ADRID, 11/10/04- Detrás de todo lo que está sucediendo en torno a las últimas iniciativas legales y políticas sobre cuestiones relacionadas con el matrimonio, la familia, la defensa de la vida y la enseñanza de la religión, está sin duda, entre otras causas, una falsa concepción, asentada en el mundo político en general pero con especial incidencia en los gobernantes actuales, sobre la naturaleza del hecho religioso católico, al que de hecho sólo se le concede carta de ciudadanía en el foro privado, en el de la intimidad o de la conciencia, o todo lo más en el espacio sagrado de los templos y de ocasionales actos de culto externos, que muchos sólo entenderán como culturales o simplemente folklóricos y estéticos.
Fuera de ahí se considera extraña y sospechosa toda presencia pública de los católicos como tales, cuando, por otra parte, si se mira a los números, es el colectivo mayoritario de nuestro país, incluso si únicamente se atiende a los practicantes o «militantes».
Cualquier necesaria afirmación de las señas de identidad católica en el ámbito social, que no se deja de reconocer y de ser querido por los propios católicos hoy en día como plural, levanta sospechas, recelos y la hoy letal acusación de «fundamentalista». Esto ocurre incluso de forma individual para con los católicos que, con todas los requisitos de profesionalidad y méritos propios, ocupan cargos relevantes de servicio público y no por ello renuncia a una explícita práctica cristiana, vivida con naturalidad.
Desde el laicismo muchos no entienden que la legítima autonomía del orden temporal, querida también por los cristianos, no puede significar prescindir del recto orden moral y de la naturaleza humana. Y es ahí donde es posible y necesaria la colaboración con otras propuestas que tienen el mismo objetivo.
Pero nuestros políticos, por lo general, no están muy dispuestos a que los católicos tengan una voz coherente con su fe en los asuntos públicos, en el diseño de la vida social y cultural. Fe que, por otro lado, se quiera o no, está en las raíces más fecundas de la historia y señas de identidad de nuestro pueblo y ha informado su caminar por la historia.
Pero con esta práctica, si no se ha conseguido la «muerte» de Dios, al menos casi se está logrado no dejarle salir de casa, y si lo hace, que sea en silencio.
Así parece percibirse como efecto en la otra parte: en la actitud de muchos católicos que, acomplejados ante estas inclemencias, prefieren las puertas adentro de una religión tan privada y cómoda que no se atreven ni a imponérsela a sí mismos. Otros sólo han entendido su desarrollo o crecimiento en la organización interna de la Iglesia.
Pero hoy, quizá más que nunca, es necesario para los cristianos, especialmente los laicos, vivir, personal y asociadamente, con coherencia responsable y alegre, la fe en la calle, en la vida social y política, en la familia y con los amigos, en la cultura y en el arte, en el trabajo y en la diversión. Vivir una religiosidad profunda y a la vez comprometida por hacer un mundo mejor y más justo; defender y proponer, especialmente en los temas más cuestionados hoy, la verdadera dignidad del ser humano, que sólo se esclarece plenamente a la luz de Jesucristo, el Verbo Encarnado. Se trata, en definitiva, de ser también católicos en público, al aire libre.