Hoy es el día de la Santísima Trinidad. También lo podríamos decir así: hoy es el día en que el lenguaje cristiano muestra toda su vulnerabilidad, su "debilidad", en el sentido bíblico de la expresión (1Cor 1,25). Hoy la Iglesia reza en el poema del prefacio de la misa:
Es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo,
Dios todopoderoso y eterno.
Que con tu único Hijo y el Espíritu Santo,
eres un solo Dios, un solo Señor,
no en una sola persona,
sino tres Personas en una sola naturaleza.
Y lo que creemos de tu gloria,
porque tú lo revelaste,
lo afirmamos también de tu Hijo
y también del Espíritu Santo,
sin diferencia ni distinción.
De modo que al proclamar nuestra fe
en la verdadera y eterna Divinidad,
adoramos a tres Personas distintas,
de única naturaleza
e iguales en su dignidad.
"Persona", "naturaleza", "revelado", "dignidad"... todo ese lenguaje que suena tan técnico, tan teológico, y parece también que en cierto sentido tan alejado, tanto de la experiencia del creyente común como de lo que leemos en la Biblia acerca de Jesús y de Dios. Contra lo que el poema del Prefacio expresa, y que no es otra cosa que el dogma trinitario, se alzan multitud de objeciones que provienen de distintos ámbitos: de aquellos que aceptan como fuente sólo la Biblia, de aquellos que aceptan como límite de la fe sólo lo que esta puede validar racionalmente, e incluso de los que abrazan la fe como una plenitud de humanismo.
Objeciones desde la lectura bíblica
El poema parece decir que creemos en la Trinidad porque ha sido revelada; sin embargo, quienes se apoyan exclusivamente en la Biblia y no aceptan la mediación de ninguna tradición eclesiástica, nos podrían decir, ¿dónde está en todo el Nuevo Testamento (no hablemos ya del Antiguo) esa pretendida revelación del "misterio de la Ssma Trinidad"?
Les señalaremos Mateo 26,19, el texto del bautismo "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", o Juan, en muchos pasajes, especialmente 10,30 o 17,22; pero ellos nos responderán con Mc 13,32, donde Jesús declara que el Padre está en posesión del secreto de mundo con exclusividad, sin que en esto comparta el saber con los ángeles, y ni siquiera con el Hijo; también nos podrán leer Jn 10,29 o 14,28, donde Jesús declara su inferioridad respecto al Padre; también podría decirse que en general en el Nuevo Testamento la palabra "Dios" está reservada con exclusividad para referirse al Padre, nunca se identifica de manera completamente directa a Dios Padre con el Hijo, ni menos con el Espíritu. Por supuesto, nadie niega que "Padre", "Hijo" y "Espíritu Santo" sean palabras propias del Nuevo Testamento, pero de ninguna manera es claro y transparente que lo que se dice de uno de ellos pueda decirse de los tres "sin diferencia ni distinción", o que sean "iguales en dignidad", ni menos aun que sean "una sola naturaleza".
Aunque las palabras del dogma trinitario son bíblicas, dan una impresión de exceso, de haberse salido del límite bíblico. Precisamente en los primeros siglos, las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu Santo se entendían de distintas maneras:
-Como adopción del Hijo por el Padre (adopcionismo): el Padre, es decir, Dios, habría adoptado al Hijo, Jesús, llevándolo a su condición de Cristo, y sancionando esa adopción con la resurreccioón de entre los muertos, en "pago" de su humilde obediencia sacrificial.
-Como subordinación del Hijo al Padre, y del Espíritu a ambos (subordinacianismo): El Hijo sería la primera creación de Dios, su palabra eterna hecha realidad cósmica, y por tanto, perteneciente al ámbito divino, pero de manera subordinada a la divinidad única y misteriosa del Padre. El Espíritu, a su vez, puede entenderse como metáfora de la presencia del Padre, o como espíritu de ámbito divino emanado del Hijo desde la muerte y resurrección.
-Como una "manera de decir" que en realidad es el Padre el que muere "como" Hijo (patripasianismo): esta forma -también de raíz bíblica- de entender los términos trinitarios, a diferencia de las dos anteriores, se sitúa del lado de la afirmación de Juan "El Padre y yo somos uno", pero para poder afirmar esa unidad, rompe la distinción, y hace del Padre y el Hijo no más que dos formas de llamar a Dios, dos realidades puramente verbales, no reales.
Por supuesto, del mismo Nuevo Testamento han salido otras lecturas que evocan el lenguaje trinitario sin aceptar la Trinidad tal como la concebimos nosotros. Debemos reconocer con honestidad que el dogma trinitario tardó siglos en desarrollarse, en alcanzar esa fórmula: "una naturaleza, tres personas, glorificados sin diferencia ni distinción, iguales en dignidad". El dogma trinitario como tal es fruto de los concilios ecuménicos de Nicea (325, dogmas cristológicos) y Constantinopla I (381, dogmas pneumatológicos, es decir, referidos al Espíritu). Recién tres siglos más tarde del cierre del NT la Iglesia cristiana llega a la convicción de que para decir aquello a lo que apuntaba el lenguaje del NT es necesario de alguna manera traspasarlo.
Objeciones desde la fe en los límites de la razón
Pero dejemos de momento las objeciones venidas de la Biblia y vayamos a otra objeción, que también acompañó toda la vida de la Iglesia, pero se hizo más fuerte y persistente a partir del siglo XVII, es decir, del surgimiento de la "razón moderna". Por supuesto, nunca la Iglesia había pretendido que este misterio de la Santísima Trinidad fuera racional, o pudiera entenderse racionalmente; incluso contamos con la hermosa anécdota que nos narra san Agustín sobre la visión que tuvo del angelillo queriendo traspasar el agua del mar a un pozo en la playa con una concha marina; el santo -que se encontraba meditando sobre el misterio de la Ssma Trinidad- se ríe del niño diciéndole que es imposible lo que pretende con el agua del mar, y el niño, el ángel, le responde que no menos imposible es la pretención del santo Doctor de hacer entrar la comprensión de la Trinidad en su limitada mente de hombre.
Sin embargo, lo que le cuesta aceptar a la razón humana es que precisamente pueda haber cosas que nombremos sin que podamos afirmar que realmente las conocemos. La idea misma de una afirmación "positiva" sobre Dios, un decir "quién es realmente" Dios, sin que podamos comprender eso que decimos (porque de antemano lo declaramos por encima de la razón)... es eso lo que levanta las protestas de la razón.
Más cerca de nuestra época, con una mayor sensibilidad de la razón hacia las palabras concretas, la objeción también puede formularse así: ¿qué sentido tiene usar un lenguaje al que de antemano declaramos necesitado de romper y disolver? ¿qué sentido tiene hablar de Dios "uno", si ese "uno" no lo vamos a entender como unidad, y qué sentido tiene hablar de "trino", si la distinción de los pretendidos "tres" debe quedar en "Uno"?
Incluso podríamos fortalecer la objeción señalando que el cristianismo no es la única religión que habla de trinidades: en el hinduísmo, e incluso en las antiguas religiones griega y romana y otras religiones antiguas, especialmente las mistéricas, tan en boga en la misma época en que surgio la nuestra, se habla de "tríadas divinas", ya sea de personalidades divinas que cumplen las funciones de padre, hijo y espíritu, como de padre, madre e hijo. La divinidad como exceso sobreabundante que puede ser significado y metaforizado en una "familia divina" no necesita romper los moldes de la "pura razón", que en caso de querer aceptar a Dios, sólo podría ver en él el escondido e innombrable fondo-uno de la realidad.
Objeciones desde la fe en los límites del humanismo
Ya más contemporáneamente, el propio humanismo cristiano que propició la tolerancia de las diversas religiones y concepciones de Dios (no siempre el cristianismo adoptó los principios de tolerancia religiosa, pero desde la antigüedad cristiana, y más decididamente desde el Renacimiento, acompañó a las iglesias cristianas un humanismo de fuerte carácter "tolerancista"), puede llegar a la conclusión de que lo que verdaderamente nos pide Jesús es un cambio del corazón y de mirada, que se pruebe en la acogida del prójimo. Y nos pueden citar desde la parábola del samaritano hasta la lapidaria frase de 1Juan: "quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve".
Frente a ese cristianismo que se prueba en los hechos de cada día, las fórmulas, y sobre todo aquellas que introducen necesariamente la discusión y el conflicto, deberían cederse y relativizarse: ¿qué importa que Dios sea uno y trino si en el mundo sigue habiendo guerras e injusticias sin cuento, alimentadas en muchísimos casos por los países de mayor tradición cristiana?
El propio Cristo negó la entrada al Reino a aquellos que creen que la cosa se limita a recitar fórmulas (Mt 7,21), y por el contrario abre las puertas de par en par a aquellos que han servido a los hermanos incluso sin saber que estaban expandiendo en la tierra el Reino de Dios (Mt 25,34).
La fórmula trinitaria: una invitación de Dios al hombre
Todas estas objeciones tienen, lo habrá notado el lector, cada una una cierta parte de razón. En cada época, incluso, somos más sensibles a una o a otra. Pero si de algo sirven los argumentos "numéricos" y "democratistas", no habría que dejar de señalar que de alguna manera las iglesias cristianas han percibido mayoritariamente la esencialidad de esta fórmula trinitaria, al punto de que reconocemos que una iglesia es cristiana precisamente porque admite la fórmula trinitaria, y practica el bautismo en el nombre de las tres Divinas Personas. La Trinidad no es posesión del catolicismo, no es posesión del luteranismo, del calvinismo, del anglicanismo, de la ortodoxia oriental, ni de ninguna otra iglesia cristiana, sino de la fe cristiana como tal, constituye la fórmula que expresa con más centralidad su esencia. Hay muchas cosas que nos separan a los creyentes en Cristo unos de otros, sin embargo esto nos une, e incluso es teológicamente el elemento que usamos para distinguir una iglesia cristiana de una secta: si afirma o no la Trinidad divina.
A todas las objeciones anteriores en conjunto podríamos responder: la verdad de uno mismo no se mide por lo útil que resulte para resolver peleas y conflictos, ni por la capacidad de comprender las cosas a las que cada uno llegue, ni por encontrar las palabras exactas reflejas en un testimonio histórico, por muy venerable que sea. La verdad de uno mismo es cuestión de identidad: se es lo que se es, y no otra cosa. La Iglesia de Cristo es trinitaria, afirma que la verdad íntima de Dios es su vida de amor interior a la Trinidad: el Padre que se expresa como palabra en el Hijo, y ambos que "cortejan" al mundo en el Espíritu, para atraerlo, en el amor, hacia sí.
La Trinidad no es una fórmula, es una comprensión impropia y débil, pero certera, de la verdad interior de Dios. Es revelada, sí, por el mismo Dios, pero no al modo de un dictado de Dios a los hombres.... ¡Dios no se revela dictando cosas! Dios se manifiesta, se deja ver, deja que los hombres ensayemos palabras para rodear su misterio, nos deja sentir a la vez la debilidad de nuestras palabras y la fuerza de la verdad en la que vivimos, nos movemos y existimos. Eso significa que Dios reveló la Trinidad: no que nos dio unas palabras determinadas en un momento determinado del tiempo, sino que a través del vacilante caminar del lenguaje poético de la fe, ese lenguaje que aparece ya en las remotas fórmulas del antiguo Israel, y que va bordeando la percepción del misterio, Dios "se deja ver". Aquel que no puede ser visto, quiere ser visto, y, como dirá el evangelio de Juan: "El Hijo nos lo ha explicado" (1,18).
La Trinidad es una experiencia de Dios. Como dice la lectura del Deuteronomio que se lee en uno de los ciclos de la liturgia: «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos [...] ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?» (Dt 4,32-34)
No se trata de teorías alambicadas, o de meras discusiones verbales, se trata de una experiencia de la trascendencia de Dios que desde el más sesudo de los teólogos cristianos, hasta el más iletrado de los niños que se inclinan ante Dios a alabarlo, puede tener. No basta decir "un solo Dios", no basta decir "Padre, Hijo y Espíritu Santo"; la experiencia de Dios de cualquier creyente lo lleva a unir y distinguir, a elevar a los tres a la mayor altura de gloria, porque no adora en Ellos a Tres sino a Uno, sin confundir en Uno a Tres. El lenguaje a la vez no alcanza y es necesario, porque con facilidad nos perdemos en la hondura del misterio.
Por eso también es una fórmula, alcanzada por un consenso teológico en tales y tales años, es una fórmula que no aparece en el Antiguo Testamento, y está apenas sugerida e imperfectamente bordeada en el Nuevo, que aunque es la misma en Oriente y Occidente, en la Católica y en las Reformadas, cada Iglesia la entiende con matices propios y diferenciales, fuente de diálogos y también de disputas. La Trinidad, en tanto pretende dirigirse legítimamente al misterio mismo de la vida divina, en tanto asume como posible aquello a lo que Cristo lo invitó, no sólo pan y justicia, sino participación en la vida interior de Dios, debía ensayar fórmulas y lenguaje para poder acercarse a ese misterio. Porque el hombre es un ser de lenguaje, y aquello que no llega a decirse, tampoco llega a vivirse ni mucho menos a amarse.
La Trinidad es una fórmula, pero a la vez traspasa la fórmula: es una fórmula que es sólo un punto de partida de una experiencia que sólo puede hacer cada creyente frente al Dios que lo invita a mirarlo y ver la hondura de su divinidad. No es un saber sobre Dios en el mismo sentido en que sabemos de la composición del átomo, o sabemos las causas de muchas enfermedades. Incluso la clase de saber que es la fórnula trinitaria no puede competir con esos saberes. No es un saber práctico (no sabemos algo que sirva para cambiar el mundo), no es un saber autosuficiente (no sabemos algo que podamos probar sin ser refutados), no es un saber enteramente novedoso y por lo tanto exclusivo (no sabemos algo que el resto de la humanidad y religiones no hayan buscado y de alguna manera, aunque impropia, atisbado). Es un saber débil: puede ser contradicho y refutado de muchas maneras; sin embargo, para el que descubre la hondura de vida divina a la que Dios nos invitó a mirar y contemplar, sabe que el amor humano apunta a mucho más que lo que cada hombre puede realizar, que la justicia humana nunca termina de ser justa sino que apunta a una Justicia abismal, y que el pan humano no sacia. La proclamación de la Trinidad es una invitación que Dios nos hace a cada uno de los creyentes a poder decirLo, a poder nombrar ya desde ahora su vida íntima.
No todo el que recita "Señor, Señor", o "Dios es Uno y Trino" entrará en el Reino de los Cielos. En el Reino habrá seguramente muchos hombres, venidos de Oriente y Occidente, que nunca llegaron a conocer la Trinidad en esta vida, y muchos que la mencionaron diciéndose cristianos qedarán afuera. Porque sin la práctica del amor concreto, sin el ejercicio real de la justicia humana, sin "amar al hermano a quien vemos", las fórmulas no significan nada; pero para decirlo con palabras del Antiguo Testamento, "hemos sido llamados, de entre todos los pueblos de la tierra, a ser el pueblo de Su propiedad" (cfr Dt 7,6). Además de lo que podamos hacer de amor concreto y efectivo en el mundo, a nosotros, pequeño rebaño, se nos dio la gracia de poder proclamar con palabras humanas, ya desde ahora, aquello que será el poema y la alabanza de la liturgia eterna del cielo:
«Santo, Santo, Santo
Señor Dios Todopoderoso
Que Es, Era y va Viniendo...» (Ap 4,8)
Gracias Abel por tan enriquecedor articulo, Dios te bendiga y nos bendiga a todos.
Muchísimas gracias, Abel. Gracias por reconocer la “parte de razón” que tienen esas objeciones, es decir, la parte de razón que tenemos cada uno cuando de una forma u otra no entendemos a Dios. Y gracias por ser capaz de ir más allá de las objeciones, por no conformarse con el dogma como límite para el pensamiento, por convertir el dogma en un punto de partida para una nueva reflexión enriquecedora.
Ayer me distraje durante la homilía en mi parroquia (y me pareció que con lo que se decía seríamos mayoría los distraídos). Pensaba que eso de ser tres Personas pero un solo Dios es tan incomprensible para nosotros porque en nuestra vida no tenemos otra experiencia que la de personas separadas e individuales: tú ahí, yo aquí, bien distintos.
Y, no obstante, sí que tenemos la experiencia de un anhelo de unidad que siempre vemos frustrado en mayor o menor medida. No conseguimos plenamente la unidad en el mejor avenido de los matrimonios, ni entre buenos amigos, ni en la comunidad cristiana reunida en torno a la Eucaristía. Es más, recelaríamos de una unidad fusional, en la que se disolviese la identidad de cada uno.
Si pudiéramos lograrlo, querríamos estar completamente unidos sin dejar de ser cada uno lo que es. Pero eso es imposible en esta vida corporal, donde el mismo cuerpo ya marca la separación espacial: tú ahí, yo aquí. El misterio central de nuestra fe nos habla de una realidad que nos resulta incomprensible porque no sabemos cómo realizarla, pero que colmaría esa aspiración a la unidad sin fusión, a la individualidad sin separación.
Gracias por los comentarios. Efectivamente, Gonzalo, la verdad trinitaria a la vez excede nuestra experiencia, y muestra que la búsqueda de unidad que hacemos en todos los ámbitos de la vida (no sólo la fe) es legítima, está impresa en la creaturidad nuestra, porque es la esencia misma de Dios.
No se que Santo Padre decía muy hermosamente, algo parecido : "Cuando me dirijo a Dios Único, enseguida me viene al corazón la Trinidad Santa para adorarla. Cuando pienso en la Santísima Trinidad, enseguida me viene al corazón el Ünico Dios verdadero para amarlo con todo el corazón.