Antes de que llegue el invierno, las palomas del norte de Europa inician una travesía en busca del calor de África. Es entonces cuando los mayores del pueblo preparan sus escopetas y ponen al día las palomeras -auténticas atalayas que sirven para divisar y abatir las bandadas-.
Me contaron de dos niños que no disponían de armas, y en su lugar hicieron uso de la imaginación. Se les ocurrió encolar las ramas del viejo nogal que servía de descanso a cientos de aves. Cuando varios miles de palomas posaron sus patas en las ramas del viejo árbol, quedaron asidas irremediablemente. Una vez recuperadas las fuerzas todas a una comenzaron a mover las alas, e iniciaron el vuelo con tal brío que izaron el árbol, y se lo llevaron en su peregrinaje.
El padre de uno de los niños, disgustado por no haber cazado ningún ave esa mañana, preguntó de mal humor en casa, qué había sido del nogal que plantó su abuelo, y que por arte de magia había desaparecido. El niño intentó disimular, y con gran sigilo se escondió en el granero, dejando que el tiempo hiciera olvidar a su padre el recuerdo de ese árbol.
Pasaron los años, y ese niño, que ya se ha hecho mayor, me contó que en el norte de África unos beduinos descubrieron un árbol desconocido para ellos. Crecía en lo más alto de una montaña y daba sombra a cientos de aves. Llaman a ese lugar la Montaña de las Palomas. De esta manera me lo contó aquel hombre bueno y cariñoso, y así lo cuento yo, igual que esta fotografía que hice del nogal de Unzu, un árbol que es hijo de aquel que emigró a las cálidas tierras de África.