Ofrecemos el texto del discurso del santo padre a los detenidos, en su visita pastoral:
Queridos hermanos y hermanas,
con gran alegría y emoción estoy esta mañana en medio de vosotros, para una visita que se sitúa a pocos días de la celebración de la Natividad del Señor. Dirijo un caluroso saludo a todos, en especial a la ministra de Justicia, honorable Paola Severino, y a los capellanes, a los que agradezco las palabras de bienvenida que me han dirigido también en vuestro nombre. Saludo al doctor Carmelo Cantone, director del Centro Penitenciario y a los colaboradores, la policía penitenciaria y a los voluntarios que se prodigan en las actividades de esta institución. Y saludo de modo especial a todos vosotros, detenidos, manifestándoos mi cercanía.
“Estaba en la cárcel y me visitásteis” (Mt 25,36). Estas son las palabras del juicio final, contado por el evangelista Mateo, y estas palabras del Señor, en las cuales se identifica con los detenidos, expresan en plenitud el sentido de mi visita actual entre vosotros. Dondequiera que haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un encarcelado, allí está Cristo mismo que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Esta es la razón principal por la que me siento feliz de estar aquí, para rezar, dialogar y escuchar. La Iglesia siempre ha contado entre las obras de misericordia corporal, la visita a los presos (cfr Catecismo de la Iglesia católica, 2447). Y esta, para ser completa, exige una plena capacidad de acogida del detenido, «dándole espacio en el propio tiempo, en la propia casa, en las propias amistades, en las propias leyes, en las propias ciudades» (cfr CEI, Evangelización y testimonio de la caridad, 39). Querría de hecho poder ponerme a la escucha de la peripecia personal de cada uno, pero, lamentablemente, no es posible; sin embargo, he venido a deciros sencillamente que Dios os ama con un amor infinito, y sois siempre hijos de Dios. Y el mismo Unigénito Hijo de Dios, el Señor Jesús, experimentó la cárcel, fue sometido a un juicio ante un tribunal y sufrió la más feroz condena a la pena capital.
Con motivo de mi reciente viaje apostólico a Benín, en noviembre pasado, firmé una exhortación apostólica postsinodal en la que reiteré la atención de la Iglesia a la justicia en los estados, escribiendo: «Es por tanto urgente que se adopten sistemas judiciales y penitenciarios independientes, para restablecer la justicia y reeducar a los culpables. Además, hay que erradicar los casos de errores judiciales y los malos tratos de los prisioneros, las numerosas ocasiones de no aplicación de la ley que corresponden a una violación de los derechos humanos y las encarcelaciones que no desembocan sino tarde o nunca en un proceso. La Iglesia reconoce la propia misión profética ante aquellos que sufren por la criminalidad y su necesidad de reconciliación, de justicia y de paz. Los encarcelados son personas humanas que merecen, a pesar de su delito, ser tratados con respeto y dignidad. Necesitan nuestra atención» (n. 83).
Queridos hermanos y hermanas, la justicia humana y la divina son muy diferentes. Cierto, los hombres no pueden aplicar la justicia divina, pero deben al menos apuntar a ella, tratar de captar el espíritu profundo que la anima, para que ilumine también la justicia humana, para evitar –como lamentablemente no pocas veces sucede– que el detenido se convierta en un excluido. Dios, en efecto, es Aquél que proclama la justicia con fuerza, pero que, al mismo tiempo, cura las heridas con el bálsamo de la misericordia.
La parábola del Evangelio de Mateo (20,1-16) sobre los trabajadores llamados a jornada en la viña nos hace comprender en qué consiste esta diferencia entre la justicia humana y la divina, porque hace explícita la delicada relación entre justicia y misericordia. La parábola describe a un agricultor que asume trabajadores en su viña. Lo hace sin embargo en diversas horas del día, de man era que alguno trabaja todo el día y algún otro sólo una hora. En el momento de la entrega del salario, el amo suscita estupor y provoca una discusión entre los jornaleros. La cuestión tiene que ver con la generosidad --considerada por los presentes como injusticia- del amo de la viña, el cual decide dar la misma paga tanto a los trabajadores de la mañana como a los últimos en la tarde. En la óptica humana, esta decisión es una auténtica injusticia, en la óptima de Dios un acto de bondad, porque la justicia divina da cada uno lo suyo y, además, incluye la misericordia y el perdón.
Justicia y misericordia, justicia y caridad, bisagras de la doctrina social de la Iglesia, son dos realidades diferentes sólo para nosotros los hombres, que distinguimos atentamente un acto justo de un acto de amor. Justo, para nosotros, es “lo que se debe al otro”, mientras que misericordioso es lo que se dona por bondad. Y una cosa parece excluir a la otra. Pero para Dios no es así: en Él, justicia y caridad coinciden; no hay acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.
¡Qué lejana está la lógica de Dios de la nuestra! ¡Y que diferente es de nuestro modo de actuar! El Señor nos invita a acoger y observar el verdadero espíritu de la ley, para darle pleno cumplimiento en el amor hacia quien lo necesita. «Pleno cumplimiento de la ley es el amor, escribe san Pablo (Rm 13,10): nuestra justicia será tanto más perfecta cuanto más esté animada por el amor por Dios y por los hermanos.
Queridos amigos, el sistema de detención gira en torno a dos puntos de referencia, ambos importantes: por un lado, tutelar a la sociedad de eventuales amenazas, por otro, reintegrar a quien ha cometido un error sin pisotear su dignidad y sin excluirlo de la vida social. Ambos aspectos tienen su relevancia y pretenden no crear aquél “abismo” entre la realidad carcelaria real y la pensada por la ley, que prevé como elemento fundamental la función reeducadora de la pena y el respeto de los derechos y de la dignidad de las personas. La vida humana pertenece sólo a Dios, que nos la regalado, y no está abandonada a la merced de nadie, ¡ni siquiera a nuestro libre albedrío! Estamos llamado a custodiar la perla preciosa de nuestra vida y la de los demás.
Sé que la superpoblación y la degradación de las cárceles pueden hacer todavía más amarga la detención: me llegaron varias cartas de detenidos que lo subrayan. Es importante que las instituciones promuevan un un atento análisis de la situación penitenciaria hoy, verifiquen las estructuras, los medios, el personal, de modo que los detenidos no descuenten nunca una “doble pena”; y es importante promover un desarrollo del sistema penitenciario, que, aún en el respeto de la justicia, sea cada vez más adecuado a las exigencias de la persona humana, con el recurso también a las penas sin internamiento o a modalidades diversas de detención.
Queridos amigos, hoy es el cuarto domingo de Adviento. Que la Natividad del Señor, ya cercana, reencienda de esperanza y de amor vuestro corazón. El nacimiento del Señor Jesús, del que haremos memoria dentro de pocos días, nos recuerda su misión de llevar la salvación a todos los hombres, sin excluir a nadie. Su salvación no se impone, sino que nos reúne a través de actos de amor, de misericordia y de perdón que nosotros mismos sabemos realizar. El Niño de Belén será feliz cuando todos los hombres vuelvan a Dios con corazón renovado. Pidámosle en el silencio y en la oración ser todos liberados de la cárcel del pecado, de la soberbia y del orgullo: cada uno de hecho necesita salir de esta cárcel interior para ser verdaderamente libre del mal, de las angustias de la muerte. ¡Sólo aquél Niño en el pesebre es capaz de dar a todos esta liberación plena!
Querría terminar diciéndoos que la Iglesia sostiene y anima todo esfuerzo dirigido a garantizar a todos una vida digna. Tened la seguridad de que yo estoy cercano a cada uno de vosotros, a vuestras familias, a vuestros hijos, a vuestros jóvenes, a vuestros ancianos y os llevo a todos en el corazón delante de Dios. ¡El Señor os bendiga a vosotros y a vuestro futuro!