia en la Sala Clementina del Palacio Apostólico.
* * * * *
Eminencia,
Excelencias,
Distinguidos Señores y Señoras.
Estoy contento de saludarles a todos vosotros aquí presentes con motivo de la Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, para reflexionar sobre “La herencia científica del siglo XX”. Saludo particularmente al obispo Marcelo Sánchez Sorondo, Canciller de la Academia. Aprovecho esta oportunidad también para recordar con afecto y gratitud al profesor Nicola Cabibbo, vuestro llorado presidente. Con todos vosotros, encomiendo su noble alma a Dios, Padre de las misericordias.
La historia de la ciencia en el siglo XX está marcada por indudables logros y avances importantes. Por desgracia, la imagen popular de la ciencia del siglo XX se caracteriza a veces de forma diversa, por dos elementos extremos. Por un lado, la ciencia es considerada por algunos como una panacea, demostrado por los notables logros del siglo pasado. De hecho, sus innumerables avances han sido tan amplios y tan rápidos que parecen confirmar el punto de vista de que la ciencia puede responder a todas las preguntas sobre la existencia del hombre, e incluso sus más altas aspiraciones. Por otro lado, están aquellos que temen a la ciencia y que se distancian de ella, debido a desarrollos preocupantes como la construcción y el terrible uso de las armas nucleares.
La ciencia, por supuesto, no se define por cualquiera de estos extremos. Su tarea fue y sigue siendo un paciente y con todo apasionada búsqueda de la verdad sobre el cosmos, la naturaleza y sobre la constitución del ser humano. En esta búsqueda, ha habido muchos éxitos y fracasos, triunfos y reveses. La evolución de la ciencia ha sido a la vez edificante, como cuando fueron descubiertos la complejidad de la naturaleza y sus fenómenos, superando nuestras expectativas; y humilde, como cuando algunas de las teorías que pensábamos que podían haber explicado los fenómenos de una vez por todas se demostraban solo parciales. Sin embargo, incluso los resultados aún provisionales constituyen una contribución real para revelar la correspondencia entre el intelecto y la realidad natural, en el que las generaciones posteriores pueden basarse para seguir construyendo.
Los progresos realizados en el conocimiento científico durante el siglo XX, en todas sus diversas disciplinas, ha dado lugar a una mayor concienciación sobre el lugar que el hombre y el planeta ocupan en el universo. En todas las ciencias, el denominador común sigue siendo la idea de la experimentación como un método organizado para la observación de la naturaleza. En el último siglo, el hombre ciertamente avanzado más – aunque no siempre en el conocimiento de sí mismo y de Dios, pero sí ciertamente en su conocimiento del macro y microcosmos – que en toda la historia de la humanidad. Nuestro encuentro aquí hoy, queridos amigos, es una prueba de la estima de la Iglesia hacia la investigación científica en curso y de su gratitud por la labor científica, que ella alienta y de la que se beneficia. En nuestros días, los científicos se dan cuenta cada vez más de la necesidad de estar abierto a la filosofía si se quiere descubrir el fundamento lógico y epistemológico de su metodología y sus conclusiones. Por su parte, la Iglesia está convencida de que la actividad científica en última instancia, se beneficia del reconocimiento de la dimensión espiritual del hombre y de su búsqueda de respuestas definitivas que permitan el reconocimiento de un mundo que existe independientemente de nosotros, que no entienden completamente y que sólo podemos comprender en la medida en que aprehendamos su lógica inherente. Los científicos no crean el mundo, sino que aprenden de él y tratar de imitarlo, a través de las leyes y la inteligibilidad que la naturaleza nos manifiesta. La experiencia del científico como ser humano es, pues, la de percibir una constante, una ley, un logos que no ha creado pero que en cambio, ha observado: de hecho, nos lleva a admitir la existencia de una razón todopoderosa, que es distinta de la del hombre, y que sostiene el mundo. Este es el punto de encuentro entre las ciencias naturales y la religión. Como resultado, la ciencia se convierte en un lugar de diálogo, un encuentro entre el hombre y la naturaleza y, potencialmente, incluso entre el hombre y su Creador.
Al mirar hacia el siglo XXI, me gustaría proponer dos ideas para una reflexión más profunda. En primer lugar, a medida que el aumento de los logros de las ciencias acrecientan nuestra maravilla frente a la complejidad de la naturaleza, se percibe cada vez más la necesidad de un enfoque interdisciplinario ligado con la reflexión filosófica. En segundo lugar, los logros científicos en este nuevo siglo deberían ser siempre guiados por el sentido de la fraternidad y la paz, ayudando a resolver los grandes problemas de la humanidad, y dirigir los esfuerzos de todos hacia el verdadero bien del hombre y el desarrollo integral de los pueblos del mundo. El resultado positivo de la ciencia del siglo XXI seguramente dependerá en gran medida de la capacidad del científico de buscar la verdad y de aplicar los descubrimientos de una manera que va de la mano con la búsqueda de lo que es justo y bueno. Con estos sentimientos, os invito a dirigir vuestra mirada hacia Cristo, la Sabiduría increada, y reconocer en su rostro, el Logos del Creador de todas las cosas. Renovandoos mis mejores deseos para vuestro trabajo, os imparto mi Bendición Apostólica.