Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.»
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Entre las muchas lecturas que cada encargado de liturgia en cada parroquia puede elegir para el solemne domingo de Pentecostés, una es esta pequeña y bella perícopa de San Juan: Juan 20 vv. 19 a 23
Lo que dice es claro e impactante, por lo que no requiere que le demos muchas vueltas para entenderlo; sin embargo, me gustaría hacer notar algunos aspectos que surgen del modo como el texto quedó redactado e inserto entre otros textos.
Ante todo, el texto prepara la irrupción, un par de versículos más adelante, de la muy fuerte escena de la "duda de Tomás". Nosotros leemos la escena de Tomás en relación a las "apariciones" y este texto en relación a "Pentecostés", por lo que se pierde un poco la íntima conexión entre los dos, tejida narrativamente de dos maneras:
-la mención de las manos y el costado heridos: les mostró las manos y el costado y lo reconocieron.
-el saludo, muy judío, de "shalom aleijem", "la paz con vosotros", que se repite tres veces en total, dos en esta pequeña escena y una en la de Tomás.
Las manos y el costado heridos es un rasgo específico de la narración de San Juan, que la comparte con otro Juan, el Apocaleta, quien otorga a Jesús el título -halagüeño sólo en clave cristiana- de "Cordero degollado". Fácilmente recordamos que en San Lucas Jesús se les aparece a los Once y ellos no terminan de creérselo, entonces él les dice: "soy yo, no un fantasma, mirad mis manos y mis pies" (Lc 24,39); fácilmente, decía, asimilamos esa escena a ésta de Juan en la casa, con los Once encerrados. Sin embargo en la escena de Lucas las manos y los pies se mencionan sólo como signo de que no es un fantasma, de que tiene cuerpo y que ellos pueden corroborarlo, ni siquiera se dice que esas manos y pies estén heridos. San Juan, en cambio hace hincapié en que esas manos y costado están heridos, y así Tomás puede pedir tocar las heridas como prueba. En el relato de San Juan el costado es el altar donde nace la Iglesia, fundada en la sangre y en el agua ("no por el agua sola", dirá el autor de IJuan), por eso se anima a explicar algo tan novedoso y especial: el Señor resucitado está eternamente crucificado, eternamente llagado, porque de esa llaga nace algo eterno.
El hecho de que estemos acostumbados a pensar en el Resucitado como para-siempre-llagado no vuelve más obvia a la imagen, al contrario, deberíamos preguntarnos: si en todo el Nuevo Testamento no se habla de las llagas de Jesús una vez resucitado, ¿de dónde las sacamos?
Pues las sacamos de estos muy pocos lugares: Juan 20, IJuan y Apocalipsis, es decir, aunque escritores distintos, todos pertenecientes al "círculo joánico" en la forma de entender la fe.
Los evangelios sinópticos, tanto el más antiguo, Marcos, como los más "nuevos", Mateo y Lucas, e incluso el propio San Lucas, que sigue muy de cerca el relato de San Juan de la Pasión/Aparición en varios aspectos, nos "cuentan" la resurrección, apariciones del Resucitado, Ascención y donación del Espíritu en la forma de una saga, con sus episodios, entonces tal día corresponde que resucite, tal que aparezca aquí, luego allí, luego ascienda, y a los tantos días, que "mande" (puesto que "se fue") el Espíritu que garantiza su presencia permanente en la Iglesia.
No es que esté mal contarlo así, apela muy vivamente a la imaginación humana de todos los tiempos, y de hecho en la Iglesia hemos contado así las cosas durante dos mil años, y las seguiremos contando así hasta que el Señor vuelva. Pero no debemos olvidar que todo eso es sólo un esquema catequético, una forma de acercarnos a la realidad de realidades inefables. La donación del Espíritu 50 días después de la resurrección está muy bien para armar un calendario litúrgico y sobre todo para acristianar la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de las cosechas, y dar así el puntapié de largada a la primera cosecha de la Iglesia ("Aquel día se les unieron unas tres mil almas...", Hechos 2,41), pero de ninguna manera podemos convertir ese esquema cronológico de la saga en un corsé que encierre la grandeza y la riqueza de lo que contiene la Pascua gloriosa de Jesús.
San Juan no se sintió de ninguna manera atrapado por ese esquema catequético, y sin ningún problema sitúa en un mismo momento escenas que los demás evangelistas distinguen y "organizan" cronológicamente:
-La primera aparición del Resucitado a los Once
-La donación del Espíritu
-El envío de los discípulos (que los convierte de discípulos en apóstoles)
-la potestad eclesial de actuar con el poder mismo de Dios
Cada una de estos elementos que Juan ha concentrado merece un tratado, sin embargo me quedaré con el último: la potestad eclesial de actuar con el poder mismo de Dios.
«Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos."»
No deberíamos reducir esta expresión sobre el perdón al sacramento de la Reconciliación. Es verdad que el sacramento hace visible y patente la potestad que Jesús dejó a su Iglesia de administrar, ministerialmente, el perdón divino. Sin embargo, perdón es todo lo que vino a traer Jesús; no trajo otra cosa: perdón, reconciliación, paz con el Dios escondido desde los tiempos de Adán.
El día que uno solo de los miembros de la Iglesia negamos a alguien nuestro perdón, estamos escamoteándole la acción de Dios en Jesús llagado/resucitado; y el día en que un creyente da su perdón, ese Dios, el Llagado, vuelve a estar presente como Resucitado.
El perdón no es un aspecto de los bienes salvíficos, es la razón misma de que hayamos tenido que ser rescatados al precio de la sangre de Cristo. Por eso Jesús no se molesta en desarrollar una teología de los "siete dones" del Espíritu (por suerte dejó algo para los teólogos): a Jesús le basta con vincular el perdón que cada creyente, en la persona de los Once, de María Magdalena, de la Madre, y de todos los "héroes" del Evangelio, al perdón ofrecido a todos los hombres: "esto es el Espíritu: habéis sido perdonados, podéis perdonar."
No es el perdón humano lo que se pide que demos, ése está supuesto, ése incluso ya nos había pedido Jesús que lo diéramos cuantas veces fuera necesario. El perdón del que aquí habla es el perdón que es Dios, capaz de habitar en nosotros como resucitados, de la misma manera en que habita en el Resucitado las llagas del dolor humano, ya redimido.
Ese perdón es el acto mismo de transmitir el Espíritu: a quien lo das, queda dado, a quien no lo das, queda retenido... y es algo muy serio. Pone en manos de la Iglesia, en manos de cada creyente, toda su obra salvadora, así de débil, así de entregado en unas manos incapaces incluso a veces de juntarse para rezar.
Pero es precisamente en esa debilidad donde esta concentrada y se hace evidente la fuerza del perdón: "como el Padre me envió...", es decir, pobre, desnudo, como cordero entre lobos, para ser llagado, y llagado, resucitar, igual que como en el día de Pentecostés nos envía a nosotros.
Tu interpretación sobre "a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos", además de parecerme muy original (al menos, nunca he leído una interpretación en ese sentido, sino que siempre parece estar todo refererido al sacramento del perdón), da mucho que pensar. Al negar el perdón a los demás lo que hacemos es negarles a Dios...
Un fuerte abrazo.
Gracias Abel!