ROMA, lunes 7 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Lectio divina que el Papa Benedicto XVI celebró la tarde del pasado viernes 4 de marzo con los miembros del Seminario Mayor de Roma y todos los seminaristas diocesanos, con motivo de la celebración de la fiesta de Nuestra Señora de la Confianza. El texto de la lectio fue Ef 4,3.
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Queridos hermanos y hermanas,
estoy muy feliz de estar, al menos una vez al año, aquí con mis seminaristas, con los jóvenes que están en camino hacia el sacerdocio y que serán el futuro presbiterio de Roma. Estoy contento de que esto suceda cada año en el día de la Virgen de la Confianza, de la Madre que nos acompaña con su amor día tras día y nos da la confianza de ir hacia Cristo. "En la unidad del Espíritu” es el tema que guía vuestras reflexiones durante este año formativo. Es una expresión que se encuentra precisamente en el pasaje de la Carta a los Efesios que se nos ha propuesto, allí donde san Pablo exhorta a los miembros de esa comunidad a "conservar la unidad del espíritu" (4,3). Este texto abre la segunda parte de la Carta a los Efesios, la llamada parte parenética, exhortativa y que comienza con la palabra parakalo, "os exhorto". Pero es la misma palabra que está también en el término Paraklitos, por tanto es una exhortación en la luz, en la fuerza del Espíritu Santo. La exhortación del Apóstol se basa en el misterio de salvación, que había presentado en los primeros tres capítulos. De hecho, nuestra cita comienza con las palabras “por tanto”: “Yo, por tanto, … os exhorto..." (v. 1). El comportamiento de los cristianos es la consecuencia del don, la realización de cuanto se nos da cada día. Y, sin embargo, si es simplemente realización del don que se nos ha dado, no se trata de un efecto automático, porque con Dios estamos siempre en la realidad de la libertad y por ello – pues la respuesta, también la realización del don, es libertad – el Apóstol debe recordarlo, no puede darlo por descontado. El Bautismo, lo sabemos, no produce automáticamente una vida coherente: ésta es fruto de la voluntad y del compromiso perseverante de colaborar con el don, con la Gracia recibida. Y este compromiso cuesta, hay un precio que pagar en persona. Quizás por ello san Pablo hace referencia precisamente aquí a su actual condición: "Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto …" (ibid.). Seguir a Cristo significa compartir su Pasión, su Cruz, seguirlo hasta el final, y esta participación en la suerte del Maestro nos une profundamente a Él y refuerza la autoridad de la exhortación del Apóstol.
Ahora entramos en el centro de nuestra meditación, encontramos una palabra que nos afecta de modo particular: la palabra “llamada”, “vocación”. San Pablo escribe: “comportaos de una manera digna de la vocación, de la klesis, que habéis recibido” (ibid.). Y la repetirá poco después, afirmando que "…una misma esperanza a la que habéis sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida" (v. 4). Aquí, en este caso, se trata de la vocación común a todos los cristianos, es decir, de la vocación bautismal: la llamada a ser de Cristo y a vivir en Él, en su cuerpo. Dentro de esta palabra está inscrita una experiencia, resuena el eco de la experiencia de los primeros discípulos, la que conocemos por los Evangelios: cuando Jesús pasó por la orilla del lago de Galilea, y llamó a Simón y Andrés, y después Santiago y Juan (cfr Mc 1,16-20). Y antes aún, junto al río Jordán, después del bautismo, cuando dándose cuenta de que Andrés y el otro discípulo lo seguían, les dijo: “Venid y veréis” (Jn 1,39). La vida cristiana comienza con una llamada y queda siempre una respuesta, hasta el final. Y esto tanto en la dimensión del creer como en la del actuar: tanto la fe como el comportamiento del cristiano son correspondencia a la gracia de la vocación.
He hablado de la llamada de los primeros apóstoles, pero pensamos con la palabra “llamada” sobre todo el la Madre de toda llamada, en María Santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese particular episodio evangélico, por otro lado fundamental: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser, y al mismo tiempo habla de la Iglesia, de su esencia para siempre; como también de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada.
En este punto debemos tener presente que no hablamos de personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de nosotros, cada uno es llamado por su nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos conoce a cada uno por el nombre, personalmente. Es una llamada personal a cada uno de nosotros. Pienso que debemos meditar varias veces este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama, me conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería hacernos estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su llamada hacia mí, para responder, para realizar esta parte de la historia de la salvación para la que me ha llamado. En este texto, además, san Pablo nos indica algún elemento concreto de esta respuesta con cuatro palabras: “humildad”, “dulzura”, “magnanimidad”, “soportándoos mutuamente por amor”. Quizás podamos meditar brevemente estas palabras en las que se expresa el camino cristiano. Volveremos al final, una vez más, sobre esto.
"Humildad": la palabra griega es tapeinophrosyne, la misma palabra que san Pablo usa en la Carta a los Filipenses cuando habla del Señor, que era Dios y se humilló, se hizo tapeinos, descendió hasta hacerse criatura, hasta hacerse hombre, hasta la obediencia de la Cruz (cfr Fil 2,7-8). Humildad, por tanto, no es una palabra cualquiera, una como modestia, algo... sino que es una palabra cristológica. Imitar al Dios que desciende hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre por mí, ha muerto por mí. Esta es la humildad que hay que aprender, la humildad de Dios. Quiere decir que debemos vernos siempre en la luz de Dios; así, al mismo tiempo, podemos conocer la grandeza de ser una persona amada por Dios, pero también nuestra pequeñez, nuestra pobreza, y así comportarnos justamente, no como amos, sino como siervos. Como dice san Pablo: “No pretendemos imponer nuestro dominio sobre vuestra fe, lo que queremos es aumentar vuestro gozo" (2Cor 1,24). Ser sacerdote, aún más que ser cristiano, implica esta humildad.
"Dulzura": en el texto griego aquí está la palabra praütes, la misma palabra que aparece en las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra" (Mt 5,5,). Y en el libro de los Números, el cuarto libro de Moisés, encontramos la afirmación de que Moisés era el hombre más manso del mundo (cfr 12,3) y, en este sentido, era una prefiguración Cristo, de Jesús, que dice de sí mismo: “Yo soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). También esta palabra, por tanto, “manso”, “dulzura”, es una palabra cristológica e implica de nuevo esta imitación de Cristo. Porque en el Bautismo somos conformados a Cristo, por tanto debemos conformarnos a Cristo, encontrar este espíritu del ser mansos, sin violencia, de convencer con el amor y con la bondad.
"Magnanimidad", makrothymia significa la generosidad del corazón, no ser minimalistas que dan sólo lo que es estrictamente necesario: démonos a nosotros mismos con todo lo que podemos, y crezcamos también nosotros en la magnanimidad.
“Soportándoos en el amor”: es una tarea de cada día soportare unos a otros en la propia alteridad, y precisamente soportándonos con humildad, aprender el verdadero amor.
Y ahora demos un paso adelante. Después de esta palabra de la llamada, sigue la dimensión eclesial. Hemos hablado ahora de la vocación como de una llamada muy personal: Dios me llama, me conoce, espera mi respuesta personal. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios es una llamada en comunidad, es una llamada eclesial, Dios nos llama en una comunidad. Es verdad que en este pasaje que estamos meditando no está la palabra ekklesia, la palabra “Iglesia”, pero aparece mucho más la realidad. San Pablo habla de un Espíritu y de un cuerpo. El Espíritu se crea el cuerpo y nos une como un único cuerpo. Y después habla de la unidad, habla de la cadena del ser, del vínculo de la paz. Y con esta palabra nos indica la palabra “prisionero” del principio: es siempre la misma palabra, “yo estoy encadenado”, “cadenas te retendrán”, pero detrás está la gran cadena invisible, liberadora del amor. Nosotros estamos en este vínculo de la paz que es la Iglesia, el vínculo más grande que nos une con Cristo. Quizás debemos también meditar personalmente sobre este punto: somos llamados personalmente, pero somos llamados en un cuerpo. Y esto no es algo abstracto, sino muy real.
En este momento, el Seminario es el cuerpo en el que se realiza concretamente el estar en un camino común. Después estará la parroquia: aceptar, soportar, animar a toda la parroquia, a las personas, las simpáticas y las no simpáticas, insertarse en este cuerpo. Cuerpo: la Iglesia es cuerpo, por tanto tiene estructuras, tiene realmente un derecho y a veces no es tan sencillo insertarse. Cierto, queremos la relación personal con Dios, pero a menudo el cuerpo no nos gusta. Pero precisamente así estamos en comunión con Cristo: aceptando esta corporeidad de su Iglesia, del Espíritu, que se encarna en el cuerpo.
Y por otra parte, a menudo quizás sintamos el problema, la dificultad de esta comunidad, comenzando por la comunidad concreta del Seminario hasta la gran comunidad de la Iglesia, con sus instituciones. Debemos también tener presente que es muy bonito estar en una compañía, caminar en una gran compañía de todos los siglos, tener amigos en el Cielo y en la tierra, y sentir la belleza de este cuerpo, ser felices de que el Señor nos haya llamado en un cuerpo y nos haya dado amigos en todos los lugares del mundo.
He dicho que no está aquí la palabra ekklesia, pero está la palabra “cuerpo”, la palabra “espíritu”, la palabra “vínculo” y siete veces, en este pequeño pasaje, vuelve la palabra “uno”. Así sentimos cómo el Apóstol lleva en el corazón la unidad de la Iglesia. Y acaba con una “escala de unidad” hasta la Unidad: Uno es Dios, el Dios de todos. Dios es Uno y la unicidad de Dios se expresa en nuestra comunión, porque Dios es el Padre, el Creador de todos nosotros y por ello todos somos hermanos, todos somos un cuerpo y la unidad de Dios es la condición, es la creación también de la fraternidad humana, de la paz. Por tanto meditemos también este misterio de la unidad y de la importancia de buscar siempre la unidad en la comunión del único Cristo, del único Dios.
Ahora podemos dar un nuevo paso adelante. Si nos preguntamos cuál es el sentido profundo de este uso de la palabra “llamada”, vemos que ésta es una de las puertas que se abren sobre el misterio trinitario. Hasta hora hemos hablado del misterio de la Iglesia, del único Dios, pero aparece también el misterio trinitario. Jesús es el mediador de la llamada del Padre que tiene lugar en el Espíritu Santo. La vocación cristiana no puede tener sino una forma trinitaria, tanto a nivel de cada persona, como al nivel de la comunidad eclesial. El misterio de la Iglesia está totalmente animado por el dinamismo del Espíritu Santo, que es un dinamismo vocacional en sentido amplio y perenne, a partir de Abraham, el primero que escuchó la llamada de Dios y respondió con la fe y con la acción (cfr Gen 12,1-3); hasta el “aquí estoy” de María, reflejo perfecto del del Hijo de Dios, en el momento en que acoge del Padre la llamada a venir al mundo (cfr Hb 10,5-7). Así, en el “corazón” de la Iglesia – como diría santa Teresita del Niño Jesús – la llamada de cada cristiano es un misterio trinitario: el misterio del encuentro con Jesús, con la Palabra hecha carne, mediante la cual Dios Padre nos llama a la comunión con Él y para ello nos quiere dar su Santo Espíritu, y es precisamente gracias al Espíritu como nosotros podemos responder a Jesús y al Padre de forma auténtica, dentro de una relación real, filial. Sin el soplo del Espíritu Santo, la vocación cristiana sencillamente no se explica, pierde su linfa vital.
Y finalmente el último pasaje. La forma de la unidad según el Espíritu requiere, como había dicho, la imitación de Jesús, la conformación a Él en la concreción de sus comportamientos. Escribe el Apóstol, como hemos meditado: “Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, soportaos mutuamente por amor”, y después añade que la unidad del Espíritu debe conservarse “mediante el vínculo de la paz” (Ef 4,2-3).
La unidad de la Iglesia no se da por un “molde” impuesto desde fuera, sino que es el fruto de una concordia, de un empeño común de comportarse como Jesús, por medio de su Espíritu. Hay un comentario de san Juan Crisóstomo a este pasaje que es muy bello. Crisóstomo comenta la imagen del “vínculo”, el “vínculo de la paz”, y dice: “Es bello este vínculo, con el que nos ligamos tanto unos con otros como con Dios. No es una cadena que hiere. No da calambres en las manos, las deja libres, les da un espacio amplio y una valentía más grande" (Homilías sobre la Epístola a los Efesios 9, 4, 1-3). Encontramos aquí la paradoja evangélica: el amor cristiano es un vínculo, como hemos dicho, ¡pero un vínculo que libera! La imagen del vínculo, como os he dicho, nos vuelve a llevar a la situación de san Pablo, que está “prisionero”, está “en vínculo”. El Apóstol está en cadenas por causa del Señor, como Jesús mismo se hizo esclavo para liberarnos. Para conservar la unidad del espíritu hay que improntar el propio comportamiento a esta humildad, dulzura y magnanimidad de la que Jesús dio testimonio en su pasión: es necesario tener las manos y el corazón atados por ese vínculo de amor que Él mismo aceptó por nosotros, haciéndose nuestro siervo. Éste es el “vínculo de la paz”. Y dice también san Juan Crisóstomo, en el mismo comentario: “Ligaos a vuestros hermanos, quienes están así ligados juntos en el amor soportan todo con facilidad… Así quiere él que estemos ligados unos a otros, no sólo para estar en paz, no sólo para ser amigos, sino para ser todos uno, una sola alma” (ibid.).
El texto paulino, del que hemos meditado algunos elementos, es muy rico. He podido traeros sólo algunos esbozos, que confío a vuestra meditación. Y oremos a la Virgen María, Nuestra Señora de la Confianza, para que nos ayude a caminar con alegría en la unidad del Espíritu. ¡Gracias!.