Se opone con singular frecuencia, la crueldad e iracundia de YHVH a la racionalidad y armonía del que denominamos "Dios de los Filósofos".
El primero, tribal, exclusivista, dios de nómades semibárbaros que por esos avatares del injusto poder humano reina en Occidente de la mano del Cristianismo, quien, sin embargo, tiene a veces el gesto de sana vergüerza de esconder al pariente impresentable en el ropero cuando nos ponemos la corbata y hacemos "teología".
El otro (gracias a Dios) un Dios que acepta a todos, pero más importante aún, que puede ser aceptado por todos los hombres, quienes hallarían de su mano, si se dejaran guiar, la paz universal que el primero rotundamente niega ("No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada", Mt 10,34)
Naturalmente, en este juego de presentar la antinomia del artículo, estoy deliberadamente dejando de lado matices y, por lo tanto, exagerando. Me hago cargo.
Lo que me gustaría que retuviéramos de las dos imágenes muy parciales que mencioné es que se trata precisamente de imágenes, representaciones.
"Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras", dirá San Pablo en Rom 1,20. Y, discutibles o no, no hemos perdido tiempo, hemos forjado cientos, miles, de representaciones de Dios, muy acreditadas algunas de ellas, fuera de época, otras; "...y si los caballos pudieran hablar, harían sus dioses con forma de caballos." (Jenófanes, s. V aC).
Todas -antiguas y modernas- tienen en común algo, puesto de manifiesto en la profética frase de Jenófanes: parten del lenguaje del hombre y vuelven a él. El dios de los filósofos aceptable a todos, es también el dios hecho a la medida de la representación cultural del universo, que no existe sino fragmentariamente, como necesariamente parcial es la cultura humana.
Los creyentes de las religiones bíblicas creemos que la Biblia contiene la automanifestación de Dios, pero simultáneamente creemos que esa automanifestación está limitada a lenguaje de hombres ("vemos en enigma, como en un espejo", dirá 1Cor 13,12). Esta "fe negativa", si la podemos llamar así, esta "docta ignorancia", es al mismo tiempo un positivo saber, saber de nuestros límites como administradores del lenguaje. No creemos en Dios en general, sino en Dios con un nombre, pero sucede que al mismo tiempo es el "Nombre que está sobre todo nombre", y se vuelve impronunciable He aquí un círculo que, sin escapar a la razón, la obliga a moverse con prudencia (una virtud propia de la voluntad, no de la lógica), prudencia al nombrar, al sacar conclusiones, al contruir sistemas, al juzgar el entramado de los lenguajes religiosos...
El Dios bíblico es, sin duda, también una representación, pero que opera un decisivo desplazamiento del centro a partir del cual nos plantamos como hombres frente a Dios: del primado de la lógica, al primado de la voluntad.
Este primado de la voluntad, no es sin embargo "irracionalismo", no es abandonar la fuerza expresiva del lenguaje, es, por el contrario, exigir a ese lenguaje que se tense cada vez más, que supere sus propios límites lógicos, que se fragmente en lenguajes múltiples pero convergentes, que se haga sistema, pero también cántico, alabanza, parábola, visión apocalíptica...
La representación bíblica de Dios se moverá, entonces, en las antípodas del filosófico: no ya un Dios cósmico, organizador y autosuficiente, sino un Dios cuyo supremo acto de organización del cosmos consiste en entregar el mando de él al hombre (Gn 1,28), en entregar al hombre el lenguaje que nombra y determina el lugar de las cosas (Gn 2,19), en entregarse él mismo al lenguaje de los hombres: "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Unigénito que está en el corazón del Padre, Él nos lo ha explicado" (Jn 1,18)