La Iglesia celebra cada año la redención cumplida por Jesucristo, empezando por el domingo, el día de la semana que toma el nombre del Señor resucitado, hasta terminar en la gran solemnidad de la Pascua anual. Pero se pasa revista y se hacen presentes todos los misterios de la vida de Cristo: ¿en qué sentido? Si Cristo es contemporáneo a cada hombre en cada tiempo, sus acciones, en cuanto Hijo de Dios, no son hechos del pasado sino actos siempre presentes en cada tiempo, con todos sus méritos, que por lo tanto portan salvación a cuantos hacen memoria (cf. Catecismo de la Iglesia Católica [CEC], 1.163). Las acciones de Jesucristo son eternas como su palabra: comunican y explican la vida; por lo tanto no pasan, desde el mismo acto supremo de su sacrificio en la cruz; este es representado o renovado, como dice el mismo Catecismo, en cuanto no es nunca un pasado, sino que es siempre presente. Y nosotros hacemos memoria, obedientes a su invitación: «Hagan esto en memoria mía».
Quizás es importante comprender el concepto de memoria para entender el tiempo litúrgico: aquello no significa el recuerdo del pasado, sino la capacidad del hombre, dada por Dios, de comprender en el hoy, el pasado y el futuro. En efecto, el hombre que pierde la memoria, no solo olvida el pasado, sino que no comprende quién es al presente, y menos áun puede proyectarse al futuro.
Luego, en el fluir del tiempo están las fiestas cristianas –festum, en que se recuerda alguna cosa que ocurre, la gente se apresura, celebra, o sea frecuenta de modo numeroso–, pero también los días feriales en los que son necesariamente muchos, y sin embargo igualmente se hace memoria de Cristo, el cual es el mismo hoy y siempre. Las fiestas son en gran parte la continuación y el cumplimento de aquellas judías, empezando por la Pascua.
No basta conmemorarlas, o mejor aún sí se les conmemora dando gracias –por eso las fiestas se celebran esencialmente con la Eucaristía–, pero es necesario también transmitirlas a las nuevas generaciones y conformar a estas la propia vida. La moralidad del hombre depende de la memoria de Dios, dice san Agustín en las Confesiones: en la medida que se festeja más al Señor, podemos decir que uno se vuelve moral. El tiempo litúrgico se revela así como el tiempo de la Iglesia, colocado entre la Pascua histórica y la venida del Señor al final de los tiempos. El misterio de Cristo, atravesando el tiempo, hace nuevas todas las cosas. Por lo que cada vez que hacemos fiesta, recibimos la gracias que nos renueva y nos transforma (cf. CEC, 1.164).
Pero en el léxico teológico-litúrgico hay un adverbio temporal que encierra bien el tiempo litúrgico: «hoy», en latín hodie, en griego kairòs. La liturgia, especialmente en las grandes fiestas, afirma que Cristo hoy ha nacido, hoy ha resucitado, hoy ha subido al cielo. No es un descubrimiento: Jesús mismo decía: «hoy ha llegado la salvación a esta casa…», «hoy estarás conmigo en el paraíso». Con Jesús, Hijo de Dios, el tiempo del hombre es «hoy», es presente. El Espíritu Santo es el que hace esto, con su irrupción en el tiempo y en el espacio. En Tierra Santa, la liturgia añade el adverbio de lugar: «aquí», hic. El Espíritu de Jesús resucitado hace entrar al hombre en el «ahora» de Dios que ha avenido en Cristo y que atraviesa el cosmos y la historia. Citando al Pseudo-Hipólito, el Catecismo recuerda que, para nosotros que creemos en Cristo, ha surgido un día de luz, largo, eterno, que no se apagará jamás: la Pascua mística (CEC, 1.165).
Hemos iniciado afirmando que Jesús es nuestro contemporáneo: porque es el Hijo de Dios, el Viviente entrado en la historia. Sin Él, el año y las fiestas litúrgicas estarían vacías de sentido y privadas de eficacia para nuestra vida.
«¿Qué significa afirmar que Jesús de Nazareth, que ha vivido entre Galilea y Judea hace dos mil años, es “contemporáneo” de todo hombre y mujer de hoy y de cualquier tiempo? Nos lo explica Romano Guardini, con palabras que permanecen actuales como cuando fueron escritas: “Su vida terrena ha entrado en la eternidad y por tal motivo está relacionada a cada hora del tiempo redimido por su sacrificio… En el creyente se cumple un misterio inefable: Cristo que está ‘allá arriba’, ‘sentado a la diestra del Padre’ (Col. 3,1), está también ‘en’ este hombre, con la plenitud de su redención; para que en cada cristiano se cumpla de nuevo la vida de Cristo, su crecimiento, su madurez, su pasión, muerte y resurrección, que contituyen la verdadera vida.” (R. Guardini, Il testamento di Gesù, Milán 1993, p. 141)» (Benedicto XVI, Messaggio al Convegno “Gesù nostro contemporaneo”, 09.02.2012).
El día de Cristo, el día que es Cristo, constituye el tiempo litúrgico. Quien lo siga, se ofrece a Él, se une a su sacrificio vivo con sí mismo, cumple la obra de Dios, es decir, hace liturgia. El tiempo litúrgico grafica la dimensión cósmica de la creación y de la redención del Señor que ha recapitulado en sí mismo todas las cosas, todo el tiempo y el espacio. Por eso la oración cristiana, la oración de aquellos que adoran al verdadero Dios, se dirige al oriente, punto cósmico de la aparición de la Presencia.
Y el tiempo y el espacio litúrgico lo han centrado en la Cruz, a la cual dirigirse para ver al Señor. ¿Cómo actualizaremos entre nosotros la percepción del tiempo litúrgico? Mirando a Cristo, principio y fin, alfa y omega del Apocalipsis, que hace nuevas todas las cosas. Justamente el simbolismo de la Pascua, con el encendido del cirio, sirve para recordarlo.
*El padre Nicola Bux es profesor de Liturgia oriental en Bari (Italia) y consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de las Causas de los Santos y la del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, así como de la Oficina de las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice.