¡Queridos hermanos y hermanas!
Esta tarde querría meditar con vosotros sobre dos aspectos, entre ellos conectados, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad.
Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones no completas del Misterio mismo, como aquellas que se han dado en el reciente pasado.
Sobre todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos tras la Misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al término. Una interpretación unilateral del Concilio Vaticano II ha penalizado esta dimensión, restringiendo en práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo nutre y lo une a Sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, sigue siendo naturalmente válida, pero debe resituarse en el justo equilibrio. En efecto –como a menudo sucede- para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la acentuación sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la Santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como “Corazón latiente” de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la Caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad es equivocado contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competencia. Es justo lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el “ambiente” espiritual dentro del que la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. Sólo si es precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración, la acción litúrgica puede expresar su pleno significado y valor. El encuentro con Jesús en la Santa Misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que El, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, después de que la asamblea se ha disuelto, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestro sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me gusta subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración, estamos todos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del Amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido diversas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes, recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vela eucarística preparan la celebración de la Santa Misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento, es una de las experiencias más auténticas del nuestro ser Iglesia, que se acompaña en modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntos. Para comunicar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, plenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la misma comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: “Yo soy tu siervo, hijo de tu esclava:/ tu has roto mis cadenas./ Te ofreceré un sacrificio de alabanza/ e invocaré el nombre del señor” (Sal 115,16-17).
Ahora querría pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí hemos sufrido en el pasado reciente un cierto malentendido del mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sido influenciada por una cierta mentalidad secular de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y sin embargo de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sacro no exista ya, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, “sumo sacerdote de los bienes futuros” (Heb 9,11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo “es mediador de una alianza nueva” (Heb 9,15), establecida en su sangre, que purifica “nuestra conciencia de las obras de muerte” (Heb 9,14). El no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que es sí plenamente espiritual pero que sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que desaparecerán sólo al final, en la Jerusalén celeste, donde no habrá ya ningún templo (cfr Ap 21,22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede para los mandamientos, ¡también más exigente! No basta la observancia ritual, sino que se exige la purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me gusta también subrayar que lo sacro tiene una función educativa, y su desaparición inevitablemente empobrece la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Domini, el perfil espiritual de Roma resultaría “aplanado”, y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre o un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar el campo libre a los tantos sucedáneos presentes en la sociedad de los consumos, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no ha hecho así con la humanidad: ha enviado a su Hijo al mundo no para abolir, cino para dar cumplimiento también a lo sacro. En el culmen de esta misión, en la Última Cena, Jesús instituyó el Sacramento pascual. Actuando así se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero hizo dentro de un rito, que mandó a los apóstoles perpetuar, como signo supremo del verdadero Sacro, que es El mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.