Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre; eso los cristianos lo aceptamos sin fisuras. Puede ser que, como algunas partes del Nuevo Testamento, no tengamos del todo claro el lenguaje para expresarlo; puede ser que, teniendo el lenguaje, no tengamos la comprensión correcta de eso que creemos... ¿y quién puede decir que haya penetrado realmente en lo que quiere decir que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre «sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión», como dice el Concilio de Calcedonia?
Lo cierto es que eso es el núcleo de nuestra fe: que Dios se ha hecho realmente hombre, que no es una simulación, no es una metáfora, no fue un fantasma aparecido en forma humana, no fue un hombre elevado al rango divino por los demás hombres que lo admiraron, es verdaderamente voluntad de Dios haberse unido al hombre en el seno de la Virgen, y desde allí para siempre, padeciendo con nosotros, y por nosotros, y resucitando por nosotros y para nosotros, darnos su vida.
Esta pequeña profesión de fe inicial tiene mucho que ver con que el tema de este artículo es espinoso y difícil, pero, creo yo, no menos importante que los cristianos inquietos reflexionemos.
La pregunta sería esta: ¿cómo es que -siendo Jesús Dios y hombre verdadero- en la Biblia parece en algunos momentos comportarse como solo hombre, e incluso afirma desconocer cosas que, en tanto Dios, no podía desconocer? ¿acaso no conocía, siendo Dios, no sólo el futuro sino el futuro más remoto? ¿acaso no conocía, como Dios que era, el pasado entero de los hombres, y por supuesto el de su pueblo? ¿cómo entender y aceptar cierto «desconocimiento de algunas cosas» en un hijo del hombre que era al mismo tiempo Hijo de Dios?
En el camino nos ayudará no poco la preciosa expresión de san Lucas: «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.» (Lc 2,52).
No hablemos de los pequeños errores de datos históricos o discrepancias entre ellos que pueda haber en los cuatro evangelios, porque todo eso se soluciona con una adecuada -es decir, no infantil- teoría de la inspiración divina de la Biblia. Pero puede haber algunas frases que sin duda se remontan al propio Jesús y que contienen alguna forma de error, desacierto histórico, imprecisión, o marcada huella de desconocimiento de las cosas; me ocuparé de las tres que a mí me resultan paradigmáticas:
Primer escollo:
En Mateo 23,35 se recoge una frase de Jesús que dice: «para que caiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del inocente Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el Santuario y el altar.» El Zacarías al que se refiere (como puede verse en la nota de cualquier buena edición de la Biblia) es Zacarías de Yehoyadá, cuyo asesinato se recoge en 2Cro 24,21. El sentido del pasaje es claro para el oyente de aquella época: como 2Cro era el último libro de las Escrituras en aquel tiempo, Jesús menciona el primer asesinato (Abel) y el último (Zacarías). El problema de esta referencia es que contiene una gruesa confusión histórica: Zacarías de Yehoyadá, quien según 2Cro fue muerto entre el atrio y el altar, no es Zacarías de Baraquías, mencionado en Is 8,2 y que la tradición había identificado con Zacarías el profeta (ver glosa a Zac 1,2). San Lucas, al narrar el episodio, quita esa referencia y deja sólo Zacarías, mientras que un manuscrito de Mateo también la elimina.
Sin duda que aunque el asunto no es grave y le ocurre a cualquier predicador oral (de hecho es una mezcla de personajes posiblemente común en su época), es embarazoso imaginar al predicador Jesús, dotado de ciencia divina, confundir a un Zacarías con otro; no es extraño que se quiera atribuir a un error del copista (¡pero está en prácticamente todos los manuscritos!), o se esconda el asunto en el fárrago de las notas al pie.
Segundo escollo:
En Lucas 10,17-18, en el contexto de la misión de los setenta y dos discípulos, dice:
«Regresaron los setenta y dos alegres, diciendo: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre." Él les dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo..."». Aunque los estudiosos discuten sobre la historicidad de todo este pasaje, parece que no hay dudas de que la respuesta de Jesús es literal de él, no es una frase puesta catequéticamente en sus labios, sino una expresión propia, históricamente pronunciada por Jesús (ver Fitzmyer, III, 234 y sus referencias). Eso es algo mucho más problemático que si fuera una creación de san Lucas puesta en boca de Jesús: esto último lo podemos entender en una teoría general de la inspiración, pero que Jesús use una imagen tan primitiva, de la que no da pistas de que sea una metáfora o un símbolo, sino una visión, de Satanás cayendo del cielo (del cielo atmosférico, no del cielo simbólico de la religión), no parece una expresión demasiado adecuada para un verdadero Dios, y desde luego no es una comunicación demasiado pedagógica si se quiere enseñar una comprensión de Dios más elevada, como la que Jesús vino a traernos.
Tercer escollo:
En Marcos 13,32 (así como en Mateo 24,36) dice Jesús: «Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.» Esta es una de las frases que más escollo ha causado -y causa- acerca del conocimiento del Hijo, y de la propia realidad del Hijo como verdadero Dios, a tal punto que varios manuscritos de Mateo y algunos de Marcos no la traen, y en el pasaje paralelo de san Lucas (21,29-33) no figura. No hay dudas de que la frase se remonta históricamente a Jesús, y que la falta en algunos manuscritos así como en Lucas (que recoge lo esencial de esta doctrina en Hechos 1,7) se debe tan sólo a escrúpulo teológico, es decir, al mismo escozor que sentimos nosotros al leer en boca del Hijo algo que por sí solo parece poner en cuestión la verdadera divinidad del Hijo.
Hay más frases que podrían entrar en este catálogo. Si fuera sólo una, quizás con una salida parcial por la tangente bastaría, pero cuando los casos se acumulan, lo que hace falta es una teoría general que dé cuenta de cómo conocía el Hijo, de cómo se relaciona el conocimiento que tuvo Jesús como verdadero hombre, con el que tuvo Jesús como verdadero Dios.
Como indiqué en la introducción, san Lucas cerró su evangelio de Infancia con una indicación no sólo poética (que ya es mucho) sino preciosa en cuanto a que guarda en germen todo lo que necesitamos para afrontar este problema: «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.» (Lc 2,52). Esto por sí solo debe desterrar la infantil comprensión de que Jesús disponía en su vida humana a cada instante y sin ningún esfuerzo de la totalidad del conocimiento que como Dios sin duda poseía; también él, como nosotros, creció y comprendió las cosas mejor en una edad que en otra. ¿Pero cómo integrar eso en nuestra comprensión de la realidad humanodivina del Verbo encarnado?
De la cuestión de Zacarías, «hijo de Baraquías», San Jerónimo ve el problema, pero no se decide por una solución, y sugiere que «Baraquías» (palabra relacionada con «bendición») pudiera ser una mala traducción de Yehoyadá (palabra relacionada con «justicia», o bien que se trate de una mala traducción del que compuso el Mateo griego, ya que algunos en aquella época sostenían que el evangelio de Mateo original -y por tanto el inerrante- había estado escrito en hebreo o arameo), una manera de eludir el problema, ya que ese evangelio de Mateo no lo tenemos; también apunta como posibilidad que realmente esté mencionando al profeta Zacarías. Otros autores (como Orígenes), aunque no desconocen el problema dan respuestas alegóricas, suprimiendo la literalidad del asunto. Puede verse una secuencia de tratamientos en la Catena Aurea a este pasaje bíblico. San Agustín pasa redondamente por encima, a pesar de que cita la frase entera (Réplica al adversario de la ley y los profetas, II, 17). En conjunto, no parece representar en aquella edad antigua ningún escollo dogmático serio.
En la actualidad se ha ahondado en las mismas soluciones, o se ha buscado algunas nuevas, alguna muy ingeniosa, por ejemplo: identificar a este Zacarías con el Zacarías que menciona Josefo, muerto en al revuelta de los años 70, y por tanto la serie iría del primero al último asesinado antes de la época en que se compuso el evangelio, pero claro... si la referencia es a alguien que murió en el 70, la frase no es de Jesús, y en esto sí que hay cierto consenso de que se trata de una palabra históricamente pronunciada, como he dicho ya.
Sobre la segunda cuestión, la de la «visión» de Jesús sobre el demonio cayendo del cielo, haciendo una búsqueda rápida entre los Padres, se ve que uno y otro alegorizan la escena de la caída del demonio, relacionándola implícita -y confusa- mente con la caída primigenia de ángel de la luz a ángel de las tinieblas. Las notas exegéticas de Fitzmyer mencionadas con anterioridad dan cuenta de abundantes referencias y variaciones del sentido. De todos modos, sea el sentido que se le dé, todos obligan a repensar cómo conocía Jesús las realidades divinas.
A mi entender la tercera, la cuestión del conocimiento que el Hijo tuviera «del día y la hora», es la central porque es la más conocida, y porque es un argumento de difícil respuesta en una teología de tipo popular, como la que usan las sectas para «demostrar» que Jesús no puede ser Dios, y dejar en claro de paso la mala lectura bíblica que practicamos -según ellos- las grandes religiones cristianas.
La respuesta tradicional de los Padres de la Iglesia va por el lado de la condescendencia divina del Hijo: él realmente sabe el día y la hora, pero no es bueno que los hombres lo sepan, por lo que afirma no saberlo. Es verdad que esto viene sugerido por la interpretación que hizo Lucas en Hechos 1,7: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad...», pero esto puede ser cierto, sin que deje de ser problemático que en los otros pasajes Jesús diga que el Hijo no conoce el día ni la hora. San Agustín, con un poco más de sutileza, explica que el Cristo es siempre el Cristo total, cabeza y cuerpo, por tanto, puesto que la Iglesia no sabe -ni Dios quiere revelarle- el día ni la hora, es cierto que el Hijo no la sabe (no lo es cierto de la cabeza sola, sino de todo el conjunto). Es una respuesta teológicamente ingeniosa, sutil y digna de meditarse, pero no resuelve el problema: la frase problemática está en Mateo y Marcos, mientras que la teología del Cristo-total está en Efesios y Colosenses, a lo sumo podría encontrarse sugerida en las paulinas anteriores, pero no es un patrimonio teológico compartido con todo el NT, como para suponer que sea una teología venida de labios del propio Jesús. San Agustín podía en su época hacer esos malabarismos acríticos, nosotros ya no.
Un punto central de cualquier cristología es cómo implicar recíprocamente las distintas ciencias que tuvo Cristo, puesto que si fue verdadero Dios, no le pudo faltar el conocimiento divino, y si fue verdadero hombre, no le pudo faltar el conocimiento humano; e incluso como hombre viviendo su existencia de cara a Dios no le pudo faltar las ciencias propias de la relación entre el hombre y Dios: el conocimiento infuso, del que muchos santos gozan y evidentemente tuvo que haber estado superlativamente en Cristo, y la ciencia de los bienaventurados, es decir, la visión de Dios, que es a lo que nos conduce él mismo, y del que no puede carecer, como hombre perfecto y anticipo del Hombre Nuevo.
Es un tema difícil y confuso, perteneciente al núcleo del misterio de Cristo, y lleno, por tanto, de trampas del lenguaje que la razón nos tiende aquí y allá cuando pretendemos pensar lo que supera toda razón, como es la unión de Dios y el hombre en Cristo.
Santo Tomás se mete de lleno en este misterio, en la tercera parte de su Suma Teológica, y trata el asunto de la ciencia de Cristo en cuatro «quaestiones», dedicadas respectivamente a la ciencia de Cristo en general (III parte, q. 9), a la ciencia de los bienaventurados (q. 10), a la infusa (q. 11) y a la adquirida, es decir, al conocimiento humano en su sentido habitual (q. 12).
Es precisamente en este conjunto de cuestiones donde da algunas indicaciones preciosas, que vendrá bien retomar y desarrollar para entender un poco mejor cómo integrar el conocimiento humano en Cristo, manteniendo plenamente la verdad sobre él, pero evitando esa noción espontánea y un tanto infantil de una Dios hecho hombre que es como una especie de superhéroe, que todo lo sabe en todo momento, desde las cosas que como Dios no puede ignorar, hasta los detalles más nimios y humanos de su entorno.
Con estas notas no pretendo estar interpretando el tratado tomista, sino sólo tomando como trampolín estas sugerencias del Doctor Común, para llegar a alguna solución adecuada y aplicable al problema bíblico que nos habíamos propuesto.
Los párrafos que me parecen desarrollables de santo Tomás respecto de este tema son fundamentalmente dos (aunque la lectura del conjunto de las cuatro cuestiones no queda sin provecho, para quienes gustan de esos desafíos):
En la cuestión 9, artículo 1, se plantea una primera objeción a quienes afirman que en Cristo tuvo que haber otras ciencias además de la divina; esa objeción coincide aproximadamente con nuestra «cristología espontánea»: «La ciencia es necesaria para conocer algunas cosas. Pero Cristo lo conocía todo por su ciencia divina. Luego la existencia en él de cualquier otra ciencia hubiera resultado superflua.» (objeción 1). Luego de argumentar convenientemente, con datos escriturarios y con razonamientos la existencia en Cristo de más de una ciencia, responde en detalle a esta objeción con un párrafo memorable (debo la referencia y la línea de desarrollo a un libro de R. Brown): «Cristo conoció todas las cosas por la ciencia divina en una operación increada, que es la misma esencia de Dios, pues la intelección de Dios es su propia sustancia, como se demuestra en el libro XII Metaphys. Por eso el alma de Cristo no pudo tener un acto de esta clase, porque es de otra naturaleza. Por consiguiente, si en el alma de Cristo no hubiera existido otra ciencia que la divina, no hubiera conocido nada. Y, en tal supuesto, hubiera sido asumida en vano, porque las cosas existen en orden a su operación.» (III, q 9, a1, ad1)
Veremos las implicancias de esto en el próximo título, por ahora quedémonos con esta constatación formidable: el modo de conocer de Dios y del hombre son tan distintos, que de haber Cristo conocido sólo como Dios, no habría conocido como hombre nada, puesto que la ciencia divina no «cabe» en el modo de conocer de un hombre, así sea de Cristo.
El otro fragmento remarcable está en la cuestión 12, dedicada por entero al tema de su ciencia humana adquirida o experimental (los términos son sinónimos, puesto que todo conocimiento, en el hombre, proviene en último término de la experiencia, propia o ajena); aceptado que en Cristo necesariamente tuvo que haber una ciencia humana en sentido llano, adquirida, experimental, en el artículo 2 se plantea la pregunta de si pudo ocurrir en Cristo un crecimiento en la ciencia experimental, o si tuvo necesariamente que tener toda la ciencia humana posible desde el primer momento. Nuevamente la «teología espontánea» tiende una trampa en forma de objeción: «el progresar es propio de lo imperfecto, porque lo perfecto no admite adición. Pero no cabe suponer en Cristo una ciencia imperfecta. Luego Cristo no hizo progresos en la ciencia adquirida.» (objeción 2). La argumentación, como no podía ser de otra manera, retoma Lucas 2,52 («Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia...»), y cuando llega a la respuesta a las objeciones, dice nuevamente una sentencia remarcable, que deberemos acopiar para nuestra elaboración: «También esta ciencia experimental fue siempre perfecta en Cristo con relación a su edad, aunque no fuese perfecta en absoluto y esencialmente. Y por eso pudo hacer progresos.» (III, q 12, a2, ad2).
¡Qué simplicidad y casi obviedad, pero cuánto se pasa por alto en la teología espontánea!: Jesús a los cinco años sabía lo que un niño a los cinco años, no era un adulto de treinta, con la expresión verbal de un saber divino, metido en un cuerpo de un niño de cinco años. Es verdad que a los doce años los sabios del templo estaban asombrados de la sabiduría de ese niño de doce años, que estaba ocupado en «las cosas de su Padre» (Lc 2,42ss.), pero independientemente de lo que esa escena tiene en el relato de Lucas de construcción catequética, lo que hablara Cristo con los maestros del templo no nos ha llegado, y mal hacemos en imaginárnoslo hacia el lado de un Cristo Supercognocente, dueño a los doce años del lenguaje de un adulto con el contenido de un saber divino, eso no habría provocado admiración, sino, posiblemente, rechazo. Si deseamos imaginar la escena, deberíamos más bien visualizar a un niño de doce años, con un desarrollo perfecto... de doce años; eso causaría -ayer como hoy- una honda admiración.
No quisiera enfocar este apartado con disputas de escuela, si este o aquel tienen más razón; la teoría del conocimiento es siempre terreno fértil en disputas. Sea como sea que lo consigamos, creo que vale la hermosa síntesis de Aristóteles: «[por el conocimiento] el alma se vuelve, en cierto sentido, las cosas» (De Anima, 431 b21). Por el conocimiento reconstruimos el universo que nos rodea, siempre enigmático, lejano, ajeno, en nuestro ser, y por tanto lo reconstruimos como próximo y habitable.
Sin embargo, ¿cómo ocurre eso en el ser humano? No de una manera sencilla e inmediata, incluso el conocer intuitivo, y que en cierto modo parece venido de no se sabe dónde, requiere de nuestra parte una validación, y por tanto tiene una distancia. Sólo Dios conoce las cosas en tanto que ellas son, son, en tanto que las conoce: no hay distancia entre su ser, su conocer, y el llevar a la existencia las cosas. En nosotros, en cambio, siempre hay una distancia entre las cosas que conocemos, y quedan afuera nuestro, y el conocimiento de ellas, que llevaremos en adelante con nosotros.
¿Pero cómo ocurre eso? las cosas se nos presentan, se nos enfrentan, por los sentidos las recibimos, y al recibirlas las ingresamos ya en una «forma de ver». Las cosas no serían «cosas vistas» (es decir, conocidas) si no estuvieran bajo una «forma de ver».
En el conocimiento, contenido y forma se copertenecen: no inventamos lo que conocemos, puesto que proviene de fuera nuestro, pero a la vez nada conoceríamos si no lo miráramos desde la forma, si no rehiciéramos adentro nuestro esa realidad que está afuera.
Esa «forma» de ver que reconstruye la cosa a conocer, como cosa conocida en nuestro espíritu, son los conceptos, juicios y razonamientos, las herramientas del conocimiento humano.
Seguramente a todos nos ha pasado una experiencia: conocemos un nuevo concepto, por lo que sea, y a partir de ese instante en que tomamos conciencia de que ese nuevo concepto lo hemos conocido, es nuestro, empezamos a verlo por todos lados. Eso ocurre seguido, pero yo recuerdo particularmente una vez en mi vida, que la cuento porque a lo mejor le sirve a otro para entender de lo que estoy hablando. Tendría yo unos 9 años, y por primera vez oí hablar del Cid Campeador (o al menos por primera vez ese concepto me llamó la atención); supongo que me habrían regalado algún librito o me habría contado algo mi papá, pero la cuestión es que la figura del Cid me impactó: me hice con ese concepto, ahora era mío.
Pues bien, recuerdo patentemente cuando fui al mercado donde comprábamos siempre y vi en la pared una hilera de aceite de oliva El Cid Campeador. En realidad iba a ese mercado siempre, pero sólo a partir de esa vez muy determinada vi esa hilera de botellas de aceite. Obviamente la hilera estaba desde hacía mucho, pero como yo no tenía la forma, el contenido no entraba en mi conocimiento, recién cuando tuve por primera vez un contenido que se volvió para mí forma de nuevos conocimientos, es decir, un concepto, algo concebido en mi espíritu, recién desde ese momento pude incorporar otros contenidos que cabían en esa forma.
Así conocemos los seres humanos, y no hay ninguna otra manera de conocer. Ese modo es muy variado y rico, la fuente de los conceptos puede ser enorme, los juicios que hacemos uniendo conceptos son variadísimos. Un juicio es «esto es aquello», «este escrito es largo», pero los juicios no se limitan a «es» y «no es», hay juicios de muchas clases, y muy sutiles, del tipo «esto se parece a aquello», o «esto es como aquello». Y en los juicios no acaba el conocimiento, encadenando juicios llegamos a los razonamientos: «si en el cielo hay nubes medias, y son de color grisáceo o azulado, entonces casi seguro que lloverá».
Diversifiquemos como diversifiquemos las clases de elementos que entran en el conocimiento, los tipos de concepto, los enlaces y encadenamientos lógicos, siempre será cierto que conocer implica dar forma a unos contenidos (por eso en el hombre no existe el conocimiento «objetivo» en el sentido vulgar de conocimiento «puro», «sin interferencia humana», sólo en Dios, en quien su conocer es crear).
Así conoce el hombre, todo hombre. También Adán conocía así, desde antes del pecado, por eso muy gráficamente dice Gn 2 que Adán puso nombre a todos los animales, pero no encontró en ellos una ayuda adecuada: hasta que no les dio forma por medio de nombres, no los (re)conoció. Y cuando conoce a la mujer no escribe largos tratados sobre la igualdad de varón y mujer sino que dice: «esta si es hueso de mis huesos y carne de mi carne, es 'isha' porque viene de 'ish'».
Me he remontado hasta Adán sólo para mostrar que conocer por mediaciones no es ningún defecto, no es fruto de ninguna caída: ¡es lo que somos, antes de toda caída, lo hermoso que es ser humano, conocer por mediaciones, amar por mediaciones! Siempre, por toda la eternidad seremos seres de mediaciones, porque Dios nos va a librar de la caducidad, pero no de ser seres humanos, que es lo que somos, y es algo absolutamente precioso. Las mediaciones son nuestro elemento.
Por ellas sentimos nuestra distancia con Dios, y gemimos de melancolía; pero también por ellas somos capaces de hacernos todo a todo, y podemos vivir infinitas vidas en una sola vida, la nuestra.
Cuando Dios se hizo hombre, entre otras cosas asumió eso, porque él no tuvo pecado, pero su naturaleza humana fue verdadera, no aparente ni ficticia: si un ser humano puede conocer por mediaciones sin que eso sea un pecado ni un fruto de pecado, entonces Jesús conoció por mediaciones, igual que nosotros.
En tanto Dios, conocía todo, pero eso, como explicaba santo Tomás, no se realizaba en su ser de manera in-mediata; su conocimiento divino no estaba presente en su espíritu de manera in-mediata, porque el conocimiento divino no puede ser descompuesto en forma y contenido, que es el modo como ingresa en la mente humana. Solo Dios, exclusivamente Dios conoce sin mediaciones: su ser, su conocer, su amar y su parecer son la misma realidad. En el hombre hay siempre mediaciones. Cuando decimos que Dios se hizo hombre, entre otras cosas decimos que él adoptó de verdad, no como apariencia, sino de verdad, nuestra forma de conocer, ¡y de amar! Su amor total divino estaba mediado por la forma humana de amar, y así, por ejemplo, amaba más a unos que a otros, a un discípulo que a otro. Eso es humano, no es ningún defecto, es la mediación.
Y entonces conocía por mediaciones, por representaciones e imágenes, que tenían que ver -al igual que en cada uno de nosotros- con lo que había ido aprendiendo desde niño. Jesús hablaba el lenguaje de su época, lo que implica que el conocimiento total que tenía como Dios estaba mediado por una forma de ver, adecuada a su lenguaje, y a las experiencias acumuladas por él mismo, y por su casa, y por su pueblo, y por su entorno, y por el mundo de ese momento, en círculos concéntricos. ¡Tal como nosotros! Jesús vivía en su pueblo, y conocía en la perfección de la edad y vida que tenía, tal como la sugerencia de santo Tomás nos planteaba. Deducimos, por ejemplo, del evangelio que Jesús sabía leer (Lc 4,16ss), pero no supo leer porque era Dios, sino porque alguien de los suyos se ocupó de enseñarle, y él de aprender.
Al primer escollo:
Su conocimiento divino de la justicia, que se expresa en el oráculo sobre la Jerusalén pecadora de Mateo 23,28-38 es un conocimiento absoluto, y como divino que es, es «performativo»: no se limita a conocer la injusticia de Jerusalén, sino que al juzgar la perversidad de esa generación, emite un juicio eficaz, que se realizará. Jesús es Dios.
Pero ese mismo juicio se expresa en imágenes ligadas a la tradición escriturística y profética de su pueblo, e incluye la imprecisa figura de Zacarías -el que murió entre el atrio y el altar- que para su época probablemente ya se había convertido en una confusa mezcla del texto de 2Crónicas, con Isaías 8,2 y con la representación del profeta bíblico Zacarías como imagen aglutinante de esos otros dos Zacarías menos conocidos, mezcla que es común en las tradiciones orales. Jesús es verdadero hombre, y como verdadero hombre, el tesoro de donde extrae sus conceptos tiene que ver con el conocimiento humano adquirido -él y su época-, con toda la imprecisión de las mediaciones.
Al segundo escollo:
Su visión divina del demonio expulsado del mundo es completamente real: no es siquiera una «visión» de una imagen exterior (como es nuestra experiencia de visionado), sino que al «ver» la caída del demonio, la hace real, la actúa. Jesús es Dios, y como Dios, su ver es eficaz y creador. En el envío de los discípulos a predicar, Jesús expulsa de este mundo al demonio, cuya caída «ve», es decir, provoca y realiza.
Pero en tanto hombre verdadero, esa realidad del triunfo de su poder divino y el poder con el que dota a los suyos, contra el demonio, se expresa en figuras y formas de hablar propias de su época, no de la nuestra. La misma imagen del demonio es una imagen ligada a su época; la visión divina se tamiza, recibe la forma de la visión humana, con todas sus mediaciones.
Al tercer escollo:
Su conocimiento divino y total de «el día y la hora», no es un conocimiento de futuro, no es algo futuro lo que Dios conoce al conocer el Juicio. En Dios no hay futuro. Hay advenimiento, pero no futuro. En Dios conocer el Juicio futuro es realizar el Juicio, y eso no es futuro, es ya ahora. En un «ahora» eterno. Jesús, en tanto es Dios, desde luego que «conoce el día y la hora», puesto que en Dios conocer ese día es realizarlo.
Pero en tanto es hombre, ese día permanece en lo inescrutable e inimaginable, es la frontera última del futuro humano. Es fuente de esperanza para el hombre de fe, y fuente de angustia para el que desea huir de la claridad divina. Pero de ninguna manera ese «Día» es objeto de conocimiento humano. Aunque quisiéramos conocer ese «Día», no nos toca, no forma parte de lo que podemos conocer, porque no tenemos forma en la que incluirlo. Tampoco Jesús, el Hijo, indisolublemente Dios y hombre, podía conocer en el sentido futuro ese «Día»; también para él ese «Día» era la frontera de lo futuro, y por tanto no tenía un concepto para expresar ese tiempo. Y esto porque era verdadero hombre, no porque no fuera verdadero Dios.
Para resumir diré que cada vez que nos planteamos que Jesús -puesto que era Dios- conocía esto o aquello, debemos tener presente la abismal diferencia entre la palabra conocer aplicada a Dios, y la misma, aplicada al hombre, y recordar la sentencia de santo Tomás, «si en Jesús sólo hubiera habido conocimiento divino, no habría conocido nada»: su conocimiento de las cosas, en tanto Dios, estaba siempre mediado por lo que a cada edad y circunstancia, y como perfección de las mismas, alcanzó Jesús como hombre, sin que estuviera (como verdadero hombre) ajeno a nuestra distancia con las cosas, y a la necesidad de aplicar a cada objeto la forma de lo adquirido y elaborado en su propia y singular experiencia, las mediaciones.
Cuánto más podríamos avanzar, no en la comprensión del misterio encarnatorio, pero sí en su contemplación, si pudiéramos por un rato dejar a un lado las fantasías infantiles de la teología espontánea, con su Superhéroe-Jesús dotado de conocimiento y poderes infinitos y disponibles a la mano, y aceptáramos que la unión en Jesús de sus dos naturalezas, la de Dios verdadero y la de hombre verdadero, fue incluso para él, humanamente, un enigma, un misterio, y una fuente inagotable de preguntas dirigidas al Padre acerca de su propio ser, de su propia vida, y del sentido de su misión.
-El presente artículo surge de una charla del foro de ETF, reproduce algunos párrafos literales de mis intervenciones en la misma, pero amplía y ejemplifica, cosa que no hacía en ella.
-El libro de Joseph Fitzmyer aludido es «El evangelio según Lucas», ediciones Cristiandad, 1987.
-El libro de Raymond Brown aludido es «101 preguntas sobre la Biblia», preg. 72
-La «Catena Aurea», una de las colecciones realizadas en el medioevo con sentencias de los SS. Padres sobre el Evangelio (de Santo Tomás de Aquino) se encuentra en muchas ediciones, yo utilicé esta excelente versión en línea.
-En ese mismo sitio se encuentra la Suma Teológica, también en línea.
-Respecto de la cita del De Anima de Aristóteles, quizás al lector le suene tan rara como a mí la traducción: yo conocía su versión latina usual («anima est quodammodo omnia», «el alma es [o deviene] en cierto modo todas las cosas»), que cita Santo Tomás varias veces; nunca me había ocupado de cotejar su original griego, dándolo por literal, pero me encontré con que no dice exactamente lo mismo. Lo que puse en el artículo es literal: «el alma es [o deviene] en cierto modo las cosas», la diferencia es escasa (falta «todas»), pero en el primer caso pone el acento en la totalidad, y en cierto sentido mira al conocimiento desde su objetivo de perfección del alma, mientras que la sentencia aristotélica parece más apegada al acto singular de conocer, y era más adecuada al contexto de lo que estoy expresando.
-La obra mencionada de san Agustín se encuentra el el volumen 38 de sus Obras Completas, edición BAC.
Imágenes:
-Pinturicchio (Italia, ca. 1454-1513): la Virgen enseña al Niño a leer, 1490-95, óleo y dorado sobre madera
-Lépicié, Nicolas-Bernard (atrib): la Virgen enseña al Niño a leer, lápiz, carbón, tinta, Musée du Louvre, París
Me ha parecido muy interesante y esclarecedor.
Pero yo añadiría, si se me permite, otros dos argumentos, que personalmente me encantan, aunque no estoy muy seguro de que se puedan considerar exegéticos:
1.- Partiendo de la frase "NO HIZO ALARDE DE SU CATEGORÍA DE DIOS":
Normalmente lo aplicamos solo a su poder: no estaba todo el día haciendo milagros, evitando todo sufrimiento o necesidad o limitaciones de tiempo y de espacio, etc
Pero también se podía aplicar a su saber y conocer: podría haber recurrido a su saber divino continuamente, pero renunció a hacer ese alarde.
2.- Partiendo de esas frases que indican que siempre hace o dice lo que el Padre le da: "NO HAGO NADA QUE ANTES NO VEA HACER AL PADRE" (No pretendo ser literal en esta frase).
Parece estar afirmando que SU SER DE HIJO DEL PADRE SUPONE QUE HA DEJADO EN MANOS DEL PADRE -COMO HIJO HUMANO- EL CONOCER O NO LO QUE EL PADRE QUIERA DARLE A CONOCER EN CADA MOMENTO, IGUAL QUE EL HACER O EL DECIR O EL ESTAR AQUÍ O ALLÁ, O EL GOZAR O EL SUFRIR, O EL TENER O NO...
Hola, Vicente, muchas gracias por la aportación.
Me parecen muy pertinentes los dos, en particular el primero. Porque si bien es verdad -como dices- que solemos leer esa frase de Filipenses como referida al poder de Jesús, si uno la mete en el contexto de ese bellísimo himno, se ve que tiene un alcance mucho más amplio, realmente total: se puede referir a todos aquellos aspectos en los que Jesús -siendo verdadero Dios- actuó realmente "pasando por uno de tantos", incluyendo en esto el conocimiento.
En cuanto al segundo, el argumento joánico, es más indirecta la relación, ya que con esa frase y su contexto Juan no quiere exaltar la veracidad de la naturaleza humana de Jesús, sino más bien la veracidad de su naturaleza divina, por tanto podría ser un poco irónico querer usarla para el argumento contrario, pero es verdad que expresa muy bien esa relación de completa disposición del Hijo en el Padre, incluyendo en esto su disposición a despojarse de sí mismo como el Padre le pide.
Sería interesante ver cómo, en esta lína, se concilian la impecabilidad (o más: la perfección, moralmente considerada) de Jesucristo con su "conocimiento" ético.