Queridos hermanos y hermanas,
estoy contento de daros una cordial bienvenida en particular a vosotros, padres, padrinos y madrinas de los 21 bebés a los que, en breve, tendré la alegría de administrar el Sacramento del Bautismo. Como ya es tradición, este rito tiene lugar también este año en la santa Eucaristía con la que celebramos el Bautismo del Señor. Se trata de la Fiesta que, en el primer domingo después de la solemnidad de la Epifanía, cierra el tiempo navideño con la manifestación del Señor en el Jordán.
Según el relato del evangelista Mateo (3,13-17), Jesús fue de Galilea al río Jordán, para hacerse bautizar por Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para escuchar la prédica de este gran profeta, el anuncio de la venida del Reino de Dios, y para recibir el bautismo, es decir para someterse a ese signo de penitencia que llamaba a la conversión del pecado. Aun llamándose bautismo, éste no tenía el valor sacramental del rito que celebramos hoy; como sabéis, es de hecho con su muerte y resurrección como Jesús instituye los Sacramentos y hace nacer la Iglesia. El administrado por Juan, era un acto penitencial, un gesto que invitaba a la humildad frente a Dios, invitaba a un nuevo inicio: sumergiéndose en el agua, el penitente reconocía haber pecado, imploraba a Dios la purificación de sus culpas y era enviado a cambiar los malos comportamientos, como muriendo en el agua y resurgiendo a una nueva vida.
Por eso, cuando el Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, viene a hacerse bautizar, queda asombrado; reconociendo en él al Mesías, el Santo de Dios, Aquel que está sin pecado, Juan manifiesta su desconcierto; él mismo, el bautista hubiera querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús le exhorta a no oponer resistencia, a aceptar cumplir este acto, para hacer lo que es conveniente y “cumplir toda justicia”. Con esta expresión, Jesús manifiesta haber venido al mundo para hacer la voluntad de Quien lo ha enviado, para cumplir todo lo que el Padre le pide; para obedecer al Padre Él ha aceptado hacerse hombre. Este gesto revela sobre todo quién es Jesús; es el Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre; es Aquel que “se ha bajado” para hacerse uno de nosotros, Aquel que se ha hecho hombre y ha aceptado humillarse hasta la muerte de cruz (cf. Fil 2,7). El bautismo de Jesús, del que hoy hacemos memoria, se sitúa en esta lógica de la humildad y de la solidaridad: es el gesto de Aquel que quiere hacerse en todo uno de nosotros y se pone realmente en fila con los pecadores; Él, que está sin pecado, se deja tratar como pecador (cf. 2Cor 5,21), para llevar sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, también de nuestra culpa. Es el “siervo de Dios” del que nos ha hablado el profeta Isaías en la primera lectura (cf. 42,1). Su humildad está dictada por la voluntad de establecer una comunión plena con la humanidad, por el deseo de realizar una verdadera solidaridad con el hombre y con su condición. El gesto de Jesús anticipa la Cruz, la aceptación de la muerte por los pecados del hombre. Este acto de abajamiento, con el que Jesús quiere ajustarse totalmente al designio de amor del Padre y conformarse a nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad y de entente que hay entre las personas de la Santísima Trinidad. Para ese acto de amor, el Espíritu de Dios se manifiesta y viene como una paloma sobre Él, y en ese momento el amor que une a Jesús y al Padre es testimoniado a los que asisten al bautismo por una voz de lo alto que todos oyen. El Padre manifiesta abiertamente a los hombres, a nosotros, la comunión profunda que lo liga al Hijo: la voz que resuena de lo alto atestigua que Jesús es obediente en todo al Padre y que esta obediencia es expresión del amor que les une entre ellos. Por eso, el Padre pone su complacencia en Jesús, porque reconoce en el actuar del Hijo el deseo de seguir en todo su voluntad: “éste es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17). Y esta palabra del Padre alude también, en anticipo, la victoria de la resurrección y nos dice cómo debemos vivir para estar en la complacencia del Padre, comportándonos como Jesús.
Queridos padres, el Bautismo que vosotros hoy pedís para vuestros hijos, les inserta en este intercambio de amor recíproco que hay en Dios entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por este gesto que voy a realizar, se derrama en ellos el amor de Dios, inundándoles de sus dones. A través del lavado del agua, vuestros hijos se insertan en la vida misma de Jesús, que murió en la cruz para liberarnos del pecado y resucitando venció la muerte. Por eso, inmersos espiritualmente en su muerte y resurrección, son liberados del pecado original y en ellos empieza la vida de la gracia, que es la vida misma de Jesús Resucitado. “Él -afirma San Pablo- se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celador de buenas obras” (Tt 2,14).
Queridos amigos, dándonos la fe, el Señor nos ha dado lo más precioso de la vida, es decir el motivo más verdadero y más bello por el que vivir: por gracia hemos creído en Dios, hemos conocido su amor, con el que quiere salvarnos y liberarnos del mal. La fe es el gran don con el que nos da también la vida eterna, la verdadera vida. Ahora vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, pedís a la Iglesia que acoja en su seno a estos niños, que les dé el Bautismo: y esta petición la hacéis en razón del don de la fe que vosotros mismos habéis, a vuestra vez, recibido. Con el profeta Isaías, todo cristiano puede repetir: “desde el seno materno me formó para siervo suyo” (cf. 49,5); así, queridos padres, vuestros hijos son un don precioso del Señor, quien se ha reservado para sí su corazón, para poderlo volver a colmar de su amor. A través del sacramento del Bautismo, hoy los consagra y los llama a seguir a Jesús, a través de la realización de su vocación personal según el particular designio de amor que el Padre tiene en mente para cada uno de ellos: meta de esta peregrinación terrena será la plena comunión con Él en la felicidad eterna.
Recibiendo el Bautismo, estos niños obtienen en don un sello espiritual indeleble, el “carácter”, que marca interiormente para siempre su pertenencia al Señor y los hace miembros vivos de su cuerpo místico, que es la Iglesia. Al entrar a formar parte del Pueblo de Dios, para estos niños, empieza hoy un camino que deberá ser un camino de santidad y de conformarse a Jesús, una realidad que está puesta en ellos como la semilla de un árbol espléndido, que se debe hacer crecer. Por eso, comprendiendo la grandeza de este don, desde los primeros siglos se ha tenido la consideración de dar el Bautismo a los niños justo después de nacer. Ciertamente, será después necesaria una adhesión libre y consciente a esta vida de fe y de amor, y por eso es necesario que, después del Bautismo, sean educados en la fe, instruidos según la sabiduría de la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, de manera que crezca en ellos esta semilla de la fe que hoy reciben y puedan llegar a la plena madurez cristiana. La Iglesia, que los acoge entre sus hijos, debe hacerse cargo, junto a los padres y a los padrinos, de acompañarlos en este camino de crecimiento. La colaboración entre comunidad cristiana y familia es más necesaria que nunca en el actual contexto social, en el que la institución familiar está amenazada por muchas partes y se encuentra que tiene que enfrentarse a no pocas dificultades en su misión de educar en la fe. La disminución de referencias culturales estables y la rápida transformación a la que está sometida continuamente la sociedad, hacen verdaderamente arduo el compromiso educativo. Por eso, es necesario que las parroquias se esfuercen cada vez más en apoyar a las familias, pequeñas Iglesias domésticas, en su tarea de transmisión de la fe.
Queridísimos padres, doy gracias con vosotros al Señor por el don del Bautismo de estos hijos vuestros; al elevar nuestra oración por ellos, invocamos el don abundante del Espíritu Santo, que hoy les consagra como imagen de Cristo sacerdote, rey y profeta. Confiándoles a la maternal intercesión de María Santísima, pidamos por su vida y salud, para que puedan crecer y madurar en la fe, y llevar, con su vida, frutos de santidad y de amor. ¡Amén!