Las cenizas cumplen en nuestra religión un importante papel de signo sacramental: evocan a la vez la fragilidad del hombre, y son señal de penitencia y dolor de los pecados. No es que se utilicen demasiado, no, apenas en el «Miércoles de ceniza» con el que se inicia la Cuaresma, pero aun así puede decirse que es uno de los signos cuyo valor penitencial permanece más arraigado, incluso en nuestra época.
En el judaísmo, por ejemplo, se utilizan como signo de duelo y dolor, y en realidad de allí deriva nuestro uso penitencial. Pero no son un signo originario del universo religioso de la Biblia, e incluso apenas aparecen en el NT. Más bien el judaísmo lo adoptó tardíamente, quizás en su contacto con los ritos paganos, en el Exilio (siglo VI a.C.), o más tarde, en el contacto con los persas o el helenismo. Profetas posteriores al Exilio, que veían cómo se iba «formalizando» la religión -con el consiguiente peligro de que se volviera puramente formalista- son más bien bastante críticos con estos signos penitenciales. Joel, por ejemplo, a quien leemos precisamente el Miércoles de Ceniza, arremete contra el ritualismo del duelo judío: «¡rasgad los corazones, no las vestiduras!» (Joel 2,13), mientras que el llamado «Tercer Isaías» (es decir, un profeta anónimo que forma la tercera parte del Libro de Isaías) se enfrenta al signo de la ceniza: «¿Acaso es éste el ayuno que yo quiero el día en que se humilla el hombre? ¿Había que doblegar como junco la cabeza, en sayal y ceniza estarse echado? ¿A eso llamáis ayuno y día grato a Yahvé?» (Isaías 58,5). A pesar de lo cual estos signos han perdurado, en el judaísmo, y luego también entre nosotros.
Habría entonces que distinguir, en el Antiguo Testamento, dos etapas en la historia de este signo: la etapa anterior al Exilio, donde no constituye, en sentido propio, un sacramental, salvo en un caso que luego veremos, y la etapa postexílica -de lenta formación del judaísmo-, en donde sí se va volviendo un signo sacramental, especialmente ligado al dolor, el duelo y la penitencia, con ejemplos notables, especialmente en libros de gran arraigo en la religiosidad popular de esos siglos, Daniel, Jonás y Ester.
La ceniza en la etapa antigua
La encontramos representada de tres maneras distintas: a) expresión metafórica de la fragilidad humana; b) residuo del rito; y c) elemento purificador
-Como expresión metafórica de la fragilidad humana, sin referencia a ningún rito religioso específico. Así, por ejemplo, en el diálogo de Abraham con Dios cuando intercede por Sodoma, dirá el Patriarca:
«¡Mira que soy atrevido de interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza!...» (18,27)
La expresión «polvo y ceniza» es en hebreo un juego de palabras, polvo: afár; ceniza: éfer, así que la expresión suena: «afár va-éfer». Se la vuelve a utilizar, dos veces, en el libro de Job (30,19 y 42,6), aunque ya con un sentido más «postexílico» (al menos en 42,6) como signo de penitencia..
En este primer valor, metafórico, de la ceniza, no hay entonces nada específico que la haga simbólica, sino sólo su parecido fonético y visual con el polvo que es, él sí, un símbolo primario de la fragilidad humana: «eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19).
-El segundo uso está más extendido en la Biblia, si bien no sólo no es ritual, sino que podríamos decir que es «anti-ritual»: la ceniza es el residuo del rito, aquello irreductible de los sacrificios, lo que queda de la quema sacrificial de un animal, y por tanto es un desecho que debe ser eliminado, y plantea un específico problema para la organización del rito: qué hacer con aquello que no es ya sagrado, pero tampoco es profano. La respuesta es: sacarlo lo más rápido posible de la comunidad.
En las leyes rituales de Israel -que piensan a Israel como la comunidad peregrina del desierto dirigida por Dios y Moisés, aunque ya no vivan en el desierto y estén establecidos en una tierra concreta-, se hablará de «sacar las cenizas del campamento». El «campamento» es el espacio de encuentro de Dios con su pueblo, en él se planta la «tienda del Encuentro», antecedente del Templo. Así que lo que debe hacerse con las cenizas es quitarlas de allí. Lo que subyace, religiosamente, a este gesto es bastante comprensible: nada puede no ser ni sagrado ni profano, sino un «mero residuo»; así que «sacar las cenizas del campamento» se vuelve un especial problema:
«Habló así Yahvé a Moisés: 'Da esta orden a Aarón y a sus hijos: Esta es la ley del holocausto. [...] El sacerdote se vestirá su túnica de lino y cubrirá su cuerpo con calzones de lino. Sacará las cenizas a que el fuego haya reducido las grasas del holocausto sobre el altar y las depositará junto al altar. Después se quitará los vestidos y se pondrá otros para llevar las cenizas fuera del campamento a un lugar puro.'» (Levítico 6,1-4).
En Números 19,10 tenemos otra tradición referente a la ceniza concebida como residuo irreductible, si bien lo ampliaremos en el contexto ritual que veremos luego, pero sirve ahora para entender este valor «negativo» de la ceniza:
«El que haya recogido las cenizas de la vaca lavará sus vestidos y será impuro hasta la tarde. Este será decreto perpetuo tanto para los israelitas como para el forastero residente entre ellos.» (nótese la solemnidad de la prescripción, como «decreto perpetuo»).
En este segundo sentido, la ceniza va dejando de ser una metáfora, para ser una verdadera realidad: una realidad incómoda, la del desecho.
Una curiosa historia, ya casi incomprensible para nosotros, que no tenemos relación con estas sutiles vivencias de la ritualidad, se nos cuenta en 1Reyes 13, a propósito de los sacrificios (reprobados por Dios) que practica Jeroboam en el altar de Betel, un prestigioso centro de culto en Israel, que a un israelita le podría sonar más o menos como si a un cristiano le dijeran que Dios reprueba las misas celebradas en Santiago de Compostela. En ese texto, la expresión de la reprobación de Yahvé está asociada a la ceniza:
«Esta es la señal de que Yahvé habla: el altar va a romperse y se va derramar la ceniza que hay sobre él.» (13,3)
Notemos que el «signo de Yahvé» consiste precisamente en que la ceniza, lo negativo y desechable, lo que debe ser quitado del altar lo más pronto posible, se derramará, se mezclará y no podrá ser discernido, recogido y sacado de la comunidad.
Con este relato podemos vislumbrar el «proceso mental» por el cual la ceniza se irá convirtiendo, muy de a poco, en «signo penitencial»: precisamente porque el pecado es «eso que está en medio», que debe ser descartado, que molesta entre la sacralidad de Dios y la profanidad del hombre, no es ni uno ni otro.
Así, nos encontramos en 2Samuel 13 con la trágica historia de Tamar y Amnón: Tamar es seducida y violada por su hermano Amnón, quien tras eso la echa de su casa. Tamar ha quedado mancillada; en realidad la mancha no es tanto el incesto (que en último término podría ser tolerado en la Corte, y ella le hace saber que él podría no rechazarla, es medio-hermana solamente), ni la violación como tal, sino que la echa, que ya no es nada:
«Ella le dijo: 'No, hermano mío, por favor, porque si me echas, este segundo mal es peor que el que me hiciste primero.' Pero él no quiso escucharla. Llamó al criado que le servía y le dijo: 'Échame a ésta fuera y cierra la puerta tras ella.'» (13,16-17)
Entonces «Tamar puso ceniza sobre su cabeza, rasgó la túnica de mangas que llevaba, puso sus manos sobre la cabeza y se iba gritando mientras caminaba.» (13,19)
Todos estos nos parecen a nosotros simplemente «gestos penitenciales», sin embargo no lo son ni por la época ni por la circunstancia: Se rasga la túnica (lo que viene explicado del versículo 18), porque la túnica de mangas representaba la virginidad, ¿y la ceniza? pues bien, la ceniza, según vimos antes, representa el desecho, aquello que ya no vale y debe ser quitado del campamento.
Yo creo que éste es uno de los textos centrales para entender cómo llega a ser la ceniza un signo penitencial, claro que no si lo leemos como si la costumbre de la ceniza estuviera ya establecida en esa época.
-El tercer aspecto de la ceniza en esta etapa antigua tiene que ver con un rito muy antiguo, vinculado originalmente a la guerra santa: el botín que se recogía era impuro, precisamente por ser un botín de guerra, por haber estado en contacto (real o simbólico) con la sangre, así que debía ser purificado. Ese rito se hizo también extensivo a otras impurezas que tienen que ver con la muerte, como el tocar un muerto o estar en contacto con lo que rodea a la muerte. Es el «rito de la vaca roja», que se describe en Números 19, y que tiene un indudable sabor de primitiva ritualidad mágica, asumida -como tantos otros aspectos de la religiosidad natural- por la religión de Israel. Lo básico del rito es que una vaca roja debe ser inmolada fuera del campamento, y con sus cenizas se debe hacer un preparado de «aguas de purificación» (aguas lustrales), que se utilizará luego para «limpiar» todo lo que no pueda ser purificado por el fuego, que es el purificador primero.
Es un capítulo por demás interesante para entender cierta forma de relacionarse con la muerte y con la impureza, pero al leerlo debe tenerse presente que la mayor parte de estos ritos ya habían caído en desuso para cuando se pone por escrito el Pentateuco, por lo que el propio narrador parece mezclar prescripciones provenientes de distintos ámbitos, y se verá que no queda del todo clara la preparación de las aguas lustrales, o mejor dicho: que debió haber habido más de un tipo de agua lustral. Lo que es importante para nuestro tema es que esa agua lustral utiliza, en un contexto propio, ligado a la muerte, y fuera del campamento, esas cenizas que hemos visto, las mismas, pero ahora en un contexto ritual «positivo». Digamos que lo que no podía tener un lugar en la vida ritual ha encontrado por fin uno.
La ceniza en la etapa postexílica
No sabemos cómo, qué clase de ritos conocieron los israelitas en su contacto con el mundo babilónico y luego persa, o más tarde aun, helenístico, que tuvieran relación con la ceniza y que les hubiera impactado tanto como para incorporarlos a su propia expresión religiosa, pero lo cierto es que en los libros postexílicos, aparece ya la ceniza como un sacramental habitual, vinculado siempre a la doble referencia del duelo y la penitencia, pero no como una doble referencia extraña, sino como dos aspectos de un mismo fenómeno: duelo y arrepentimiento, unidos por el dolor del pecado y de la muerte, aparecen como un todo que debe ser signi-ficado para poder encontrar un lugar en la vida religiosa: ese signo será, precisamente, la ceniza, y el otro que ya hemos visto en la historia de Tamar, el rasgarse las vestiduras, no ahora para quitarse las mangas, signo de la virginidad perdida, como era en aquel caso, sino para expresar la ruptura interior.
Sea como sea que hayan llegado estos signos a la religión de Israel, han tomado tal carta de ciudadanía, que incluso quienes se opusieron a ellos con la fuerza de su predicación, estos profetas postexílicos que predicaban por el establecimiento de una «religión del corazón» que superara el ritualismo anterior, no lograron nada contra ello. Posiblemente, por muy bien que nos suene la predicación de la «religión del corazón» en el tercer Isaías o en Joel, adolece irremediablemente de un cierto irrealismo, no tiene en cuenta que el hombre es (y no por casualidad sino por designio de su Creador) un ser de signos: los signos tienen el peligro del ritualismo, de volverse formales y vacíos, pero la falta de signos suele llevar apegado el olvido del corazón.
Encontramos, entonces, a partir del siglo V el signo de la ceniza, ya completamente establecido, si bien con distinto grado de énfasis. Quisiera evocar tres ejemplos: Ester, posiblemente uno de los libros más conocidos y leídos del judaísmo, que se va volviendo más y más importante con el tiempo (hasta la actualidad), Jonás -esa bellísima parábola del universalismo de Dios- y Daniel, libro de enorme difusión, sobre todo en relación a los movimientos apocalípticos que inundan la escena religiosa a partir del siglo III aC. En los tres casos se trata de libros populares, lo que permite entender por qué este signo de la ceniza adquiere tan gran arraigo, a pesar de que no tiene, como hemos visto, una tradición antigua tan clara ni unívoca.
Ester
El pueblo de Israel está a punto de ser exterminado de la faz de la tierra por obra del malvado Amán, se acaba de publicar un edicto de persecución firmado por el rey Asuero -en realidad ignorante del fondo del asunto, que obra sólo influido por Amán, que es el verdaderamente malo de esta historia-; ante el edicto, nos dirá el libro de Ester, «Cuando Mardoqueo supo lo que pasaba, rasgó sus vestidos, se vistió de sayal y ceniza y salió por la ciudad lanzando grandes gemidos, hasta llegar ante la Puerta Real, pues nadie podía pasar la Puerta cubierto de sayal. En todas las provincias, dondequiera que se publicaban la palabra y el edicto real, había entre los judíos gran duelo, ayunos y lágrimas y lamentos, y a muchos el sayal y la ceniza les sirvió de lecho.» (4,1-3)
El libro de Ester no sólo es uno de los más importantes del judaísmo como religión práctica, que sirvió, y sirve, para expresar y consolidar los sentimientos nacionales, sino que además es el punto de partida de muchos ritos concretos, entre ellos precisamente este de la ceniza, no ya relacionado con la propia impureza y con el propio pecado sino como gesto penitencial de alcance general.
Daniel
En Daniel 9 tenemos la conmovedora confesión pública no ya del pecado de éste o aquél, sino del «estado» de pecado que nos hace volvernos con todo el corazón a Dios, implorando su perdón para todos:
«El año primero de Darío, hijo de Asuero, de la raza de los medos, que subió al trono del reino de Caldea, el año primero de su reinado, yo, Daniel, me puse a investigar en las Escrituras sobre el número de años que, según la palabra de Yahvé dirigida al profeta Jeremías, debían pasar sobre las ruinas de Jerusalén, a saber setenta años.
Volví mi rostro hacia el Señor Dios para implorarle con oraciones y súplicas, en ayuno, sayal y ceniza. Derramé mi oración a Yahvé mi Dios, y le hice esta confesión: '¡Ah, señor, Dios grande y temible, que guardas la Alianza y el amor a los que te aman y observan tus mandamientos.
Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, no hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas.
No hemos escuchado a tus siervos los profetas que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, a todo el pueblo de la tierra.
A ti, Señor, la justicia, a nosotros la vergüenza en el rostro, como sucede en este día, a nosotros, a los hombres de Judá, a los habitantes de Jerusalén y a Israel entero, próximos y lejanos, en todos los países donde tú los dispersaste a causa de las infidelidades que cometieron contra ti....'» (9,1ss)
Jonás
Pero es en Jonás, posiblemente, donde el gesto penitencial de la ceniza adquiere mayor universalidad, un significado a la vez más genérico, por el pecado general y permanente, por la siempre necesaria conversión, y tan universal que ¡hasta los animales hacen ayuno, llanto y usan la ceniza! Nínive, nada menos que Nínive, la ciudad que a los oídos de cualquier judío era el no-va-más del pecado, la inconvertible Nínive... es más, Jonás no cree que se pueda predicar en Nínive, y que ni siquiera vale la pena intentarlo, así que huye de los planes de Dios cuanto le es posible, sin embargo, luego de vicisitudes que todos conocemos (la tormenta, la estancia en la ballena), se aviene a predicar:
»Jonás comenzó a adentrarse en la ciudad, e hizo un día de camino proclamando: 'Dentro de cuarenta días Nínive será destruida.'
Los ninivitas creyeron en Dios: ordenaron un ayuno y se vistieron de sayal desde el mayor al menor. La palabra llegó hasta el rey de Nínive, que se levantó de su trono, se quitó su manto, se cubrió de sayal y se sentó en la ceniza. Luego mandó pregonar y decir en Nínive: 'Por mandato del rey y de sus grandes, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado ni pasten ni beban agua. Que se cubran de sayal y clamen a Dios con fuerza; que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia que hay en sus manos. ¡Quién sabe! Quizás vuelva Dios y se arrepienta, se vuelva del ardor de su cólera, y no perezcamos.'» (Jonás 3)
¡Quién dijera que Nínive podía convertirse, sin embargo:
«Vio Dios lo que hacían, cómo se convirtieron de su mala conducta, y se arrepintió Dios del mal que había determinado hacerles, y no lo hizo.»
Eso no quita que el profeta sufrió una de las peores depresiones que retrata la Biblia: ¡qué clase de Dios se va a ocupar de esa gentuza!
Pero así ocurrió, al menos en la exquisita parábola de Jonás, y luego en el verdadero Jonás, en Jesús, a quien, naturalmente, no «compramos» con el rito de la ceniza, pero a quien al menos a través de ella queremos mostrar -como hicieron los ninivitas- que aceptamos su oferta de perdón y salvación, no para algunos, ni siquiera para muchos, sino verdaderamente para todos.
-Puede profundizarse en la ritualidad del AT a través del siempre recomendable Instituciones del Antiguo Testamento, de R. De Vaux, aunque lamentablemente no tiene un apartado específico sobre la ceniza, hay que espigar en distintas partes del libro.
-Más breve, Instituciones Religiosas de Israel, de John Castelot, SS, en Comentario Bíblico San Jerónimo, Tomo V, pág 525ss. especialmente útil para la cuestión de las cenizas de la vaca roja.
-En la Historia de la Liturgia de Mario Righetti (se consigue una reducción por internet) hay algunas notas interesantes acerca del la historia de la penitencia cristiana, donde se incluye el signo de la ceniza.
-La Iniciacion a la liturgia, del abad Ibañez, dedica algunos párrafos al significado y modo de realizar el rito de la ceniza en la liturgia actual; ver especialmente pp 703-4.