VENECIA, domingo 8 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI este domingo en la tarde al reunirse con el mundo de la cultura y la economía, al concluir su visita apostólica a Venecia. Queridos amigos:
Tengo la alegría de saludaros de corazón como representantes del mundo de la cultura, del arte y de la economía de Venecia y de su territorio. Os doy las gracias por vuestra presencia y vuestra simpatía. Expreso mi reconocimiento al patriarca y al rector que, en nombre del Studium Generale Marcianum, ha manifestado los sentimientos de todos vosotros y ha introducido nuestro encuentro, el último de mi intensa visita, iniciada ayer en Aquilea. Quisiera dejaros algunos pensamientos muy sintéticos, con la esperanza de que sean útiles para la reflexión y el compromiso común. Los tomo de tres palabras que son metáforas sugestivas: tres palabras ligadas a Venecia y, en particular, al lugar en que nos encontramos: la primera palabra es "agua"; la segunda es "Salud", y la tercera es "Serenísima".
Comenzamos por el agua, como es lógico por muchos aspectos. El agua es un símbolo ambivalente: de vida, pero también de muerte; lo saben bien las poblaciones afectadas por aluviones y maremotos. Pero el agua es ante todo elemento esencial para la vida. Venecia es llamada la "Ciudad de agua". También para vosotros que vivís en Venecia esta condición tiene un doble signo, negativo y positivo: comporta muchos malestares y, al mismo tiempo, un atractivo extraordinario. El hecho de que Venecia sea "ciudad de agua", hace pensar en un célebre sociólogo contemporáneo, que ha definido "líquida" nuestra sociedad, y así la cultura europea: una cultura "líquida", para expresar su "fluidez", su poca estabilidad o, quizás, su ausencia de estabilidad, la volubilidad, la inconsistencia que a veces parece caracterizarla. Y aquí quisiera presentar mi primera propuesta de Venecia, pero no como ciudad "líquida", sino como ciudad "de la vida y de la belleza". Ciertamente es una elección, pero en la historia es necesario elegir: el hombre es libre para interpretar, para dar un sentido a la realidad, y precisamente en esta libertad consiste su gran dignidad. En el ámbito de una ciudad, sea la que sea, también las elecciones de carácter administrativo, cultural y económico dependen de esta orientación fundamental, que podemos llamar "político" en la acepción más noble y más elevada del término. Se trata de elegir entre una ciudad "líquida", patria de una cultura que se parece cada vez más a la de lo relativo y de lo efímero, y una ciudad que renueva constantemente su belleza tomando de las fuentes benéficas del arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos.
Veamos la segunda palabra: "Salud". Nos encontramos en el "Polo de la Salud": una realidad nueva, pero que tiene raíces antiguas. Aquí, en la Punta de la Aduana, surge una de las iglesias más célebres de Venecia, obra de Longhena, edificada come voto a la Virgen por la liberación de la peste del año 1630: Santa María de la Salud. Junto a ella, el célebre arquitecto construyó el Convento de los Somascos, que después se convirtió en el Seminario Patriarcal. "Unde origo, inde salus", reza el lema grabado en el centro de la rotonda mayor de la Basílica, expresión que indica indica que el origen de la Ciudad de Venecia está estrechamente ligado a la Madre de Dios, fundada, según la tradición, el 25 de marzo del año 421, día de la Anunciación. Y precisamente por intercesión de María vino la salud, la salvación de la peste. Pero reflexionando sobre este lema podemos encontrar también un significado aún más profundo y más amplio. De la Virgen de Nazaret tuvo origen Aquel que nos da la "salud". La "salud" es una realidad que todo lo abarca, integral: que va del "estar bien" que nos permite vivir serenamente una jornada de estudio y de trabajo, o de vacación, hasta la salus animae, la salud del alma, de la que depende nuestro destino eterno. Dios se ocupa de todo esto, sin excluir nada. Se ocupa de nuestra salud en sentido pleno. Lo demuestra Jesús en el Evangelio: Él curó a enfermos de todo tipo, pero también liberó a los endemoniados, perdonó los pecados, resucitó a los muertos. Jesús reveló que Dios ama la vida y quiere liberarla de toda negación, hasta la más radical que es el mal espiritual, el pecado, raíz venenosa que contamina todo. Por esto, al mismo Jesús se lo pude llamar ‘Salud' del hombre: Salus nostra Dominus Jesus. Jesús salva al hombre poniéndolo nuevamente en relación saludable con el Padre en la gracia del Espíritu Santo; lo sumerge en esta corriente pura y vivificante que libera al hombre de sus "parálisis" físicas, psíquicas y espirituales; lo cura de la dureza del corazón, de la cerrazón egocéntrica y le hace gustar la posibilidad de encontrarse verdaderamente a sí mismo, perdiéndose por amor de Dios y del prójimo. Unde origo, inde salus. Este lema hace múltiples referencias: me limito a recordar una: la famosa expresión de san Ireneo: "Gloria Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei" (Adv. haer. IV, 20, 7). Que podría parafrasearse de este modo: gloria de Dios es la plena salud del hombre, y esta consiste en estar en relación profunda con Dios. Podemos decirlo también con los términos del neo-beato Juan Pablo II: el hombre es el camino de la Iglesia, y el Redentor del hombre es Cristo.
Veamos, por último, la tercera palabra, Serenísima, el nombre de la República de Venecia [cuando era una ciudad-estado, ndt.]. Un título verdaderamente estupendo, se diría utópico, con respecto a la realidad terrena, y sin embargo, capaz de suscitar no sólo memorias de glorias pasadas, sino también ideales para y mañana, para esta gran región. "Serenísima", en sentido total, es solamente la Ciudad celestial, la nueva Jerusalén, que aparece al final de la Biblia, en el Apocalipsis, como una visión maravillosa (cfr. Apocalipsis 21, 1-22, 5). Y sin embargo el cristianismo concibe esta Ciudad santa, completamente transfigurada por la gloria de Dios, como una meta que mueve los corazones de los hombres e impulsa sus pasos, que anima el empeño fatigoso y paciente por mejorar la ciudad terrenal. Es necesario recordar siempre en este sentido las palabras del Concilio Vaticano II: "De nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo" (constitución Gaudium et spes, 39).
Escuchamos estas expresiones en un tiempo en el que se ha agotado la fuerza de las utopías ideológicas y no sólo se ha oscurecido el optimismo, sino que también la esperanza está en crisis. No debemos olvidar que los Padres del Concilio, que nos han dejado esta enseñanza, habían vivido la época de las dos guerras mundiales y de los totalitarismos. Su perspectiva ciertamente no era dictada por un fácil optimismo, sino por la fe cristiana, que anima la esperanza, al mismo tiempo grande y paciente abierta al futuro y atenta a las situaciones históricas. Desde esta perspectiva el nombre "Serenísima" nos habla de una civilización de la paz, fundada en el respeto mutuo, en el conocimiento recíproco y en las relaciones de amistad. Venecia tiene una larga historia y un rico patrimonio humano, espiritual y artístico para ser capaz también hoy de ofrecer una preciosa contribución para ayudar a los hombres a creer en un futuro mejor y a empeñarse en construirlo. Pero para esto no debe tener miedo de otro elemento emblemático, contenido en el escudo de San Marcos: el Evangelio. El Evangelio es la fuerza más grande de transformación del mundo, pero no es una utopía ni una ideología. Las primeras generaciones cristianas lo llamaban más bien el "camino", es decir, la manera de vivir que Cristo practicó en primer lugar y que nos invita a seguir. A la ciudad "serenísima" se llega por este camino, que es el camino de la caridad en la verdad, sabiendo --como también nos recuerda el Concilio-- que no hay que "caminar por el camino de la caridad únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria" y que, siguiendo el ejemplo de Cristo, "es necesario también llevar la cruz, que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia" (Gaudium et spes, 38).
Os presento, queridos amigos, estas reflexiones que quería compartir con vosotros. Para mí ha sido un alegría concluir mi visita en vuestra compañía. Doy las gracias de nuevo al cardenal patriarca, al auxiliar, a todos los colaboradores por esta magnífica acogida. Saludo a la comunidad judía de Venecia, que tiene antiguas raíces y es una presencia importante en el tejido ciudadano, junto a su presidente, el profesor Amos Luzzatto. Saludo también a los musulmanes que viven en esta ciudad. Desde este lugar tan significativo dirijo mi cordial saludo a Venecia, a la Iglesia que aquí peregrina, y a todas las diócesis del Trivéneto, dejando, como prenda de mi perenne recuerdo, la bendición apostólica.