El Evangelio de hoy tiene mucho mensaje, de verdad que da ganas de ponerse a escribir sobre él. Sin embargo, puedo quedarme tranquilo de que con sólo poner «hijo pródigo» en internet, saltarán cientos -¡qué digo cientos, miles!- de sitios en internet, hablando del mensaje de la misericordia en la parábola del hijo pródigo. Pero todos nosotros podemos compartir un secreto, y es que «la cosa» de las lecturas de la liturgia no siempre tiene que ver con un mensaje, no siempre se puede formalizar en un mensaje facil de llevar. Más bien, en general, el por qué y el cómo de los textos engarzados en la liturgia no tienen que ver con su mensaje sino con algún «detallito» que a primera vista se nos escapa.
Lo primero que debemos, siempre, preguntarnos al leer las lecturas de la misa es «¿qué relaciona la primera lectura con el evangelio?» Si encontramos tal relación, nos encaminamos hacia una comprensión del «por qué litúrgico» de haber elegido tal evangelio y no otro. Como modernos y racionalizados que solemos ser, esa pregunta suele dirigirse al «significado» de las lecturas, pero no debemos olvidar que la liturgia es persistentemente «anticuada», persistentemente sensitiva, piensa en imágenes, no en ideas. Preguntemos entonces desde esa perspectiva: ¿qué relaciona la primera lectura con el evangelio?
La primera lectura nos dice que los israelitas llegaron a la «tierra prometida», y entonces dejaron de comer del maná, que era sólo un pan provisorio, y comenzaron a comer de los frutos de la tierra, que curiosamente consiste en panes ácimos. El «hijo pródigo» nos dice que cuando él quería comer de las algarrobas que se daban a los cerdos, pero nadie se las daba, es que decidió volver a casa de su padre; una vez allí comió un ternero cebado, lo que despertó las iras del hermano mayor, que desearía haber recibido para comer un cabrito en banquete con sus amigos.
No digo que éste sea «el tema principal» ni mucho menos «el mensaje» de El hijo pródigo; pero no deja de ser sugestivo que en el contexto de la comida eucarística se nos hable machaconamente de comida: de comida que ya no se come, de comida que se espera, de comida que se desea. Más alertas nos ponemos aun cuando la antífona inicial de la misa, la que hace que este domingo se llame «de laetare» (domingo del «alegráos») nos pide que nos alegremos con Jerusalén, porque «mamaremos a sus pechos»... ¡otra vez comida!
¿Qué es eso que tiene la comida que tanto convoca a los seres humanos? Si hay algo particular y local, son las costumbres culinarias; si hay algo universal, es que la comida nos convoca. Y no se trata sólo de satisfacer un instinto primario, como si fuéramos animales: es la comida, con su simbolismo intrínseco, la que convoca universalmente a los hombres, ¡hasta el primer pecado del hombre se representa en torno a una comida! También el encuentro final con nuestro Dios se representa con una comida, precisamente el «banquete del Reino», y por si fuera poco esta multitudinaria reunión donde caben todos los hombres, «de toda raza, pueblo y nación», se nos convoca a un banquete personal: «estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre la puerta, entraré y cenaré con él, y él conmigo...» (Apoc 3,20).
Al hilo de esta comida, me gustaría detenerme en el diálogo del hijo mayor. No es, desde luego, el centro de la parábola -que está más bien puesto en la acogida del pequeño-, pero es la parte de la parábola que ha devenido central al filo de nuestra propia historia, de la historia de este cristianismo que ha sido por unos siglos cristiandad, y que se resiste a dejar de serlo. Cuando Jesús dijo esta parábola, el «hermano mayor» eran los judíos, y el pequeño esos publicanos y pecadores, huérfanos y viudas desatendidas, prostitutas, pero también los que quedaban al margen de la fe oficial, no quizás por sus pecados sino por su ignorancia y simpleza. En tantos siglos, los que éramos «hermano pequeño» hemos crecido, nos hemos convertido en «hermano mayor», esos gentiles que entramos por la puerta del costado de la mano de Pablo, injertos en el olivo de Israel, hemos terminado ocupando toda la casa, y entonces la sección del hermano mayor -colateral y quizás anecdótica en la predicación de Jesús- devino para nosotros central:
-Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
El padre le dijo:
-Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo...
¡De eso se trataba! El hermano mayor estaba -¡está!- dentro de la casa, pero como al servicio, deseando los bienes del padre sin animarse a tocarlos, esperando quizás secretamente a que el padre se decidiera a dejar a él su lugar, a que se retirase ya de estar al frente de la hacienda y lo dejase a él de una buena vez. Es hijo, pero su corazón es el de un siervo. Podríamos tal vez culpar al padre por no haberle hablado más claro, pero podemos en realidad imaginar que el padre siempre ha hablado claro -como habla claro el Padre a lo largo de toda la Palabra, antiguo y nuevo testamento-, siempre le ha dicho: «no eres siervo, eres hijo», sólo que él ha filtrado esa información, ha cerrado sus oídos durante siglos a la invitación del padre a ser hijo.
Nos resulta una tremenda novedad que Jesús diga: «no os llamo siervos, os llamo amigos». Y tenemos razón, desde un cierto punto de vista es nuevo; pero desde otro punto de vista, bajo otros aspectos, no es del todo nuevo, estaba ya anunciado, quizás desde el principio, desde los orígenes de la fe de Israel -que fue la fe de la Iglesia en su nacimiento- se venía diciendo que Dios era ese que nos convocaba a comer a su mesa, a compartir, como con Abraham, unas tortas de cebada, porque ¿quién sino Dios desde toda la antigüedad de la Palabra había dicho «"¿Por ventura voy a ocultarle a Abraham lo que hago...?» (Gn 18,17)?
El diálogo del hermano mayor revela muchas de nuestras taras como iglesia miedosa de tomar por asalto el banquete del Señor, instalados en la comodidad de siervos cumplidores, que olvidan el primer anuncio de todos: «ya no os llamo siervos». Estamos en la Iglesia para partir, compartir, y sobre todo repartir el Pan; no fuimos llamados para siervos, sino para estar sentados a la mesa, y desde allí, por la experiencia de una comida que no se agota de consumirla, poder, sin miedo, ofrecerla a todos.
Exquisito, una delicia Abel. Para seguir el tono gourmet. Se agradece. Me fui a dormir con tu reflexión tratando de que los sueños me cuenten de qué se trata esa experiencia de una comida que no se agota. Nunca me acuerdo los sueños. Pero la lectura me encantó.
Abel Della Costa gracias, tmbien a mí me encantó la lectura, sobre la comida y sobre todo lo del hijo pródigo cuando tenia hambre y mejor regresó a la casa de su padre y lo que dice Génesis 18, 17 "Dijo entonces Yahvé: "¿Cómo voy a ocultar a Abraham lo que voy a hacer. Voy a hacer y chistoso una tremenda novedad que ´Jesús diga: "No os llamo siervos, os llamo amigos".
Gracias Abel porque el banquete de la Palabra nos llega por este medio. Dios te bendiga.